—¿Y lo de la profecía del Emperador de los Últimos Días? —inquirió Bonanat Alfonso.
—Esa profecía existe desde hace tiempo, pero no es sino una patraña de ciertos visionarios deseosos tan sólo de agradar a los reyes de Francia. Tal vez en su origen hubiera algunos mercaderes ansiosos de ganar nuevos mercados en Oriente —ironizó Cabrera.
—El Canciller y Santa Pau siguen en sus puestos, ¿no creéis que deberíamos intentar de nuevo acabar con ellos? —preguntó Bernardo de Forciá.
—En la actual situación no son importantes. Si don Juan accede al trono estaremos perdidos de todos modos, y si conseguimos que cambie, ellos serán quienes estén perdidos. Creo que no es el momento de gastar energías en esos dos; debemos centrar todo nuestro esfuerzo en socavar la figura de don Juan como príncipe heredero; es nuestra única oportunidad —dijo Cabrera.
—Hemos invertido mucho dinero en vuestros planes y hasta ahora no han dado ningún resultado. Nuestros negocios están al borde de la ruina y no podemos aguantar así mucho más tiempo; nuestras naves son apresadas, saqueadas y secuestradas en el Mediterráneo sin que las galeras reales acudan en su ayuda, algunos mercaderes catalanes han sido desposeídos de sus bienes en Chipre sin recibir socorro del rey, incluso nobles protegidos por don Pedro se incautan de mercancías que transportaban galeras y cocas de comerciantes barceloneses. Los ciudadanos de Barcelona comienzan a agitarse; algunos comerciantes queremos cambios en el gobierno municipal, y el rey parece dispuesto a escucharnos. Apenas disponemos de tiempo y de dinero. Amigo Cabrera, espero que no volváis a fallar; y vos, Forciá, insistid ante vuestra hermana, sois el más interesado en que don Juan no llegue a reinar, pues si lo hace ya estoy viendo vuestra cabeza clavada en una pica y expuesta en lo más alto de las murallas de Barcelona.
Don Pedro y doña Sibila desayunaban en el palacio Menor. El rey había decidido pasar la noche anterior con la reina.
—No hubo fin del mundo; ese astrólogo, Felipe de Viviers, se equivocó —comentó el rey.
—Parecía un buen astrólogo y, sobre todo, se veía seguro de sí mismo y de cuanto afirmaba —se justificó la reina.
—Yo nunca confié en él, por eso mandé hacer varios horóscopos sobre 1385; ninguno de mis astrólogos predijo que ese año sería el último. Hasta dentro de un siglo no habrá una oposición de Saturno, Marte y Júpiter, tal vez así se produzca el fin del mundo, pero para entonces, mi amada reina y esposa, ya no estaremos aquí. Eso acontecerá en 1484, el que ya es llamado el año de la «gran constelación», cuando Júpiter y Saturno entren en conjunción en Escorpión.
—¿Vos sabíais que los cálculos de Felipe de Viviers eran erróneos?
—Por supuesto. La astrología es una de mis pasiones. Hace tiempo que ordené a mis astrólogos que corrigieran los errores de las tablas que mandó hacer el rey Alfonso el Sabio de Castilla. Mis astrólogos calcularon el verdadero lugar que ocupan los planetas en el cielo y lo anotaron en unas nuevas y más precisas tablas calculadas según el meridiano de Barcelona; hace cinco años Dalmau de Planes me entregó una gran obra, El arte de la astrología, que yo le encargué. Por eso me ocupé personalmente de comprobar las aseveraciones de vuestro astrólogo.
—¿Y por qué no me dijisteis nada?
—Quería que os convencierais por vos misma de que a 1385 le sucedería 1386.
—Sois un rey muy prudente y sabio.
—En este caso tan sólo un rey cauteloso.
—¿Desconfiáis de todo y de todos?
—Un rey debe gobernar con desconfianza.
—¿También yo os inspiro ese mismo recelo?
—Sólo a vos, mi reina, confiaría mi alma.
Santa Pau estaba ordenando algunos papeles en su casa, sobre todo cartas de sus padres y suyas propias. En un pequeño paquete de papeles, atado con un cordoncillo de lino, encontró una nota de Francesca. Estaba sin firmar, y rezaba: «Te espero al anochecer. Estoy ansiosa por verte». Cogió la nota entre sus manos y se dio cuenta de lo torpe que había sido al no advertir, pese a tantas evidencias, el engaño de Francesca. Ahora veía claro que Francesca sabía leer y escribir, que era una joven culta. Recordó momentos e instantes vividos junto a ella y sonrió. «¿Cómo pude ser tan ingenuo?», pensó. Ahora entendía por qué la cama de Francesca estaba sin deshacer tras haber salido de la alcoba quienes Santa Pau creía clientes y no eran sino agentes de Jaime de Cabrera, por qué cuando le hacía el amor la sentía tan distinta a las demás putas, por qué su modo de hablar, de moverse, de caminar incluso, eran tan diferentes a los de las mujeres de los burdeles mediterráneos. Estaba claro que su antigua amante no era una prostituta y que la historia que le había contado sobre su estancia en el burdel de Gerona era un invento, pero en ese caso, ¿quién era realmente Francesca? Lo único que sabía de ella es que era una agente al servicio de Jaime de Cabrera y que había desaparecido sin dejar rastro. Francesca era un misterio y eso la hacía todavía más atrayente a los ojos de Santa Pau, acostumbrado a vivir entre secretos y engaños.
El notario real guardó los papeles en un arcón y se dirigió a la cancillería.
—No comprendo cómo pudo engañarme. Había tantas evidencias de que no era lo que aparentaba… —confesó Santa Pau.
—Si no os habíais dado cuenta de todo eso, pese a vuestra experiencia, sólo hay una explicación: realmente os habíais enamorado de esa muchacha —dijo el Canciller.
—Es una mujer fascinante, aunque ahora creo que me engañó en casi todo, probablemente ni siquiera tenía la edad que me dijo tener.
—Tened cuidado con ella. Francesca es una mujer ilustrada y ya sabéis que casarse con mujeres cultas es un error. ¿Habéis sabido algo de ella? —preguntó el Canciller.
—Nada en absoluto. ¿Y vos?
—Por supuesto que no. Desapareció sin dejar rastro. Supe además que Jaime de Cabrera ni siquiera intentó localizarla. Francesca dejó de serle útil y su presencia hubiera sido para él más perjudicial que beneficiosa.
—¿Creéis que han podido matarla? —inquirió Santa Pau.
—No, no lo creo. De haber sido así me habría enterado.
—Vos sabéis dónde está.
—No lo sé, y si lo supiera no os lo diría. Esa mujer os engañó y estuvo a punto de acabar con todos nuestros planes; sólo una cosa se interpuso en su camino.
—¿Cuál?
—El amor. Esa mujer se enamoró de vos y ese amor fue el que le impidió seguir adelante con la misión que le había encomendado Jaime de Cabrera. No puede servirse a la vez a dos señores y ella eligió el amor. Debió de ser muy difícil optar por vos; haciéndolo perdía todo, incluso os perdía a vos. Esa mujer os amó mucho.
—Vos sabéis qué ha sido de ella —reafirmó Santa Pau. El Canciller se acercó a un armario, sacó una botella y sirvió dos copas.
—Tomad, es un aguardiente extraordinario; lo hacen destilando peras de Puigcerdá.
—Si me ocultáis dónde está o qué ha sido de Francesca, no os lo perdonaré nunca.
—Seguís amándola.
—Con toda mi alma —confirmó Jerónimo.
—En ese caso mantened la esperanza, tal vez algún día…
El príncipe heredero y el justicia de Aragón debatían la situación en el palacio que el justicia se había construido en Zaragoza. Domingo Cerdán estaba orgulloso del cargo que ocupaba; desde que fuera promovido al oficio de defensor de los fueros aragoneses, Cerdán había dado al justiciazgo la notoriedad de la que carecía en los últimos tiempos. Su cargo no tenía parangón en ningún otro de los reinos de la cristiandad; el justicia era un cargo peculiar del reino de Aragón y los celosos aragoneses sabían que sus fueros se cumplirían siempre que hubiera un justicia dispuesto a hacer prevalecer sus derechos por encima incluso de la voluntad del rey.
—Mi puesto en la corte no es respetado por mi padre. Los aragoneses deben procurar que se cumplan sus leyes —dijo don Juan.
—Don Pedro nunca ha tenido especial consideración hacia sus subditos aragoneses. Pese a ser la cabeza de su Corona, Aragón ha sido muy mal tratado por su majestad, tal vez porque nunca olvidó la revuelta de la Unión y la humillación a la que estuvo a punto de ser sometido si hubiera sido derrotado en la batalla de Épila el año anterior a la mortandad de la gran pestilencia.
—Si el rey sigue atropellando mis derechos de primogenitura no me quedará otro remedio que acogerme al derecho aragonés de manifestación ante vuestra corte.
—En ese caso yo, como justicia de Aragón, estaré obligado a salvaguardar todos vuestros derechos legítimos, incluida la herencia al reino de Aragón. No debéis preocuparos, si vuestro padre el rey se atreve a desposeeros de vuestra herencia, los aragoneses, amparados en nuestros fueros, os restituiremos cuanto el rey os quite. No os quepa duda: vos, don Juan, seréis el próximo rey de Aragón.
—Así lo espero, pero mi padre el rey podría alterar su testamento. Ya sabéis que está encaprichado de tal modo de su esposa que le concede todos y cada uno de sus deseos, y Sibila pretende sentar en el trono a un descendiente suyo.
—En verdad que su majestad os acosa. Ayer mismo los jurados de Zaragoza recibieron una carta en la que don Pedro les ordena que persigan a todos sus enemigos. Les recuerda que él es el rey y señor y les conmina a obedecer so pena de duras represalias, pero por el momento no puede distraerse de sofocar la rebelión de vuestro cuñado el conde de Ampurias.
—Sí, creyó que bastaría una semana para acabar con la revuelta y ya son varios los meses que dura la campaña. Ahora es Bernardo, el hermano de la Forciana, quien dirige las operaciones militares. Mis agentes me han asegurado que nuevos señores provenzales y franceses ayudan al conde. El rey me ha conminado a acudir en su ayuda, como hice cuando desbaraté el ejército francés que quiso invadir Cataluña, pero he decidido no participar en esa guerra y mantenerme neutral. Esto me enemista todavía más con mi padre y le da argumentos a su esposa para que siga persiguiéndome, pero no puedo hacer otra cosa; el conde de Ampurias, además de mi cuñado, es mi amigo y mi aliado, y en los momentos más difíciles siempre ha estado a mi lado. Yo no debo luchar contra mi padre, pero tampoco puedo hacerlo contra el conde. Además, como heredero de Aragón no acepto que me dé órdenes el hermano de la reina.
El rey don Pedro acababa de regresar de Gerona, adonde había acudido en un rápido viaje de apenas una semana para decidir con los jurados de la ciudad y el cabildo cómo terminar la catedral. El proyecto original diseñaba una iglesia de triple cabecera y tres naves, pero un atrevido arquitecto propuso modificar esta traza y continuar desde el crucero con una sola nave, tan ancha como la suma de las tres originales y mucho más alta. Don Pedro apostó por la iglesia de una sola nave y su decisión fue aprobada pese a las dudas que planteaba la construcción de un edificio tan alto y tan ancho.
La semana en Gerona fue para el rey un relajo extraordinario, pues se dedicó a lo que más le gustaba: diseñar edificios, trazar nuevos proyectos urbanísticos, imaginar cómo serían los nuevos barrios, las nuevas iglesias, las fortificaciones y murallas. Discutir sobre arquitectura, debatir sobre historia y arte, conversar sobre astronomía y ciencias, eso era lo que don Pedro estimaba, más incluso que la propia política. Pero él había nacido para ser rey, rey contra el mismo destino, un rey orgulloso de su condición, consciente de que debía salvaguardar su Corona ante cualquier circunstancia.
Aquellos últimos días de invierno la ciudad de Barcelona hervía en revueltas. Los tejedores de lana y los pelaires habían logrado que el rey los autorizara a reunirse y recaudar dinero por su cuenta, lo que iba en contra de las jurisdicción de los consellers. Con Asia Menor y Tierra Santa en manos de los turcos, los talleres textiles barceloneses tenían dificultades para encontrar tintes, lo que había supuesto una alteración de los precios y salarios. Sin la calidad de los tintes orientales, los mercaderes barceloneses se vieron obligados a buscar el tanino de Chíos para obtener color negro, el quermes y la orsella mediterráneos para el grana y el rojo y el pastel de Lombardía para el azul. Los cambios y las alteraciones económicas provocaron un cataclismo en la relación entre el oro y la plata; así, mientras en Europa una libra de oro se cambiaba por diez y media de plata, en Cataluña hacían falta algo más de trece libras de plata para comprar una de oro. Todo ello había provocado serios desajustes en los que los más perjudicados eran los mercaderes y los artesanos, que ante su desesperada situación comenzaban a organizarse para lograr alcanzar algunos puestos en la administración de la ciudad.
Santa Pau había acompañado al rey en su viaje a Gerona y al regreso a Barcelona el Canciller lo esperaba ansioso.
—Muchos problemas, Jerónimo, muchos problemas. La Corona está al borde de la bancarrota y la ciudad de Barcelona todavía está peor. Hay gravísimos desajustes monetarios; el florín ha perdido hasta un veinticinco por ciento de su valor y el empeño del rey por mantener el valor del croat de plata no ha hecho sino provocar la evasión masiva de plata, o su atesoramiento; los que pueden compran con florines de oro croáts de plata y los hacen desaparecer de la circulación; y, en cuanto a los salarios de los trabajadores, se han reducido de forma sustancial en todos los oficios, lo que ha provocado que en algunos barrios de la ciudad haya agitación social y una parte de los mercaderes y menestrales se ha atrevido a pedir ante el Consejo de Ciento la configuración de un gobierno municipal más equitativo y democrático. Ya están definiéndose dos facciones, la de los poderosos y la de los humildes, y eso sólo puede conducir al enfrentamiento civil.
»Y entre tanto, al rey no se le ocurre otra cosa que irse a Gerona para hablar de arquitectura y ordenar que se traduzcan al catalán las Historias de Justino. Si esa chusma de mercaderes y menestrales toma el poder municipal, Barcelona estará abocada al desastre.
—Acabáis de decir que la situación de la ciudad es catastrófica.
—Lo es, pero sólo los patricios pueden sacar a Barcelona de la ruina —dijo el Canciller.
—Tenéis razón, Barcelona es una ruina creada por esas pocas familias, los Llull, Fivaller, Marimón, Carbó, Savall, entre otras, que hace tiempo monopolizan el gobierno municipal. Son esos que se llaman a sí mismos «los ciudadanos honrados» quienes invierten en censales y deuda pública abandonando las compañías mercantiles. No son empresarios, sino rentistas especuladores.