Santa Pau acababa de contarle al Canciller la conversación que el día anterior había tenido con Sara.
—El río Flamisell y unas montañas… Bien, veamos el mapa.
El Canciller se dirigió a un armario de su gabinete y sacó un gran rollo de pergamino que desplegó encima de la mesa.
—¿Sabéis dónde se halla ese río? —preguntó Santa Pau.
—Sí, claro que sí.
El pergamino contenía un mapa de Cataluña en el que aparecían dibujados todas las poblaciones, los ríos y los límites administrativos. Ese mapa se empleaba sobre todo para cuestiones relacionadas con la recaudación fiscal.
—¡Hum!…, aquí está. —El Canciller señaló una fina raya pintada en azul oscuro en sentido norte sur casi en el extremo occidental del mapa—. Este es el río Flamisell. Está en el condado de Pallars, cerca del límite con Aragón.
—Dejadme ver. —Santa Pau se volcó encima del mapa y recorrió el trazo del río con su dedo—: Pobla de Segur, Eriñá, Senterada, Bellvehi, La Plana, Los Molinos, La Torre, Aiguavella, Espuy, Capdella…
Ahí se acababan las poblaciones situadas en el curso del río.
—¿Qué estáis pensando? —inquirió el Canciller.
—¡Claro! Francesca nació en alguna de esas poblaciones; de ahí que fuera una agente de Cabrera y del conde de Pallars. Cantaba una canción que aprendió en su infancia, una canción en la que se habla de este río. Si me lo permitís, partiré de inmediato hacia allá.
—Estáis loco, Jerónimo. Tal vez Francesca nació en alguna de las poblaci6nes del curso de ese río, pero ¿qué os hace pensar que ha vuelto allí? Y aunque lo hubiera hecho, podría ser cualquiera de esas aldeas, o alguna cercana, o quién sabe si esa canción la aprendió de pequeña de alguien que provenía de ese río.
—No tengo otra pista. Dadme permiso para viajar al condado de Pallars.
—¿Y qué le digo al rey si pregunta por vos?
—Inventad cualquier excusa.
El Canciller sabía que no podría detener a Jerónimo salvo a la fuerza, y le permitió viajar a Pallars. Para justificar el viaje tuvo que elevar una petición al rey en la que señalaba la conveniencia de realizar un informe sobre el estado de las fortificaciones pallaresas ante una posible invasión francesa desde las tierras del condado de Foix.
Santa Pau había salido de Barcelona el primer día de primavera y había pasado por Martorell, Igualada y Cervera, en donde había dejado unos documentos de la Cancillería. Desde allí se había dirigido hacia el valle del río Flamisell cruzando el río Segre y ascendiendo el collado de Comiols, para descender hasta la villa de Tremp, donde se alojó la última noche.
Aquella mañana era fría pero luminosa. En la posada de Tremp había desayunado pan con mantequilla, cerdo asado y queso fresco. Se cubrió con una zalea para protegerse del frío y la humedad matinales y se puso en camino cuando apenas salía el sol, un sol radiante que parecía despertar del gris letargo invernal. Dos horas más tarde llegó a Pobla de Segur, donde el río Flamisell desemboca en el Noguera Pallaresa. Desde allí hasta el nacimiento del río tan sólo hay diez aldeas, engarzadas unas a otras como las cuentas de un rosario, a una hora de camino entre cada una de ellas y la siguiente.
Durante el camino desde Barcelona tuvo tiempo para pensar qué haría al llegar al valle. Estimó varias alternativas para añadir a la excusa oficial de inspección de las fortalezas: que iba de parte del rey, que buscaba a una joven llamada Francesca para hacerle entrega de una herencia, que quería entregarle un recado de parte de la Cancillería… Pero ya en el valle del río Flamisell cayó en la cuenta de que no tenía preparado ningún plan, que se había movido por un impulso vital y que tal vez el Canciller le había permitido realizar ese viaje para que aprendiera una nueva lección.
A la vista de la población de Pobla de Segur estuvo a punto de dar marcha atrás y volver a Barcelona, pero no podía regresar sin haberlo intentado, y menos todavía tras realizar la parte más larga del viaje. Bien, estaba allí y tal vez Francesca se encontrara en alguna parte, no muy lejos. Santa Pau arreó a su mula y se dirigió hacia la aldea.
A la entrada del pueblo, en un huerto, un campesino trabajaba la tierra inclinado sobre los surcos recién sembrados. Santa Pau descendió de la mula, ató el ronzal a unas ramas y se dirigió hacía el labriego.
—Buenos días te dé Dios, buen hombre —le dijo. El campesino se enderezó, se quitó el sombrero de paja y enjugó el sudor de su frente con la manga de su camisa.
—¿Qué deseáis, señor?
—Vengo desde la corte, de Barcelona. Estoy inspeccionando las fortalezas del condado, pero antes tengo que entregar una carta a una muchacha de estas tierras. Sólo sé su nombre: se llama Francesca. ¿Hay alguna muchacha en este pueblo de ese nombre?
El campesino se pasó la mano por la cabeza como si intentara recordar.
—No señoría, no hay aquí ninguna muchacha que se llame así.
—¿Y sabéis si alguna joven ha regresado hace uno o dos años tras haber estado fuera de la aldea algún tiempo?
—Algunas muchachas de por aquí van a servir a casas nobles de Tremp y de Cervera, pero no suelen regresar. La mayoría se casan y se quedan a vivir en la tierra llana, por eso hay pocas jóvenes.
Santa Pau siguió preguntando a cuantos encontraba en su camino. Durante toda la mañana habló con más de una docena de personas de Pobla de Segur y ninguna conocía a nadie que se llamara Francesca. A la caída de la tarde decidió ir hasta Eriñá, la siguiente aldea, adonde llegó en apenas una hora. En el pueblo no había ninguna posada, pero en una de las casas solían acoger a los viajeros y les proporcionaban cama y comida a cambio de unas monedas. El dueño era un hombre alto y grueso que se ganaba la vida haciendo de todo un poco.
Jerónimo habló con él durante la cena, sopa de pan y guisado de conejo con hierbas y caracoles que compartieron a la lumbre de un fuego bien provisto de leña. El eventual posadero dijo no conocer a ninguna muchacha con el nombre de Francesca, pero cuando Santa Pau la describió físicamente y añadió que probablemente había estado varios años fuera de esa tierra y que tal vez hubiera vuelto al condado, el hombre se volvió hacia su mujer, que amasaba harina sobre una tabla cerca de ellos, y le preguntó:
—¿No estuvo un tiempo fuera la hija del señor de Espuy? Se dijo que había servido en la corte.
—Eso se comentó, pero otros afirmaron que se había fugado con un caballero.
—¿Qué edad tiene esa muchacha? —preguntó Santa Pau a la mujer.
—No es una muchacha; está en edad más que casadera. Se rumorea en el valle que a pesar de los esfuerzos de su padre por buscarle un marido ella se niega siempre. Pero no es a ella a quien buscáis, su nombre es Adela, no Francesca.
«Adela, Francesca. ¡Claro, las mismas vocales! No puede ser una casualidad, tiene que ser la misma», pensó Santa Pau.
Al día siguiente el notario real partió hacia Espuy. A lo largo del camino, ascendiendo por el curso del río Flamisell, la primavera parecía haber estallado en las laderas de las montañas, que estaban cubiertas de flores blancas, amarillas y púrpuras.
Jerónimo llegó a Espuy a media mañana. La pequeña aldea se recostaba en una ladera a la orilla derecha del río, dominada por un sobrio caserón fortificado. A medida que se iba acercando al caserío su corazón latía con más fuerza y la sangre le golpeaba a borbotones las sienes, que sentía tensas como la piel de un timbal. Descabalgó de la mula a la entrada del pueblo y se dirigió hacia un abrevadero, donde puso a beber al animal mientras él se refrescaba la nuca y la cara con el agua que brotaba generosa de un caño de piedra.
Se acercó a dos mujeres que hilaban hebras de lino sentadas a la puerta de una casita y les preguntó por el señor de Espuy. La dos mujeres recelaron del extraño, pero cuando les dijo que era notario del rey y que venía a inspeccionar las fortalezas, se volvieron y señalaron el caserón que dominaba la aldea. Santa Pau les dio las gracias y montó de nuevo en su mula, a la que arreó hacia la casa fortificada.
El caserón del señor de Espuy no era propiamente un castillo, pero tenía el aspecto de tal. Santa Pau se acercó a la puerta, que estaba abierta, y dio dos golpes con la aldaba, una gruesa argolla de hierro en el centro de la cual había forjada una serpiente. Enseguida salió una anciana que se restregaba las manos enharinadas en un raído delantal de piel.
—¿Qué deseáis, señor?
—Soy oficial del rey. Busco al señor de Espuy.
—Mi señor ha salido de caza al bosque del norte, regresará a mediodía. Podéis esperarlo aquí.
—Traigo también una carta para su hija; ¿está ella en casa?
La anciana miró recelosa a Santa Pau.
—La señorita Adela ha bajado al río a lavar la ropa.
—No temas, soy amigo suyo.
—¡Adrián, Adrián!
La anciana llamó hacia el interior de la casa y salió un joven fornido.
—Acompaña a este caballero al recodo del río, allí están la señorita Adela y Francesca lavando ropa.
«¡Francesca!, entonces… Francesca es la criada, tal vez se hiciera pasar en Barcelona por la hija del señor de Espuy, o tal vez sea una amiga, o…»
Santa Pau imaginó varias posibilidades al oír los nombres de Francesca y Adela juntos.
—Podéis dejar aquí la mula y seguirme —dijo el joven.
Los dos hombres descendieron a pie por una suave ladera cubierta de hierba fresca hasta la ribera del río Flamisell. En la orilla, sobre un lecho de grandes piedras, estaban extendidos varios vestidos, lienzos de paño, y todo tipo de prendas que se secaban al sol. Junto al agua, arrodilladas justo al lado de la corriente, dos mujeres tocadas con sendos pañuelos blancos se afanaban en restregar diversas piezas de ropa.
Cuando Santa Pau se encontraba apenas a veinte pasos de las dos mujeres gritó:
—¡Francesca!
Una de las dos se volvió; era una mujer de unos veinticinco años, de ojos negros y rostro dulce y rosado, con las mejillas rojas como un fresón silvestre que todavía colorearon más cuando contempló la figura del apuesto caballero que se acercaba hacia ellas.
Santa Pau se detuvo a la vista del rostro de la mujer que había respondido al nombre de Francesca. Aquélla no era la que buscaba.
—Perdona, me he equivocado, creí que… No importa, no importa —balbució Santa Pau desesperanzado.
Pero en ese momento la otra mujer, que había permanecido de espaldas a Jerónimo, se volvió hacia él. Era su amante.
—¿Francesca?
Santa Pau miró a una y otra mujer confuso.
—Yo soy Adela —dijo la mujer que había amado en Barcelona.
—No entiendo, no entiendo nada.
—Es muy sencillo. Te lo explicaré. Francesca, por favor, recoge la ropa y regresa a casa; ayúdala, Adrián —le pidió al joven.
—Pero señora, yo…
—No te preocupes, Adrián, este caballero es un buen amigo. Volved los dos a casa, yo iré enseguida. Ven conmigo —le dijo Adela a Jerónimo.
Los dos antiguos amantes caminaron por un sendero que bordeaba el río hasta un pequeño puente de piedra bajo el que corrían vigorosas las aguas del río Flamisell, crecido con el caudal del primer deshielo de finales del invierno.
Adela se sentó sobre el pretil del puente e invitó a Santa Pau a hacer lo mismo.
—Tienes muchas cosas que contarme, Francesca, o Adela, o…, ¿cómo debo llamarte?
—Mi verdadero nombre es Adela y soy la hija del señor de Espuy.
—¿Por qué me espiaste?, ¿quién…?
—Es una larga historia. Escucha con atención y no me interrumpas hasta que acabe. Mi padre es señor de esta aldea de Espuy y, como tal, vasallo del conde de Pallars. Cuando yo tenía catorce años murió mi madre, y pocas semanas después el conde vino a casa a hacer una visita. Recuerdo que mi padre sujetó las riendas del caballo del conde mientras éste descabalgaba; luego supe que ésa era una de sus obligaciones hacia su señor. Toda la familia y todos los sirvientes estábamos formados para recibir al conde. Yo sujetaba en las manos un ramo de flores que tenía que entregarle cuando descendiera del caballo. Así lo hice y el conde me besó, apretándome la cintura con fuerza. Le dijo a mi padre algo sobre mi talle, que entonces no entendí. El conde había venido a Espuy para comer, pero decidió quedarse aquella noche. Mi padre le ofreció su cama, pero cuando el conde le dijo que yo también debía estar en su alcoba después de la cena, mi padre se negó. El conde, ebrio de vino y de aguardiente de hierbas, ordenó a dos de sus soldados que lo sujetaran y le colocó un cuchillo en la garganta. Entonces dijo que de mí dependía la vida de mi padre. Pasé la noche con el conde. Yo era virgen y aquello le excitó sobremanera. A la mañana siguiente el conde liberó a mi padre y le anunció que volvería de vez en cuando a visitarme. Desde entonces mi padre, un hombre honrado y viril, ya no fue el mismo. El conde venía una o dos veces al mes a dormir conmigo y a veces me traía bonitos regalos. Le prometió a mi padre que intercedería ante el rey para que lo nombrara barón o algún título importante y mi padre se sometió a aquella humillación.
»En una de las visitas del conde, entre su escolta habitual vino un caballero alto, de pelo negro y ojos rasgados, cuya sola visión me producía inquietud y desasosiego. Era don Jaime de Cabrera. Fue él quien me dijo que estaba llamada a prestar grandes servicios al rey de Aragón y que si los cumplía a satisfacción mi padre recibiría títulos y honores y yo me convertiría en una gran señora.
»Acepté cuanto me propuso Cabrera, ¿qué otra cosa podía hacer? Yo tenía entonces quince años y hacía casi uno que era la amante del conde de Pallars, quien me había amenazado con matar a mi padre si no satisfacía sus deseos. Me vi sola e indefensa, y ese maldito Jaime de Cabrera me miraba con aquellos ojos oscuros, llenos de maldad, como si destilaran veneno. Tuve miedo, mucho miedo, y asentí a todo cuanto me propusieron.
»Al día siguiente me despedí de mi padre y dejé mi casa y mi aldea. El conde de Pallars me retuvo una semana en uno de sus castillos. Me hizo tantas veces el amor cuantas pudo, hasta que se cansó y me entregó a Cabrera, que aguardó paciente a que el conde se saciara de mí. Durante unos meses estuve en Lérida, donde una prostituta del burdel me aleccionó sobre qué tenía que hacer para parecer una de ellas. Por fin, un día Jaime de Cabrera me dijo que mi misión consistiría en sonsacar información a un alto funcionario real llamado Jerónimo de Santa Pau, que era un traidor al rey y a la Corona, y que para ello debería hacerme pasar por una prostituta recién llegada a Barcelona desde Gerona. El mismo Cabrera me acompañó a Barcelona y preparó todo para que nuestro encuentro en el burdel de Viladalls pareciera algo casual.