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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

El invierno de la corona (21 page)

BOOK: El invierno de la corona
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—Me alegro de que seáis vos, Santa Pau, quien vayáis como notario de la Cancillería. Sois un gran experto en asuntos mediterráneos —dijo don Pedro mientras repasaba el boceto que los escultores Jaime Castalls y el maestro Aloi trazaron para la labra de los sepulcros reales en el monasterio de Poblet, en cuya iglesia don Pedro había decidido ser enterrado.

—Os lo agradezco, majestad. Trataré de cumplir mi tarea con eficacia.

—Y a vos, Rocabertí, os veo ansioso por emprender el viaje.

—Mi único anhelo es que ondee vuestra bandera sobre las murallas de Atenas.

—Tendréis la oportunidad de colocarla vos mismo, si esos avaros banqueros barceloneses dejan de importunarme con sus demandas. No cesan de solicitarme audiencia para reclamar sus préstamos; ¡ya cobrarán cuando obtengamos los beneficios de esta empresa!

El rey invitó a Santa Pau y a Rocabertí a que lo siguieran. Atravesaron el patio de los naranjos y, bajo unos arcos de yeso policromado, penetraron en la bellísima capilla de San Jorge. En la pared estaban apoyadas dos banderas, una de ellas era la roja y amarilla cuatribarrada del rey de Aragón y la otra una bandera blanca con la cruz roja de San Jorge.

—Estas dos banderas serán las oriflamas que entregaréis a los nobles de Atenas. Colocad ambas en mi nombre ante el altar de Santa María de la Acrópolis y recordad a nuestros leales en Grecia que antes que cualquier otra cosa son vasallos del rey de Aragón.

Rocabertí partió de inmediato hacia Barcelona con las órdenes reales. Ni siquiera quiso esperar a que los funcionarios de la Cancillería Real desplazados a Zaragoza con la corte pusieran por escrito todas las órdenes e instrucciones y redactaran las cartas del rey don Pedro a sus subditos de Grecia.

Para ello Santa Pau se quedó unos días más. El catalán también anhelaba regresar a Barcelona, pues corrían los últimos días de primavera y sin duda ésa era la mejor época en su ciudad; y además no tenía un buen recuerdo de Zaragoza. De la visita que realizó en invierno con motivo de la coronación de doña Sibila, recordaba con desagrado el omnipresente viento del noroeste, la gélida humedad del río y la inexperiencia sexual de la muchacha que calentó su cama aquellos fríos días.

Tras una semana en Zaragoza, el tedio se apoderó de Santa Pau y decidió hacer una visita al burdel. Acompañado por uno de sus subordinados en la cancillería acudió al prostíbulo, ubicado en una estrecha y larga calleja entre el barrio de San Pablo y el Campo del Toro. Recorrió tres hostales hasta que encontró a una mujer de piel cobriza y cabello lacio y negro. Le llamó la atención el exotismo de sus rasgos y el tamaño de sus pechos y de sus caderas. Acordó con ella un precio, que a Jerónimo le pareció justo, y pasaron a una alcoba de la planta alta. Cuando acabaron, se sintió satisfecho y lamentó no haberse topado con aquella fogosa hembra en su anterior visita a Zaragoza.

Barcelona, julio de 1381

El Canciller estaba desayunando unas manzanas asadas aromatizadas con jengibre y miel. Sobre la mesa había tres informes desalentadores: en uno de ellos los espías del rey, a quienes había informado el señor de Foixá, pariente de la reina, denunciaban que el conde de Ampurias, yerno de don Pedro, había establecido conversaciones secretas con nobles del sur de Francia, y que tal vez estuviera tramando alguna rebelión; en otro se hacía una relación de la epidemia de peste surgida en las comarcas del norte del condado de Barcelona, sobre todo en Gerona; en el tercer informe, realizado por el tesorero real y dos escribanos de la Cancillería, se comunicaban las espectaculares quiebras que se estaban produciendo en algunas bancas de Cataluña, la paralización de los negocios, la drástica disminución de la contratación del mercado de capitales y la ruina de los rentistas a causa de la fractura de las finanzas municipales de Barcelona, Gerona y otras ciudades. Santa Pau, que acababa de inspeccionar en las Atarazanas el aparejo de las dos galeras reales, entró en el gabinete del Canciller en el momento en que éste daba buena cuenta de la última de las manzanas.

—El día diez de agosto zarparemos rumbo a Atenas; hoy han terminado de calafatear el casco y de embrear todas las junturas de la galera que corresponde a los diputados catalanes.

—Estupendo. El rey está empeñado en vincular esta aventura griega a la tradición de la Corona; ayer vino Rocabertí con una carta de su majestad en la que le ordena que cuando regrese de Grecia le traiga la cabeza de san Jorge, que al parecer se ha descubierto en una localidad llamada Livadia —dijo el Canciller.

Santa Pau esbozó una sonrisa, pero antes de que pudiera hablar lo hizo de nuevo el Canciller:

—Sé perfectamente lo que vais a decir; os lo excuso. No ignoro cuál es vuestra opinión sobre las reliquias, pero sabed que mucha gente cree ciegamente en ellas. En no pocas ocasiones son una magnífica arma, tan eficaz como una espada o una lanza.

—No recuerdo batalla alguna en la que una tibia de santo haya vencido a una espada de acero.

—Quizá, pero no olvidéis que miles de cristianos murieron en las cruzadas movidos por la veneración a las reliquias.

—Si tales reliquias hubieran sido auténticas o hubieran tenido algún poder, no habrían sucumbido —ironizó Santa Pau.

El Canciller comprendió que seguir con aquella charla era inútil. Hacía ya tiempo que sabía que Santa Pau era un «hombre sin dios» y, aunque no le gustaban sus ideas religiosas, apreciaba y estimaba la capacidad dialéctica del notario barcelonés. Decidió cambiar de tema.

—Rocabertí está como loco por zarpar. Esta mañana me ha hecho acompañarlo hasta la playa para pasar revista a los hombres que ha ido enrolando en su tripulación. Había más de cien ballesteros, todos vestidos con túnicas hasta las rodillas, protegidos con cotas de malla y cubiertas las cabezas con rígidos casquetes de cuero grueso. Además de dos ballestas y dos aljabas, van armados con una espada al cinto. Parecen luchadores formidables y sus rostros denotan una contenida fiereza; no me gustaría estar en el pellejo de los hombres que tengan que vérselas con ellos.

—Si son los herederos de los almogávares, los más fieros guerreros de nuestra historia, sin duda serán excelentes soldados —comentó Santa Pau.

—¿Todavía recuerdan en las islas del Mediterráneo sus hazañas? —preguntó el Canciller.

—Sí, claro que se recuerdan, sobre todo en Oriente. Han pasado ya muchos años desde aquellas conquistas, pero las matanzas que hicieron nuestros compatriotas tardarán en ser olvidadas.

—¿Matanzas?

—Vamos, Canciller, no intentéis parecer ingenuo. Los almogávares arrasaron comarcas y ciudades enteras. En algunos sitios aún creen que eran verdaderos diablos —adujo Santa Pau.

—Espero que en esta ocasión no ocurra lo mismo.

—Creo que no, ahora las cosas son diferentes. Estos soldados no son como aquellos fieros montañeses ávidos de aventuras que luchaban por el botín y por la gloria. Los que ahora se embarcan son mercenarios a sueldo que combaten por el salario. El honor, la venganza e incluso el mismo rey les importan un rábano.

Mar Mediterráneo, agosto de 1381

Las cuatro galeras, ya equipadas con todo tipo de armas, estaban preparadas para zarpar la mañana del diez de agosto. El obispo de Barcelona, acompañado por una plétora de sacerdotes, acudió en procesión con las reliquias de santa Eulalia desde la catedral hasta la dársena de la playa. El Canciller y Santa Pau se habían despedido el día anterior. El viejo jefe de la Cancillería alegó una indisposición para no acudir tan temprano a orillas del mar; la humedad afectaba a sus cansados huesos y eludía, cada vez que le era posible, los actos protocolarios. Rocabertí cabalgaba por la arena sobre su espléndido alazán negro, recorriendo las cuatro galeras sin cesar de requerir novedades a los capitanes. Todos los hombres estaban en sus puestos. Rocabertí se dirigió al obispo y le demandó la bendición para él, sus hombres y sus barcos. El prelado así lo hizo y el vizconde arreó su caballo hacia la Santa Coloma, la nao insignia. Subió con el caballo por una rampa, desmontó sobre cubierta, ocupó su lugar en el puente de popa y ordenó a uno de sus ayudantes que izara las enseñas del rey de Aragón. El estandarte cuatribarrado y el guión con la cruz de San Jorge ondearon en lo más alto del palo mayor. De inmediato las otras tres naves izaron las mismas banderas y los cuatro navios comenzaron a liberarse suavemente, a fuerza de remos, de las aguas poco profundas en que a orillas de la playa habían estado varadas. El día era azul y el viento soplaba del noroeste. Se desplegaron las velas y las proas enfilaron hacia el sol, rumbo a Oriente.

Tras una jornada de navegación Santa Pau contemplaba el mar desde el puente de la galera capitana; acababa de cenar tocino salado, arenques ahumados y galletas de canela. El sol se había ocultado y al sureste titilaba roja y brillante la estrella Antares. La galera cabeceaba suavemente entre las olas. Un olor a sal y humo se extendía por la cubierta, en la que unos pocos marineros acababan de montar el primer turno de guardia nocturna. Todo parecía en calma, pero tuvo un extraño presentimiento, miró alrededor y entre el mar y el cielo vio las luces de los fanales de las otras tres galeras. Había algo que le extrañaba, pero no acertaba a comprender de qué se trataba. Ojeó el oscuro horizonte de olas que casi se confundía con el cielo sin luna, levantó los ojos y observó el rojo destello de Antares a la izquierda de la proa.

«¡Claro, eso es, vamos hacia el sur!», pensó.

Bajó del puente y se dirigió hacia la cámara de Rocabertí. El vizconde y sus oficiales jugaban a los dados sentados alrededor de una mesa.

—Vizconde, ¿puedo hablar un momento con vos? —preguntó Santa Pau.

—Ahora no; estoy ganando y no quiero que cambie mi racha.

—Es importante.

Rocabertí miró a Santa Pau, hizo un gesto de resignación a sus compañeros de juego y salió de la cabina.

—¿Qué os ocurre, señor notario?

—¿Qué significa esto? —demandó Santa Pau señalando hacia el horizonte.

—Una magnífica noche estrellada —ironizó Rocabertí.

—Nuestro destino es Atenas, en el este, y navegamos hacia África, en el sur.

—Hay tiempo para todo.

—Las órdenes del rey son claras: estas galeras deben llegar a Atenas.

—Llegarán, Santa Pau, llegarán. Pero antes hemos de recuperar parte de lo invertido en esta empresa. ¿Sabéis que su majestad ha empeñado diez mil florines en ella?

—¿Y qué pensáis hacer?

—Os lo contaré pues ya no es preciso guardar el secreto. En nuestra ruta hacia Grecia nos hemos desviado hacia el norte de África, a las costas berberiscas. Todo el Mediterráneo sabe que el rey de Aragón ha fletado cuatro galeras con destino a Atenas, pero lo que ignoran es que antes vamos a saquear las costas africanas. Es preciso recuperar lo que su majestad ha invertido, y la manera más rápida y fácil es conseguir botín en África. Bordearemos la costa desde Oran a Túnez y desembarcaremos en varios puntos para capturar esclavos que venderemos en Italia. Bastará con medio centenar y cuanto botín podamos conseguir.

—De modo que su majestad os ha dado permiso para el corso.

—Sí, así es, pero tampoco hubiera hecho falta una autorización expresa. Vos deberíais saber que en el mar un barco de guerra no está hecho solamente para librar batallas y escoltar a los mercantes. Las batallas sin botín son una ruina, y una victoria sin beneficio es como una derrota. Hace años que nuestros mercaderes comercian con el norte de África: venden telas, laca, cuerda de cáñamo y papel a Túnez, higos, azafrán, regaliz y vino a Argel, y madera, cobre y paños a Tremecén, y a cambio compran polvo de oro, cuero y algodón. Pero cuando ha sido necesario, esos mismos comerciantes han pirateado las costas africanas, al igual que los norteafricanos lo han hecho en las nuestras; además, nuestro rey ha dicho en alguna ocasión que todos los moros, salvo los de Granada, son nuestros enemigos. Y ahora, señor notario, continuaré con la partida de dados; creo que ésta es mi noche de suerte.

Durante varios días la flotilla navegó rumbo sursureste. Un atardecer atisbaron la costa africana. Por la noche, Rocabertí ordenó apagar todas las luces. Antes de amanecer realizarían un primer desembarco y caerían sobre alguna aldea. Los ballesteros tenían orden de proteger desde las barcas varadas en la playa a los soldados que antes de la salida del sol irrumpirían en las cabanas de aquella aldea de pescadores. Había que actuar deprisa y con una absoluta precisión. Las barcas deberían llegar a la playa al alba, justo con la primera claridad del día. De la sorpresa dependía el éxito. Rocabertí explicó a los capitanes de las galeras y a los comandantes de los batallones la estrategia a seguir:

—Cada grupo de ataque estará formado por cinco hombres. Nuestro objetivo son los muchachos y muchachas de cinco a quince años. Una vez en la playa hay que dirigirse al poblado con la máxima cautela. Cuando estén ocupadas las posiciones junto a las puertas de las cabanas, daré la orden de asaltarlas. Entonces encenderéis las antorchas, derribaréis las puertas e irrumpiréis dentro. Atrapad sólo a los jóvenes, coged a todos cuantos podáis y cuanto de valor esté a vuestro alcance; cuando suene la trompa regresad de inmediato a las barcas. Si alguien se resiste no dudéis en acabar con él, pero si huye, dejadlo marchar.

Ocho barcas, con catorce hombres cada una, se dirigieron hacia la costa. Alcanzaron la playa cuando por el este comenzaba a lucir un tenue resplandor. Ochenta hombres divididos en dieciséis grupos de cinco saltaron a tierra, en tanto dieciséis ballesteros quedaban junto a las barcas con sus armas cargadas apuntando hacia el poblado elegido y dos remeros permanecían sobre cada una de las barcas. Tal y como estaba planeado, los soldados irrumpieron en las cabanas de los norteafricanos. Estallaron entonces gritos de terror y se produjo un gran tumulto por todas partes. Hombres, mujeres y niños corrían de un lado para otro; fueron pocos los que, advirtiendo lo que sucedía, pudieron salir huyendo hacia un cercano bosquecillo de pinos para escapar del ataque. La orden de Rocabertí se cumplió: los que huyeron no fueron perseguidos, pero los que ofrecieron resistencia perecieron ensartados por las espadas de los soldados.

A media mañana las cuatro galeras navegaban en paralelo a la costa. Treinta jóvenes norteafricanos y un exiguo botín fueron capturados en ese primer desembarco.

—¡Miserables! —clamó Rocabertí decepcionado a la vista de las escasas capturas.

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