—Jerusalén y los Santos Lugares están muy presentes en vuestros reinos, majestad. En Barcelona tenemos una iglesia de Jerusalén, otra de Nazaret y una tercera con el nombre de Montesión y nuestra montaña más querida se llama Montjuich, como el monte desde el que los cruzados avistaron por primera vez la ciudad santa de Jerusalén; nadie puede reprocharos que no tengáis interés en recuperar Jerusalén, pero creo que para ello sería necesario poner de acuerdo a todos los reyes de la cristiandad y, por supuesto, lograr que el papado emitiera una bula de cruzada —alegó el Canciller.
—Ambas cosas son por el momento imposibles. No hay nadie capaz de poner de acuerdo a los reinos cristianos en tanto la Iglesia tenga dos papas. Si uno de ellos convoca una cruzada, el otro la condenará. Pero aunque no inicie esa cruzada, sí puedo reclamar el trono de Jerusalén, como rey de Aragón tengo motivos suficientes para ello. El reino de Jerusalén sería la perla que rematara la corona de mis estados y podría legarlo al hijo que algún día me dará la reina. En el año 1206 el rey don Pedro el Católico ya aspiró a ese trono; he leído en las viejas crónicas que se tramó su matrimonio con María de Monferrato, por entonces heredera del reino de Jerusalén, aunque no llegó a concretarse. Existen además unas profecías que anuncian la pronta llegada del fin del mundo, salvo que un rey cristiano triunfe sobre el Anticristo y recupere la Ciudad Santa. Hay quien sostiene que ese rey soy yo.
—Sin duda seríais el mejor rey de Jerusalén —intervino el Canciller—, pero no me parece éste el momento más oportuno para iniciar una cruzada; en las actuales circunstancias, y con la Iglesia dividida, podría ser un fracaso.
—Ya sé que sois partidario de avanzar paso a paso. Cuanto sé en política lo he aprendido de vos, no en vano sois, incluido yo mismo, el hombre más viejo que conozco, tras el maestre de Rodas, claro.
—Antes de cualquier otra empresa, asegurar Grecia me parece primordial. Rocabertí se está mostrando como un soldado muy eficaz.
—Lo es. Y lo será más aún cuando logre destruir esa galera gigante que tantos problemas está causando a las naves venecianas; tiene instrucciones personales mías para localizarla y hundirla. Ya he comunicado al dogo de Venecia que intentaremos acabar con esa galera genovesa; espero que sepa agradecer la ayuda que le estamos prestando —dijo el rey.
—Por lo que me ha informado Santa Pau, el dogo Andrea Contareno es un hábil diplomático.
—Todos los venecianos lo son. Vos habéis conocido y negociado con muchos embajadores de esa república y sois testigo privilegiado de su habilidad. Están formados en la mejor escuela del mundo y son herederos de la más relevante tradición diplomática; ¿qué otra cosa podría esperarse de ellos que una extraordinaria capacidad para la política? —alegó don Pedro.
—Vuestra majestad no tiene nada que envidiar a los venecianos en el arte de la alta política.
—Me aduláis, Canciller, pero al lado de los venecianos todos somos meros aprendices.
El rey hizo sonar una campanilla y al instante apareció un paje.
—Haced que venga el notario; he de dictar una serie de documentos. El Canciller los testiñcará.
El notario pidió permiso para entrar y el rey se lo concedió. Don Pedro y el Canciller redactaron durante toda la mañana diversos documentos dirigidos a los agentes catalanes en diversas ciudades de Italia y algunas instrucciones a Rocabertí sobre el gobierno de los ducados de Atenas y Neopatria. El rey, pese a sus más de sesenta años, parecía infatigable. Dictaba órdenes a tal velocidad que el notario apenas podía seguir su ritmo. A mediodía el escribiente estaba agotado y el Canciller solicitó al rey un receso para comer.
—De acuerdo, continuaremos por la tarde hasta que anochezca; estos asuntos no pueden esperar.
Aquel invierno fue muy suave en Atenas: sólo algunos días de lluvia, frío durante las noches de principios de año y casi siempre un límpido cielo azul. Rocabertí visitó todas las localidades importantes de los ducados para llevar a sus condes y gobernadores los ánimos del rey de Aragón y revisar su administración. En una expedición a la isla de Naxos, Rocabertí se vio obligado a hundir la galera Ambrós, que quedó inservible tras soportar un violento temporal. A cambio Nicolo, duque del Archipiélago, le hizo entrega de la galera San Antonio. En Atenas, Santa Pau se dedicó a organizar la cancillería de los ducados y a estudiar la cultura helénica. El catalán estaba asombrado ante la capacidad creativa del arte griego y lamentó el estado de deterioro en que se encontraban algunos de sus magníficos monumentos. Instalado en unas pequeñas dependencias del palacio de gobierno, ubicado en lo que fuera la monumental entrada de la Acrópolis llamada los Propileos, ordenó eliminar algunos añadidos arquitectónicos que afeaban los templos de la Antigüedad. Consiguió dejar expedita la entrada a la capilla de San Bartolomé, que antaño fuera la Pinacoteca clásica, suprimió ciertos catafalcos de madera que se habían adosado a la catedral de Santa María, el otrora templo de Atenea Pártenos, y restauró el tejado del templo de Teseo, ahora iglesia cristiana dedicada a san Jorge.
A comienzos de primavera, cuando Santa Pau estaba más afanado con su trabajo en Atenas, Rocabertí recibió la orden de regresar a Barcelona. El mensaje real lo portaba una coca valenciana que navegaba hacia Chipre cargada con trigo, azafrán y lana; en la nave viajaba un embajador del rey de Aragón con un salvoconducto dirigido al soldán de Egipto para liberar al rey de Armenia, que llevaba preso varios años. El vizconde hubiera preferido continuar como gobernador en Atenas, pero no podía desobedecer a su rey y tenía una cita ineludible en el mar. Durante mes y medio se prepararon las cuatro galeras para el regreso.
Tras la Semana Santa, los catalanes atenienses ofrecieron una gran fiesta de despedida a Rocabertí y a sus hombres. En un teatro semiderruido, a los pies de la Acrópolis, se celebraron danzas y representaciones dramáticas. Actores llegados de Salónica y de la misma Constantinopla actuaron de manera excelente y los músicos acompañaron a los saltimbanquis con melodías de flautas y cítaras que recordaban antiguos sones ya casi olvidados. Un ateniense, cuyos abuelos habían llegado hacía ochenta años a Grecia, recitó en catalán un largo poema en el que se glosaban las hazañas de los almogávares que durante décadas fueron los dueños del Oriente mediterráneo: en una de las estrofas se decía que hasta los peces que nadaban en esas aguas llevaban pintados en el lomo los colores del rey de Aragón. En grandes calderas de bronce se freía pescado en aceite de oliva y en enormes espetones de hierro se asaban sobre las brasas varios carneros y dos bueyes. El vino griego, de intenso olor a resina y a maderas aromáticas, corría por las mesas en antiguas jarras de cerámica roja y negra, y en bandejas de mimbre se amontonaban naranjas, limones y cidras.
Don Pedro había ordenado a Rocabertí que en cuanto atracara en El Pireo una galera con refuerzos para relevar a la guarnición de la Acrópolis, partiera con sus cuatro naves de regreso a Barcelona. Las tropas de refresco arribaron una soleada mañana. Rocabertí y Santa Pau las recibieron sobre el malecón del muelle: el vizconde, apesadumbrado porque aún no había podido cumplir sus sueños de convertirse en el segundo Roger de Lauria, y el notario real, alegre porque pronto volvería a encontrarse en los cálidos brazos de Francesca.
El capitán de la galera recién llegada era un espigado mallorquín de rostro afilado y pelo negro y rizado. Una fina cicatriz cruzaba su rostro desde la ceja derecha hasta la barbilla.
—Sed bienvenido, capitán —lo saludó Rocabertí en cuanto puso pie a tierra.
—Gracias, señor —respondió el mallorquín.
—¿Habéis tenido una buena travesía?
—Sí, señor vizconde, excelente. En Sicilia nos advirtieron que la galera genovesa Bechignana ha vuelto a navegar tras varios meses atracada en puerto. Dicen que ha sido mejor armada todavía y que su nueva tripulación asciende a más de cuatrocientos hombres. Debe de estar patrullando la entrada al mar Adriático, en espera de presas venecianas.
—Todo el mundo habla de esa galera gigante genovesa —dijo Rocabertí.
—No es para menos, vizconde —intervino Santa Pau.
—¡Ah!, perdonad, capitán, os presento a Jerónimo de Santa Pau, es notario real.
El mallorquín y el catalán se saludaron con una inclinación de cabeza.
—Yo he visto esa galera, estaba anclada en el puerto de Genova junto a una flotilla de navios genoveses y milaneses —dijo Santa Pau.
—No la temo. Por muy grande que sea, esa Bechignana poco podrá hacer contra nuestras cuatro galeras —aseguró Rocabertí.
—La Bechignana nunca navega sola. Es la nave principal de una escuadra compuesta por varias galeras que siempre la acompañan —aclaró Santa Pau.
En el palacio de los Propileos, en el acceso a la Acrópolis, Rocabertí requirió la presencia de Santa Pau.
—El capitán mallorquín trae una orden sellada de nuestro rey. Don Pedro me ratifica por escrito sus órdenes orales y me ordena que localice esa nave gigante genovesa y la capture o la hunda; después iremos a buscar a doña María de Sicilia y la dejaremos en lugar seguro.
Rocabertí extendió hacia Santa Pau el pergamino con la orden real.
—Esto puede significar la guerra con Francia y la ruptura con el papado —alegó Santa Pau.
—Creo que ninguna de esas dos cuestiones le importa lo más mínimo a su majestad.
—Los genoveses no se resignarán a perder su influencia en el Mediterráneo; están haciendo un esfuerzo extraordinario por mantenerla.
—Y nosotros por impedirlo —aseguró Rocabertí.
Seis días después de que llegara el relevo, el vizconde ordenó a sus hombres que embarcaran en las cuatro galeras; antes advirtió a Santa Pau que no comentara nada sobre la posibilidad de un encuentro con la galera gigante genovesa, pero el notario lo convenció de que sería mucho mejor prevenir a todos los marineros.
Rocabertí reflexionó un instante:
—Sí, creo que tenéis razón. Informaré a todos los oficiales.
—Sería conveniente que exagerarais un poco; así, si nos encontramos con esa galera, la impresión será menor para los marineros.
El vizconde explicó a sus oficiales que Ja Gigante surcaba el Mediterráneo en busca de presas venecianas, pero que no haría ascos a un buen bocado catalán, y los conminó a que fueran ellos los que hicieran que se le atragantara.
Los expedicionarios se despidieron de Atenas una vez que Rocabertí dio las instrucciones oportunas al vicegobernador. Cuando abandonaban la ciudad camino de El Pireo, la bandera cuatribarrada seguía ondeando en lo más alto del Partenón.
En la cabina de Rocabertí, en la galera Santa Coloma, el vizconde explicó a los oficiales de la flota la nueva misión.
—Los genoveses cuentan con la Bechignana y varias galeras de escolta, pero nuestras naves son mejores y más veloces, y sobre todo tienen una mayor potencia de fuego. El factor sorpresa, con el que sin duda contaban los genoveses, ha desaparecido, lo que supone una ventaja para nosotros. Vos, capitán de la Santa Coloma, sois el más experto de todos los oficiales; preparad un plan de batalla. Lo discutiremos después de zarpar.
Al día siguiente las cuatro galeras bogaron hacia alta mar dejando a su popa el puerto de El Pireo. A lo lejos, entre una tenue calina, parecía dibujarse el rotundo contorno de la Acrópolis.
El plan de combate que expuso el capitán de la Santa Coloma era sencillo, pero aparentemente muy eficaz. Se basaba en mantener agrupadas a las cuatro galeras navegando en formación de cuadrado, con las dos galeras reales, la Santa Coloma y la San Antonio, en primera línea y la de los diputados catalanes y la mallorquina inmediatamente detrás. Sobre una mesa, el experto marino desarrolló la táctica con ayuda de unas pequeñas maquetas, explicando los movimientos que cada uno de los pilotos debía realizar en caso de ataques por cualquiera de los lados. Si la flotilla genovesa aparecía por proa, la formación en cuadro debería desplegarse de inmediato en un frente que arremetería a toda velocidad contra el centro de la escuadra genovesa, donde suponía que navegaría la Bechignana. Si los genoveses aparecían por los flancos, bien a babor bien a estribor, las dos galeras del flanco opuesto realizarían una maniobra envolvente, la una por delante y la otra por detrás del frente que de inmediato tenían que formar las dos galeras del lado que recibiera el ataque. Si las naves aparecían por popa, las dos galeras de la parte posterior se abrirían una a cada lado de las dos anteriores y, una vez lograda la formación en línea, girarían al unísono en el sentido que se ordenase en función del viento para ofrecer un único frente y atacar según el plan previsto para un encuentro en proa. La primera en entrar en combate sería en todo caso la Santa Coloma. Rocabertí aprobó el plan y ordenó que en cuanto navegasen en mar abierto, todos los días se realizarían simulacros de batalla a fin de coordinar la ejecución de los movimientos.
Desde ese mismo día, las maniobras se repitieron dos veces por jornada, una por la mañana y otra tras la comida de mediodía. Rocabertí era consciente de que estas prácticas retrasaban el viaje de vuelta en dos o tres semanas al menos, pero no estaba dispuesto a dejarse sorprender por los genoveses. Había jurado ante el altar de la Virgen, en el Partenón, que regresaría a Barcelona pese a los genoveses, al mar y a sus tempestades.
La travesía del Egeo y el periplo del Peloponeso se hicieron sin problemas, pero cuando enfilaban rumbo a Italia estalló una tormenta que obligó a la flotilla a buscar refugio hacia el norte. La única galera dañada resultó ser la sufragada por los diputados catalanes, que registró algunos desperfectos en el casco y en el mástil de proa. Rocabertí culpó de esas averías a la rapidez con que se armó la nave por el retraso de los diputados catalanes en librar los pagos que les correspondían, pero el capitán de la Santa Coloma, en quien Rocabertí confiaba plenamente, le aseguró que los desperfectos se debían a que la tempestad había golpeado con mayor dureza a la galera catalana que a las otras tres. El vizconde aceptó las explicaciones pero mantuvo ciertas dudas.
El retraso aumentaba mucho más de lo previsto. La tempestad les obligó a buscar refugio hacia la costa y recalaron cerca de la isla de Corfú, donde se ubicaba la principal base veneciana en el Adriático sur. En unas calas solitarias pudieron reparar los destrozos causados por el temporal y diez días después estuvieron en condiciones de volver a navegar. El mástil de mesana de la galera sufragada por los catalanes tuvo que ser repuesto, pero pese a ello no navegaba con la agilidad y rapidez que las otras tres; con fuerte viento de popa se retrasaba enseguida y no podía seguir el ritmo de las demás.