—El Canciller me ha dicho que no os deje solo.
—Necesito un criado, no una niñera. Ante la contundencia de Santa Pau, el criado titubeó un instante y asintió:
—De acuerdo; si eso es lo que queréis, así lo haré.
El criado del Canciller bajó a Barcelona y regresó a la finca casi al anochecer. Santa Pau había pasado la tarde sentado a la puerta de la casa, a la sombra de un emparrado, con los ojos puestos en el largo y serpenteante camino que descendía desde la falda del Tibidabo hasta Barcelona.
—¿Le has trasmitido el mensaje a mi criado? —preguntó ansioso al sirviente del Canciller.
—Sí, don Jerónimo, lo he hecho. He quedado con él en que mañana volveré a bajar a la ciudad para que me dé noticias.
Santa Pau salió al jardín tras la cena; en la cabeza del notario real sólo había lugar para el recuerdo del cuerpo de Francesca.
Al día siguiente el criado del Canciller volvió a Barcelona, y cuando regresó a la finca le dijo a Santa Pau:
—Vuestro sirviente me ha informado de que esa muchacha no puede visitaros por el momento, pero que os verá dentro de unos días.
Esta noticia sumió a Santa Pau en un profundo desasosiego.
—Ahora mismo volvemos a Barcelona —dijo lacónicamente.
—Pero el Canciller me ordenó que…
—Ya he descansado suficiente. Regresamos.
—¿Habéis sido vos, verdad?
Santa Pau irrumpió en la cancillería como un ciclón.
—Sí, en efecto. No quería que convirtierais mi casa del Tibidabo en un lupanar —le respondió el Canciller depositando sobre la mesa un pergamino que estaba leyendo.
—No, no es eso. Desde el principio os ha molestado mi relación con Francesca. Tal vez estéis celoso, Canciller.
—Mi querido amigo, tengo una edad en la que los celos pueden proceder de cualquier causa menos de una mujer.
—Yo no lo creo. Cuando os presenté a Francesca observé cómo la mirabais; vuestros ojos reflejaban lascivia.
El Canciller retomó el pergamino y siguió leyendo.
—Sois injusto, Jerónimo —dijo sin levantar los ojos del pergamino.
—¡Miradme cuando os hablo! —exclamó Santa Pau a la vez que daba un manotazo al pergamino.
El Canciller recogió el documento con cuidado, lo enrolló y lo ató con una badanita de cuero.
—Esperaba que os hubierais dado cuenta vos mismo, pero, como han escrito los clásicos, «el amor abotarga los sentidos». Lo que voy a contaros no os gustará, pero es hora de que lo sepáis. Sentaos.
—Estoy bien así.
—¡Sentaos, maldita sea!
El Canciller, pese a su edad, gritó con tanta energía que Santa Pau obedeció de inmediato.
—Bien —continuó el Canciller con el tono mesurado y frío que solía emplear en los actos oficiales—, esa muchacha, la tal Francesca, es una espía del conde de Pallars y de Jaime de Cabrera. Os engatusó para convertirse en vuestra amante y sonsacaros información para nuestros enemigos.
—¡Eso es falso!
—Lo intuí desde un principio, pero no estaba seguro; por eso os dije que quería conocerla. Vos estabais ciego, como suelen estar los enamorados. De nada hubiera servido intentar persuadiros del doble juego de Francesca sin disponer de pruebas concluyentes. He debido esperar a tenerlas para convenceros de ello. Aquí están.
El Canciller sacó de un cajón un cuadernillo de varias páginas y se lo alargó a Jerónimo.
—Ahí está todo. Como veréis, el informe es contundente. Santa Pau hojeó el cuadernillo. Era un completo trabajo sobre Francesca, con fechas, lugares y nombres en el que quedaba de manifiesto que trabajaba para Jaime de Cabrera.
—¿No hay ninguna duda? —preguntó apesadumbrado Santa Pau.
—Ni la más mínima.
—¿Cómo me ha podido engañar de esta manera?
—Vos lo dijisteis una vez, mi querido amigo: «Dios ha dotado a las mujeres de semejantes encantos para atraer a los hombres». Afortunadamente nos hemos dado cuenta a tiempo y hemos podido remediar la situación. Vos seguiréis como hasta ahora, haciéndole creer a Francesca que no sabéis nada de su doble juego. Le proporcionaréis tan sólo la información que nos interese y la utilizaremos para confundir a la reina y a Cabrera.
—Ahora entiendo por qué la reina aceptó a Francesca sin ninguna objeción. Me llamó la atención en su momento, pero no pensé…
—Eso fue lo que me hizo poner en duda la sinceridad de la muchacha.
—Entonces… vuestro criado no habló ayer con el mío, no le dio mi recado.
—Por supuesto que no. Mi criado acudió a mí de inmediato para contarme vuestras intenciones.
—De modo que recluirme en vuestra casa del Tibidabo fue una añagaza vuestra para evitar que me encontrara con Francesca.
—Estabais como loco por yacer en sus brazos y hubierais cometido muchos errores. No me quedó otro remedio que prepararos esa trampa; afortunadamente ha salido bien.
—Y ahora pretendéis utilizarme a mí para que, a través de Francesca, Jaime de Cabrera se entere únicamente de lo que vos deseéis.
—Así es, mi querido amigo, todo sea por el servicio al rey. Además, este trabajo seguirá siendo muy placentero para vos, pues en él está comprendida Francesca. Si os gusta su cuerpo seguid gozando de él como hasta ahora, pero tened en cuenta que no es sino un instrumento que Cabrera ha usado contra nosotros. Por cierto, tal vez os reconforte saber que no es una prostituta, los clientes que vos veíais salir de su cuarto eran agentes de Jaime de Cabrera que se movían delante de vuestras propias narices. Ahora id a ver a esa muchacha. No le digáis nada importante de vuestro viaje y manteneros como si todo siguiera igual. No os vendrá mal aliviar vuestra entrepierna, y a lo que parece, esa Francesca sabe hacerlo como nadie.
El Canciller y Santa Pau se miraron y comenzaron a reír.
—¿Cómo prepararon mi encuentro con ella en el burdel?
—Jaime de Cabrera sabía de vuestra debilidad por las mujeres. Durante varios días os siguieron. Francesca estaba esperando en el burdel y en cuanto llegasteis os abordó. El resto lo conocéis mejor que nadie.
—Me está bien empleado; nunca más subestimaré a una mujer, pese al aspecto que tenga.
—No debisteis hacerlo —dijo el Canciller—, pero está bien que aprendáis de vuestros propios errores; ahí radica la mejor enseñanza.
—Te he echado mucho de menos.
Francesca, que había acudido a casa de su amante cuando recibió su aviso, y Santa Pau acababan de comer en el patio de la casa del notario real. Jerónimo, acompañado de una mandolina, le cantaba a Francesca una balada según la moda del Ars Nova.
—¿Qué tal te va en palacio? —preguntó Jerónimo interrumpiendo su canción.
—Bien, bastante bien. Nadie sospecha de mí.
—¿Te has… acostado ya con Cabrera? —preguntó Santa Pau.
—No, todavía no somos amantes. Francesca dibujó en su rostro una mueca de despecho que a Jerónimo le pareció, ahora sí, una mera ñcción.
—Entonces, ¿no has logrado averiguar nada?
—Ese Jaime de Cabrera es mucho más listo de lo que crees. He intentado atraerlo a mí con todo tipo de insinuaciones. Hasta ahora nunca me habían fallado, pero creo que necesitaré más tiempo. Ese hombre está siempre alerta, si me precipito descubrirá mis intenciones y entonces no te seré útil.
»Pero hablemos de tu viaje. ¿Son tan bellas las griegas como dicen los marineros?
—No vi a ninguna que pudiera siquiera semejarse a ti.
—Me hubiera gustado acompañarte, estar contigo en esa ciudad tan lejana.
—No es una ciudad agradable. Tiene un clima parecido a Barcelona, quizás algo más húmedo y caluroso, pero no es comparable con Barcelona, a la que sigo considerando la más hermosa ciudad del mundo.
—¿Más hermosa que Jerusalén?
—No conozco Jerusalén.
—¿Crees que el rey iniciará ahora esa cruzada de la que me hablaste? —preguntó Francesca.
Santa Pau volvió a mirar los ojos de la muchacha. Desde que supo que era una agente al servicio de Jaime de Cabrera, le parecían distintos, como si la revelación del Canciller le hubiera cambiado su percepción de las facciones de su amante. Ahora las veía más afiladas, como si los rasgos de la muchacha se hubieran alargado en el transcurso de esos largos meses. Pero, por otro lado, consideraba la nueva situación todavía más excitante.
—Tal vez; mientras la cristiandad esté dividida y existan dos papas al frente de la Iglesia, todo puede pasar.
Hicieron el amor con más fuerza que nunca. La muchacha creyó que era a causa del tiempo que había pasado lejos de ella, pero Jerónimo sólo estaba descargando la frustración provocada por su amante.
—La situación es muy grave —el Canciller explicaba a Santa Pau los difíciles momentos que atravesaba la Corona—. La Casa Real adeuda a distintos particulares casi trescientas mil libras, en tanto todas las rentas de un año apenas alcanzan las ciento noventa mil. Varios bancos han quebrado y las finanzas de Barcelona están en bancarrota, pero aquí nadie parece querer admitir esta realidad, muchos ciudadanos viven ajenos a la terrible crisis que ya ha estallado, y si nada cambia, si no se pone algún remedio, dentro de muy pocos meses habrá un verdadero colapso económico.
—¿Siguen presionando a su majestad los mercaderes que pretenden que conquiste Jerusalén? —preguntó Santa Pau.
—Por supuesto, y lo hacen cada vez con más fuerza. Se dice que Carlos de Durazzo ha estrangulado con sus propias manos a la reina Juana de Napoles y pese a ello el papa Urbano VI ha coronado a ese asesino como nuevo rey de Napoles; lo ha hecho a cambio de su fidelidad. Su majestad me ha escrito desde Valencia y me pide que acudamos allí de inmediato. Necesitamos dar una respuesta a esta provocación.
—¿Queréis que le diga algo a Francesca?
—Sí. Cuando os despidáis de ella dejad caer, sin darle importancia, que en la Cancillería estamos convencidos de que el rey está deseando iniciar esa cruzada cuanto antes. Ella se lo contará de inmediato a Cabrera, lo que aumentará las prisas que ya tiene el consejero de la reina.
—Nunca he estado en Valencia.
—Os gustará. Tiene el más bello burdel del mundo.
Poco antes de que el Canciller y Santa Pau partieran hacia Valencia, se conoció en Barcelona la noticia de la muerte de la reina Leonor, la esposa del rey de Castilla e hija de don Pedro de Aragón, que falleció de sobreparto.
—Su majestad estará muy dolido por la muerte de su hija; era a la que más quería —comentó el Canciller.
—Y era una pieza clave en su política de alianza con Castilla. Espero que no se rompa la tregua con nuestros vecinos los castellanos; una nueva guerra en la frontera oriental sería en estos momentos un verdadero desastre —dijo Santa Pau.
—Los castellanos están ocupados en sus disputas con los portugueses; por ahora nos dejarán tranquilos.
El Canciller y Santa Pau llegaron a Valencia a principios de octubre. Pocos días antes, a causa de la derrota genovesa en el mar a manos de Rocabertí, Aragón y Venecia habían firmado la paz con Genova en la ciudad italiana de Turín; los genoveses ya estaban preparando una gran expedición comercial para recuperar su influencia mercantil en el mar Negro. En la capital del reino que fundara el gran Jaime el Conquistador se había reunido toda la familia real. Don Pedro quería acabar con las malas relaciones que mantenía con sus dos hijos desde que contrajera matrimonio con Sibila de Forciá. El rey ponía por encima de todo la estabilidad de sus reinos y la continuidad de la dinastía, y estaba dispuesto a ceder en lo que le correspondiera para acabar con el distanciamiento que le separaba de sus hijos, sobre todo del príncipe Juan.
—El rey desea congraciarse con sus hijos. Mañana celebrará un banquete, al que estamos invitados, para que toda la corte sea testigo de su reconciliación —comentó el Canciller a Santa Pau mientras ordenaban los documentos dictados por el rey en las últimas semanas.
—Tal vez la reina esté de acuerdo en que se reconcilien el rey y sus hijos —supuso Santa Pau.
—No. Es una mujer sin otro sentimiento que su propia ambición, a la que añade una fría crueldad: ya sabéis que el rey tenía por costumbre liberar a algunos reos cuando festejaba grandes acontecimientos, como sus matrimonios o el nacimiento de sus hijos; pues bien, a principios de este año propuso a la reina que era tiempo de excarcelar a algunos presos como muestra de alegría y de magnanimidad por su coronación. ¿Y qué creéis que pasó?, pues que la reina se negó en rotundo y el rey tuvo que enviar una orden a los gobernadores en la que se les pedía que no liberasen a ningún condenado, conminándolos a que hicieran cumplir las penas en su integridad. Es una mujer que hace todo cuanto le es posible por agradar a su esposo. Mientras estabais en Grecia, Sibila le pidió al rey que le asignara algunas personas instruidas para que le enseñaran a leer; no podía soportar que todas sus damas de compañía supieran hacerlo y ella no. El rey en persona escribió a la priora del monasterio aragonés de Sigena para que eligiera a dos de sus monjas, de entre treinta y cuarenta y cinco años, para que se encargaran de la educación de la reina.
—Sí, pero su majestad sigue abobado con su esposa; fijaos en este documento.
Santa Pau alargó al Canciller una cédula en papel en la que el rey don Pedro ordenaba a los vecinos de Játiva y de las alquerías de sus alrededores que no hicieran fuego durante los meses de julio y agosto para que no aumentara el calor.
—Me imagino la escena, Santa Pau: la reina quejándose a su esposo del calor que hacía en Játiva y, sin duda, diciéndole que la quema de los rastrojos aumentaba el bochorno, y su majestad ordenando de inmediato que no se prendiera ningún fuego. Ese capricho de doña Sibila es un buen ejemplo de sus veleidades como reina. Será difícil que acepte cualquier acuerdo que vaya en contra de sus planes, y la reconciliación del rey con sus hijos los altera notablemente.
—Así pues, no confiáis en ninguna posibilidad de acuerdo.
—En absoluto. Y si la hubiera, ya se encargarían Jaime de Cabrera y sus secuaces de frustrarla.
Los dos altos funcionarios acabaron de organizar la documentación poco antes del almuerzo. El Canciller estaba cansado; sus ojos ya no eran capaces de leer por sí solos y necesitaba ayudarse con unos cristales de aumento. Almorzaron juntos en una taberna próxima al edificio de la cancillería valenciana y después Santa Pau acompañó al Canciller hasta la posada donde ambos estaban alojados. El viejo Canciller necesitaba una siesta reparadora.