Jaime de Cabrera aguardaba en un pequeño salón del palacio Menor, la residencia de la reina en Barcelona. El consejero de doña Sibila parecía inquieto: caminaba de un lado a otro con pasos precipitados y nerviosos.
—Has tardado mucho.
—Lo siento, estaba en el extremo del jardín; he venido en cuanto me han anunciado que me buscabais.
—Estoy muy molesto contigo, hace meses que no me proporcionas ninguna información de valor, no me estás sirviendo bien, y si no me sirves bien no me vales para nada, ¿entiendes?
—Hago cuanto puedo, pero Santa Pau no es un incauto. Intento sonsacarle información que os pueda ser útil, pero es un hombre muy discreto.
—Vamos, Santa Pau es un mujeriego. Una belleza como tú no debería tener problemas para obtener información, salvo que…
—¿Qué estáis pensando?
—Que te hayas enamorado de Santa Pau.
—Ese hombre para mí es sólo un trabajo.
—Al que te entregas con deleite.
—Vos me dijisteis que debía fingir un apasionado amor hacia él.
—¿Y lo has hecho? —preguntó Cabrera.
—Sólo he hecho lo que me habéis ordenado.
—Te gusta Santa Pau, ¿no es cierto?
—Es un hombre atractivo.
—Entonces, te encanta follar con él —aseguró Cabrera.
—Lo hago porque vos me lo ordenasteis.
—Te folla, bien, ¿eh? —Cabrera se acercó a Francesca y la asió por el talle—. Te gusta sentir su polla dentro de tu coño, ¿no es así?
Jaime de Cabrera estaba muy excitado, sus manos apretaban a la muchacha cada vez con más fuerza.
—Me estáis haciendo daño.
—Estás preciosa —susurró Cabrera y la besó con fuerza.
—Dejadme, por favor.
—No, antes quiero que sepas cómo te folla un hombre de verdad, y no ese afeminado hijo de judíos.
Cabrera sujetó por la cintura a Francesca con una mano mientras con la otra le arrancaba el vestido hasta la cintura. Los pechos de la muchacha quedaron al descubierto y Cabrera los cogió entre sus manos, apretándolos con fiereza.
—Por favor, dejadme, me hacéis daño —suplicó Francesca.
Pero Cabrera estaba fuera de sí. Inclinado sobre la muchacha lamió sus pechos y mordió sus pezones. Francesca no pudo reprimir el dolor y chilló. Una de las criadas de palacio entró en el salón al oír los gritos.
—Márchate de aquí y que nadie nos moleste —le ordeno Cabrera colérico.
La criada salió cerrando la puerta tras de sí.
—Dejadme, os lo ruego —le suplicó Francesca.
—Así es mejor, pequeña, mucho mejor, me gusta que te resistas, será más excitante.
El consejero de la reina golpeó el rostro de Francesca con los nudillos, acabó de desnudarla por completo rompiéndole el vestido, la arrojó al suelo sobre una estera de cáñamo, se bajó las calzas aprisa y se tumbó sobre la muchacha, que no pudo zafarse pues Cabrera era un hombre muy fuerte y corpulento. Mientras la sujetaba con su brazo derecho por los hombros, con el izquierdo y con la ayuda de las piernas le abrió los muslos, en los que hincó sus rodillas. Ayudándose con la mano izquierda, ya libre, se frotó el pene hasta lograr la erección.
—Dejadme, dejadme —gemía la joven, lo que no hacía sino excitar más y más a Cabrera, que jadeó varias veces, babeó sobre el cuello de la muchacha y la golpeó de nuevo en la cara y en la cabeza mientras la penetraba.
—Esto no ha sido suficiente —farfulló Cabrera.
El consejero de la reina cogió a Francesca, que yacía desarbolada sobre la estera, le dio la vuelta, le levantó las caderas, dejándola con las rodillas apoyadas sobre el cáñamo, y empujó con fuerza entre las nalgas de la muchacha.
—Por aquí te va a gustar todavía más, pequeña zorra.
Entre los gemidos de dolor de la joven, Cabrera acometió una y otra vez hasta que consiguió penetrar analmente a Francesca, que lanzó un grito de dolor cuando sintió que su piel se desgarraba como lacerada por un cuchillo rusiente.
—Ahora ya sabes quién es tu único señor, no me obligues a recordártelo nunca más.
Cabrera se ajustó las calzas y salió del salón dejando a Francesca sobre la estera manchada de sangre. La muchacha tenía doloridos los muslos, las nalgas y las rodillas y sentía una viscosa humedad entre sus piernas.
La misma criada que había acudido al oír los gritos volvio a entrar, la ayudó a incorporarse y la llevó hasta un pequeño taburete, pero el dolor impidió sentarse a Francesca. Entonces la criada fue en busca de ayuda y regresó de inmediato con una dama de la reina; entre las dos la condujeron a su aposento y la acostaron en la cama.
—Pasará pronto, pequeña, pasará pronto —la consoló la dama—. Y tú no has visto nada, ¿entendido?, nada —conminó después a la criada.
La corte se había instalado en Tortosa y don Pedro manifestó su intención de permanecer en esa ciudad durante el resto del invierno e incluso algunas semanas de la primavera. Había convocado Cortes generales en Monzón y deseaba preparar con tranquilidad su intervención, y entre tanto llegaba el tiempo de celebrarlas esperaba ganar la voluntad de concejos y universidades y, si era posible, de algunos nobles. La Iglesia estaba de su lado, pues no en vano su indeñnición sobre el cisma le otorgaba una notable ventaja y le aseguraba el respaldo unánime del brazo eclesiástico.
El rey llamó al Canciller y le informó de que el maestre de Rodas había decidido reconocer a Clemente VII como papa; el otro pontífice, Urbano VI, lo había destituido y había nombrado a otro gran maestre del Hospital, aunque a éste sólo lo reconocían las encomiendas de Italia. Le ordenó que regresara cuanto antes a Barcelona, pues no quería que permaneciera tanto tiempo alejado de las oficinas de la cancillería.
—Marchad en cuanto estéis listo, pero decidle a Santa Pau que se quedará aquí en Tortosa, es mi deseo que participe como notario y consejero real en la Cortes que celebraremos en Monzón; comunicádselo vos mismo —dijo el rey.
—Como gustéis, majestad.
El Canciller transmitió a Santa Pau las órdenes de don Pedro.
—¿No os dais cuenta de que intentan mantenernos separados? —alegó Jerónimo cuando el Canciller le dijo que debería quedarse en Tortosa.
—Ya lo sé, pero es una orden tajante del rey, ni siquiera me ha dado la oportunidad de responderle.
—Los acontecimientos que se avecinan requieren de toda nuestra atención; si me dedico tan sólo a certificar los documentos que expida la Cancillería Real, eso significará que nuestros enemigos han triunfado.
—Ya lo sé, Jerónimo; de momento han conseguido neutralizaros. Saben perfectamente que mientras estéis junto al rey careceréis de libertad de movimientos y os tienen controlado, y sin vuestro concurso, mi capacidad de acción queda muy mermada.
—Pedidle al rey que me deje ir con vos a Barcelona, decidle que os soy imprescindible.
—Lo siento, amigo, lo siento, eso no es posible; al menos por ahora —lamentó el Canciller.
Hacía dos meses que Santa Pau residía en Tortosa y nada sabía de Francesca. Antes de partir hacia Barcelona, el Canciller le había dicho que en ningún caso se interesara por su amante por escrito, pues era necesario mantener en secreto dicha relación. En aquellos dos meses Jerónimo de Santa Pau había despachado casi a diario con el rey en un pequeño gabinete de la zuda de Tortosa. Don Pedro, que apreciaba mucho las cualidades diplomáticas de Santa Pau, pudo comprobar una vez más su gran cualificación como consejero y notario real, y a las pocas semanas el rey le confió algunos de sus planes e incluso le pidió consejo a la hora de tomar ciertas decisiones.
Don Pedro se sentía acuciado por varios frentes. El gran cisma de la Iglesia desbordaba la capacidad de previsión de cualquier observador; las posiciones de los dos papas seguían inamovibles y no se atisbaba ninguna solución; las distintas naciones de la cristiandad se decantaban a favor de uno o de otro pontífice, y lo hacían sobre todo por razones diplomáticas y de conveniencia política, en ningún caso por cuestiones meramente canónicas. A don Pedro sólo le interesaba el papado en cuanto en sus manos estaba la solución del problema sucesorio del reino de Sicilia. La reina doña María de Sicilia continuaba aislada en Cagliari y don Pedro estimaba que el papa Clemente VII sería más favorable a los intereses de Aragón en Italia que Urbano VI. Pero el papa romano vio en esta maniobra de don Pedro una cierta inclinación hacia el reconocimiento de Clemente y actuó con celeridad para desestabilizar la isla de Cerdeña, para lo que se aprovechó de que acababa de morir don Hugo, juez de Arbórea y verdadero señor de la isla. Don Pedro bramó contra Urbano VI cuando se enteró de las maquinaciones del papa romano en Cerdeña, pero se mostró dispuesto a negociar el reconocimiento de cualquiera de los dos papas que le garantizara la posesión de ese reino.
Don Pedro y Jerónimo de Santa Pau despachaban en la zuda de Tortosa la correspondencia real.
—Majestad, uno de nuestros agentes en Elche nos comunica que ha sido hallada una columna de sesenta palmos de alto, tal vez obra de romanos, en las afueras de esa ciudad; el concejo de Elche dice que es cosa de maravilla y os la ofrece para lo que gustéis —dijo Santa Pau.
—Escribid al gobernador del reino de Valencia para que la corten en cuatro partes de quince palmos y la envíen a nuestro palacio de Barcelona —resolvió el rey.
—Unos ciudadanos de Tarragona piden vuestra licencia para buscar tesoros; aseguran que en las afueras de la ciudad, e incluso en algunos solares del interior, se encuentran con frecuencia monedas y otros tesoros de gran valor.
—Dadles permiso, pero hacedles saber que un tercio de cada hallazgo deberá ser entregado a las arcas reales.
—Los consellers de Barcelona exponen la necesidad de establecer un poder fuerte para acabar con los abusos que se cometen en la ciudad y solicitan más autoridad para el veguer, para que pueda dominar la situación y pacificar los bandos.
—Dadles largas.
—Majestad, la situación de Barcelona es muy preocupante.
—Algún día pondré en orden el gobierno de esa ciudad, pero de momento contentadlos con cualquier excusa.
—El rey de Armenia —continuó Santa Pau— ha zarpado de Egipto rumbo a Barcelona; llegará en las próximas semanas.
—Escribid al Canciller y comunicadle que reciba al rey León y lo instale como merece un monarca de la cristiandad. Cuando desembarque en Barcelona, que me lo haga saber de inmediato, yo lo recibiré aquí en Tortosa. ¿Eso es todo? —preguntó don Pedro.
—Sí, majestad…, bueno no, me gustaría pediros una licencia personal.
—Decidme.
—Hace cinco meses que salí de Barcelona y no he vuelto desde entonces a mi casa; me gustaría poder ir unos días para dejar resueltos ciertos asuntos personales.
—La reina me ha insistido en que permanezcáis aquí, dice que vuestros consejos son muy valiosos, pero creo que os merecéis esta licencia. Bien, en cuanto extendáis los documentos que hoy hemos despachado podréis ir a Barcelona, allí esperaréis la llegada del rey de Armenia y en cuanto se reponga del viaje lo acompañaréis hasta Tortosa. Vos sabéis griego, así tendréis oportunidad de conocerlo, hablar con él e informarme convenientemente sobre su persona.
Tras escuchar la decisión del rey, Santa Pau se alegró de tal modo que el propio don Pedro se dio cuenta de ello.
—Me parece que esos asuntos personales a los que os referís son en verdad muy «personales»; ¿es hermosa esa mujer? —le preguntó el rey.
—Majestad, yo… —balbució Santa Pau.
—Vamos, vamos, sois un hombre sano y fuerte, y permanecéis soltero; aunque si la dama que os espera en Barcelona os atrae tanto como parece, creo que no tardaréis en dejar de serlo. ¿La conozco?, ¿no será una mujer casada?
—No, majestad, es soltera, pero…
—¡Ah!, una relación secreta, bien, esas son las más excitantes; os envidio, Santa Pau, os envidio.
—¿Cómo lo habéis conseguido?
El Canciller estaba asombrado. Santa Pau había zarpado del puerto de Tortosa y en apenas dos días, sin aviso previo, se había plantado en la cancillería.
—Su majestad me ha dado licencia para permanecer en Barcelona hasta que arribe el rey de Armenia; tengo órdenes de acompañarlo después hasta Tortosa —alegó Santa Pau.
—¿Sabe la reina que estáis aquí?
—Como comprenderéis, yo no se lo he dicho, pero creo que ya se habrá enterado.
—En ese caso también lo sabrá Jaime de Cabrera. Bien, debemos estar preparados, no dudo de que el consejero de la reina tramará algo para incomodarnos —observó el Canciller.
Santa Pau informó al Canciller de cuanto había sucedido en Tortosa en los dos últimos meses y salió raudo hacia su casa. En cuanto llegó, ordenó a su criado que llevara un mensaje a Francesca, y que lo hiciera con total discreción.
Los dos amantes se encontraron en la playa de Barcelona. Santa Pau había citado a Francesca a mediodía en su casa, pero la joven le dijo al criado de Jerónimo que a esas horas era peligroso, pues cualquiera podría verla e informar a Jaime de Cabrera, por lo que fijó el encuentro en un lugar discreto y apartado al borde de la playa barcelonesa.
Tuvo que esperar un buen rato, pero su ojos se alegraron cuando vio aparecer a la muchacha. Habían transcurrido cinco meses desde su último encuentro, aunque cuando Santa Pau contempló de cerca el rostro de Francesca creyó que habían sido cinco años.
—¿Cómo estás? —le preguntó Jerónimo sin atreverse a tocarla.
—Bien, me encuentro bien.
La voz de la muchacha sonaba como vacía, y sus ojos no tenían el brillo que el notario real había contemplado tantas veces; su mirada yacía perdida sobre la arena de la playa y su cuerpo, tan airoso y erguido, parecía como colgado de una invisible percha.
—No pretendas engañarme, no pareces la misma que hace cinco meses. ¿Qué te ha pasado? —inquirió Jerónimo preocupado.
—Te he dicho que estoy bien, tal vez un poco cansada —repitió la muchacha.
Santa Pau alargó su brazo e intentó coger la mano de Francesca, pero ésta la retiró con brío en cuanto sintió el roce de la de su amante.
—Está bien, está bien…, tranquilízate. Sabes que te… deseo.
Francesca no pudo más sin dejar que Santa Pau acabara su frase se echó en sus brazos y rompió en sollozos. Lloraba de tal manera que parecía que hubiera estado mucho tiempo conteniendo su rabia y su impotencia, como si durante meses hubiera guardado en su corazón una angustia que ahora surgía a borbotones de lo más profundo de sus entrañas. Santa Pau la abrazó con fuerza y durante un largo tiempo dejó que la muchacha llorara sin decirle nada, tan sólo haciéndole sentir su presencia protectora, su abrazo consolador. Poco a poco el llanto de Francesca fue remitiendo y pareció calmarse. Al ñn, habló.