—Necesitaré al menos cincuenta varas de finos paños de distintos colores y una vara más de paño brocado en oro y otras dos o tres varas de seda adamascada, de color azul, es el color que más me favorece, ¿no lo creéis así, esposo? —observó doña Sibila.
—Sí, amor mío, claro que sí —asintió el rey, aunque no parecía que hubiera escuchado a su esposa.
Santa Pau llamó a la puerta de la cámara real y don Pedro le dio permiso para entrar.
—Majestad…, majestades —rectificó Jerónimo cuando vio a la reina—, es hora de partir hacia la iglesia. Los procuradores en Cortes están reunidos en Santa María y aguardan la presencia de vuestras majestades.
—¿Ha llegado el Canciller? —preguntó don Pedro.
—No, majestad, un mensajero acaba de decirme que ayer tuvo que quedarse en Almacelles; parece ser que ha tenido un acceso de fiebre y que no ha podido continuar camino.
—Me hace falta aquí; que vaya mi médico a verlo hoy mismo, que haga lo posible por venir cuanto antes.
—Tal vez esté muy enfermo —repuso Santa Pau.
—De Almacelles hasta Monzón sólo hay una jornada del camino; si es preciso que lo traigan en parihuelas —sentenció el monarca.
Los procuradores de los reinos de Aragón y Valencia y los del condado de Barcelona ocupaban todos los bancos de la iglesia de Santa María de Monzón. Hacía ya un buen rato que se habían sentado, cada uno en el lugar que el estricto protocolo de las Cortes le reservaba, esperando la presencia del rey.
Dos heraldos provistos de mazas entraron en la iglesia precediendo a dos timbaleros y dos trompeteros que tocaban una marcha monocorde. Poco después Bernat de Só, mayordomo del rey y senescal de Cataluña, anunció a sus majestades don Pedro, rey de Aragón, Valencia, Mallorca, Córcega y Cerdeña, duque de Atenas y Neopatria y conde de Barcelona, Rosellón y Cerdaña, y a su esposa, la reina doña Sibila.
Los reyes se sentaron en sendos sitiales colocados delante del altar. Todos los procuradores, que se habían levantado a su entrada, volvieron a sentarse y guardaron silencio cuando el monarca extendió ante sí el pergamino que le acababa de entregar Santa Pau y en el que estaba escrito el discurso de apertura de las Cortes generales de los reinos y estados del rey de Aragón.
Durante más de una hora don Pedro fue detallando los logros que se habían alcanzado en los últimos años de su reinado: destacó los triunfos militares sobre Genova, la incorporación a la Corona de los ducados de Atenas y Neopatria y la transmisión de los derechos reales sobre Sicilia a su hijo don Martín. Admitió que era justo que los pueblos pidieran a sus soberanos tres cosas: gracias y libertades, justicia e igualdad, y defender sus propiedades y sus herencias; añadió que los reyes de Aragón y condes de Barcelona habían sido los más justos y liberales para con sus subditos y que en correspondencia, ellos eran los subditos más francos del mundo. Por último, hizo mención a la obligación de todo buen subdito hacia su soberano y el deber de sufragar los gastos de la Corona; afirmó que de ninguna manera podía perderse un solo estado y requirió de todos los procuradores allí presentes un gran esfuerzo para lograr la pacificación definitiva de Cerdeña. Reclamó ese esfuerzo en forma de nuevos impuestos que sirvieran para fletar nuevos barcos y pagar nuevos contingentes de tropas para que al menos todo el Mediterráneo occidental siguiera siendo un mar aragonés y para que cualquiera que se atreviera a surcar sus aguas, incluso los peces, enarbolaran como antaño los colores rojos y amarillos de la dinastía.
Al término del discurso real, elaborado a partir del capítulo XII del Libro de los Reyes del Antiguo Testamento, Santa Pau, desde el banco reservado a los oficiales de la Cancillería, observó a los procuradores, que mostraban semblantes bien diversos: la mayoría de los catalanes estaban sonrientes y satisfechos, sus intereses comerciales, tan maltratados en los últimos años, podrían quedar a salvo si se intensificaba el dominio marítimo en el Mediterráneo; los valencianos parecían indiferentes, su comercio comenzaba a despertar gracias al desarrollo de su rica agricultura y a la instalación de algunas artesanías, sobre todo de seda y de paños, en Valencia, y ante la grave situación que atravesaba Barcelona, esperaban su momento para substituirla como principal centro comercial del Mediterráneo occidental; sólo los aragoneses, cuya expansión territorial había sido cercenada hacía más de un siglo cuando don Jaime el Conquistador creó el reino de Valencia y les privó de salida al mar, patentizaban su disgusto.
El Canciller llegó a Monzón una semana después de comenzadas las Cortes. La fiebre le había retenido en Almacelles, pero el médico real logró su curación a base de emplastos de hierbas y de grasa de cordero. En cuanto estuvo en condiciones de viajar, completó la jornada que le faltaba y se presentó ante el rey.
—Mi buen Canciller, ¡cuánto os he echado de menos! Vuestra habilidad me hará falta para doblegar a los ariscos aragoneses. Pero decidme, ¿qué tal os encontráis? —le preguntó don Pedro.
—He mejorado mucho, majestad, gracias a los cuidados de vuestro médico, pero todavía me encuentro débil. Creo que se acerca mi hora, otro achaque como éste y mis cansados y viejos huesos no podrán soportarlo —dijo el Canciller.
—En ese caso será mejor que descanséis, tenemos mucho trabajo por delante.
El Canciller se retiró pero no se fue a descansar; en la casa donde lo habían instalado lo esperaba Santa Pau.
—Canciller, me alegra veros, no hay enfermedad que pueda con vos.
—Cada vez me cuesta más recuperarme de una simple indisposición, mi querido amigo. Quizá mi vida y la de la Corona sean parejas.
—¿Cómo habéis dejado Barcelona?
—Nuestra ciudad es cada día más bella: han acabado de pavimentar la plaza Nueva y con ello han desaparecido aquellas charcas de lodo que tanto odiabais; la sala del Consejo de Ciento está también terminada, los maestros alarifes acabaron hace dos semanas de enjalbegarla y al fin luce magnífica; las obras en las dársenas han concluido, y también las cubiertas de la catedral, San Justo, Santa María y San Pedro; los mercaderes han comenzado la construcción de la nueva lonja, junto al mar; y el rey encargó hace unos días al maestro Aloi nuevas estatuas de once condes de Barcelona y ocho de reyes de Aragón para adornar la galería del palacio Mayor.
—Describís un clima de prosperidad que no parece concordar con nuestras últimas conversaciones —alegó Santa Pau.
—Tenéis razón, estamos viviendo de espaldas a la realidad. Es cierto que todas esas construcciones se han realizado, pero creo que se trata del final de los buenos tiempos. En los últimos meses los ciudadanos barceloneses que tienen dinero lo han invertido en la compra de censales en vez de destinarlo a cosas productivas, se está perdiendo ese espíritu de la gente de nuestra raza que nos llevó a dominar el comercio en el Mediterráneo. Los ricoshombres ya no quieren arriesgar sus capitales y compran edificios, solares y rentas. En muchos lugares han sido atacadas las juderías y en alguna ciudad los jurados obligan a los judíos a llevar una rodela de paño amarillo cosido de manera bien visible sobre el vestido, a la altura del corazón. Si esto sigue así, preveo un final catastrófico: los campos comienzan a abandonarse y los campesinos, acuciados por las deudas y por la falta de mercados en los que vender sus productos, se revelan contra sus señores y emigran a las ciudades en busca de esperanzas que jamás encontrarán. Y así, la producción disminuye, el comercio mengua y los capitales pierden valor. El precio del florín sigue descendiendo, el malestar crece entre las gentes, y entre tanto, su majestad sigue embobado con esa Forciana. ¿Sabéis que me ha ordenado comprar, a cuenta del Tesoro Real, una tal cantidad de joyas y ricas telas que asombraría a los mismísimos sultanes de Egipto?
—Sí, lo sé, yo mismo me encargué de redactar esa orden.
Apenas dos días después de la llegada del Canciller, don Pedro requirió su presencia y la de Santa Pau; en la sala mayor del castillo de Monzón se iba a celebrar un Consejo real. El Canciller ascendió el empinado camino hasta lo alto del cerro donde se asentaba el inexpugnable castillo a lomos de un borrico que guiaba uno de sus ayudantes y a su lado caminaba Santa Pau, que sentía desplomarse sobre su cabeza el tórrido sol de comienzos del verano.
Ya en el castillo que perteneciera a los templarios, unos pajes acudieron a ellos con cántaros de agua fresca y bandejas de frutas. Santa Pau bebió dos jarritas de agua y el Canciller tomó unas cerezas y un par de albaricoques, pero rechazó el agua.
En la sala mayor del castillo estaban reunidos casi todos los miembros del Consejo. El corazón de Santa Pau se aceleró cuando contempló la figura alta y siniestra de Jaime de Cabrera. El confidente de la reina bebía de una copa plateada en compañía de varias personas agrupadas a su alrededor, que parecían reír todas y cada una de sus ocurrencias. Cabrera sintió como si en su nuca se clavaran dos agujas invisibles, volvió la cabeza y sus ojos se cruzaron con los de Santa Pau; si las miradas pudieran matar, los dos enemigos hubieran muerto allí mismo.
En cuanto un heraldo les anunció que estaban presentes todos los convocados al Consejo, el rey y la reina, que aguardaban en una salita próxima, se dirigieron a la sala mayor.
—He reunido al Consejo para daros cuenta de los malos momentos que viven nuestros reinos y solicitar vuestra opinión para mejorar la situación. Como bien sabéis, los turcos siguen avanzando por el extremo oriental de Europa y ya no es posible que lleguen las especias y otros productos hasta nosotros sin pasar por territorio infiel. Algunos reyes de la cristiandad estamos sopesando romper ese dominio turco mediante, si fuera necesario, una cruzada —comenzó diciendo don Pedro.
—Majestad —intervino el Canciller—, una cruzada, en estos momentos, no tendría ninguna posibilidad de éxito. La cristiandad está dividida entre los dos pontífices y si uno de ellos convocase una cruzada, el otro la desautorizaría. Para que triunfara una campaña militar a Tierra Santa, sería necesaria la participación de todos los reinos cristianos, y no olvidéis que Francia e Inglaterra están en guerra, más ocupados en sus propias batallas que en colaborar en una expedición conjunta. Por otra parte, Genova y Venecia son enemigas irreconciliables, con intereses opuestos en el Mediterráneo; no me es posible siquiera imaginar a una galera genovesa peleando junto a una veneciana contra un enemigo común.
—Majestad, el Canciller ha olvidado ciertos factores que están de nuestro lado —replicó Jaime de Cabrera—. Hace más de cien años que vuestro glorioso antepasado el rey don Jaime el Conquistador pactó con los tártaros la liberación de Jerusalén. Una tormenta desbarató la escuadra que había zarpado hacia Tierra Santa y el acuerdo no pudo cumplirse, pero ahora podemos reintentar aquella expedición.
—Haría falta un plan —aseveró el Canciller.
—Lo tenemos —continuó Cabrera—: en el año del Señor de 1307 un estratega llamado Ayton de Gongos trazó un plan por encargo de vuestro abuelo Jaime el Segundo para conquistar Tierra Santa. Os lo detallaré con las adaptaciones que hemos hecho para nuestro tiempo: diez grandes galeras, con mil caballeros y tres mil peones, dirigidos por un único caudillo militar y un legado pontificio, desembarcarían en Chipre o en Armenia; allí entrarían en contacto con los tártaros del gran Tamerlán, que desde su capital en Samarcanda libra desde hace años una guerra contra los turcos. Si lográramos convencer a los tártaros para que atacaran con toda su fuerza el flanco oriental turco, nuestra armada bloquearía Egipto en tanto los cristianos del Líbano se levantarían en pleno corazón de los territorios musulmanes. Bien coordinados los tres ataques, la caída de Jerusalén en nuestras manos, y quién sabe si la de toda Tierra Santa, sería inmediata.
—Os creía más original, don Jaime. Ese plan que ideó Ayton de Gongos está condenado al fracaso desde su origen. Dos años antes de que se trazara, el gran Ramón Llull, en su obra Líber de Fine, ya dejó escrito que para el triunfo de una cruzada es preciso seguir la «vía hispánica», es decir, una cruzada contra el reino de Granada y el norte de África. Ramón Llull entendió, y así lo aceptó el rey don Jaime el Segundo, que ninguna cruzada contra Jerusalén tendría éxito si antes no se conquistaba Granada y el norte de África. Ningún estratega dejaría a sus espaldas al enemigo; Ayton de Gorigos era un mal estratega, y vos, Cabrera, seguís esos erróneos pasos. Si la idea de cruzada fuera acertada, el más indicado para asesorar esa aventura sería el maestre de Rodas, y él ya fracasó en su intento de cruzada contra los turcos en Morea —sentenció el Canciller.
—Los ejércitos de Tamerlán son los causantes de que Constantinopla no haya caído todavía en manos de los turcos. Si no fuera por los tártaros, hace años que la capital bizantina sería una ciudad más del islam, y quién sabe si sus jinetes estarían ahora cabalgando por las campiñas francesas camino de Barcelona. Y en cuanto al reino de Granada, no supone ninguna amenaza para nosotros, su existencia es incluso beneficiosa, pues mantiene a los castellanos ocupados en la defensa de su frontera meridional. Yo sostengo que es necesaria un nueva cruzada a Tierra Santa, la última cruzada —insistió Cabrera.
—He sabido que Tamerlán es un conquistador ambicioso e insaciable, ¿qué os hace suponer que si colaboramos con él y derrotamos a los turcos se detendrá ante Jerusalén? —inquirió el Canciller—. Tal vez nuestros enemigos los turcos sean en realidad la almohada que nos protege de los tártaros; ¿habéis oído cuáles son los métodos que emplea Tamerlán en sus guerras de conquista? Si desaparecen los turcos, quizá sean los jinetes tártaros quienes algún día cabalguen por las campiñas francesas camino de Barcelona.
—Olvidáis la profecía, Canciller —señaló Cabrera.
—Os podría citar diez, cien, mil profecías que jamás se han cumplido —respondió el Canciller.
—No es una profecía cualquiera, sino el Apocalipsis mismo, Canciller, el Apocalipsis. ¿Acaso dudáis también de las Sagradas Escrituras?
—No, por supuesto que no. Soy un buen cristiano y creo en la Palabra de Dios.
—Entonces, no dudaréis que el fin del mundo se acerca.
—Cristo dijo que nadie sabe el día ni la hora. La Iglesia ya ha condenado a quienes se han atrevido a asegurar que las Escrituras contienen un mensaje oculto con la fecha del fin del mundo; lo hizo con Joaquín de Fiore, quien profetizó que el año 1260 sería el del Apocalipsis y que el papa era el Anticristo —enfatizó el Canciller.