Jaime de Cabrera se dirigió al astrólogo Felipe de Viviers, que también asistía al Consejo, y le dijo:
—Vos, Felipe de Viviers, sois uno de los más expertos astrólogos de los reinos de su majestad don Pedro, aclaradle al Canciller cuáles son vuestras deducciones.
El de Viviers carraspeó, juntó sus manos delante del pecho, semiocultas por las amplias mangas de su túnica negra ribeteada de seda azul, y habló:
—He llegado a la conclusión, después de varios años de trabajo y de consultar todas las escrituras y centenares de cartas astrales, que el fin de este mundo tendrá lugar en el año del Señor de 1385. El Apocalipsis de san Juan lo deja bien claro: «… al cabo de los mil años será absuelto Satanás de su prisión. Y saldrá y engañará a las naciones que hay sobre los cuatro ángulos del mundo, a Gog y a Magog, y los juntará para dar batalla…».
—¿Y bien, señor astrólogo…? —el Canciller abrió sus manos pidiendo más explicaciones.
—Toda Europa cree que el fin del mundo está próximo; en muchas ciudades han salido a la calle de manera espontánea miles de personas que se flagelan para purgar los pecados antes del Apocalipsis. Los mil años están a punto de cumplirse. Está claro que la profecía de san Juan hace referencia a los mil años en que los hombres han sido «sacerdotes de Dios y de Cristo», es decir, desde que la Iglesia ha triunfado en este mundo, y eso ocurrió en el año 385, cuando el emperador romano Teodosio decretó que el cristianismo fuera la religión verdadera y única del Imperio.
—No soy un hombre versado en las Sagradas Escrituras —ironizó el Canciller, pues todos los presentes sabían que dominaba la Biblia, que se sabía de memoria—, pero os citare la autoridad de san Pablo, que en la segunda carta a los Tesalonicenses nos previene contra las supuestas revelaciones y contra ciertos discursos que anuncian que el Día del Señor está cerca.
—Parecéis olvidar que en los Santos Evangelios el mismo Jesucristo nos alertó sobre las señales que precederían al fin del mundo: pestes, guerras, hambres, signos en el cielo, terremotos, sucesos extraordinarios…
—Conozco esos signos, pero Cristo también dijo que el sol se oscurecerá, la luna no alumbrará y las estrellas caerán sobre la tierra, y os puedo asegurar, señor astrólogo, que hace unos momentos, cuando subía por el empinado camino hacia el castillo, el sol caía sobre mis espaldas con la misma fuerza de siempre. Y en cuanto a las otras señales —continuó el Canciller levantando su mano para indicarle al astrólogo que todavía no había acabado—, parecen propias de la humana condición: no conozco en las crónicas ni un solo año en que no haya habido guerras entre los hombres, las pestes nos visitan periódicamente, el hambre depende de las malas cosechas y de las plagas, los signos del cielo y los terremotos se vienen produciendo desde los tiempos de Aristóteles al menos y los sucesos extraordinarios son tan frecuentes que poco parecen ya tener de tales. Conozco a un fraile dominico —el Canciller se refería a Vicente Ferrer— que va predicando por ahí que el fin del mundo estaba previsto para cuando murieran santo Domingo y san Francisco de Asís, pero que no ocurrió así porque la Virgen intercedió ante Dios para que diera una prórroga a la humanidad.
Parte de los consejeros estalló en risas y doña Sibila tensó su cuerpo contra el sillón de madera labrada y volvió sus ojos hacia su esposo. Don Pedro se quedó mirando al Canciller con cierta satisfacción; su esposa le había insistido en los últimos días sobre la necesidad de poner en práctica el plan de Jaime de Cabrera, y el rey parecía convencido, pero ahora, tras oír los argumentos contrarios del Canciller, dudaba sobre las posibilidades de éxito.
—Tal vez tengáis razón, Canciller.
—Pero majestad —intervino Jaime de Cabrera—, recordad la profecía del Emperador de los Últimos Días, el rey que desde Jerusalén gobernará toda la cristiandad y conducirá las tropas de los cruzados a la victoria sobre los ejércitos del mal. Vos sois el elegido y Jerusalén será vuestro reino. Vuestro antepasado don Pedro el Católico ya planeó casarse con María de Montferrato, heredera del trono de Jerusalén, vuestra dinastía tiene derechos históricos sobre ese trono, vos…
Don Pedro alzó el brazo interrumpiendo a Cabrera, que hacía un último y desesperado intento por evitar el triunfo del Canciller.
—Los amauritanos franceses creen que son los portavoces del Espíritu Santo, que llevará al mundo a la perfección tras cinco años de luchas en los que el Anticristo, al que identifican con el papa, será derrotado, pero después todos los reinos de la tierra se someterán al rey de Francia. ¿En verdad creéis que en estas condiciones puede convocarse una cruzada? Con la cristiandad dividida y sin sanción unánime del papado, y mientras haya dos papas, eso no será posible, la cruzada es imposible por ahora.
—En ese caso, majestad, reconoced a uno de los dos papas —alegó Cabrera.
—Eso no solucionaría la división de la cristiandad, al contrario, la agravaría todavía más.
Los ojos de doña Sibila parecían arder. De nuevo el Canciller había logrado desbaratar sus planes, pero se prometió a sí misma que la próxima vez la decisión del rey sería bien distinta.
El Canciller y Santa Pau regresaron a Barcelona tras las primeras sesiones de Cortes y la reunión del Consejo real. El rey les había encargado una traducción de la Guía de Perplejos del judío cordobés Maimónides; alguien le había manifestado al soberano que en dicha obra, escrita hacía más de doscientos años, el médico y filósofo cordobés intentaba conciliar la filosofía de Aristóteles con las enseñanzas del Antiguo Testamento. Don Pedro se sintió tan interesado que ordenó una traducción al catalán para poder leerla. Por otra parte, las dificultades financieras por las que atravesaba la Corona paralizaron el proyecto de construcción en Barcelona de un nuevo palacio real junto al mar. La reina se había empeñado en esa nueva obra y había convencido al rey para que encargara un proyecto para edificar un enorme y lujoso palacio frente al mar, un palacio que supusiera la culminación de los sueños de grandeza que día a día crecían en la cabeza de doña Sibila. El plan de la obra era grandioso; un enorme palacio de tres pisos, un cuerpo central y dos alas que se desplegaban hacia la playa como queriendo abrazar al mar. Pero los costes de la obra se estimaron en tal cantidad de dinero que ni siquiera las rentas reales de cincuenta años hubieran bastado para sufragarlos.
—Su majestad ha desestimado la construcción del nuevo palacio, pero creo que la reina volverá a insistir en ello en cuanto finalicen las Cortes —comentó el Canciller con Santa Pau.
—Es una sabia decisión; la Corona se arruinaría si el rey decidiera comenzar las obras.
—La Corona, mi querido amigo, ya está arruinada, y las finanzas están en manos de los judíos.
El verano barcelonés transcurría sin sobresaltos; el Canciller había logrado un nuevo triunfo y esperaba que sus enemigos tardaran al menos unos cuantos meses en recuperarse de la derrota y planear una nueva estrategia. Entre tanto, tendría tiempo para dedicarse a poner en orden los asuntos de la cancillería y pasar algunos días en su casa de la ladera del Tibidabo, donde las noches estivales eran menos sofocantes, el agua más fresca y el aire más limpio.
Santa Pau tenía encima de su mesa mucho trabajo retrasado; el notario consideró que enfrascarse entre los papeles y pergaminos pendientes sería una buena terapia para olvidarse de Francesca, o al menos para intentar llenar el hueco que en su vida había dejado la ausencia de su amante.
Una calurosa tarde del estío, recostado sobre un banco de madera cubierto con almohadas, Santa Pau leía una crónica escrita por el maestre de Rodas. Los criados habían regado el patio de la palmera solitaria para aumentar la sensación de frescor.
—Señor —le interrumpió su sirviente—, un oficial que viene con escolta pregunta por vos.
Santa Pau dejó en el suelo, bajo el banco, una copa de vino especiado de la que acababa de beber un sorbo, cerró el libro de Juan Fernández de Heredia y se dirigió a la puerta. Se sorprendió cuanto contempló a cuatro hombres armados con picas y espadas y cubiertos con yelmos y corazas formados tras un sayón que portaba en su mano un pliego de papel enrollado.
—¿Qué queréis de mí? —preguntó Jerónimo.
—¿Sois vos Jerónimo de Santa Pau, notario de la Cancillería Real?
—En efecto, yo soy —respondió Jerónimo a la pregunta del sayón.
—Entonces quedad preso.
—¿Quién lo ordena?
—Su majestad don Pedro, rey de Aragón y conde de Barcelona por la gracia de Dios.
La puerta de la mazmorra se abrió con un agudo chirrido.
—Salid, alguien os espera —ordenó una voz profunda y quebrada.
Santa Pau se levantó del catre y se dirigió hacia la puerta de la estancia que ocupaba desde hacía dos días. Desde que lo condujeran a prisión sólo había visto la figura de su carcelero, que dos veces al día le entregaba, a través de una pequeña trampilla abierta en la puerta de la celda, una redoma con agua, un poco de queso y una escudilla con pan, caldo tibio y algunas hojas de verdura.
Santa Pau salió de la celda despacio, receloso de lo que pudiera aguardarle fuera. Vio a ambos lados del umbral a dos soldados armados con espadas cortas y al carcelero en medio de ellos.
—Seguidme —le ordenó el carcelero, que comenzó a andar por un largo pasillo delante de Santa Pau, a quien escoltaban los dos soldados.
Los ojos del notario se agrandaron cuando vieron al Canciller en una pequeña sala en la que tan sólo había una vieja mesa de madera y varias sillas.
—Canciller, me alegra veros, ¿qué significa todo esto?
—No lo sé; descansaba en mi finca del Tibidabo cuando uno de mis criados me ha comunicado vuestro encarcelamiento; he vuelto de inmediato a Barcelona para enterarme de qué se os acusa. Imaginaba que se trataría de algún asunto de faldas, pero parece que la acusación que han realizado contra vos es mucho peor.
—¿Acusación?, ¿qué acusación? —preguntó Santa Pau.
—Jaime de Cabrera ha presentado a su majestad un largo memorial en el que se os achacan varios delitos, los dos más graves: ser un «hombre sin dios» y un traidor a la Corona.
—Eso no es cierto.
—En efecto, nunca habéis traicionado a la Corona.
—Ni tampoco hay pruebas de que sea un «hombre sin dios»: nunca he renegado de la fe cristiana y cumplo los preceptos de la Iglesia.
—Hay testigos que añrman lo contrario —dijo el Canciller.
—¿Qué testigos?
—Romeu Crespiá.
Santa Pau abrió los ojos como platos cuando oyó el nombre del testigo principal que le acusaba.
—¿Crespiá?, ¿estáis seguro?
—Sí, es él quien firma las acusaciones contra vos. Asegura que nunca cumplíais los preceptos de la Santa Madre Iglesia, que os burlabais de los símbolos cristianos y que en vuestros viajes a Venecia y a Aviñón mantuvisteis contactos secretos con los enemigos de nuestro rey.
—¡Maldito pelirrojo!, todo eso es falso —clamó Santa Pau.
—Lo sé, amigo, lo sé, pero en estos momentos lo único que debe preocuparnos es demostrar vuestra inocencia.
—Vamos, Canciller, sabéis muy bien que son la reina y Cabrera quienes están detrás de esta farsa. Son ellos quienes han preparado estas acusaciones; a saber qué le han prometido a Crespiá o con qué amenazas han conseguido que declare contra mí.
—El juicio se celebrará en un par de semanas aquí en Barcelona. Comoquiera que sois un alto funcionario al servicio de su majestad, don Pedro ha comisionado al obispo para que actúe como juez con jurisdicción civil y eclesiástica. Su sentencia será ratificada por el rey y se ejecutará de inmediato.
—¿Y si me condenan?
—No os condenarán, Jerónimo, no lo harán —aseguró el Canciller.
—Pero… ¿y si me condenan?
—En ese caso, rezad, rezad si creéis en el más allá. La condena por estos delitos implica la muerte y, pues sois un caballero, os decapitarán con una espada y así os libraréis de ser ahorcado como los plebeyos; tal vez ni siquiera expongan vuestros despojos en una jaula sobre las murallas, aunque si tenéis suerte se contentarán con sólo mutilaros todos los dedos, sacaros los ojos, cortaros la nariz y las orejas, dislocaros los miembros, romperos los huesos, quemaros la piel y haceros beber vuestra propia orina e ingerir vuestros excrementos.
—¡Vaya, eso sí que es un consuelo! —ironizó Santa Pau.
La sala capitular del convento de dominicos estaba preparada para el comienzo de la vista en la que se iba a juzgar a Jerónimo de Santa Pau. El rey don Pedro había iniciado una serie de purgas para destituir a importantes personajes a los que se acusaba de ser agentes al servicio de Castilla; esa misma semana habían sido encarcelados Hugo de Santa Pau, pariente de Jerónimo, y Ramón de Vilanova, ambos oficiales reales, acusados de traición a la Corona por revelar asuntos secretos a Francia y a Castilla. Los cargos que se imputaban a Jerónimo eran los mismos, y además el de ser un «hombre sin dios», lo que inclinó al rey a nombrar al obispo de Barcelona como juez de este caso.
Desde que fuera apresado, permanecía en una mazmorra del castillo Nuevo, en la calle de la Boquería, un enorme torreón de piedra en cuya trasera se abría la plazuela de la iglesia de la Trinidad. Desde allí había sido trasladado al convento de dominicos atravesando la ciudad vieja por la calle de la Libretería, cuyo tramo central cruzaba de lado a lado la plaza de San Jaime, en uno de cuyos laterales se elevaba el olmo junto al que se aplicaban la mayoría de los castigos públicos a los delincuentes. Al pasar junto al árbol, que en aquellos días de verano mostraba su aspecto más frondoso, uno de los guardias que custodiaba el traslado de Santa Pau ironizó sobre la suerte que tendría cualquier condenado que lo fuera en los próximos días por poder disfrutar de la fresca sombra del olmo. Habían continuado por la calle de la Libretería hasta salir de la ciudad vieja, que todavía conservaba buena parte de las murallas romanas, por la puerta del castillo Viejo, la sede del veguer, y giraron a la izquierda, tras recorrer un buen tramo de la calle de la Boria, para alcanzar por fin el convento de dominicos.
Durante todo el trayecto estuvo custodiado por cuatro soldados, aunque su condición de alto funcionario real le eximía de andar el camino atado. No obstante, algunos chiquillos siguieron a la pequeña comitiva insultando a Santa Pau y amenazándole con lanzarle toda serie de inmundicias cuando lo dejaran expuesto al escarnio público amarrado al tronco del olmo de la plaza de San Jaime.