—Puede haber una solución, aunque tal vez no sea la más…, digamos la más digna —musitó Santa Pau.
—Hablad.
El Canciller atisbo en los ojos de Santa Pau ese raro brillo que de vez en cuando se encendía en la mirada de su principal colaborador en la cancillería.
—Hagamos que el conde de Ampurias se alie con los franceses en contra de don Pedro —murmuró Santa Pau.
—¿Qué estáis diciendo?
—Lo que habéis oído. Trabajemos para que el conde de Ampurias y los franceses firmen una alianza. Eso detendrá cualquier intento de embarcarse en la cruzada.
—Eso que proponéis es una traición a la Corona.
—Yo no lo veo de la misma manera; diría que se trata de ayudar al rey a no fracasar, tal vez sea una forma un tanto peculiar de ayudar, pero calibradlo bien y comprenderéis que no queda otro remedio, salvo que deseéis ver a toda nuestra flota destruida, nuestras costas desguarnecidas y saqueadas por los piratas y a los franceses y a los castellanos repartiéndose entre ellos los estados del rey de Aragón —sentenció Santa Pau.
El Canciller se acercó a la ventana y contempló el repiqueteo de las gotas de agua sobre las losas de piedra del patio de la cancillería. El cielo de Barcelona estaba gris y la lluvia seguía cayendo sobre la ciudad con insistencia.
Tras un largo rato de reflexión, dijo:
—Si nos descubren, seremos hombres muertos.
—No, Canciller, vos al menos no. Yo seré en ese caso el único culpable.
—Nadie creerá que estando vos en ello yo no tenga nada que ver con el asunto.
—El rey lo hará. Es probable que os destituya por no haber sabido detectar a tiempo la traición de uno de vuestros subordinados, pero no ordenará vuestra muerte.
—No, mi buen amigo, no. Yo ya he vivido demasiado; soy tal vez la persona más vieja de estos reinos, más incluso que el propio rey. Si nos descubren, yo seré el único culpable.
—El rey nunca creerá que vos fuerais a traicionarlo; pensará que pretendíais protegerme, y en ese caso sí que moriríamos los dos.
—Pese a que hace tiempo que trabajáis a su lado, veo que todavía no conocéis bien a su majestad.
El Canciller y Santa Pau trazaron el plan y el notario partió de Barcelona hacia el norte. La misión, sujeta a tal secreto que sólo la conocían los dos altos funcionarios, únicamente podía triunfar si se mantenía en total sigilo. La ausencia de Santa Pau de la corte fue justificada con una carta del Canciller a don Pedro según la cual el notario había contraído unas fiebres muy agudas y era probable que se tratara de un indicio de peste, y para evitar peligros había sido trasladado a la finca que el Canciller poseía en la ladera del Tibidabo.
El duque de Gerona sopesaba el plan que le acababa de proponer Santa Pau. Éste, disfrazado de peregrino, vestido con una humilde túnica y cubierto con una capucha, había viajado de Barcelona a Gerona en tres días. Se presentó en el palacio del infante don Juan alegando que era un fraile peregrino que llevaba un mensaje para el heredero del trono de Aragón. Ante los guardias que le requirieron una credencial exhibió un salvoconducto con el sello real que le abrió de inmediato las puertas de palacio, eso sí, tras ser cacheado convenientemente.
Cuando don Juan se encontró cara a cara con Santa Pau apenas lo reconoció, y eso que el notario sólo llevaba barba de una semana. Repuesto de su sorpresa, el infante escuchó el plan que habían tramado en Barcelona. Don Juan, a través de los contactos secretos que mantenía con Francia, tenía que lograr el apoyo de París, o al menos de algunos importantes y poderosos nobles franceses, para el conde de Ampurias, y movilizar ciertos contingentes de tropas al norte de los Pirineos. Así, los agentes del rey de Aragón comunicarían a don Pedro que se estaba preparando una invasión desde Francia, y no le quedaría otro remedio que olvidarse de cualquier veleidad sobre una posible cruzada.
—En verdad que vuestra mente es diabólica. Lo que pretendéis es simplemente alta traición, un crimen de lesa majestad; debería arrestaros ahora mismo y encerraros en una mazmorra hasta que os pudrierais, o tal vez descuartizaros en medio de un camino y abandonar vuestros restos a los buitres y a las alimañas. ¿Cómo sé que el Canciller está de acuerdo con este plan?, ¿cómo puedo asegurarme de que en realidad no sois un auténtico traidor o incluso un agente al servicio de mi madrastra la reina? —preguntó don Juan.
—Fiadlo a vuestra intuición, señor, a vuestra intención y a vuestros intereses. Si aceptáis el plan, yo mismo iré en busca del conde de Ampurias y le ofreceré el pacto con los franceses —alegó simplemente Santa Pau.
—¿Y si no os cree, y si duda de vos o considera que sois un agente del rey y os apresa?
—En ese caso habremos fracasado; doña Sibila tendrá su cruzada y vuestra herencia tal vez quede reducida a un montón de galeras hundidas en alta mar y al recuerdo de unos poderosos estados que una vez pertenecieron a vuestros antepasados.
Santa Pau habló con tal contundencia que el infante don Juan no tuvo más remedio que aceptar su propuesta.
—Os extenderé un salvoconducto; si conseguís llegar ante el conde, decidle esto: «El río Ter une nuestras tierras y nuestros corazones», él lo entenderá.
Santa Pau viajó durante dos días en busca del conde de Ampurias y lo encontró pertrechado en su castillo de Requesén, en plena cordillera pirenaica. Allí se había fortificado en la más formidable de las defensas del condado para hacer frente a las tropas reales.
El conde de Ampurias ni siquiera cuestionó las intenciones de Santa Pau. Nada más oír la frase que le había dicho el infante don Juan, el conde aceptó el plan y comisionó a Jerónimo para que viajara al sur de Francia en busca de posibles aliados. Aleccionado por doña Violante, Jerónimo visitó a don Bernaldo, hermano del conde de Armañac, un caballero que andaba en busca de la fortuna y los títulos que su condición de segundón le había negado. Don Bernaldo logró la adhesión del conde de Comenge, uno de sus mejores amigos. Tal vez no era mucho, pero suficiente para inquietar a don Pedro. Portaba un documento por el que el conde de Ampurias se comprometía a facilitar el paso a través de las montañas del Pirineo a los franceses y a porfiar ante el futuro monarca, el infante don Juan, para que éste cediera a Francia los condados de Rosellón y Cerdaña e incluso la ciudad de Perpiñán, a cambio de un acuerdo de confederación con los dos nobles franceses para enfrentarse al ejército de don Pedro.
—Señores —dijo Santa Pau a los franceses—, el rey de Aragón está acosado en sus propios estados, vuestra alianza con el conde de Ampurias sólo os puede aportar beneficios. Vos, don Bernaldo, podríais recibir el condado de Rosellón, y vos, conde de Comenge, el de Cerdaña; son dos de los feudos más ricos y valiosos del rey de Aragón, y ambos podríais integrarlos en la Corona de Francia; el rey don Carlos os lo agradecería desde París y os recompensaría con nuevos títulos y honores; no dudo que os convertiríais en dos de los nobles más poderosos de toda Francia.
—Vuestra propuesta parece muy interesante, pero no tengo claro un aspecto —objetó el conde de Comenge.
—¿Cuál, mi señor? —preguntó inocente Jerónimo.
—¿Qué papel desempeña el infante don Juan en este asunto?
—Se juega la Corona, señor. Si su cuñado el conde de Ampurias es derrotado en esta contienda, la reina doña Sibila, su mayor enemiga, habrá triunfado, y tal vez entonces consiga que don Juan sea desheredado por su padre. Don Juan está dispuesto a perder dos condados a cambio de ganar todo el resto de la Corona —sostuvo Santa Pau.
El conde de Comenge parecía desconfiado, al fin y a la postre él ya tenía un título, tierras y posesiones; por el contrario, don Bernaldo de Armañac, a quien la naturaleza le había jugado la mala pasada de hacerlo nacer después de su hermano mayor y no tener otro título que el meramente honorífico de «hermano del conde», que para nada servía, se mostraba predispuesto a aceptar de inmediato el acuerdo: ser conde de Rosellón y par de Francia era un bocado demasiado apetitoso como para renunciar a él por no arriesgarse.
—Mi hermano el conde de Armañac nos ayudará; es buen amigo de don Juan, no en vano fueron cuñados, y también lo hará el conde de Bar; sólo si don Juan es rey de Aragón, su hija doña Violante será reina, y nadie desecharía tener a un nieto sentado en el trono de Aragón —observó don Bernaldo.
—¿Entonces, señor, estáis de acuerdo en firmar el pacto de defensa con el conde de Ampurias? —preguntó Santa Pau al conde de Comenge.
—De acuerdo, lo firmaré.
Santa Pau y don Bernaldo de Armañac respiraron aliviados y cruzaron miradas de complicidad.
La noticia del pacto entre el conde de Ampurias y los nobles franceses llegó a Barcelona casi en el mismo instante en que se firmó. El Canciller, pese a sus achaques, cada vez más intensos y frecuentes, montó en una mula y salió en dirección a Villafranca del Penedés; quería dar la «mala» noticia en persona a don Pedro.
Don Pedro, con un exiguo contingente de tropas, se había dirigido desde Villafranca hacia Figueras, a una jornada al norte de Gerona, en cuanto el Canciller le anunció que un ejército francés estaba siendo pertrechado al otro lado de los Pirineos para invadir Cataluña. De nada valieron las alegaciones de Jaime de Cabrera, de Bernardo de Forciá y de la propia doña Sibila, el rey suspendió cualquier otro proyecto que no fuera el de defender la frontera de sus estados con Francia y someter al conde de Ampurias.
El gran salón del castillo de Peralada, en las afueras de Figueras, era una de las propiedades del vizconde de Rocabertí, cuya familia era considerada por don Pedro como la más leal a la Corona de toda la nobleza catalana. Allí se había instalado la corte para seguir de cerca las operaciones en la guerra contra el conde de Ampurias y para la defensa de la frontera con Francia.
Santa Pau, «milagrosamente» repuesto de sus fiebres, se había incorporado a su puesto de notario y consejero real.
La tarde otoñal caía lentamente sobre las grises piedras del castillo de Peralada. El Consejo real estaba reunido para dilucidar los pasos a seguir en la guerra contra el conde de Ampurias cuando un heraldo entró en la gran sala del castillo y se dirigió directamente al rey. Don Pedro, tras escuchar atentamente al heraldo, pareció encolerizarse de súbito.
—¡Hazla pasar!, ¡quiero oír de su propia voz qué excusa tiene que alegar esa malaventurada hija mía por la traición de su esposo! —bramó don Pedro ante el silencio de todos los consejeros.
Instantes después entraba en la sala doña Juana de Aragón, segunda hija de don Pedro y de doña María de Navarra, infanta de Aragón y condesa de Ampurias.
—Majestad —bisbiseó la condesa inclinándose ante su padre.
—¡Hela ahí! —clamó el rey—, he ahí a una grandísima traidora.
—Padre, yo…
—No te atrevas a llamarme padre, esa palabra se ensucia en tus labios —la interrumpió tajante don Pedro.
—Padre, rey y señor —insistió doña Juana—, he venido ante vos para suplicaros clemencia.
—Pides clemencia y yo demando para ti y para el traidor de tu marido justicia, la justicia que los monarcas de Aragón aplicamos a los traidores: la muerte.
—Señor, padre mío —sollozó doña Juana—, todo es un malentendido, mi esposo el conde de Ampurias desea acabar con esta situación, desea la paz entre él y vos.
—No sólo es un traidor sino también un cobarde que ni siquiera se atreve a venir en persona a pedir clemencia, que envía por delante a una mujer, a su propia esposa, a demandar lo que él no puede hacer a causa de su miedo y de su deshonor.
—Vos también habéis sido madre y esposa, majestad, os suplico que intercedáis por mí ante mi padre —suplicó doña Juana dirigiéndose a doña Sibila, que se mantenía en silencio y hierática como una escultura de piedra.
—¡Cállate, maldita! —gritó don Pedro.
La condesa cayó de rodillas y ocultó su rostro entre las manos.
—Mi esposo es un hombre de honor, os pido que lo restauréis si…
La condesa no pudo decir nada más; el rey don Pedro, preso de la ira regia que de vez en cuando le sobrevenía, golpeó con toda la fuerza de su puño el rostro de su hija, y doña Juana, que permanecía de rodillas, fue a dar con su cabeza contra la tarima que elevaba la zona del trono respecto al resto de la sala.
Doña Juana quedó tendida sobre el suelo sin exhalar un solo quejido. Por unos momentos todos los que asistían al Consejo quedaron paralizados. Santa Pau fue el primero que reaccionó cuando observó que un hilillo de sangre corría desde la sien hasta la comisura de los labios. El notario se adelantó hasta el cuerpo caído, hincó su rodilla en tierra y le sostuvo la cabeza; en ese momento notó cercana la presencia de la muerte. Colocó sus dedos en el cuello de la condesa e intentó sentir un palpito de vida. Poco después acercó su oído al pecho, donde sabía que estaba el corazón, pero no oyó ningún latido. Depositó con suavidad la cabeza de la infanta sobre el suelo, se puso de pie y anunció con voz queda pero clara:
—La condesa ha muerto.
Santa Pau observó cómo los músculos de don Pedro se tensaban y su rostro adquiría una expresión vacía.
—Dios ha querido que fuera mi propia mano la que castigara la traición de mi hija: se ha hecho justicia.
El rey no dijo nada más; se dirigió hacia su esposa, le ofreció el brazo y ambos monarcas salieron de la gran sala del castillo. Justo en la puerta, bajo el dintel coronado por el escudo de los Rocabertí, don Pedro volvió la cabeza y ordenó:
—Que se le dé cristiana sepultura.
El conde de Ampurias, acosado por el ejército real y desesperado por la muerte de su esposa a manos de don Pedro, se refugió en su castillo de Castelló, apenas a dos horas de marcha de Figueras. Colérico y angustiado por haber causado la muerte de su propia hija, el rey de Aragón volcó su frustración en la guerra y ordenó asaltar todos los castillos del conde. La situación era desesperada para el señor de Ampurias, que no dudó en recabar ayuda de sus aliados franceses. Antes de que cayeran las grandes nieves, varias compañías de mercenarios atravesaron los Pirineos y saquearon los alrededores de Gerona.
La situación se tornó tan angustiosa para el rey que ordenó a sus capitanes que prepararan un plan para la retirada inmediata hacia Barcelona. Don Pedro, desbordado por los acontecimientos por primera vez en su vida, apenas estaba en condiciones de dar órdenes. Doña Sibila se obsesionó con la idea de que en su entorno todos eran conspiradores y estalló de furia cuando entre el pueblo de Gerona comenzó a extenderse el rumor de que el plan de huida que había ordenado el rey había sido instigado por la reina mediante el uso de hechicerías; los gerundenses no podían o no querían entender de otro modo que su rey hubiera planeado abandonarlos a su suerte de no ser por la intervención de doña Sibila, a quien sin reparo acusaban de bruja y hechicera. Todo ello no hizo sino aumentar el odio de la reina hacia el primogénito y hacia doña Violante, a quienes culpó una vez más de traicionar al rey y de difundir calumnias sobre su persona. Entre tanto, don Pedro, rodeado por los partidarios de Sibila, no sabía qué decisión adoptar y las dudas regias sumieron a la corte en un hervidero de conspiraciones y conjuras.