Francesca estaba tapada hasta el cuello. Jerónimo permanecía sentado en la cama, con la manta cubriéndole hasta la cintura. Bajo las sábanas, la muchacha le acariciaba los muslos mientras él le alisaba los cabellos.
—Lamento la muerte de tus padres.
—¿Qué tal te va al servicio de la reina? —terció Santa Pau.
—No puedo quejarme; su majestad me trata muy bien, pero algunos de sus consejeros ya han intentado llevarme a sus camas. Uno de ellos, un personaje obeso de aspecto muy desagradable, Ferrer creo que se llama, no ha cesado de acosarme desde que me conoció. Tengo las nalgas doloridas de tantos pellizcos como me ha dado.
—¿Y Jaime de Cabrera?
—Hasta ahora he hecho cuanto he podido para que se fijara en mí, pero sólo tiene ojos para la reina. No obstante, espero que se presente la oportunidad de quedarme a solas con él para intentar seducirlo y sonsacarle la información que requieres. Necesito tiempo.
—Hazlo con discreción, si llegara a sospechar que trabajas para el rey, podría ser muy peligroso: es un hombre sin escrúpulos.
Francesca seguía acariciando los muslos de Santa Pau; su mano alcanzó el miembro de Jerónimo, que comenzó a crecer como una llama atizada por el viento. La cabeza de Francesca desapareció entre las sábanas y Santa Pau inclinó su torso hacia atrás. La muchacha sabía cómo complacer a un hombre y Jerónimo se contorsionó sobre la almohada sujetando con fuerza el cabello de su amante. El catalán no pudo aguantar más, levantó la manta, retiró con suavidad la cabeza de Francesca, la tumbó de espaldas hacia él y la penetró con todo el vigor de su masculina plenitud.
—El Canciller querrá información pronto —supuso Francesca mientras se ajustaba el corpiño.
—Es un hombre paciente; la perseverancia es una de sus mejores virtudes. No te preocupes, sabrá esperar.
—Ojalá pudiera hacer que tus planes se cumplieran cuanto antes.
—Todo va bien; sólo la boda del príncipe puede alterar las cosas. Don Pedro no quiere que se celebre, pero don Juan se ha tomado el matrimonio con la francesa como una cuestión de honor; de honor… y de amor propio —sostuvo Santa Pau.
—Tal vez nuestro príncipe se haya enamorado de veras.
—Y si no fuera así, una dote de sesenta mil francos de oro puede enamorar a cualquiera.
—Yo nunca dispondré de ese oro para enamorarte.
—Tú no lo necesitas, Francesca, no lo necesitas.
—Debo marcharme ahora; he de regresar a palacio antes de que anochezca. No me olvides.
La muchacha salió de casa de Jerónimo con las precauciones que siempre tomaba para evitar que algún agente de la reina averiguara que se veía con Santa Pau. El sol estaba a punto de ocultarse tras la sierra del Tibidabo; sus últimos rayos, amarillos y rojos, se tamizaban entre nubes blancas y grises y dibujaban en el cielo de Barcelona los colores de la casa real.
—La boda será el veintinueve de abril en Perpiñán.
El Canciller estaba sentado en su escritorio, tras una montaña de papeles y pergaminos.
—¿Cómo os habéis enterado? —preguntó Santa Pau.
—El preboste de Perpiñán es un buen amigo, me debe muchos favores. Me ha informado en cuanto lo ha sabido. Unos agentes del príncipe, que ya se ha recuperado de la caída del caballo, le han comunicado que tenga todo a punto para ese día —respondió el Canciller.
—Bien, por lo que parece, don Pedro no va a poder evitar que su heredero se case con la sobrina del rey de Francia.
—Creo que no podrá evitar la boda, aunque seguirá intentándolo hasta el último momento.
Don Juan de Aragón, duque de Gerona y príncipe heredero, se casó con doña Violante de Bar el veintinueve de abril de 1380 en Perpiñán. Don Pedro, que había hecho unos últimos y desesperados esfuerzos por evitar la boda, llegó incluso a enviar mensajeros al rey Carlos de Francia ofreciéndole una alianza duradera entre los dos estados si convencía a su sobrina para que no se casara, e incluso aseguró que reconocería a Clemente VII como papa legítimo. Pero ante el fracaso de sus propuestas, prohibió a los miembros de su familia y de su corte que asistieran a la boda. Por miedo a la ira regia, ningún noble acudió a la ceremonia; todos los cortesanos acataron su orden, todos menos don Martín, el segundo hijo de don Pedro, aquél a quien había pensado convertir en el nuevo heredero si finalmente optaba por desheredar a don Juan, y el conde de Ampurias, yerno del rey y cuñado de don Juan. El papa Clemente VII, uno de los principales instigadores de la alianza matrimonial a través de su fiel cardenal don Pedro de Luna, estaba eufórico con la boda de don Juan y doña Violante. Se mostraba convencido de que una vez reconocido por Francia como legítimo pontífice, sólo sería cuestión de tiempo que hiciera lo mismo el rey de Aragón; aunque tal vez tendría que esperar a que muriera el viejo don Pedro y subiera al trono su hijo don Juan.
—Ya os previne, mi querido esposo, ese hijo vuestro no es digno de ceñir la corona —objetó la reina Sibila.
—Es el heredero —alegó el rey.
—El heredero de la Corona lo designáis vos. Declaradlo incompetente para reinar y nombrad otro sucesor.
—No puedo hacer eso. Las Cortes no lo ratificarían y sin el apoyo de las Cortes podría estallar una guerra entre mis estados. Juan es gobernador de Aragón y duque de Gerona, si se rebelara contra mí podría levantar a su favor a la mitad de mis dominios. En estos momentos una guerra civil sería terrible, quedaríamos a merced de Francia y de Castilla. No puedo poner en peligro la obra que mis antepasados han tejido durante siglos.
La conversación de los reales esposos fue interrumpida por uno de sus secretarios.
—¿Qué ocurre? —inquirió el rey irritado.
—Perdonad majestad, el Canciller y el notario real Santa Pau aguardan fuera. Aseguran que les trae un asunto muy urgente y solicitan vuestra audiencia.
—Hazlos pasar.
El Canciller y Jerónimo entraron en la sala y saludaron reverencialmente a ambos monarcas. Los ojos de la reina y los del Canciller se cruzaron por un momento y éste percibió que si el veneno pudiera transmitirse a través de la mirada, en ese mismo momento hubiera caído fulminado.
—Tiene que ser algo muy importante para que os atreváis a interrumpirme mientras estoy con la reina —aseveró don Pedro.
—Lo es, majestad, lo es.
—¿Y bien?
—Ha llegado un heraldo desde Atenas. Ha traído un largo informe, quizá su majestad —continuó el Canciller dirigiéndose a la reina— lo encuentre tedioso.
—Tiene razón el Canciller; tal vez deberíais retiraros —propuso don Pedro.
—No, mi rey, una esposa debe compartir las buenas y las malas noticias con su marido. Si me lo permitís, prefiero quedarme.
El Canciller intentó disimular su disgusto, pero no tuvo más remedio que acatar la decisión de la reina y la aprobación del rey. Pidieron permiso para sentarse y Santa Pau extendió sobre la mesa unos pergaminos, un cuadernillo de papel y un mapa que portaba plegados en una cartera de cuero.
—Como sabéis, la compañía navarra de Urtubia conquistó Tebas gracias a la ayuda de un catalán traidor; los nuestros se refugiaron en Atenas, donde han resistido todas las acometidas de los navarros apoyados por el emperador de Constantinopla. Desde hace años las banderas con los colores de Aragón ondean sobre la colina de la Acrópolis ateniense. Los catalanes que allí resisten os ofrecen los ducados de Atenas y Neopatria, cuyo título ostentó hasta su muerte don Fadrique de Sicilia, y sólo piden a cambio vuestra aceptación y vuestra protección. Han preparado unas constituciones para que las aprobéis; en ellas se os otorga el título de duque de Atenas y Neopatria y se os pide que sostengáis el dominio catalán en Grecia.
—Esos valientes… Sabéis, Sibila, se trata de los descendientes de los catalanes y aragoneses que hace decenios conquistaron Grecia. Ocurrió en tiempos de mi abuelo don Jaime el Justo, uno de los más grandes reyes de nuestra dinastía. Esas conquistas las realizaron los aguerridos almogávares; sus hazañas han sido justamente narradas por nuestros mejores cronistas.
—Su majestad tiene razón, señora, deberíais leerlos —apostilló el Canciller.
La reina no sabía leer y el Canciller era consciente de ello, por lo que esbozó una maléfica sonrisa al tiempo que miraba de soslayo a doña Sibila.
Pocos días después, el rey firmó los capítulos por los que los ducados de Atenas y Neopatria se agregaban a perpetuidad a la Corona de Aragón. Los nuevos títulos fueron festejados con un banquete en el palacio Mayor de Barcelona, durante el cual varios nobles se atrevieron a asegurar que don Pedro no tardaría mucho tiempo en iniciar una gran cruzada hacia Tierra Santa y que el próximo título en orlar su corona sería el de rey de Jerusalén.
Pese a sus dos nuevos títulos y a la anexión de parte de Grecia a sus dominios, don Pedro estaba furioso pues acababa de discutir con su esposa a causa de la descortesía de don Bernardo de Forciá, camarlengo real y hermano de Sibila. El rey recriminaba a su cuñado porque tenía su casa desordenada, pero la reina intercedió por su hermano y no sólo obtuvo el perdón real, sino que además consiguió para dos de sus adeptos las bailías de Valls y de Ibiza.
—He fracasado en mi intento de convencer al rey de Francia para que no consintiera la boda de su sobrina con mi hijo. Intenté que mi heredero se casara con María de Sicilia; le habría otorgado ese reino y cuando me sucediera, el rey de Aragón y el de Sicilia sería él mismo. No puedo despojarlo de su herencia, pero sí de los derechos sobre Sicilia.
El rey ordenó al Canciller que preparara un decreto por el cual don Pedro, rey de Aragón, de Valencia, de Mallorca, de Sicilia, de Córcega y de Cerdeña, conde de Barcelona, Rosellón y Cerdaña y duque de Atenas y Neopatria, cedía a su hijo don Martín, duque de Montblanc, el título de rey de Sicilia.
—Majestad —alegó el Canciller—, este decreto contradice vuestra doctrina y la política que habéis seguido hasta ahora. Siempre habéis propugnado la unión de todos los estados de la Corona bajo un mismo monarca.
—Así ha sido, pero don Juan no merece regir todos los estados, y mucho menos Sicilia. Su matrimonio con la francesa me ha dejado en evidencia ante los nobles sicilianos. Si alguien detesta a los franceses, es precisamente la gente de Sicilia. ¿Cómo entenderían los sicilianos que su rey, tras renunciar a casarse con la hija de su anterior soberano legítimo, lo hiciera con una francesa, y que el príncipe heredero se educara en la corte de París y hablara francés? La única solución para mantener Sicilia dentro de la dinastía es transmitir mis derechos al trono de la isla a mi otro hijo. Martín es un hombre prudente, a la vez que firme y decidido, y no carece de criterio propio. Me disgustó que acudiera a la boda de su hermano pese a mis órdenes en contra, pero eso demuestra que tiene coraje y que será leal a su hermano mayor. Yo no podré verlo, pero con Martín como soberano de Sicilia, es probable que alguna vez las coronas de Aragón y de Sicilia vuelvan a ceñir la misma cabeza.
El Canciller se dirigió a sus oficinas para redactar el decreto por el que don Martín recibía de su padre los derechos sobre el reino de Sicilia. En la cancillería lo esperaba Santa Pau.
—Don Pedro cede el título de rey de Sicilia a su hijo don Martín —le anunció el Canciller.
—Ya lo sabía —afirmó Jerónimo.
El Canciller hizo un gesto que delató su extrañeza.
—Me lo ha dicho el tesorero real. Pedro Dezvall ha pagado una buena suma de dinero al astrólogo judío Jacobo Corsumo —continuó Santa Pau—. Ese trujimán sevillano recibió el encargo de don Pedro de elaborar una completa carta astral de don Martín. El rey quería saber si los astros eran favorables a que su segundo hijo rigiera Sicilia.
—Y por lo que me ha ordenado el rey, así ha sido.
—No exactamente. Los resultados a los que ha llegado el astrólogo Corsumo son más bien contrarios. La carta astral de don Martín está dominada por Saturno, ya sabéis, un claro indicador del frío y la tristeza. Los signos del cielo no parecen muy propicios a que don Martín sea rey de Sicilia.
—¿Y entonces? —dudó el Canciller.
—Bueno, no ha resultado demasiado difícil convencer al judío sevillano para que cambiara los resultados.
—¿Qué le habéis ofrecido?
—Nada.
—No lo puedo creer; ¿cómo habéis logrado que cambie el resultado de la carta astral?
—De eso se ha encargado Francesca. Se las ha ingeniado para convencer a una de sus antiguas compañeras de burdel para que sedujera al astrólogo judío. Su majestad está dispuesto a endurecer las medidas contra la prostitución: impondrá penas de azotes a las mujeres que intenten convencer a muchachas jóvenes para que sean prostitutas, pero también desea que la vida de esas muchachas sea más fácil y quiere suavizar los contratos abusivos que firman las prostitutas con sus hosteleros. Bien, entre esas duras medidas ya sabéis cuál es el castigo para los judíos que fornican con cristianas: la hoguera. ¿Qué suponéis que haría don Pedro si se enterara de que su astrólogo judío ha tenido tratos carnales con una prostituta cristiana?
—Os estáis convirtiendo en un maestro en las sutilezas de la política —dijo el Canciller.
—Sólo trato de aprender de vos.
—Admiro vuestra resolución y vuestro arrojo; me pregunto si acaso creéis en algo o en alguien.
—Desde luego, no en la astrología.
—El rey no os consentiría semejante afirmación.
—Por eso no la hago ante el rey, sino ante vos.
La certeza de que en los movimientos de los astros podía leerse el futuro de los hombres era tan aceptada en la corte de Barcelona que ninguna decisión importante se adoptaba sin consultar a un astrólogo. El rey don Pedro era un apasionado de la astrología, había leído todos los libros que contenía la biblioteca de palacio sobre los astros y había encargado un nuevo tratado de astrología a Bartolomé Trerbens. Disponía de un equipo de astrólogos que estaba permanentemente a su servicio, entre ellos el propio Trerbens, Pere Gilbert, Dalmau ses Planes y el judío sevillano Jacobo Corsumo. A Gilbert le ordenó la redacción de unas nuevas tablas astronómicas que superaran a las que mandó hacer un siglo antes el rey de Castilla Alfonso el Sabio; estas tablas las continuó y terminó a la muerte de Gilbert su discípulo, y también astrólogo real, Ses Planes, quien incluyó un almanaque para el meridiano de Barcelona válido hasta el año 1433, y todavía fueron todavía ampliadas por el judío Corsumo, que las reelaboró utilizando como fecha de referencia el mediodía anterior al primero de marzo de 1320.