—Todavía no he entrado en calor. Este maldito viento que no deja de soplar se mete de tal modo entre la piel que no encuentro la manera de quitarme de encima el frío —protestaba el Canciller al pasar bajo el arco de la puerta de Toledo.
—Ese problema se hubiera resuelto si anoche una fogosa hembra hubiera calentado vuestra cama —aseguró Santa Pau.
—Ya no tengo edad para andar con mujeres, mi querido amigo. Vos sois joven y fuerte y podéis hacerlo, pero a mis años el único remedio es un buen caldo de gallina y verduras, un dulce vino especiado y una suave manta de lana al abrigo de una chimenea con unos buenos leños.
—El fuego más ardiente es el que proporciona el cuerpo de la mujer: elegid una bien gruesa, las de carnes abundantes son las que mejor calientan, y dormid con ella aunque no deseéis follarla —insistió Santa Pau.
La comitiva real avanzaba por la calle Mayor que el Concejo había engalanado con pendones y estandartes y alfombrado con juncos verdes y paja limpia. Junto a las paredes de los edificios se apretujaban los zaragozanos empujados por los soldados que abrían paso al desfile encabezado por los reyes. Las campanas de todas la iglesias de la ciudad repicaban sin cesar inundando el cielo zaragozano. En la puerta de la catedral esperaba el metropolitano tocado con el solideo arzobispal. El rey descendió de la carroza y ofreció su brazo a la reina. El arzobispo inclinó la cruz, y los dos monarcas la besaron antes de entrar en el templo.
El arzobispo pronunció un discurso sobre las excelencias de las reinas de Aragón. Santa Pau, situado en el tercer banco, dos más atrás que el Canciller y al lado de varios consejeros reales, miró el perfil del rostro del rey y, aunque su semblante parecía feliz, un rictus de preocupación denotaba que don Pedro estaba muy molesto porque sus hijos don Juan y don Martín no quisieron estar presentes en la coronación de doña Sibila. Tras la homilía, el arzobispo se acercó a los reyes, sentados en sendos sitiales junto al altar, e invitó a la reina a que se arrodillara en el reclinatorio. El prelado tomó en sus manos la corona de las reinas de Aragón, la ciñó en la cabeza de doña Sibila y ungió sus sienes con el santo óleo. El coro entonó entonces un aleluya y varios incensarios extendieron por las naves de la catedral un olor dulzón.
—Todo será mucho más difícil ahora. Sibila ha salido muy reforzada con su coronación; nos espera una larga lucha —comentó el Canciller a la salida de la catedral.
—Vos sabréis cómo encararla —asentó Santa Pau.
Cerca de ellos, en un animado grupo, conversaban Jaime de Cabrera, el conde de Pallars y Bernardo de Forciá, el hermano de la reina, que habían viajado juntos desde Barcelona para asistir al triunfo de doña Sibila. Las miradas de Santa Pau y de Jaime de Cabrera se cruzaron por un instante, y aunque se saludaron con un gesto frío ambos sabían que tarde o temprano uno de los dos resultaría derrotado.
Los días que siguieron a la coronación de doña Sibila fueron tiempos de fiesta. En el Campo del Toro se celebró una corrida de astados en la que varios toreros alancearon media docena de reses bravas lanzándoles gruesos venablos. En la explanada de la Almozara, entre el palacio de la Aljafería y el río Ebro, varios caballeros demostraron su habilidad con las lanzas arrojando bohordos sobre un castillete de madera. Para diversión de los niños y burla de las mujeres, un hombre emplumado, a sueldo del Concejo, recorrió las calles con un enorme falo de madera sujeto por una correa entre las piernas, con el que perseguía a las solteras y a las viudas dirigiéndoles gestos obscenos. Una banda de músicos rondaba por toda la ciudad seguida de una multitud que aprovechaba los espacios abiertos de las plazas para danzar al son de las melodías de los juglares.
—Los reyes van a permanecer todo este año en Zaragoza. Nosotros debemos volver a la cancillería; tal vez regresemos en verano —anunció el Canciller a Santa Pau días después de la coronación, cuando los festejos concluyeron.
—¿Creéis que es oportuno alejarse del rey? Los partidarios de doña Sibila se quedan aquí y seguirán adelante con su plan. Tal vez sería mejor permanecer en Zaragoza —alegó Santa Pau.
—El rey nos quiere en Barcelona. Tres miembros de la Cancillería estarán siempre junto a su majestad. Ningún documento será extendido por don Pedro sin que yo me entere. Ya me he encargado de eso.
—Debí imaginarlo, nunca dejáis cabos sueltos.
El Canciller y Jerónimo de Santa Pau hicieron juntos el camino a Barcelona. Esperaron más de un mes a que remitieran los fríos intensos del invierno y partieron de Zaragoza una soleada mañana de principios de marzo. El viento del noroeste seguía soplando sobre el valle del Ebro pero no era tan gélido como el de dos meses atrás.
—El rey me ha ordenado que disponga créditos para ampliar el palacio Mayor de Barcelona, quiere que sea digno de su reina coronada —comentó el Canciller mientras comían en una destartalada posada a mitad del polvoriento camino.
—Esa medida supondrá nuevos gastos.
—Así es, pero don Pedro está empeñado en hacer de la Corona un gran imperio que se gobierne desde grandes palacios. La ambición de Sibila no tiene límites, y está envenenando al rey con sus maliciosos deseos. Cada día me es más difícil convencer a su majestad para que impida los caprichos de su esposa. La reina sólo ansia nuevas joyas para sus diademas, más vestidos de seda y brocados, lujosas residencias para sus fiestas y nuevos títulos para sí. Está ebria de lujo y de ansias de poder, y esa jauría de mercaderes y consejeros que la rodean espera sacar buena tajada de ello. Es terrible, pero una sola mujer puede derrumbar la obra que los reyes de Aragón y los condes de Barcelona han levantado durante tantos siglos.
—La Corona es demasiado pesada como para que una mujer, aunque sea la taimada Sibila, pueda con ella —alegó Santa Pau.
—No confiéis en la suerte, mi querido amigo.
—Nunca he confiado en la suerte, no creo en la suerte ni en el destino, Canciller, sólo creo en mí mismo.
—Ya os he aconsejado en alguna ocasión que cuidéis vuestras opiniones. En estos tiempos de mudanza hay que saber nadar a favor de la corriente; si lo hacéis en contra, os puede arrastrar.
—Me dais consejos que vos mismo no seguís.
—A mi edad puedo permitirme ciertas licencias. Pero vos sois joven y pesa sobre vuestro origen la condición de descender de una familia de judíos. Vuestros enemigos no dudarán un solo instante en ir contra vos con cualquier argumento que les sirva para liquidaros. Si os acusan de impío, de ser un «hombre sin dios», estaréis perdido.
Al tiempo que el Canciller y Santa Pau entraban en Barcelona, un correo los alcanzó. Había salido de Zaragoza dos días después que ellos y portaba un mensaje urgente del rey don Pedro. El Canciller abrió la carta lacrada con el sello real y leyó:
Nos, don Pedro, rey de Aragón, a nuestro caro y dilecto Canciller, salud. Nuestros subditos en el castillo de Cetines, en nuestra ciudad de Atenas, demandan ayuda para mantener nuestro dominio en los ducados de Atenas y Neopatria. Disponed todo lo necesario para que dentro de tres meses cuatro galeras bien armadas y pertrechadas salgan hacia Atenas.
—Teníais razón, Jerónimo, no debimos dejar Zaragoza tan pronto.
El Canciller extendió la carta a Santa Pau.
—Parece que la conquista de Oriente ha comenzado —comentó Jerónimo.
—No, mi querido amigo, lo que tal vez haya comenzado es el final de la Corona.
En las Atarazanas de Barcelona decenas de obreros ponían a punto dos formidables galeras de guerra. Cada tarde el Canciller y Santa Pau se acercaban hasta los astilleros para inspeccionar la marcha de los trabajos de las dos galeras que el rey don Pedro había ordenado construir para reforzar su dominio sobre los ducados griegos de Atenas y Neopatria, cuyos títulos hacía ya algún tiempo que ostentaba. El aparejo de las galeras Ambrós y Santa Coloma estaba muy avanzado y los operarios ya estaban calafateando sus cascos.
—Magníficos navios —comentó el Canciller ante las dos galeras.
—Nuestros carpinteros son los mejores del mundo, señoría —aseguró el maestro de fusta de las Atarazanas—. Desde que el rey nuestro señor hizo construir estos astilleros ninguna galera de las que surcan las aguas del Mediterráneo puede competir con las que fabricamos aquí: son las más rápidas y las mejor armadas.
El vizconde de Rocabertí visitó al Canciller. Acababa de llegar de Zaragoza, donde el rey le dio instrucciones para que dirigiera las cuatro galeras hasta Atenas. Rocabertí se puso en contacto con mercaderes mallorquines y con los diputados catalanes para que aceleraran el flete de las otras dos y les prometió grandes beneficios si lo hacían con diligencia. Los mallorquines, que aspiraban a competir con los barceloneses para repartirse las pingües ganancias que el comercio con Oriente reportaba, pusieron de inmediato una galera al servicio del rey, pero la segunda galera, la que correspondía a los diputados catalanes, se retrasaba, pues los banqueros barceloneses atravesaban por gravísimos problemas financieros, ya que seguían prestando dinero al rey sin recibir nada a cambio.
—No podemos retrasar la partida más allá del mes de agosto, o de lo contrario deberemos navegar en una época muy poco propicia.
—Estamos haciendo todo lo posible para que las galeras estén listas cuanto antes. Hemos sufrido algunos retrasos, pero en agosto podréis partir —adujo el Canciller.
—Su majestad desea que esta expedición arranque con buen sino. Ha ordenado a sus astrólogos que fijen el día más adecuado para la partida; para entonces deberán estar listas las naves.
—Los costes, como ocurre con frecuencia, se han disparado.
—El rey me ha entregado seis mil florines de los que le prestaron en las Cortes de Aragón para financiar esta empresa. Tengo autorización para dedicar parte de ellos a acelerar los trabajos; el dinero no es ningún problema —sentenció Rocabertí.
—En ese caso convendría contratar a algunos hombres más; un par de docenas será suficiente. Por cierto, enviaré a don Jerónimo de Santa Pau como notario real en vuestra expedición; él será el encargado de redactar los documentos oficiales.
—Como gustéis; eso es asunto vuestro. Procurad que las galeras estén listas a tiempo.
El vizconde de Rocabertí saludó al Canciller y se marchó. Momentos después se informaba a Santa Pau que debería embarcar en las naves que en verano zarparían hacia Grecia.
—Creo que partiremos hacia Atenas en agosto. Los astrólogos del rey han fijado el diez de ese mes como el día más propicio para que zarpe la expedición —dijo Santa Pau.
—Paso demasiado tiempo sin verte. Has estado todo el invierno fuera de Barcelona, vienes unas semanas y me dices que tienes que marcharte otra vez —se lamentó Francesca.
—Ya sabes que mi vida es un permanente trasiego. Francesca y Jerónimo estaban desayunando en la casa del notario real.
—No he podido ayudarte en nada de cuanto me has pedido. He intentado acercarme a ese Jaime Cabrera, pero marchó con la reina a Zaragoza y todavía no ha regresado; tal vez este invierno…
Francesca trataba de excusarse ante su amante por no haber sido capaz de proporcionarle una sola información de interés sobre los planes de la reina y del grupo de mercaderes.
—No te preocupes, has de hacer tu trabajo sin precipitarte. Las prisas no convienen en este oficio pues pueden acabar con todos nuestros planes. Sé paciente; el Canciller esperará el tiempo necesario, está acostumbrado a ello.
Los dos amantes acabaron el desayuno y Francesca se despidió. Había pedido permiso al jefe en funciones de la casa de la reina para abandonar aquella noche el palacio Menor con la coartada de que tenía que acudir a cuidar a un familiar enfermo. Lo hacía al menos una vez a la semana desde que Santa Pau había regresado a Barcelona.
El rey quería que el vizconde de Rocabertí estuviera investido de toda dignidad y autoridad antes de partir hacia Grecia, y envió cartas al duque del Archipiélago, al marqués de Bondoniza y al señor de Corinto comunicándoles que Rocabertí era su virrey para las tierras de Oriente. El dominio catalán se estaba asentando en Atenas y Neopatria: algunos de los mercaderes catalanes, que fueron desposeídos de sus bienes por los mercenarios de las compañías navarras, recuperaron sus posesiones. En la ciudad de Tebas volvió a ondear la bandera roja y amarilla. A fines de mayo una galera trajo la relación de prelados y nobles de Atenas y Neopatria que juraban fidelidad al rey de Aragón; la encabezaba el catalán Antoni Ballester, arzobispo de Cetines, y le seguían varios arzobispos y obispos, además de marqueses, condes, señores, barones, caballeros y muchos ricos ciudadanos de Atenas.
Cuando se conoció en Zaragoza esta relación de vasallos, don Pedro requirió de nuevo la opinión de sus astrólogos; quería saber si había una fecha anterior al diez de agosto que fuera tan propicia como ésa. Los astrólogos hicieron nuevos cálculos y concluyeron que también era apropiado el seis de junio. El rey dispuso el cambio de fecha, pero el Canciller le comunicó que los diputados catalanes habían retrasado la concesión de créditos para armar la galera que les correspondía y que era imposible fletar esa nave antes de agosto. Don Pedro, encolerizado, escribió una dura misiva contra los diputados catalanes, pero nada pudo hacer para adelantar la partida.
Rocabertí se mostraba cada día más impaciente. Faltaban todavía dos meses para que partiera la expedición y el vizconde apenas podía reprimir sus ansias de aventura. Maldecía a los diputados que por su falta de pago retrasaban la expedición, e incluso se mostraba dispuesto a seguir gastando los seis mil florines en el aparejo de esa galera, pero el Canciller lo convenció para que no lo hiciera, pues si se quedaba sin dinero podía hacer fracasar la empresa.
La reina gastaba entre tanto grandes sumas de dinero en contratar juglares, trovadores y prestidigitadores para entretenerse en las largas veladas. El palacio de la Aljafería se convirtió en una permanente fiesta en la que el lujo, los banquetes, la música, la danza y los juegos cortesanos protagonizaban todas las horas del día.
Rocabertí y Santa Pau viajaron a Zaragoza a principios de junio; allí se enteraron de la noticia que acababa de llegar de Castilla: su rey, el joven Juan I, había reconocido en Salamanca a Clemente VII como papa legítimo, mientras el colérico dominico Vicente Ferrer seguía convirtiendo judíos por todas las ciudades castellanas. Don Pedro los había citado en la sala de la chimenea de su palacio de la Aljafería para darles las últimas instrucciones antes de que partiera la expedición hacia Grecia.