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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

El invierno de la corona (16 page)

—Ese matrimonio podría significar la paz con Francia —intervino el Canciller.

—El futuro de la Corona está en el Mediterráneo. Nuestro deber es rehacer el imperio de nuestros antepasados. Hemos recuperado Mallorca y debemos continuar con Sicilia. Una vez que lo hayamos logrado, entonces podremos hablar de Francia —añadió el rey muy irritado.

Don Pedro se acercó a una mesa, cogió unos papeles y en voz alta, dirigiéndose a sus consejeros, leyó unos versos que había escrito esa misma mañana; se trataba de una epístola redactada de manera poética en la que protestaba ante su hijo don Juan por elegir a una princesa de la casa real francesa como esposa. En el poema le decía a su heredero que ese matrimonio destruía los sueños imperiales de la Corona y le recriminaba que atendiera más a su corazón que a su cabeza.

—Hoy mismo enviaré este escrito en verso a mi hijo a Gerona. Espero que por el bien de la Corona recapacite y se avenga a casarse con doña María de Sicilia.

Cuando salieron de palacio, Santa Pau y el Canciller mostraban un semblante preocupado.

—Su majestad no es un buen poeta —opinó Santa Pau.

—Afortunadamente es mucho mejor político que literato —ratificó el Canciller.

—¿Qué opináis de todo esto?

—El príncipe está empeñado en casarse con Violante de Bar, pero el rey no aceptará esa unión. Desde que su majestad se casó con doña Sibila, las relaciones del rey con sus hijos han empeorado mucho. Ni don Juan ni don Martín han aceptado el cuarto matrimonio de su padre, y ahora don Juan le paga con la misma moneda. Vos, Jerónimo, sois afortunado: vuestra soltería es una virtud, mantenedla por mucho tiempo.

—A veces hecho de menos una esposa —confesó Santa Pau.

—Consolaos sabiendo que si os casarais serían muchos más los momentos en que echaríais de menos la perdida soltería.

Capítulo 5
Barcelona, enero de 1380

El otoño de 1379 fue desastroso para Venecia. La Bechignana y su flotilla de escolta lograron sorprender a varias naves venecianas que regresaban desde sus colonias del Mediterráneo oriental y causaron terribles estragos entre las galeras de la ciudad de la Laguna. A principios de 1380 una embajada veneciana se desplazó hasta Barcelona para solicitar ayuda del rey don Pedro. Las pérdidas causadas por la Bechignana se elevaban a más de doscientos mil ducados: habían sido hundidas o apresadas quince galeras de guerra y veinte cocas, además de numerosas embarcaciones menores. Los ricos cargamentos de pimienta, jengibre, seda, algodón, quermes, índigo, laca, metales, vino y madera habían ido al fondo del mar o a parar a los almacenes de Genova. Don Pedro estaba muy enojado cuando recibió a los embajadores de Venecia; en los últimos meses varias naves mercantes catalanas habían sido apresadas por galeras de guerra venecianas. El rey de Aragón les echó en cara que hubieran realizado esos actos de piratería contra naves aliadas y los conminó a que devolvieran lo apresado. Un oficial entregó a los embajadores, de orden del rey, un memorial en el que se solicitaba el reintegro a sus dueños de las naves capturadas y una detallada relación de las mercancías incautadas. Pese a su enfado, don Pedro, que estaba inmerso en las obras que supondrían la culminación de la nueva muralla de Barcelona, despachó a los embajadores de Venecia con buenas palabras, pero sin comprometer ninguna ayuda inmediata en tanto no se devolviera lo confiscado.

Aquellas navidades nevó en Barcelona y la montaña del Tibidabo aún mantenía la cumbre blanca dos días después de la nevada. El rey don Pedro subió a lo alto de la catedral con el obispo, el Canciller y el obrero de los muros de la ciudad. En los últimos años se habían abierto varias plazas, empedrado algunas calles, edificado abrevaderos y fuentes y levantado edificios públicos, hospitales, iglesias y conventos y la misma casa del Concejo, con su espléndido salón del Consejo de Ciento. Era sin duda el mejor punto de observación de las obras de ampliación de la muralla que protegía el barrio del Rabal, al otro lado de la Rambla. Barcelona, pese a las reiteradas epidemias de peste, seguía creciendo. La vieja ciudad de los condes, ya mayor que el campamento amurallado al que los romanos llamaran Barcino, había quedado pequeña y se había iniciado hacía algunas décadas la construcción de un nuevo barrio que casi duplicaba al recinto condal. Don Pedro contemplaba orgulloso el trazado de las nuevas calles que se extendían como las raíces de un roble desde la Rambla hacia las puertas de la nueva muralla occidental. Por encima del abigarrado caserío destacaban la propia catedral, la magnífica iglesia de Santa María del Mar, con su nueva techumbre, casi terminada tras el incendio del otoño anterior, y otros muchos templos, conventos y monasterios. Pero el edificio que más satisfacía al rey eran los astilleros que por su iniciativa personal se construyeron junto al mar, justo al final de la Rambla, en una amplia superficie entre la puerta de Santa Madrona, en el recinto nuevo, y el convento franciscano de San Nicolás.

—Es la más hermosa ciudad del mundo —comentó orgulloso don Pedro.

—Vos, majestad, sois quien ha hecho de Barcelona una gran ciudad —añadió el obispo.

—Y todavía ha de ser más grande. Falta mucho para que sea como París, que duplica a Barcelona en población, o como Venecia, que casi la cuadruplica. Para ser la primera entre las ciudades del mundo necesitamos que el comercio catalán sea el primero en el Mediterráneo, y para eso deberemos asentar nuestro poder en las costas de Siria y de Tierra Santa.

—Majestad, no creo muy oportuna esa idea de una nueva cruzada —intervino el Canciller.

—Será oportuna en su momento. Antes es preciso asegurar Cerdeña y recuperar Sicilia; después vendrán Chipre y Tierra Santa. Sólo entonces seremos los dueños del comercio en el Mediterráneo y Barcelona se convertirá en la más rica ciudad del mundo.

—No sería prudente dejar a nuestras espaldas a enemigos tan poderosos como Genova, Milán y Francia —dijo del Canciller.

—Francia no es una potencia comercial en el Mediterráneo. Bastante tiene su rey con ocuparse de que los ingleses no le arrebaten más tierras e incluso la misma corona. En cuanto a Genova, tarde o temprano acordaremos una tregua y creo que se conformará con las migajas. Los genoveses saben que no pueden enfrentarse en una guerra total contra Aragón, pues saldrían derrotados y perderían su independencia. Y los milaneses, con la paliza que les infligió Cruilles han tenido suficiente, tardarán años en recuperarse. Venecia está pasando por una mala situación tras la serie de derrotas que sus naves han sufrido ante las galeras genovesas y, aunque es nuestra aliada, no nos conviene que sea demasiado fuerte. Si mi hijo, el príncipe Juan, se casa con María de Sicilia y se convierte en rey de esa isla, cuando yo muera heredará los reinos de Aragón, Valencia y Mallorca y el condado de Barcelona; entonces la Corona de Aragón será dueña de todo el Mediterráneo y Barcelona la más rica y poderosa ciudad. Pero si mi hijo sigue adelante con sus absurdas ideas y se casa con la francesa, tal vez perdamos Sicilia para siempre y nuestro sueño imperial se convierta en una pesadilla.

—Queda la Iglesia —le recordó el Canciller.

—La Iglesia está con su rey, ¿no es así, obispo? —inquirió don Pedro dirigiéndose al prelado barcelonés.

—Por supuesto, majestad —asintió el obispo.

—Pero majestad, sabéis que la Iglesia está dividida; dos papas se disputan el solio pontificio —alegó el canciller.

—En mis estados la Iglesia es una sola y obedece a una única voz.

Don Pedro miró de soslayo al obispo, que inclinó la cabeza sin atreverse a contradecir a su soberano.

—Toda una vida dedicada a construir un imperio, a lograr que las barras rojas y amarillas de nuestra dinastía ondeen en todas las costas de ese mar —continuó el rey señalando con su brazo hacia el Mediterráneo— para que un príncipe obstinado que antepone el placer de su entrepierna a sus deberes como heredero eche abajo tanto esfuerzo.

—¿Os referís al anuncio de la boda del príncipe Juan con la sobrina del rey de Francia? —se atrevió a preguntar el Canciller.

—Sí, claro, ¿a qué otra cosa me podía referir? Ese renegado hijo mío sigue adelante con su plan. Pero no es sólo la boda de mi heredero con la francesa lo que me preocupa. Ese cardenal aragonés, terco como un borrico…

—Don Pedro de Luna —puntualizó el obispo.

—«Don Pedro de Mula» es como debería llamarse —continuó el rey—; el cardenal aragonés, os decía, ha instigado cuanto ha podido para que ese desdichado matrimonio se celebre. Y detrás de él está el rey de Francia y su protegido el papa Clemente VII, el de Aviñón. Si perdiéramos la influencia sobre Cerdeña y Sicilia, Mallorca, Valencia y Barcelona quedarían desabastecidas, disminuiría el comercio, y con él la industria, y los campesinos no tendrían a quién vender su trigo, su aceite y su azafrán. Las comarcas de nuestros estados se despoblarían y eso significaría la ruina de nuestra Corona.

El rey hizo un pequeño alto en su exposición, se arrebujó en su manto de piel y dirigiéndose al obrero de los muros dijo:

—Bien, veamos cómo acabar la muralla del Rabal y que las Atarazanas queden dentro.

Barcelona, febrero de 1380

En el camino desde sus tierras del condado de Bar al encuentro con el príncipe don Juan, doña Violante fue agasajada en ciudades y aldeas como si ya fuera la esposa del futuro rey de Aragón. En Aviñón la recibió el propio Clemente VII, quien obtuvo de Violante la promesa de interceder ante don Juan para que cuando fuera rey lo reconociera como papa. Desde Aviñón, escoltada por su tío Luis de Anjou, regente de Francia, y por gentes armadas de su padre el duque de Bar, Violante se dirigió hacia Perpiñán, donde vio por primera vez a su futuro esposo. En cuanto la conoció, don Juan quedó prendado de la noble francesa. Violante era joven, alegre y bella, de una elegancia tan sutil que superaba al delicado retrato que el embajador del rey de Francia le mostrara meses atrás. Tres días después del encuentro, los novios firmaron el compromiso matrimonial y fijaron la fecha de la boda para antes de tres meses.

El Canciller y Jerónimo de Santa Pau soportaban con estoicismo los gritos del rey don Pedro, que caminaba de un lado a otro del salón del Tinell lanzando imprecaciones contra su hijo, contra la novia francesa, contra el rey de Francia y contra su mala fortuna.

—¡Se ha atrevido!, ¡el muy follón ha osado contravenirme! —clamaba el rey con el rostro rojo por la ira y el rictus encrespado de rabia.

—Majestad, es vuestro hijo —adujo el Canciller.

—Pero ha actuado como un felón.

—Sigue siendo vuestro heredero —porfió el Canciller.

—Es probable que ese error se corrija pronto. Tengo otro hijo y aún me quedan sobrinos y nietos; cualquiera de ellos ceñiría la corona con más responsabilidad que el duque de Gerona.

—Majestad, si me permitís, os diré que doña Violante aporta una dote de sesenta mil francos de oro. Eso es mucho dinero; Francia es una tierra muy rica, esa boda no tiene por qué ser perjudicial para Aragón —intervino Santa Pau.

La capacidad de Jerónimo era muy apreciada por el rey, a quien había servido con acierto en misiones difíciles y arriesgadas.

—Vuestros esfuerzos por tratar de dulcificar las situaciones complicadas son siempre muy encomiables, Jerónimo, pero sesenta mil francos de oro no son nada comparados con los beneficios que Francia obtendrá de este matrimonio. Hace siglos que sus reyes anhelan las tierras del sur. Sostienen que poseen sobre ellas derechos históricos porque fueron conquistadas por Carlomagno a los sarracenos. Si pudiera, el rey de Francia ocuparía Rosellón, Cerdaña y aun la misma Barcelona, y en el castillo de Perpiñán ondearía la oriflama con sus colores. Mi estimado Santa Pau…, mi hijo no tardará en arrepentirse de esa boda.

Don Pedro se dejó caer en el sillón de madera labrada, se recostó en el reposabrazos e inclinó su cabeza hasta apoyar la frente en su mano.

—Ahora marchaos —ordenó a los dos altos funcionarios, que salieron del salón del Tinell tras una reverencia a su soberano.

Barcelona, marzo de 1380

El viejo Santa Pau no pudo soportar un invierno tan frío. El padre de Jerónimo, achacoso y enfermo, murió a finales de febrero. Su médico, un judío que tenía entre sus clientes a los más importantes dignatarios de la corte, le había recomendado unos días antes que cuidara su asma y abandonara la ciudad para instalarse en alguno de los soleados pueblecitos de la costa al sur de Barcelona, pero el viejo Santa Pau, haciendo caso omiso a esas sugerencias, continuó viviendo en su casa de la ciudad hasta que un ataque acabó con su vida. Su esposa lo siguió a la tumba cinco días después. Acostumbrada a la vida junto a su marido, no pudo soportar su muerte y también falleció, quizá de melancolía, angustiada por la ausencia de aquel hombre a quien tanto amara. Fueron enterrados en la iglesia cisterciense de Nazaret, en el Rabal. Sobre sus lápidas, Jerónimo de Santa Pau hizo grabar sendas cruces de piedra, pero antes de colocar los cuerpos en los ataúdes, ocultó una pequeña estrella de David de plata repujada junto a sus corazones.

Cuando regresó a casa tras enterrar a su madre, el edificio le pareció más lúgubre y sombrío. El pequeño patio con la palmera solitaria, bajo cuyas ramas tantas horas había pasado disfrutando con la lectura, estaba recién escobado. Se sentó en el banco de madera en el que desde pequeño solía hacerlo con su padre y se recostó contemplando en el cielo el lento discurrir de las nubes que pasaban lentas y pesadas, como enormes pájaros algodonosos que despertaran de un letargo invernal y emprendieran vuelo hacia ninguna parte. Fue entonces cuando comprendió el verdadero significado de la palabra soledad. Ellos, sus padres, estuvieron siempre allí. De niño, por ser hijo único, recibió todos los cuidados y atenciones de sus progenitores y, conforme fue creciendo, el amor de sus padres se volcó en él. Cada vez que regresaba a Barcelona tras sus misiones como agente real, encontraba allí la calidez del fuego del hogar en el invierno y el frescor del patio recién regado en el estío. Cuando volvía después de su jornada de trabajo en la cancillería y atravesaba el umbral, aspiraba el olor de los sabrosos guisos que le cocinaba su madre. Ahora la casa semejaba vacía. Las dos criadas y el criado que atendían las faenas domésticas se habían recluido en sus alcobas, en espera de que su señor decidiera qué hacer. Santa Pau sólo necesitaba a uno de los tres, pero todos llevaban mucho tiempo al servicio de su familia. Su herencia era cuantiosa y su salario como notario real le permitía mantener a las dos criadas y al sirviente. Los llamó y les dijo que podían continuar a su servicio, si lo deseaban, en las mismas condiciones que habían contratado con sus padres; los tres aceptaron y se lo agradecieron. Jerónimo hizo muy pocos cambios. El edificio era grande para él, pero decidió seguir viviendo allí porque había algo que lo unía a aquella casa, como si una raíz invisible lo entroncara con el mismo suelo que alimentaba a la solitaria palmera del jardín.

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