—Sois mi reina. A ninguna mujer he amado antes como os amo a vos.
—Si me amáis, debéis creerme. Yo sólo pretendo vuestra felicidad.
Los labios de Sibila, carnosos y suaves, estaban muy próximos a los de don Pedro. El rey podía sentir el cálido cuerpo de su esposa junto al suyo, la tersura de sus firmes senos, casi juveniles pese a sus tres partos, la delicada palidez de su piel cuidada con bálsamo de Alejandría y el aroma de agua de rosas que perfumaba su cabello. La reina ofreció al rey su boca entreabierta, mostrando sus blanquísimos dientes que tanto cuidaba, y don Pedro la besó apasionadamente, acariciando la rotundidad de las curvas de sus caderas y deleitándose en el frescor a hierbabuena de su saliva. El soberano ordeno que nadie los molestara y condujo a la reina hasta su cama. Los cabellos de doña Sibila caían desordenados sobre la almohada de seda en cuyos extremos estaban bordados en rojo y amarillo los colores del rey de Aragón. Don Pedro había disfrutado de su esposa y le acariciaba la espalda desnuda recreándose en la piel delicada y tersa de Sibila.
—Sois la criatura más bella del mundo.
—Y vos el mejor rey y el más delicado de los amantes.
—Quizá seáis vos la que haya empleado conjuros para enamorarme.
La reina se dio la vuelta y quedó frente a su esposo.
—¿Acaso creéis que los necesito?
Los ojos de Sibila brillaron con toda la sensualidad que era capaz de mostrar la dama ampurdanesa, mientras se vestía con la delicada ropa interior confeccionada con el mejor lino de Barcelona.
—En cuanto a lo de mi hijo, me cuesta creeros, se trata de mi heredero.
—La historia está llena de hijos que han traicionado a sus padres para arrebatarles su herencia. En algún sitio he oído que la sangre es necesaria para hacer un príncipe legítimo, pero no es suficiente para hacerlo bueno. Vos sois un amante de los libros. Yo, para mi desventura, no sé leer, pero me gusta que me reciten los libros que vos habéis leído. Casi he aprendido de memoria Le román de Renart y El libro de la rosa; gracias a ellos estoy comprendiendo aspectos que desconocía acerca de la condición humana. La ambición por el poder y el ansia de riqueza son tentaciones que atraen a los hombres por encima de cualquier otra cosa. Sólo las mujeres somos capaces de morir por amor, ¿qué más puedo desear que ser correspondida por el hombre y el rey a quien amo?
Las palabras de doña Sibila eran tan convincentes como sus caricias y arrumacos.
—Estoy reconstruyendo un imperio, he levantado murallas y castillos, he edificado iglesias y monasterios, he vencido a genoveses y tunecinos y ni siquiera aquel cruel y poderoso rey don Pedro de Castilla pudo acabar conmigo. Y vos me decís ahora que el heredero de toda esta obra está conspirando contra su padre, contra mí.
—Así es, mi rey, pero no tengáis cuidado, yo estoy con vos.
—El rey ha ordenado que vayáis a Genova. Como ya sabéis, vuestra nueva misión consistirá en recabar cuanta información podáis sobre los planes de los genoveses. Todo se complica: el soldán de Egipto ha sido asesinado y el rey ha pactado una tregua con su sucesor. Hemos enviado a El Cairo a Francisco Saclosa para cerrar el acuerdo.
El Canciller le comunicaba a Santa Pau las órdenes que había recibido del rey don Pedro.
—Saclosa es un excelente negociador —dijo Santa Pau.
—No tan bueno como vos.
—Para tratar con los musulmanes es mucho mejor que yo. Su dominio del idioma árabe es tal que ni un experto gramático se daría cuenta de que no es su lengua materna.
—Pero el rey confía más en vuestra capacidad, pues no en vano os ha reservado la misión más difícil. Los políticos genoveses son los más taimados de todo el Mediterráneo; nunca se sabe qué piensan, qué planean o qué van a hacer. Deberéis extremar las precauciones, sus cárceles son las peores de toda la cristiandad.
—Imagino que viajaré de nuevo con identidad falsa.
—Lo haréis con la de un viejo conocido: volveréis a ser el mercader castellano Jerónimo de Santa Fe.
—Mi acento castellano no es el más indicado; en Venecia pudo pasar desapercibido, pero los genoveses están más habituados al trato con castellanos, tal vez me delate.
—Vamos, Jerónimo, vuestro castellano es mejor que el árabe de Saclosa. Recordad el pacto con el rey de Castilla en donde os iniciasteis como diplomático. Todavía recuerdo la cara de asombro del notario real castellano cuando os oyó hablar en su lengua con más corrección que él mismo.
»Y ahora id a preparar vuestras cosas. Saldréis hacia Genova mañana mismo. Lo haréis por tierra, pues antes de ir a Aviñón visitaréis al príncipe don Juan en Gerona. En la ciudad de los papas os informaréis sobre cómo se prepara la próxima llegada de Clemente VII y de sus intenciones sobre Sicilia y Cerdeña.
Esa misma tarde Santa Pau ordenó a sus criados que dispusieran lo necesario para el viaje. Después se dirigió hacia el burdel en busca de Francesca. Cuando llegó a la taberna le dijeron que su joven amante estaba en la habitación con uno de sus clientes. Jerónimo tuvo que esperar un rato que aprovechó para beber una jarrita de vino y comer unas nueces. Francesca apareció en lo alto de la escalera poco después de que bajara por ella un orondo mercader de ojos saltones y rictus bobalicón.
—¡Jerónimo!, no te esperaba hoy —se sorprendió la muchacha.
Santa Pau cogió por el brazo a su amante y la condujo hasta un rincón donde nadie pudiera oírlos.
—Han surgido imprevistos; pasado mañana salgo de viaje hacia Genova. Tardaré al menos dos meses en regresar.
—Otra vez…
—Volveré antes de que te des cuenta de que me he ido. Te echaré de menos.
—Tenemos tiempo —se insinuó Francesca—, no espero a otro cliente hasta la hora de la cena.
Francesca tomó de la mano a su amante y lo condujo hasta la alcoba. El notario se extrañó de que la cama no estuviera deshecha, pero no le dio mayor importancia. Mientras Jerónimo se desnudaba, Francesca echó agua de una redoma en un barreño de cerámica con barniz de estaño; se levantó las faldas, se sentó a horcajadas y se lavó el sexo. Jerónimo se admiró de que Francesca estuviera tan fresca como si él fuera el primer amante del día.
Hicieron el amor en silencio.
—¿Todavía deseas ayudarme? —le preguntó Jerónimo.
—Por supuesto; nada me agradaría más —respondió Francesca.
—A mi regreso de Genova hablaré con el Canciller; quiero que salgas de este burdel. Fuera de aquí tu ayuda será más eficaz.
Se despidieron con un largo beso. Mientras andaba por las calles camino de su casa, Santa Pau sintió una extraña sensación. Se repetía una y otra vez que esa muchacha no le importaba nada, pero en su interior algo le decía que deseaba ver a Francesca fuera del prostíbulo.
Santa Pau, acompañado por su ayudante Romeu Crespiá, partió de Barcelona hacia el norte con órdenes reales de recabar información para tantear la posibilidad de acordar un tratado de paz o al menos una tregua con Genova que permitiera dedicar todos los esfuerzos a someter Cerdeña y Sicilia. Pero antes se detuvo en Gerona para entrevistarse con el príncipe don Juan. El heredero de la corona y el Canciller habían acordado aunar sus fuerzas para evitar que doña Sibila acabara convirtiéndose en la verdadera soberana. Don Juan y Santa Pau se entrevistaron en el palacio ducal. El príncipe, gran amante de la caza, tenía entonces casi treinta años. De su padre había heredado la ambición y la alta estima hacia la monarquía, y de su madre, doña Leonor de Sicilia, la fortaleza de carácter y el gusto refinado.
—Sentaos, Santa Pau. El Canciller me ha dicho que puedo confiar en vos.
—Así es, alteza.
—Bien, en ese caso, escuchad: el rey Carlos de Francia me ha ofrecido la mano de su sobrina doña Violante, hija de su hermano el duque Roberto de Bar. Está tan interesado en que me case con alguien de su familia que incluso me ha ofertado una segunda sobrina, la hija del señor de Croucy, en caso de que Violante no me agrade. Pero no quedan ahí las ofertas de matrimonio; el señor de Milán, Barnabó Visconti, me propone a su hija y el propio papa Clemente VII, a través de don Pedro de Luna, ha hecho lo propio con una sobrina. Ya veis, dispongo de varias novias donde elegir.
—Sois afortunado, alteza.
—¿Vos lo creéis? Mi padre se ha empeñado en que me case con doña María, la reina de Sicilia. Antes de morir quiere ver reunidos bajo una misma corona a todos los territorios gobernados por ramas de nuestra dinastía. Ya sabéis que cuando algo se mete en su cabeza es muy difícil convencerlo de lo contrario.
—Vuestro padre es un gran rey.
—Lo es, y todavía sería más grande si no fuera por esa mujer. Sibila la Forciana está envenenando el alma de mi padre y empleando toda clase de artificios para enemistarlo contra mí y contra mi hermano don Martín.
Don Juan hablaba de su madrastra con rabia.
—Si me permitís, alteza, os diré que la reina es presa de unos cuantos mercaderes que pretenden que vuestro padre encabece una cruzada contra Tierra Santa. Aseguran que sólo tratan de recuperar Jerusalén y el Santo Sepulcro para la cristiandad, pero en realidad pretenden ampliar sus bases comerciales en el Mediterráneo oriental a costa de lo que sea.
—Lo sé, Santa Pau, lo sé. El Canciller me ha puesto al corriente de ello, pero Sibila sigue siendo la pieza clave de esta trama; sin el apoyo de la reina, esos mercaderes no tendrían ninguna posibilidad de convencer a mi padre.
Tras la entrevista con el príncipe heredero, Santa Pau y Crespiá continuaron viaje por tierra hasta Aviñón, en donde los caballeros del Hospital ya habían hecho efectivo el altísimo pago por el rescate de su gran maestre don Juan Fernández de Heredia, quien, una vez liberado, se había instalado en el castillo-palacio que los hospitalarios tenían en Rodas. Cuando llegaron, la ciudad donde habían vivido exiliados los papas se preparaba para recibir a Clemente VIL Apenas hacía dos años y medio que Gregorio XI la había abandonado para regresar a Roma y ya se esperaba a un nuevo pontífice. El rey de Francia había garantizado a Clemente VII que si se instalaba en Aviñón gozaría de su amparo. Un mes antes algunos de los más poderosos reinos cristianos habían comenzado a decantarse ante el cisma. Francia y Escocia habían reconocido a Clemente VII e Inglaterra y Alemania a Urbano VI; entre tanto, Castilla y Aragón seguían indecisos. Don Pedro de Aragón sólo dudaba entre reconocer a uno de los dos papas o permanecer neutral; al fin y al cabo le daba lo mismo Urbano que Clemente. Las presiones para que se decantara por uno de los papas eran enormes y don Pedro quiso ganar algunos meses. Para ello, pidió al capítulo de la catedral de Barcelona que encargara a varios clérigos versados en derecho canónico un dictamen sobre cuál de las dos elecciones pontificias había sido canónica. El rey de Aragón conocía la lentitud con la que se realizaban estos informes jurídicos; sabía que así podría disponer de más tiempo, que consideraba muy importante en este asunto, y dejar que entre tanto se desarrollaran los acontecimientos. Como siempre, la paciencia era su mejor aliada; lo fue durante la guerra contra Castilla, lo estaba siendo en los asuntos de Grecia y decidió que también lo sería en el gran cisma de la cristiandad.
Aviñón era en aquellos días de primavera un hervidero de rumores. Había predicadores en cada una de las esquinas, juglares que recitaban todo tipo de poemas y canciones, saltimbanquis que aprovechaban las plazas más concurridas para mostrar sus habilidades, titiriteros que escenificaban episodios de la Biblia con sus marionetas de trapo, mercaderes llegados de media Francia y sobre todo gentes curiosas que deambulaban de un lado para otro comentando entusiasmadas que el papa Clemente había decidido trasladarse a Aviñón. Los comerciantes de la ciudad esperaban la llegada del pontífice para hacer grandes negocios, tal y como ocurriera desde que en 1309 se instalara en esta ciudad el papa Clemente V huyendo del ambiente hostil de Roma y buscando la protección del rey de Francia. Toda la ciudad era un inmenso mercado en el que se exponían todo tipo de especias: espinacardo, azafrán, agalla, comino, cinamomo, ruibarbo, clavo, nuez moscada, macis, pimienta, jengibre y canela, y además había puestos de coral de Egipto, de ámbar de Siria, de aceite de Provenza, de miel de Cataluña y de alumbre de Alepo.
Los dos catalanes entraron en la ciudad atravesando el gran puente sobre el Ródano y se hospedaron en una discreta fonda, cerca del palacio papal. A la mañana siguiente decidieron ir a misa, pues era domingo. Santa Pau solía cumplir con ese precepto en Barcelona, o cuando estaba en algún lugar donde pudieran identificarlo. Ante Crespiá no tenía otro remedio que asistir a esas pesadas ceremonias que tanto le aburrían. «Tal vez haya ocasión de escuchar buena música», se consoló. La misa en la catedral fue concelebrada por varios obispos y cardenales, y durante el sermón se anunció que el pontífice Clemente VII llegaría pronto a la ciudad. El notario catalán tuvo suerte y escuchó un magnífico coro que cantó el kyrie, el gloria y el credo con una extraordinaria perfección.
Al día siguiente Santa Pau se las ingenió para introducirse en el palacio papal. Se identificó como Jerónimo de Santa Fe, mercader de lanas de Valladolid, en el reino de Castilla, y dijo que deseaba ver la biblioteca. Fue necesario un puñado de monedas para convencer al jefe de los porteros de que su pretensión iba en serio. El portero lo condujo a través de pasillos y patios hasta una cámara en la que había varios escribientes sentados en altos pupitres de madera. El jefe de la guardia hizo una indicación a Santa Pau para que esperara y se dirigió a una de las mesas, cuchicheó algo al oído de un sacerdote de mediana edad y de rostro marcado por la viruela y volvió enseguida.
—Ese cura es mosén Antonio de Rímini, el encargado de la biblioteca, exponedle cuál es vuestra intención, tal vez la atienda.
—Pero me habíais dicho que… —protestó Santa Pau.
—Yo sólo os aseguré que os conduciría hasta la biblioteca, nada más —el jefe de la guardia se alejó por el pasillo tanteando entre su casaca la bolsa de monedas que Santa Pau le había entregado.
El bibliotecario se acercó a Santa Pau.
—Sed bienvenido a esta casa. Me ha dicho el portero que estáis interesado en consultar nuestra biblioteca.
—Permitid que me presente.
—No es preciso; también me ha dicho que vuestro nombre es Jerónimo de Santa Fe y que sois un mercader de lanas de Castilla. No suele ser frecuente que los mercaderes se acerquen por aquí si no es a vender algo. Vos no parecéis un vendedor, ¿qué os puede interesar de nuestra biblioteca?