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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

El invierno de la corona (4 page)

Luigi Pico tomó un vaso de vino blanco y se lo ofreció a Santa Pau.

—Bebedlo sin cuidado, es malvasía, el mejor vino de nuestras colonias en el Egeo, una verdadera bebida de dioses.

Santa Pau apuró la copa y en su paladar estallaron intensos aromas a frutas, resina y miel.

—Mi misión era convenceros de la necesidad de una acción conjunta entre el reino de Aragón y la señoría de Venecia, y por lo que veo ya estáis suficientemente convencido.

—Siempre lo he estado. Mi padre fue el principal valedor de dicha alianza; la derrota de Genova le dio la razón. Aunque las cosas han cambiado algo, sigo creyendo que dicho pacto es indispensable para ambas partes. No obstante, no creáis que va a ser fácil lograrlo; en el Consejo Mayor hay quienes piensan que Venecia debe abandonar sus intereses en el Mediterráneo oriental a causa del avance turco. Algunos mercaderes ya lo han hecho y están orientando sus negocios hacia tierra firme. Desde hace una década, más de la mitad de los beneficios de Venecia proceden del interior de Italia, y eso ha provocado que muchos consejeros apuesten por esa nueva opción. Por el contrario, yo pienso que Venecia sólo seguirá siendo grande si mantiene su poderío en el mar. El mar es nuestra razón de ser; hace años que celebramos en el día de la Ascensión los esponsales de nuestra ciudad con el mar, ratificados por el dogo al arrojar a las aguas su anillo desde la galera que llamamos Bucentauro. El mar ha hecho grande a nuestra ciudad; si le volvemos la espalda, los venecianos no tendremos futuro.

—Nuestros planes avanzarían mucho si lográramos convencer al dogo. ¿Podréis ayudarme? —preguntó Santa Pau.

—Lo intentaré. Aquí en Venecia la diplomacia funciona a un ritmo muy distinto a como acostumbra en otras partes del mundo, no olvidéis que en eso también somos herederos del imperio Bizantino.

Barcelona, abril de 1378

El rey don Pedro había decidido trasladar el brazo de san Jorge de la capilla del palacio Menor a la del palacio Mayor. Desde que doña Leonor, la tercera esposa de don Pedro, decidiera construir un palacio en Barcelona para su uso exclusivo, la reliquia de san Jorge había estado ubicada en el altar de la capilla del llamado palacio Menor, residencia oficial de la reina. Pero se decía en la corte que doña Sibila quería borrar todos los símbolos que recordaran a Leonor, y uno de ellos era el relicario de san Jorge, un estuche en forma de brazo de plata sobredorada, hacia el que la anterior reina había mostrado una especial devoción. El traslado de la preciada reliquia se realizó en una solemne ceremonia presidida por los reyes y a la que asistieron todos los altos funcionarios de la corte. Durante la procesión, todo el mundo comentaba los recientes acontecimientos ocurridos en Roma. A fines de marzo de 1378 había muerto el papa Gregorio XI, quien apenas dos meses antes había regresado a la Ciudad Eterna tras el largo destierro de los papas en Aviñón. Nada más llegar a Roma el papa había declarado que nunca más abandonaría la sede de San Pedro, pero apenas dos meses después de regresar del exilio murió dejando a la Iglesia en una dificilísima situación. A la semana de la muerte de Gregorio XI dieciséis cardenales se reunieron para elegir nuevo papa. Mientras estaban congregados en cónclave, una muchedumbre de más de veinte mil personas exigió que el nuevo pontífice fuera romano, o al menos italiano. La mayoría de los cardenales eran franceses y los romanos temían que un papa francés volviera a instalarse en Aviñón, arrastrando consigo negocios y capitales. El ánimo de los manifestantes se enardeció de tal modo que gentes armadas irrumpieron en la sala donde los prelados estaban celebrando el cónclave, amenazándolos con cuchillos y dagas e increpándolos para que eligieran a un papa italiano. Los aterrados cardenales quedaron paralizados por el miedo y sólo fue capaz de reaccionar el único prelado hispano. Se trataba del aragonés don Pedro de Luna, que había sido nombrado cardenal por Gregorio XI y a cuyo servicio siempre se había mantenido leal. Tras una terrible noche de amenazas, gritos e insultos, los dieciséis purpurados fueron incapaces de ponerse de acuerdo en la persona que debería regir desde entonces a la Iglesia; al fin, a la mañana siguiente, entre el miedo, la coacción y el cansancio de muchas horas sin sueño, decidieron designar nuevo papa a Bartolomé Pignano, hasta entonces arzobispo de Bari, que ni siquiera era cardenal. El pueblo de Roma festejó la nominación de un italiano y aclamó al elegido. Los cardenales pudieron abandonar el cónclave sin ser molestados por los romanos, que habían conseguido colocar a uno de los candidatos que pretendían. Pero en cuanto se alejaron unas cuantas millas de Roma, varios cardenales recelaron de la solución que habían adoptado.

—La elección del cónclave no ha sido canónica —comentó don Pedro a la reina Sibila, mientras penetraban en la capilla del palacio Mayor tras el obispo de Barcelona que portaba el estuche de plata sobredorada con los huesos del brazo de san Jorge.

—Al menos el nuevo papa Urbano VI no es francés —alegó doña Sibila.

—Sí, eso es un consuelo, pero los cardenales franceses, que son mayoría, no ratificarán su decisión. Alegarán para desdecirse que fueron coaccionados por las gentes armadas que irrumpieron en el cónclave y que por tanto la elección de Urbano VI no es legítima.

El obispo de Barcelona llegó ante el altar y elevó el relicario con ambas manos. Todos se arrodillaron y el coro comenzó a cantar un aleluya. El olor y el humo del incienso lo inundaron todo.

Barcelona había amanecido cuajada por una dorada luz primaveral. Los reyes habían madrugado y, acompañados por algunos miembros de la corte, desayunaban en los jardines del palacio Menor tras haber presenciado cómo el cuidador de los animales alimentaba a los leones, guepardos y osos del zoológico real, ubicado en una zona baja vallada con rejas de hierro. A pesar de la tibia mañana primaveral, la reina usaba sombrero de hilo de oro y paño verde y rojo de Perpiñán y un mantón escarlata sobre un delicado vestido de paño leonado de Malinas, con el escote orlado dé aljófares.

Jaime de Cabrera, recién nombrado consejero de la reina, estaba citado a primera hora de la mañana. Este caballero se había ganado la confianza de doña Sibila gracias a sus grandes dotes como orador, a las que unía una elegancia y una altivez que lo hacían tan odiado como admirado.

—Majestad, traigo noticias para vos —intervino Cabrera, a quien acompañaba Bernardo de Forciá, hermano de la reina, quien, para disgusto de la alta nobleza, había sido nombrado camarlengo real.

—Os atenderé ahora. Mis queridos amigos, retiraos.

El rey, la reina, Bernardo de Forciá y Cabrera quedaron a solas y don Pedro invitó al consejero a tomar asiento a su izquierda.

—Majestad, me han asegurado que el papa Gregorio murió pocas semanas después de regresar a Roma desde Aviñón, envenenado por agentes del rey de Francia. Roma es un hervidero de rumores y puede pasar cualquier cosa. La ciudad se ha convertido en un foco de predicadores en busca de ingenuos a los que convencer: dominicos y franciscanos se disputan con agustinos y carmelitas la atención de los fieles, no faltan los que predicen que el fin del mundo está cerca, y se han dado casos de grupos de personas que han recorrido las calles semidesnudos flagelándose la espalda. Me temo que Roma puede tornarse ingobernable.

—Los asuntos de la Iglesia se complican cada vez más —intervino la reina.

—Sólo vos, majestad, podéis impedir que la Iglesia se desgaje y se divida la cristiandad —aseveró Cabrera.

—¿Y cómo suponéis que debo hacerlo? —preguntó don Pedro.

—Encabezando una cruzada a Tierra Santa que proporcione un mismo objetivo a todos los cristianos.

El rey de Aragón alzó sus ojos, hasta entonces posados en un perrillo de lanas que se recostaba a sus pies, y miró fijamente a Jaime de Cabrera.

—No os he entendido; ¿pretendéis que organice una nueva cruzada? —se extrañó el rey.

—Así es, majestad. Hace ya casi una centuria que los cristianos fuimos expulsados de Tierra Santa, que sigue bajo dominio de los herejes mahometanos. Una profecía asegura que un rey cristiano regresará a Jerusalén y la conquistará, ese rey será conocido como el Emperador de los Últimos Días, se ceñirá la corona y el manto imperial en Jerusalén, en el monte Gólgota, y desde allí gobernará toda la cristiandad por la gracia de Dios.

—¿Y quién creéis que es ese rey-emperador?

—Corre por Francia una leyenda en la que se asegura que se llamará Carlos; pero no, eso es falso, el elegido sois vos, majestad. Si me lo permitís, os lo demostraré. Para ello necesito la ayuda de un hombre. Me he permitido la licencia de traerlo conmigo; está esperando. Es un astrólogo francés muy afamado. Se llama Felipe de Viviers.

—Hacedlo venir.

Jaime de Cabrera hizo una reverencia y se dirigió hacia el interior del palacio Menor. Instantes después apareció en el jardín con un personaje que vestía una extraña túnica negra festoneada de azul y que ocultaba su rostro tras una pobladísima barba cana.

—Majestades, os presento a don Felipe de Viviers, el más importante astrólogo del reino de Francia.

El de Viviers inclinó su cabeza en señal de respeto.

—Es un honor conocer al más grande monarca y a la más bella reina de la cristiandad.

—Me ha dicho don Jaime que sois capaz de interpretar la profecía que habla del triunfo de un rey cristiano sobre Jerusalén poco antes del fin de los tiempos. ¿Qué podéis decirme de ello?

—Puedo demostraros, majestad, que la profecía es cierta y que vos sois ese rey.

—¿Cómo podéis estar tan seguro? —inquirió doña Sibila.

—Los signos del cielo no dejan lugar a dudas, señora.

Felipe de Viviers pidió permiso al rey para extraer un pergamino de una bolsa de cuero y lo desplegó ante los monarcas.

—Me he tomado la libertad de estudiar vuestra carta astral. Aquí —señaló el pergamino— quedan representados todos los signos que rigen vuestra vida. He realizado un completo horóscopo de vuestra real persona y las conclusiones no dejan el menor resquicio de duda.

»Escuchad, mi señor. Hace casi ochenta años que vuestro ilustre antepasado el rey don Jaime el Segundo, sabedor por uno de sus astrólogos de que no estaba lejos el fin de los tiempos, reunió aquí en Barcelona a varios sabios para que observaran las señales del cielo y dictaminaran la veracidad de esas aseveraciones. El equipo de astrólogos trabajó durante varios meses trazando cartas astrales, estudiando los movimientos de los planetas y analizando los textos proféticos. Después de arduos trabajos y profundas reflexiones llegaron a una conclusión: el fin del mundo tendrá lugar en el año del Señor de 1385. Ese informe se ha perdido, aunque creo que estoy en condiciones de recuperarlo en poco tiempo.

—Han sido muchos los visionarios que han anunciado para una fecha concreta el fin del mundo, y hasta ahora todos se han equivocado. ¿Por qué estáis tan convencido de que ése será el momento? —preguntó don Pedro.

—Por la Biblia, majestad, por la Biblia. San Juan, en el libro del Apocalipsis, dice que Satán será liberado de su prisión al cabo de mil años. Algunos han creído que esa fecha debía contarse a partir del año del nacimiento de Cristo, asegurando que el fin del mundo tendría lugar en el año mil. Es evidente que erraron en sus cálculos. Pero el Apocalipsis no se equivocó, se equivocaron quienes calcularon la fecha. Contaron desde el año del nacimiento de Nuestro Señor, cuando debieron hacerlo a partir del triunfo del cristianismo.

—Y, según vos, ¿desde qué fecha habría que calcularlo? —preguntó don Pedro.

—El Apocalipsis lo deja bien claro: desde que se inició el reino de Cristo. Y es evidente que el reino de Cristo comenzó cuando el emperador Teodosio declaró al cristianismo religión oficial del Imperio romano; es decir, en el año 385. Por tanto, el fin del mundo tendrá lugar dentro de siete años.

»Todas las escrituras ratifican esta fecha: san Mateo predijo que antes del fin del mundo se armarían las naciones unas contra otras, como ocurre en la actualidad, y que habría hambres, terremotos y muchos falsos profetas; y san Lucas anunció el fin del mundo para cuando cayera Jerusalén en manos de los gentiles, y hace ya años que la Ciudad Santa está en poder de los musulmanes. Pero hay más. En 1385 se producirá un fenómeno astronómico único: Mercurio y Venus de un lado y Júpiter, Marte y Saturno de otro se hallarán en oposición. Es la señal del cielo para el fin de los tiempos. Vos sois el rey del milenio, el monarca que anuncian todas las profecías que llegará de Occidente para liberar a Jerusalén del Anticristo; sólo vos podéis evitar el Apocalipsis.

—¿Pero cómo debo hacerlo?

—Conquistando Jerusalén y devolviendo el Santo Grial al templo de Salomón —respondió de inmediato Felipe de Viviers.

—Nadie sabe dónde está el Santo Grial. Muchos libros hablan del sagrado cáliz de la Última Cena, pero nadie ha podido encontrarlo —dijo el rey.

—Nosotros lo hemos hallado, mi señor —intervino Cabrera.

—Es cierto, tenemos el Grial —repitió Bernardo de Forciá.

Don Pedro se levantó como impulsado por un resorte, se acercó hasta Cabrera, lo sujetó por el antebrazo y dijo:

—Espero que habléis en serio.

Capítulo 2
Venecia, fines de abril de 1378

Jerónimo de Santa Pau y Antic Tito paseaban por la plaza de San Marcos. Aquella mañana de abril amaneció cubierta por un ligera neblina que satinaba los edificios venecianos confiriéndoles un aspecto etéreo, como si estuvieran trazados con la materia de las nubes. Esperaban a Luigi Pico, quien les había concertado una entrevista con el dogo. El jefe de la Quarantia apareció junto a la puerta de la catedral de San Marcos. Antic lo vio enseguida y, con Santa Pau, se dirigió hacia él.

—Buenos días, amigos —saludó Pico.

—Buenos días —respondió Tito en tanto Santa Pau hacía una leve reverencia con la cabeza.

—El dogo nos recibirá hoy. Le he comentado la pretensión del rey de Aragón de reforzar la alianza contra Genova y está de acuerdo —dijo Pico mientras se dirigían hacia la puerta principal del palacio Ducal.

En la puerta, ante la guardia, Luigi Pico se identificó. El capitán comprobó que tenían una cita con el dogo y les franqueó la entrada. Acompañados por un soldado, atravesaron una amplia sala en la que decenas de hombres iban y venían de un lado para otro con rollos de papel y libros bajo el brazo. Al fondo de la gran sala había una escalera protegida por dos guardias que se apartaron al verlos acercarse. Subieron un par de tramos y entraron en una estancia de paredes cubiertas con cortinas de terciopelo rojo. El soldado les pidió que esperaran allí.

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