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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

El invierno de la corona (5 page)

A los pocos minutos entró un hombre vestido con un sencillo traje negro que cubría su cráneo, totalmente afeitado, con un bonete de fieltro.

—Su excelencia el dogo os recibirá ahora; seguidme —les indicó.

Atravesaron otra sala y un pasillo y llegaron a una antecámara custodiada por dos pajes. El hombrecillo vestido de negro los acompañó hasta el centro de la sala, les pidió que aguardaran de nuevo y desapareció tras una pequeña puerta. Poco después regresó anunciando a su serenísima Andrea Contareno, dogo de Venecia. El dogo era un hombre alto y corpulento, de unos cincuenta años de edad. Tenía la cabeza grande y el rostro algo congestionado. No parecía el jefe de una república de mercaderes, sino más bien un tabernero cuyos modales hubieran sido refinados por varios años de estancia en alguna corte palaciega. Santa Pau advirtió que el dogo se había vestido con el ropaje de las grandes solemnidades: portaba un manto púrpura ribeteado de armiño, como solía hacer el rey de Francia, y calzaba unas sandalias carmesíes, a imitación de los emperadores bizantinos; en la mano llevaba el cuerno ducal, el símbolo del poder de los dogos venecianos. Durante unos instantes eternos nadie habló. El dogo observó a los tres visitantes y, con una ligerísima indicación a su secretario, se dirigió hacia un estrado ubicado en uno de los rincones de la sala, junto a un gran ventanal que daba a la plaza de San Marcos. En cuanto se sentó, el secretario les invitó a sentarse en unas sillitas colocadas frente al solio ducal y dio la vuelta a un reloj de arena que dictaría la duración de la entrevista. Luigi Pico fue quien rompió el silencio:

—Serenísima, a Antic Tito ya lo conocéis —el dogo asintió con la cabeza—, y su compañero es don Jerónimo de… —Pico se detuvo un instante y miró hacia los pajes; después continuó—, trae un mensaje muy importante.

El dogo observó a Santa Pau con la indiferencia con que se mira a un insecto y después le indicó a su secretario que se acercara. Le cuchicheó algo al oído y el secretario se aprestó a ordenar a los dos pajes que salieran de la sala; él también lo hizo, cerrando la puerta tras sus pasos.

—Don Jerónimo de Santa Pau, embajador del rey de Aragón, viaja con nombre e identidad falsa. Es portador de un mensaje de la Cancillería Real de Barcelona para vuestra serenísima.

—¿Cómo se encuentra nuestro afectísimo hermano el rey don Pedro? —preguntó el dogo con la mirada perdida en el ventanal.

—Perfectamente, serenísima. Su cuarto matrimonio lo ha rejuvenecido y su salud es envidiable —respondió presto Santa Pau.

—Una esposa joven y bella puede obrar milagros sobre un marido anciano —añadió el dogo a la vez que dibujaba una sonrisa entre sutil y sardónica.

—Su majestad no aparenta la edad que tiene.

—Eso me alegra; que Dios le conceda larga vida y muchos hijos —dijo el dogo sin abandonar su rictus.

—Me ha ordenado que os transmita esos mismos deseos —repuso Santa Pau.

El dogo tomó entre sus dedos una campanilla y la hizo sonar. De inmediato aparecieron dos criados con sendas bandejas, una con cuatro copas y una botella de vino blanco y otra con varios pasteles de almendras y miel. Sirvieron las copas con presteza, siguiendo una estudiada y compleja etiqueta, y se retiraron.

—Y bien, embajador, ¿qué desea nuestro hermano el rey? —El dogo resaltó de nuevo la palabra hermano indicando que consideraba a Venecia y a Aragón como a iguales.

—Don Pedro desea reforzar la alianza con la república de Venecia. Estamos en guerra con Genova, nuestra secular enemiga común, y hasta el momento nuestra estrategia ha consistido en sumar fuerzas en alguna que otra batalla; pero su majestad opina que esos esfuerzos no han sido todo lo provechosos que debieran a causa de una falta de continuidad de nuestras acciones. Hace más de veinte años que derrotamos a Genova; creíamos entonces que ese golpe sería definitivo, pero los genoveses mantuvieron su base de la isla de Quíos, y con ella el monopolio del comercio del alumbre, y han vuelto a resurgir con tanta o más fuerza que entonces. Mi rey es partidario de una guerra total. No basta con asestarles algunos golpes y debilitar su poderío, pues siempre consiguen rehacerse. Es preciso que la acción militar sea de tal envergadura que la amenaza genovesa desaparezca para siempre del Mediterráneo.

—Muy ambicioso, en verdad. ¿Y ha preparado nuestro queridísimo hermano algún plan? —inquirió el dogo.

—Sí, serenísima. Se trata de atacar simultáneamente a la propia ciudad de Genova y a sus colonias. Nuestra armada lo haría en el Mediterráneo occidental. Una escuadra saldría de Barcelona hacia Genova y otra de Valencia y Mallorca hacia Córcega. Entre tanto, vuestras galeras, unidas a una tercera armada aragonesa, atacarían las posesiones genovesas en el Mediterráneo oriental, en el Peloponeso y en la isla de Quíos, y un ejército desembarcaría en la costa ligur, a unas cincuenta millas al este de Genova, y la ocuparía. El golpe sería de tal calibre que los genoveses no tendrían otro remedio que rendirse sin condiciones.

—¿Y para cuándo todo eso? —el dogo preguntaba sin aparentar demasiado interés en la conversación.

—Para principios del verano de aquí a dos años.

—Una campaña de esa magnitud requiere de un enorme desembolso; ¿está nuestro hermano el rey de Aragón en condiciones de asumir semejante dispendio?

—El botín que obtendríamos cubriría todos los gastos de la guerra. Y después…, la riqueza para nuestras naciones sería colosal. La ciudad de Genova sería gobernada por dos cónsules, uno catalán y otro veneciano, que rotarían cada seis meses. Aragón se quedaría con Córcega y la mitad de las posesiones genovesas en el Mediterráneo oriental, y Venecia con la otra mitad.

—Nuestro hermano el rey de Aragón es muy astuto. Si Venecia accede a esos planes y tenemos éxito en la empresa, Aragón será dueño de todo el Mediterráneo occidental y de la mitad del oriental. Su posición sería hegemónica, y quizás entonces nuestro amado hermano el rey don Pedro tuviera la tentación de…, digamos, de ambicionar también nuestras riquezas.

—Aragón ha sido un fiel aliado de Venecia. Su majestad el rey don Pedro siempre ha cumplido su palabra. Si Venecia observa su parte, no debe haber ningún problema entre ambos estados.

—Embajador, sois demasiado diáfano, y ése ha sido siempre un defecto de la diplomacia de la corte de Barcelona. Nosotros, los venecianos, entendemos la política como un arte. Y aquí, en esta serenísima república, ese arte lo ejercen maestros excepcionales. Vuestros reinos se han forjado a partir de la voluntad de unos reyes, señores casi absolutos, pero en Venecia las cosas no funcionan del mismo modo. Yo no soy un monarca; mi poder no procede de Dios, sino del Consejo Mayor, el principal órgano del pueblo veneciano. Lo componen unos dos mil quinientos miembros representantes de las familias más ricas de la ciudad; de entre ellos se eligen los trescientos representantes que componen el Senado y los nueve del Consejo Menor; cada uno de estos organismos está dotado de amplios poderes legislativos y administrativos. ¿Entendéis ahora lo complejo que es hacer política en Venecia?

—Con los aliados no es preciso emplear semejantes «sutilezas» diplomáticas —alegó Santa Pau.

—No se trata de sutilezas, querido amigo, sino, os repito, de arte. Para nosotros los venecianos, la diplomacia es una más de las bellas artes, al igual que la pintura, la arquitectura o el comercio.

Antic Tito y Luigi Pico asistían en silencio a la conversación entre el dogo y Santa Pau. De vez en cuando bebían un poco de vino blanco evitando hacer el menor ruido. Luigi Pico era uno de los más interesados en que la alianza de Venecia y Aragón se concretase cuanto antes. Era dueño de una gran compañía mercantil con intereses económicos en la costa asiática del Mediterráneo, y la presión turca, cada vez más intensa, estaba provocando un descenso muy notable en el volumen de sus negocios. Sus dos últimos envíos apenas le habían reportado beneficios y sus finanzas se encontraban en una situación complicada. Entendió que debía descubrir sus cartas e intervino:

—Serenísima, si me permitís, creo que el plan que ha expuesto el embajador aragonés nos conviene. Los venecianos estamos en las mismas condiciones, tanto en fuerza naval como en capacidad financiera, que los genoveses; es probable que los superemos en habilidad comercial y diplomática, pero su audacia contrarresta esa ventaja. Con este equilibrio de fuerzas no creo que pueda imponerse nunca una república sobre la otra, y en tal caso estaríamos abocados a una guerra de desgaste permanente; de ser así, la decadencia de nuestras naciones sería inevitable —profetizó Pico.

—Ese es vuestro análisis; bien, ¿cuál es vuestra proposición? —inquirió el dogo.

—Coincide con la del rey de Aragón, pero el reparto de las posesiones de Genova habría que discutirlo mucho más a fondo. Es cierto que con la propuesta aragonesa los mercaderes catalanes coparían todo el comercio del Mediterráneo occidental y más de la mitad del oriental; su superioridad sería inaceptable para nosotros. Sin embargo, podríamos llegar a un acuerdo por el cual Venecia y Aragón se dividieran el Mediterráneo en dos; la línea divisoria se trazaría de acuerdo con la vieja partición del mundo que hiciera el Imperio romano en el siglo V; al fin y al cabo, los venecianos somos herederos de la cultura y la civilización de Bizancio y los aragoneses pueden reclamar para sí Occidente. Por su parte, los mercaderes de Barcelona seguirían manteniendo sus consulados en Oriente en condiciones mucho más ventajosas —expuso Pico.

—Mi señor el rey de Aragón nunca estará de acuerdo con ese reparto. Sabéis muy bien —alegó Santa Pau dirigiéndose a los dos venecianos— que la principal fuente de riqueza del Mediterráneo es el comercio con Asia. Las especias, la seda, el alumbre, todas aquellas mercancías que han hecho del comercio un gran negocio proceden de Oriente. Quien controle las costas asiáticas monopolizará el comercio marítimo. Si lo hiciera Venecia, a los mercaderes catalanes sólo les quedaría el norte de África occidental, demasiado poco.

—No tan poco, mi querido amigo. Tendríais el monopolio del polvo de oro, del marfil, de las plumas de avestruz, de la goma y grandes cantidades de incienso y almizcle.

—Vamos, Pico, sabéis perfectamente que las minas de oro del centro de África, como las del Sudán, están casi agotadas —dijo Santa Pau.

La negociación había entrado en un callejón sin salida. Las dos partes estaban de acuerdo en una gran alianza contra Genova y en la destrucción de su poder naval y comercial, pero disentían sobre el reparto de los dominios genoveses.

El dogo se incorporó de su sitial y tomó una copa de vino en la mano. Pico, Tito y Santa Pau también se levantaron e hicieron lo propio.

—Si estamos de acuerdo en uno de los puntos, llevémoslo a cabo; ya discutiremos más adelante el reparto de los despojos de Genova. Podéis decir a mi hermano el rey de Aragón que las galeras de guerra de Venecia seguirán luchando al lado de las suyas contra las genovesas —aseveró el dogo cuando caían los últimos granos de la parte superior del reloj.

—Así lo haré. Mi señor don Pedro se alegrará de vuestra resolución.

Santa Pau, Luigi Pico y Antic Tito salieron del palacio Ducal.

—Sois un gran negociador —le dijo Santa Pau a Pico.

—Sólo defiendo mis intereses, y los de mi república, por supuesto. Venid esta noche a cenar a mi casa, celebraremos el acuerdo —se despidió Pico.

—¿Acuerdo?; estos venecianos son inescrutables. Pese a que Venecia está casi arruinada, se resisten a una solución definitiva. La guerra la está agotando; si no hubiera sido por nuestra ayuda, hace tiempo que los genoveses hubieran acabado con ellos. Y pese a que nos necesitan, no hemos avanzado nada. Si pudieran nos echarían del Mediterráneo oriental para acaparar todo el comercio con Oriente; hace tiempo que, de manera taimada, intentan que los catalanes no naveguemos por el golfo de Salónica. Por lo demás, las cosas siguen como estaban, sólo hemos logrado mantener la alianza contra Genova, pero ni un solo avance sobre la guerra total y sobre el reparto de los dominios genoveses —se lamentó Santa Pau camino de la Fonda de los Alemanes.

—Los catalanes no hemos dudado, cuando ha sido oportuno, en emplear ciertas prácticas de piratería en el mar Egeo. Los venecianos, como nosotros, defienden sus propios intereses; no esperéis de ellos otra cosa —aseguró Tito.

Cuando llegaron a la posada encontraron a Romeu Crespiá sentado a una mesa junto a una mujer que tenía el rostro pintado de manera muy exagerada, con dos grandes cercos verdes en torno a los ojos y unos labios carmesíes muy resaltados. Al ver entrar a los dos catalanes, Crespiá se levantó y se dirigió a ellos:

—Estáis de vuelta muy pronto. No creí que vuestra entrevista con el dogo fuera tan breve. Pero venid, permitid que os presente a esta hermosa dama.

Los tres hombres rodearon la mesa donde se había quedado sentada la mujer del rostro pintado.

—Señores, esta dama es Catalina la Milanesa. Mis dos amigos son Antic Tito y Jerónimo de Santa Pau —señaló Crespiá.

Santa Pau, al oír de labios de Crespiá su verdadero nombre, sintió ganas de estrangular a su ayudante allí mismo, pero se contuvo y corrigió:

—Jerónimo de Santa Fe, señora; mi ayudante suele confundir los nombres en cuanto ha bebido un poco.

La mirada de Santa Pau sobre Crespiá fue tan fulminante que el pelirrojo ayudante del notario real bajó la vista y tragó saliva.

—¿Catalina la Milanesa, decís, acaso sois de Milán? —pregunto Tito.

—No, soy de Pellestrina, una aldea en la laguna de Venecia —respondió la mujer en un italiano mezclado con palabras catalanas.

—Es una estupenda guía. Nos encontramos esta mañana, por casualidad, en la puerta de una iglesia que está aquí al lado. Me vio recorrer la ciudad un tanto despistado y se dirigió a mí por si necesitaba ayuda. La he invitado a comer para agradecerle su amabilidad.

—Vuestro amigo es muy simpático y cortés.

—Lo es, señora, lo es. Y ahora, si nos permitís, debemos tratar de nuestros negocios.

—Volveré más tarde —aseguró Catalina, y se despidió de Crespiá con un arrumaco que despertó el brillo en el rostro del pelirrojo.

—¡Maldito idiota! —clamó Tito en cuanto la Milanesa salió por la puerta—, ¿no te has dado cuenta de que todos nuestros planes pueden venirse abajo por tu estupidez? ¿En qué estaba pensando el Canciller cuando os asignó de ayudante a un imbécil como éste?

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