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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

El invierno de la corona (8 page)

—Sólo quiero que estéis orgulloso de mí; nada mejor para ello que vuestra cuarta reina sea también madre de un futuro rey.

El rey se acercó a su esposa y le acarició los cabellos. Pese a lo avanzado del verano una suave brisa marina refrescaba la estancia del palacio Menor de Barcelona. Doña Sibila tomó la mano de su marido y la estrechó en su pecho. Don Pedro no pudo verla, pero una sutil sonrisa se perfiló en los labios de la reina.

Barcelona, agosto de 1378

El Canciller se movía nervioso de un lado para otro; en sus manos sostenía un breve informe recién llegado desde Alejandría. Los gruesos muros de piedra de la cancillería apenas mitigaban el calor sofocante del verano barcelonés.

Jerónimo de Santa Pau entró en el gabinete del Canciller.

—Os esperaba con impaciencia —dijo el Canciller.

—He venido todo lo rápido que me ha sido posible. A esta hora las calles están llenas de gente y es difícil avanzar con celeridad, hoy es día de mercado —se excusó Santa Pau.

—El Grial ya está aquí.

—¿Qué?

—El Grial, el cáliz de la Última Cena —repitió el Canciller—. Nuestro agente en Alejandría consiguió embarcarse a bordo de una nave que partió hace meses hacia Barcelona. No he recibido antes noticias suyas porque ha tenido una travesía muy accidentada. Una tempestad desvió su nave hasta Creta, donde estuvo varada casi tres meses mientras se reparaban los desperfectos que causó la tormenta. Cuando pudieron navegar de nuevo, una galera veneciana los detuvo cerca de Bari y tuvieron que amarrar en Sicilia varias semanas. Ayer atracaron en el puerto. El cáliz ha viajado custodiado en una caja de madera precintada. No sé cómo lo han logrado, pero me temo que la reina es quien está detrás de todo esto. Los mercaderes Joan de Centelles y Marimón de Plegamans son miembros del partido que está haciendo todo lo posible para lograr que nuestro rey se comprometa en una cruzada. Consideran que ofreciendo el Grial a don Pedro conseguirán que se decida al fin a emprender esa aventura.

—¿Qué os hace pensar que el rey aceptará ese cáliz como el verdadero Grial? —preguntó Santa Pau.

—Su majestad tiene una fe ciega en la astrología. Yo mismo he intentado persuadirlo en muchas ocasiones de que esa…, llamémosle ciencia, carece de fundamento, pero él está convencido de que la astrología sirve para escudriñar el futuro de los hombres. Un astrólogo francés contratado por Jaime de Cabrera, ese intrigante… —masculló el Canciller—, está intentando convencer a don Pedro de que él es el monarca que conquistará definitivamente Jerusalén para la cristiandad y derrotará al Anticristo. Los mercaderes le prometieron el Grial y ya lo tienen. La reina los apoya y no cesa de presionar al rey para que inicie esa cruzada. ¿Os dais cuenta? Los astros, las profecías, el Grial…, la trampa en torno al rey está perfectamente trazada.

—Una trama bien construida; parece ideada por vos —ironizó Santa Pau.

—No sé si eso es un halago o una desconsideración.

—Tomadlo como un comentario sobre vuestra extraordinaria capacidad para la política.

—Hemos de desmontar esos planes, o de lo contrario la Corona se verá sumida en una aventura de la que sólo cabe esperar un auténtico desastre. Francia, Genova y la propia Castilla ambicionan territorios de la Corona, un gran fracaso del rey podría suponer el final. Nuestro deber es evitar semejante catástrofe.

—Me pondré a trabajar de inmediato. Tengo buenos amigos entre los miembros del Consejo de Ciento; intentaré ganar su apoyo y así evitar que la ciudad de Barcelona apruebe la concesión de créditos con destino a una futura cruzada —dijo Santa Pau.

—Andad con cuidado, nunca se sabe dónde está el enemigo —le aconsejó el Canciller.

—Confiad en mí.

El aragonés don Juan Fernández de Heredia, gran amigo de don Pedro, fue nombrado por el papa Gregorio XI gran maestre de la Orden de San Juan del Hospital en 1377. El aguerrido aragonés no dudó un instante en iniciar una cruzada por su cuenta para frenar el avance turco por los Balcanes y se dirigió a la península de Morea para expulsar a los turcos de Grecia, pero los caballeros hospitalarios fueron derrotados en una emboscada y el gran maestre cayó prisionero; para su liberación se pidió un gran rescate. La derrota de los hospitalarios supuso una enorme conmoción en la cristiandad y los que propiciaban la cruzada vieron cómo disminuían sus posibilidades de éxito.

Capítulo 3
Barcelona, septiembre de 1378

La reina había logrado convencer a don Pedro para que una gran escuadra partiera desde Barcelona y Valencia con la misión de someter definitivamente Cerdeña y Sicilia, donde las cosas no discurrían demasiado bien para los intereses del rey de Aragón. El Canciller, enterado de que detrás estaban las maquinaciones de Jaime de Cabrera y el conde de Pallars, había intentado convencer al rey para que abandonara esa empresa. En los puertos estaban preparadas treinta galeras, veinticuatro naves de diversos tipos y dieciséis leños; el almirante de la flota sólo esperaba la orden para partir.

—Si nada lo remedia, en una semana saldrán esas naves hacia Cerdeña y Sicilia. No podemos desviar semejante fuerza, nos hace falta aquí —se lamentaba el Canciller.

Jerónimo de Santa Pau saboreaba un vino blanco que un cosechero de la comarca del Penedés había creado a base de manipular el mosto hasta lograr un caldo que despedía unas chispeantes burbujas.

—Demasiado dulce —comentó Santa Pau—. No es éste el mejor momento, desde luego, pero ya sabéis que cuando el rey toma una decisión es muy difícil convencerlo de que se retracte.

—Debemos seguir insistiendo. Por las costas del Mediterráneo oriental navegan al menos una docena de galeras catalanas, todas ellas con orden de atacar a las de Genova. Si las que están ancladas en Barcelona y en Valencia parten hacia Cerdeña y Sicilia, nuestras costas quedarán desguarnecidas. ¿Que pasaría si Genova lanzara un ataque en ese momento? No tendríamos con qué defendernos. He conseguido que el rey vuelva a recibirme esta misma mañana, justo antes del banquete de despedida que ofrece a los capitanes de la armada. Le he comunicado que vos, Jerónimo, iréis conmigo. Tal vez entre los dos podamos convencerlo.

El Canciller y Santa Pau se dirigieron a palacio cruzando la pequeña plaza de armas a la que se abrían el palacio Mayor, la capilla real y el gran salón del Tinell. El otoño acababa de comenzar y, aunque no hacía frío, llovía con cierta intensidad y una densa humedad provocaba una desagradable sensación sobre la piel. El portero los acompañó hasta el salón del Tinell, donde don Pedro había ordenado que condujeran al Canciller en cuanto llegase. Aquel salón, cuya construcción había dirigido el propio don Pedro dieciséis años atrás, se usaba habitualmente para celebrar los banquetes reales. Aquella mañana, justo al amanecer, varios criados lo habían escobado y regado, lo que aumentaba la sensación de humedad ambiental. Estaba recién preparado para el banquete que con la precisión de la rígida etiqueta de la corte se iba a servir esa misma mañana, una hora después de mediodía, con motivo de la despedida real al almirante y a los capitanes que iban a partir hacia Cerdeña y Sicilia.

Don Pedro, vestido con unas calzas caladas, una túnica hasta debajo de las rodillas y un manto orlado de oro, estaba sentado junto a la chimenea del gran salón del Tinell, contemplando unos troncos que crepitaban al fuego. Aún mantenía algunos cabellos rubios que lo hicieran famoso de joven, aunque numerosos pelluzgones canos alternaban con los dorados mechones, como en la tupida barba que le caía hasta el pecho con bucles a modo de tirabuzones. Era muy menudo, tanto que cuando asistía a una parada militar o vestía armadura, cubría su cabeza con una cimera rematada con un dragón alado a fin de compensar artificialmente su estatura. Se decía que su pequeña talla se debía a que había nacido sietemesino; durante sus primeros dos o tres años de vida nadie creyó que pudiera sobrevivir a su naturaleza débil y enfermiza. De niño fue muy difícil, tanto que le cambiaron hasta siete veces de institutriz en un solo año. Su padre, el rey don Alfonso, había sido coronado en Zaragoza en abril de 1328, y aquellas fiestas de la coronación real, a las que asistió don Pedro ya como príncipe heredero, dejaron tal huella en el muchachito que, en cuanto se convirtió en rey, una de sus mayores preocupaciones fue sublimar al máximo la condición real, promulgando diversas ordenanzas que regulaban el ceremonial y el protocolo de la corte dotándolo del mayor boato posible. Ese mismo ritual lo aplicó siete años más tarde, cuando durante el domingo de Pascua fue coronado rey de Aragón en la catedral de San Salvador de Zaragoza. Desde entonces, desde el momento en que sobre sus sienes fue colocada la corona de los reyes de Aragón, se fijó como objetivos el fortalecimiento de la monarquía y continuar la expansión por el Mediterráneo. Rey a los dieciséis años, lo había sido en contra del destino; era hijo segundón del infante don Alonso, segundón a su vez del rey don Jaime el Segundo, por tanto con muy pocas posibilidades de ceñir las coronas real de Aragón y condal de Barcelona. Pero su tío Jaime, el primogénito de Jaime el Segundo, renunció al trono por razones religiosas y don Pedro, comoquiera que su hermano mayor don Alonso murió al año justo de su nacimiento, se convirtió en heredero de su padre Alfonso, cuarto de ese nombre en Aragón y tercero en Barcelona.

Su debilidad física le había impedido participar en torneos y en juegos de la nobleza, a los que era muy aficionado, pero suplía su endeblez corporal con un carácter recio y una voluntad de hierro. El rasgo más destacado de su compleja personalidad era la astucia. Era el único hombre al que el sagaz Canciller, pese al tiempo que hacía que se conocían, nunca adivinaba las intenciones. Y es que don Pedro tenía una especial inclinación hacia la simulación y el engaño. Solía actuar de manera muy distinta a lo que decía, pues entendía que la mentira era la más eficaz arma política, aunque siempre se rodeaba de un grupo de expertos juristas a fin de dar forma jurídica a sus decisiones, porque era un hombre obsesionado por mantener las formas legales. Habitualmente se comportaba con mesura y prudencia, pero cuando se encolerizaba podía llegar a ser extraordinariamente cruel. En la corte todavía se recordaba con horror, y ya habían pasado más de treinta años desde aquel episodio, que hizo beber a los conjurados valencianos en la revuelta de la Unión el metal fundido de la campana con la que este grupo de nobles convocaba en Valencia a los sublevados a levantarse contra su autoridad real. Este hombre culto y refinado, que a los quince años era capaz de expresarse y escribir en todas las lenguas que se hablaban en su extensa Corona, que sabía latín y francés y que componía versos y canciones, era el formidable soberano a quien el Canciller y Santa Pau debían convencer para que suspendiera una expedición militar de semejante envergadura.

El portero les indicó que aguardaran a la entrada del salón mientras él se dirigía hacia el monarca. Don Pedro, que leía en esos momentos un tratado de Eiximenis, el sabio franciscano a quien tanto admiraba y a quien facilitó el doctorado por la Universidad de Toulouse, levantó la cabeza cuando oyó los pasos de su portero. Desde la puerta del salón, Santa Pau contempló el rostro del soberano, su nariz recta y afilada, aunque ligeramente aguileña, sus cejas muy curvadas sobre los ojos almendrados a ambos lados de la marcada vena que cruzaba su frente de arriba abajo justo sobre el puente de la nariz, los labios finos pero sensuales y sus ojos redondos y fríos, de mirada lejana y oscura; rasgos que no hacían sino reforzar su temperamento sarcástico y la alta consideración que don Pedro tenía hacia su cargo. El portero se inclinó reverentemente ante el rey y le susurró unas palabras que Santa Pau no pudo entender, pese a su agudo oído. El portero se incorporó y esperó pacientemente una orden del soberano, que decidió seguir leyendo unos momentos. Al fin cerró el libro e hizo una majestuosa indicación levantando pausadamente su mano derecha. El portero se inclinó de nuevo y volvió sobre sus pasos hacia el Canciller y Santa Pau.

—Podéis acercaros, su majestad os recibirá ahora —les dijo a la vez que se retiraba.

Los dos diplomáticos se dirigieron hasta el rey portando sus sombreros en la mano izquierda e inclinaron sus cabezas en un respetuoso saludo. Don Pedro se atusó la barba, los miró y les ordenó que se sentaran en sendas sillitas de madera labrada con las armas de Aragón en el respaldo.

—Sois contumaz, Canciller, aunque sabéis que mi decisión es firme. Es preciso someter definitivamente Cerdeña y Sicilia, y éste es el momento —sentenció el rey.

—Señor… —balbuceó el Canciller.

—Os encuentro muy bien, Santa Pau —continuó el monarca sin dejar hablar al Canciller—. No os había visto desde mi boda, pero vuestro aspecto indica que el viaje a Venecia os ha favorecido.

—Gracias, majestad. Estar a vuestro servicio es lo que realmente me reconforta —contestó Jerónimo.

—No a mi servicio, sino al servicio de la Corona.

—Es lo mismo, majestad —repuso Santa Pau.

—Sólo la corona no hace a un rey —sentenció don Pedro.

—Majestad, en cuanto a lo que nos ocupa —volvió a intervenir el Canciller—, insisto en que esta expedición no es conveniente.

—Lo es. Hemos de responder con contundencia a la situación que se nos presenta. Ese maldito don Artal de Aragón, que no deja de conspirar contra nosotros en Sicilia, está haciendo todo lo posible para que la reina María se case con el milanés Visconti. Milán y Genova son aliadas, y Genova está interesada en que Milán, una ciudad que está creciendo mucho, desvíe su centro de interés hacia el sur y hacia el este. Para Genova, la alianza con Milán supone colocar un formidable tapón defensivo entre ella y Venecia. A su vez, Milán busca desesperadamente una salida al mar para que sus mercaderías tengan vía libre y no dependan de otras repúblicas. La soberanía sobre Sicilia la convertiría en una potencia formidable y en un enemigo poderosísimo, una segunda Genova. Nuestras victorias deben ser aprovechadas con un golpe definitivo que asegure Cerdeña y Sicilia.

—La Iglesia condenará esta expedición —alegó el Canciller.

—¿A qué Iglesia os referís, a la que rige Urbano VI? —inquirió don Pedro.

—Urbano sigue siendo papa —afirmó el Canciller.

—Esperaré a que se desarrollen los acontecimientos —asentó el rey.

—Majestad, permitidme que os diga que si enviáis todas esas naves a Italia, nuestras costas quedarán sin defensas. Cualquiera podría saquear Barcelona, Valencia o Mallorca —intervino Santa Pau.

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