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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

El invierno de la corona (11 page)

—Sí. Tenéis que conseguir que Francesca entre como doncella al servicio de la reina.

—¿Os habéis vuelto loco? De acuerdo, me presento ante la reina y le digo: «Majestad, vuestro más sincero enemigo os ofrece a esta furcia para que sea vuestra doncella y la entreguéis a vuestro consejero Cabrera como amante». Seguro que la reina no sospecha nada, e incluso hace de esa muchacha su dama de confianza. Tal vez sea la propia reina quien le revele sus planes y ni siquiera sea necesario que se acueste con Jaime de Cabrera.

—Me complace vuestra capacidad para la ironía, pero es mucho más fácil que todo eso. La reina es una mujer iletrada y desconfía de lo que no conoce; sólo se muestra crédula ante su esposo y ante la fe. Pues bien, fabriquemos una historia de fe, eso sí podréis conseguirlo.

Capítulo 4
Barcelona, abril de 1379

Urbano VI ansiaba una Italia gobernada por el papado y don Pedro de Aragón soñaba con someter definitivamente Cerdeña y Sicilia. En esas condiciones la convocatoria de la gran cruzada que propugnaban algunos mercaderes era imposible. Don Pedro tuvo que alterar su estrategia: con toda Italia convulsa, la guerra con Genova no convenía a los intereses de Aragón, y buscó un acercamiento a la intrépida república piamontesa.

El Canciller había recibido órdenes tajantes y directas del rey: la paz con Genova debía ser desde ese momento el objetivo prioritario de la diplomacia aragonesa, pero antes de sellar esa paz las galeras aragonesas tenían que reducir al máximo el potencial bélico genovés y el de sus aliados milaneses, que seguían empeñados en dominar Sicilia. Destruir algunas galeras genovesas se hacía indispensable para negociar la paz desde una posición de fuerza.

—Sicilia es el primer objetivo. Hemos de conseguir que se reintegre a la Corona salvaguardando el derecho y la justicia. La reina María no puede ejercer la soberanía, pero puede transmitir los derechos sucesorios. Mi hijo el príncipe Juan acaba de quedar viudo. Creo que sería muy acertado que se casara con María, así se convertirá en rey de Sicilia y a mi muerte se reintegrará este reino a la Corona —don Pedro de Aragón comentaba sus planes al Canciller y a Jerónimo de Santa Pau en su gabinete del palacio Mayor.

—María está en manos de don Artal de Aragón; no creo que sea fácil convencerlo para que la entregue a don Juan, pues desea casarla con el milanés Visconti. Supondrá que dicha entrega significaría el matrimonio y en ese caso debería renunciar a sus privilegios y admitir la primacía del rey de Aragón —alegó el Canciller.

—Majestad —intervino Santa Pau—, el gobierno de Sicilia ha sido, desde que se conquistó a los musulmanes, terriblemente complejo. En esa isla existen diversos clanes familiares en los que el pacto de sangre es su forma de relacionarse. Quizá sea una herencia de la época de la conquista normanda o tal vez un resabio de la presencia musulmana, pero así es. Esos clanes señoriales gozan de enormes privilegios que han aumentado en los últimos años de gobierno débil y complaciente.

—Por eso debemos lograr la sumisión de la isla mediante el escrupuloso cumplimiento de la legalidad —asentó don Pedro—. Para esta empresa necesitamos la paz con Genova y con Egipto. Nuestra negociación con el soldán de Egipto está casi acabada y vos, Jerónimo, partiréis hacia Genova con la misión de recabar información sobre las intenciones de los genoveses. Entretanto, la armada mantendrá a raya a los piratas tunecinos.

—Urbano VI entenderá esta política como una clara oposición a sus intereses —supuso el Canciller.

—El asunto del cisma no me preocupa, por el momento. No nos perjudica que haya dos papas, más bien todo lo contrario. Iremos dando largas al asunto del reconocimiento de uno de los dos. Nuestra posición seguirá siendo ambigua, neutral.

El cardenal ya había superado los cincuenta años, pero su tenacidad era proverbial. Recio, austero y duro como las montañas de su tierra natal, el aragonés se había propuesto que el rey don Pedro reconociera al pontífice que él consideraba como legítimo. Su aspecto era rudo y poco delicado, su cabeza grande y poderosa y sus hombros anchos y rotundos, más propios de un campesino que de un purpurado, pero de sus ojos emanaba una fuerza tal que la percibían cuantos los contemplaban. Don Pedro de Luna, cardenal de Santa María in Cosmedin por decisión del fallecido papa Gregorio XI, príncipe de la Santa Iglesia Romana, intuía a través de las cortinillas de su carruaje la proximidad de Barcelona. Hacía ya muchas semanas que se había embarcado en un largo viaje para convencer a los monarcas de la cristiandad de que Clemente VII era el verdadero papa, el pontífice legítimo, y que Urbano VI estaba usurpando el solio romano. Con él viajaba Vicente Ferrer, un joven y fogoso dominico valenciano, de piel fina aunque tomada por el sol, facciones acusadas, muy angulosas, pómulos salientes y un lacio y ralo pelo rojizo, que había alcanzado cierta fama por la contundencia de sus discursos y la exaltación que de la doctrina cristiana como fe única y verdadera hacía en sus encendidos sermones.

En aquellos días de principios de abril coincidieron en Barcelona los dos principales legados de los dos papas que se disputaban la legalidad canónica al frente de la Iglesia: el cardenal don Pedro de Luna, defensor de Clemente VII, y Perfecto de Malatesta, abad de Sitria y nuncio de Urbano VI. El rey don Pedro había convocado a los dos legados en la capilla del palacio Mayor. Cada uno había acudido con dos ayudantes; por su parte, el rey estaba acompañado por el obispo de Barcelona, el abad de Ripoll, el Canciller y el notario Jerónimo de Santa Pau. Don Pedro dio la bienvenida a Barcelona a los dos nuncios de los dos papas y cedió la palabra a Perfecto de Malatesta:

—Majestad —comenzó a hablar en latín el nuncio de Urbano VI—, su santidad el papa me ha ordenado que os transmita sus mejores deseos para vos y para vuestros subditos. Como soberano legítimo de la Iglesia, os pide que los reinos y estados que gobernáis lo reconozcan como sumo pontífice, y que acabéis así con la ambigüedad sobre la primacía en el solio de san Pedro.

El abad de Sitria era un hombre enjuto, de perfil aguileno, con los pómulos extraordinariamente marcados. Su voz, ligeramente aflautada, parecía a punto de quebrarse en cualquier momento. No obstante, su mirada era firme y sus ademanes rotundos y decididos.

A continuación el rey concedió turno a don Pedro de Luna. El cardenal aragonés se levantó, estiró su toga y colocando sus gruesas manos sobre el pecho comenzó a hablar también en latín:

—Majestad, yo fui testigo privilegiado y protagonista paciente a la vez de la fraudulenta elección de quien se hace llamar Urbano VI. Sé que conocéis cómo ocurrió esa infausta elección y de qué modo se nos obligó mediante la violencia a que nombráramos papa a quien el Espíritu Santo no había tocado con su divina gracia. Quien se hace llamar Urbano VI es un impostor que para alcanzar el solio pontificio no ha dudado en alterar el cónclave de los cardenales, en usar la violencia contra los representantes de Dios y en cometer todo tipo de horrendos crímenes y terribles perjurios. Yo os puedo asegurar, majestad, que la necesaria y canónica clausura del cónclave fue violada; seis cardenales fueron obligados a refugiarse en el castillo de Santángelo y los demás tuvimos que protegernos en nuestras casas ante la amenaza de ser heridos por la colérica multitud incitada por los sicarios del mal.

Pedro de Luna era de mediana estatura y cuerpo macizo. Hablaba con sutileza y con palabras penetrantes. Tenía fama de tozudez, de ser capaz de mantener sus convicciones hasta la propia muerte; incluso sus más enconados enemigos reconocían en su persona a un hombre honesto y firme, de costumbres irreprochables.

—El cónclave eligió a Urbano VI por unanimidad, vos mismo —intervino el abad de Sitria dirigiéndose a don Pedro de Luna— y quien se hace llamar Clemente VII estabais allí e intervinisteis de manera decisiva en dicha elección. La sagrada asamblea de cardenales no fue alterada en ningún momento. La presión del pueblo de Roma sólo pretendía que se cumplieran los deseos de Gregorio XI y la legalidad canónica.

En ese momento se levantó Vicente Ferrer. El joven dominico acusó con voz clara y sonora a Urbano VI de apóstata y tirano y de ser el Anticristo, el verdadero demonio, y que en consecuencia el ñn del mundo iba a producirse muy pronto, aunque dijo que la fecha exacta sólo la conocía Dios. Las dos legaciones comenzaron entonces a cruzarse improperios e insultos. El más contundente era Vicente Ferrer, que imponía su poderosa voz y su mirada profunda entre la cascada de acusaciones de ambas partes. Santa Pau asistía atónito al espectáculo y observaba la cara del monarca, ciertamente complacido por el enfrentamiento de los partidarios de sendos papas. Un rictus como de triunfo se dibujó en los finos labios del rey, y Jerónimo supo entonces que el monarca aragonés nunca reconocería a ninguno de los dos papas y que la política de neutralidad ante el cisma de la Iglesia seguiría siendo la que practicara el rey de Aragón al entender que era la que más convenía a sus intereses.

La disputa de las dos delegaciones no condujo a ningún resultado. Pedro de Luna y Vicente Ferrer, desesperados por la ambigüedad del soberano de Aragón, marcharon hacia Castilla con la esperanza de convencer a su rey don Enrique, que también se había declarado neutral. Los nuncios de Urbano VI embarcaron rumbo a Italia. Unas semanas más tarde se supo que su nave fue apresada por unos corsarios; algunos quisieron ver en ello la larga mano de don Pedro de Luna, pero nunca se pudo demostrar que el cardenal aragonés hubiera estado detrás de esa acción.

Aquella primavera de 1379 estaba siendo demasiado húmeda. Durante varios días no dejó de llover sobre Barcelona y las calles estaban tan enfangadas que se hacía difícil caminar por ellas. Los vecinos se afanaban en cubrirlas con juncos, cañas y paja, pero el agua y el barro lo anegaban todo. En el palacio Menor, el infante don Pedro, el hijo en quien la reina Sibila había depositado toda su esperanza, y también toda su ambición, agonizaba. El muchachito apenas tenía diez meses cuando, pese a todos los esfuerzos de los médicos de la corte, murió.

—Era nuestra ilusión, mi rey, era nuestra esperanza —sollozaba Sibila entre los brazos de su esposo.

—Sois joven, Sibila, engendraréis otro hijo —la consolaba don Pedro.

—Era tan sano, estaba bien hace sólo dos días… No comprendo cómo ha podido suceder.

—Ha sido esta maldita lluvia, esta persistente humedad. Don Pedro se retiró dejando sola a doña Sibila. El infante fue enterrado en la iglesia de Nazaret, en el Rabal, en un ataúd cubierto con un paño azul orlado con un cendal negro con las insignias de Aragón.

Sólo habían transcurrido cuatro días desde la muerte del infante cuando Jaime de Cabrera y Bernardo de Forciá se presentaron ante la reina con una inquietante noticia.

—Hermana, el príncipe Juan puede ser el causante de la muerte de tu hijo.

—¿Qué dices?

—Ayer mismo envió un misterioso paquete a la reina María de Sicilia; don Jaime ha logrado enterarse del contenido.

—Vamos, hablad, ¿qué había en ese paquete? —se impacientó la reina.

—Un fragmento de asta de unicornio —aseveró solemne don Jaime de Cabrera—. Don Juan está empleando la magia negra contra vos y contra vuestro marido. Para ello usa el más temido y secreto de los libros de magia, el llamado La clave de Salomón. En ese libro se describen fórmulas para sembrar la discordia entre los amantes. En los ritos se utilizan amuletos y talismanes; el pedazo de cuerno de unicornio ha sido el que se ha usado contra vos, así como un anillo con una piedra preciosa que don Juan lleva siempre en el dedo. Ambos amuletos son muy poderosos —sostuvo don Jaime.

—¿Cómo podemos contrarrestar la fuerza de esos sortilegios? —preguntó la reina.

—Con las reliquias —aseguró Cabrera.

—En efecto, en la capilla del palacio Mayor hay muchas. Tienes que conseguir que se empleen para contrarrestar a esos hechizos, pero, sobre todo, convence al rey sobre la maldad de su primogénito —dijo Bernardo a su hermana.

La reina irrumpió en el gabinete de don Pedro hecha una furia. En ese momento el rey estaba reunido con dos de sus astrólogos, que le estaban mostrando un astrolabio recién fabricado y un par de libros adquiridos para la biblioteca de palacio.

—Necesito hablar con vos, es muy urgente —espetó la reina con un tono tan autoritario que causó el asombro del mismísimo rey.

—Estoy ocupado.

—Es muy urgente, este asunto no puede esperar.

Si una leve insinuación de la reina era para don Pedro como una orden, un deseo manifestado con esa rotundidad no podía dejar de ser cumplido en el acto. El rey ordenó salir a los astrólogos y acercó una silla a doña Sibila para que se sentara.

—Bien, mi reina, ha de ser muy importante esa noticia para que vos misma hayáis venido en persona a comunicármela.

—Lo es. Me he enterado de que el príncipe Juan ha estado realizando hechicerías en contra de nuestro malaventurado hijito. Sin duda su muerte se debe a los conjuros de vuestro heredero.

Aquella acusación era muy grave. La reina afirmaba que el infante don Juan, duque de Gerona, príncipe heredero de Aragón y de Barcelona y gobernador del reino, había causado mediante sortilegios la muerte del último de los hijos del rey. Don Pedro se mostró sorprendido primero y apesadumbrado después.

—¿No tenéis nada que decir? —demandó doña Sibila.

—Vuestra acusación es terrible. No estáis hablando de un subdito cualquiera, estáis diciendo que el heredero de la Corona es un traidor de lesa majestad.

—Así es.

—¿Tenéis pruebas de ello?

—Las tengo —afirmó doña Sibila—. El encantamiento se realizó con un trozo de asta de unicornio que vuestro heredero ha enviado a la reina María de Sicilia. Don Juan quiere reinar cuanto antes y sólo podrá hacerlo cuando vos hayáis muerto. ¿Qué será de mí y de mi familia entonces?

—Mi hijo nunca os hará daño.

—Quizá no lo conozcáis bien. ¿No os dais cuenta de que está urdiendo una conjura contra vos?

Don Pedro se mostraba receloso y dubitativo. No podía creer que su primogénito pudiera maquinar nada en su contra, pero las palabras de su bella esposa eran tan convincentes… Doña Sibila se sentó a los pies del rey y se abrazó a sus rodillas, apretando con fuerza, mirándolo con aquellos ojos que tanto gustaban al monarca. Don Pedro ayudó a su esposa a incorporarse.

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