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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

El invierno de la corona (13 page)

BOOK: El invierno de la corona
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—Soy un apasionado de la cultura clásica. Estudié leyes en Salamanca, donde pude consultar algunas obras, aunque por razones de familia he tenido que dedicarme a los negocios, pero mi verdadera vocación es la jurisprudencia. Sé que disponéis de varios manuscritos que me gustaría hojear.

Las palabras de Santa Pau parecían convincentes.

—¿Qué tipo de libros? —preguntó el bibliotecario.

—Los de los autores clásicos. He oído que el bibliotecario Antonio de Rímini es un hombre de una vasta cultura, su fama ha llegado hasta Castilla.

—¿Es eso cierto?

—Por supuesto, tal es así que nada me placería más que conocerlo.

—Pues lo tenéis ante vos —aseguró el bibliotecario ufano.

Santa Pau había comprendido desde el primer momento que el bibliotecario era un hombre vulgar, retraído y acomplejado por el aspecto de su rostro, lleno de surcos y cicatrices por la viruela.

—¡No es posible! ¿Vos sois el gran Antonio de Rímini? —preguntó fingiendo asombro.

—Lo soy, lo soy.

—Cuando lo comente en Salamanca nadie va a creerme. ¡Antonio de Rímini, uno de los más grandes sabios de nuestro siglo!

Santa Pau exageraba de tal manera que cualquiera se hubiera dado cuenta de que estaba actuando. El notario catalán nunca antes había oído hablar del tal Antonio de Rímini, pero se había percatado de que al bibliotecario de Aviñón le gustaban los halagos.

—Si pudiera ver, aunque fuera por un instante, vuestra biblioteca, sería el hombre más feliz del mundo —insistió Santa Pau en su burla.

—Podréis hacer más que eso, señor de Santa Fe, podréis consultarla. Seguidme —le indicó el bibliotecario.

Los dos hombres se dirigieron hacia la biblioteca, ubicada en el primer piso de la llamada torre del Tesoro, en cuya tercera planta estaban situadas las habitaciones del papa.

—En este lugar sólo pueden entrar personas de confianza —dijo el de Rímini.

—¡Qué honor, qué honor! —clamó Santa Pau. El bibliotecario abrió la puerta e invitó a Jerónimo a pasar.

—Hela aquí. Contiene más de dos mil libros: hay varias biblias, comentarios de los más grandes escritores de la cristiandad, obras de los Padres de la Iglesia, textos de derecho canónico y civil, libros de liturgia, crónicas históricas, tratados de medicina y astrología y nada menos que veintisiete libros de autores griegos y romanos que se copiaron en tiempos del gran pontífice Juan XXII. Tenemos obras de Séneca, Plinio, Cicerón, Tito Livio, Salustio y Flavio Josefo, e incluso un Almagesto del gran Tolomeo. También poseemos libros de autores modernos: De visione beate de Roberto de Anjou, la Lectura in Bibliam de Dominico Grima, la Quaestio de evangélica pauperitate de Juan de Napoles, e incluso una copia ilustrada de las Portillae de Nicolás de Lyva. El gran maestre de Rodas, el aragonés Juan Fernández de Heredia, fue quien hizo la selección, y yo lo ayudé en ello.

—Magnífica. Una biblioteca digna de vuestra sabiduría.

—Disponemos de dos catálogos, uno general y otro privado.

—¿Y aquí están todos los libros de palacio?

—No, no, todavía hay más —respondió orgulloso el de Rímini.

—No lo puedo creer, ¿más libros aún? —ironizó de nuevo Santa Pau.

—Venid conmigo.

El bibliotecario lo condujo al tercer piso de la torre del Tesoro, donde se ubicaban las habitaciones privadas de los papas. El catalán se dio cuenta de que todo estaba preparado para recibir al papa Clemente.

—Aquí se guardan los libros más preciados, pero no podéis consultarlos.

—¡Cuánto se lamentarán en Salamanca cuando les diga que estuve aquí y no pude leer estas joyas guardadas por el gran Antonio de Rímini!

El bibliotecario puso cara de picaro, miró a su alrededor y con una sonrisa cómplice le dijo a Santa Pau:

—Está bien, con vos haré una excepción, pero he de quedarme aquí mientras consultáis los libros.

—En ese caso prefiero seguir ignorándolos que haceros perder un solo minuto de vuestro precioso tiempo.

—Bueno, en ese caso, os dejaré solo. Volveré de vez en cuando por si necesitáis algo.

Antonio de Rímini abrió uno de los armarios y le dijo a Santa Pau que sólo podía revisar esos fondos. Los demás armarios no podían ser consultados sin orden expresa del papa; después se despidió y salió de la estancia. El notario catalán comenzó a tantear a toda prisa los armarios, que ocupaban todas las paredes. Estaban cerrados con llave, pero se las ingenió para conseguir abrir algunas cerraduras con la punta de un cuchillito que siempre llevaba oculto en el cinturón. Con la agilidad del que está acostumbrado a leer muy rápido y memorizar lo leído, Santa Pau pudo ver documentos secretos en los que el rey de Francia y el papa acordaban el reparto de Italia; en uno de ellos el rey de Francia requería del pontífice su apoyo para lograr que el reino de Sicilia dejara de estar bajo la influencia del rey de Aragón y pasara a manos de los Visconti milaneses. En otro pergamino había un pacto secreto firmado por el rey de Francia y el cardenal don Pedro de Luna.

Aunque absorto en la lectura de estos documentos, pudo oír unos pasos que se acercaban. Apenas le dio tiempo para cerrar el armario que había abierto con su cuchillito y tomar un libro de Aristóteles del único armario que el bibliotecario había abierto.

—¡Ah!, Aristóteles —dijo Antonio de Rímini—, magnífico filósofo, lástima que fuera pagano.

—Sí, un gran filósofo.

—Por cierto, en nuestro taller de miniaturistas hay varios españoles, uno de ellos es originario de Valladolid, tal vez os conozca, o a vuestra familia. Iré a buscarlo.

—No, tengo prisa, debo marcharme —aseguró Santa Pau cerrando el libro que había abierto al azar.

—¿Tan pronto? —se extrañó el bibliotecario—. Si os quedarais unos días tendríais oportunidad de asistir a la misa magna que el papa Clemente celebrará con motivo de su llegada a Aviñón.

—Leyendo a Aristóteles he recordado que tengo una cita con un mercader de Turín a la que no puedo faltar. Cuando regrese a Valladolid nadie creerá que he estado hablando con el gran Antonio de Rímini.

—¿Hablaréis de mí en vuestra ciudad?

—Lo haré en Valladolid y en Salamanca, no lo dudéis. Se despidió del bibliotecario, salió del palacio y se dirigió a toda prisa a la fonda, donde lo esperaba su ayudante.

—Romeu, recoge todas nuestra cosas, dejamos Aviñón hoy mismo.

A media tarde, los dos catalanes se pusieron en camino hacia Genova.

Genova, mayo de 1379

La actividad en el puerto de Genova era muy intensa. Santa Pau y Crespiá desembarcaron de la nave marsellesa en la que habían viajado hasta Genova después de descender el río Ródano en una barcaza desde Aviñón a Marsella y se dirigieron de inmediato a las oficinas de contratación donde se informaron sobre el maestro del gremio de tejedores. El oficial de la aduana les pidió sus documentos y comprobó que estaban en regla. Los dos catalanes portaban salvoconductos falsos expedidos por el rey de Castilla que los identificaban como Jerónimo de Santa Fe, mercader de lana de Valladolid, y su secretario Romeu Crespiá.

El taller del maestro de tejedores estaba en la parte alta de la ciudad, junto a la iglesia de San Siro. Los dos catalanes preguntaron por él a uno de los aprendices que cardaban lana junto a la puerta del taller. El muchachito, un joven de apenas ocho años, llamó a gritos a su patrón. Instantes después apareció un hombre de unos cuarenta años, de mediana estatura, vestido con el mandil de cuero de los maestros del gremio.

—¿Quién pregunta por mí? —inquirió a los dos extranjeros.

—Jerónimo de Santa Fe, mercader de Valladolid en el reino de Castilla, y su secretario Romeu Crespiá —respondió Santa Pau en italiano.

El maestro tejedor puso cara de desconfianza y siguió preguntando.

—¿Qué os trae por aquí?

—Vuestros paños. Hemos oído que son los mejores de Genova. Nada más llegar a la ciudad hemos preguntado por vuestro taller; es famoso en Castilla, y queríamos conocer al hombre que ha logrado fabricar paños de tamaña perfección.

Santa Pau volvía a repetir la táctica que tanto éxito le había dado en Aviñón. Comprobó que el maestro tejedor se distendía ante las alabanzas por su trabajo.

—Sí, las piezas que salen de este taller son excelentes.

—Por eso hemos venido. Queremos instalar un telar en Valladolid para elaborar paños con lana castellana. La compañía que represento está interesada en establecer intercambios comerciales con Genova; la colaboración con los genoveses podría suponer muchos beneficios para ambos.

—¿Y qué os hace suponer que yo esté interesado en esos negocios? —preguntó el tejedor.

—Vuestros paños.

Los dos catalanes y el genovés siguieron conversando un buen rato sobre los negocios, los paños y la calidad de los productos genoveses.

—Éstas son nuestras credenciales. Santa Pau mostró el falso salvoconducto en pergamino del rey de Castilla, que impresionó al tejedor a causa del gran sello de lacre rojo que colgaba de un cordoncito de cáñamo.

Durante varios días, Santa Pau y Crespiá no hicieron otra cosa que aguantar al maestro genovés, que a cada momento estaba más convencido de que quienes él creía honrados mercaderes castellanos le estaban ofreciendo un gran negocio. Gracias a la amistad que entablaron con el maestro del gremio de tejedores entraron en contacto con otros artesanos. Apenas dos semanas después de la llegada de Santa Pau a Genova, en todos los talleres de la ciudad no se hablaba de otra cosa que no fueran los grandes negocios que podían hacer con la abundante lana de Castilla.

Una soleada mañana de fines de mayo Jerónimo de Santa Pau y el maestro del gremio de tejedores conversaban en una de las tabernas del puerto, ante una mesa colmada de los mejores vinos y manjares que podían conseguirse en Genova.

—Si llegamos a un acuerdo comercial, sólo nos quedará salvar el obstáculo que suponen las galeras del rey de Aragón. Podríamos fletar nuestras cargas desde las costas de Murcia, que son de nuestro señor el rey don Enrique, aunque catalanes y mallorquines tienen patentes de corso del rey de Aragón y sus naves se interponen entre Genova y Castilla —expuso Santa Pau.

—Ese problema no tardará en solventarse, volveremos a comerciar con Castilla, como hace años, igual que ya lo hacemos con los musulmanes de Granada —aseguró el tejedor.

Santa Pau puso cara de incrédulo y volvió a llenar el vaso del genovés con el delicado vino tinto de Borgoña:

—Haría falta una gran escuadra para contrarrestar el poderío marítimo del rey de Aragón.

—Acabemos de comer; os mostraré algo que os sorprenderá.

Jerónimo dio buena cuenta de su chuleta a la brasa y de unos dulces de albaricoque y rellenó el vaso de vino del tejedor, cuyos ojos habían adquirido el brillo característico de los buenos bebedores.

Salieron de la taberna y atravesaron los malecones del puerto comercial.

—Esta zona del puerto está reservada a nuestros navios mercantes, pero hay un sector exclusivo para el atraque de las galeras de guerra.

El tejedor continuó hablando y describiendo las excelencias de la armada genovesa. Por fin, tras casi media hora de camino, llegaron a un malecón semioculto por muros de piedra, en el que había fondeadas varias galeras.

—Fijaos en aquella —señaló el tejedor.

Amarrada entre varias galeras de dos puentes flotaba la Bechignana, el mayor de los navios de guerra jamás construido, una enorme nave de tres puentes y cuatro mástiles.

Su borda sobresalía la altura de un hombre por encima de las demás y su longitud era casi el doble que la de las galeras medianas.

—¿Qué galera es ésa? —preguntó Santa Pau poniendo cara de asombro.

—La Bechignana.

—¡Es enorme!

—Sí, la mayor galera del Mediterráneo, tal vez del mundo. Es el orgullo de nuestra flota. No hay ningún navio capaz de derrotarla. Desde que se fletó, hace casi tres años, ha hundido o capturado a más de dos docenas de barcos venecianos. La temen tanto que apenas se atreven a salir del Adriático cuando saben que la Bechignana navega por el Mediterráneo. Nuestro gremio está dando mucho dinero a la Señoría para iniciar la construcción de otras dos naves como ésa. Dos años más y seremos invencibles. Para entonces los convoyes comerciales genoveses a Oriente, y hacia Castilla si llegamos a un acuerdo, estarán escoltados por una flotilla de cuatro galeras de guerra de dos puentes y una quinta como la Bechignana, de tres puentes y con cuatrocientos hombres de tripulación. Nadie se atreverá a enfrentarse con semejante poder.

Santa Pau examinó con la vista todo el puerto militar y se fijó en un grupo de galeras junto a las que se desarrollaba una intensa actividad. Eran siete, y entre ellas había tres que enarbolaban la enseña de los Visconti de Milán. No había duda de que las avituallaban para una inmediata expedición.

El primer día de junio amaneció nuboso; desde los Alpes ligures descendían unas pesadas nubes que amenazaban con descargar lluvia sobre Genova. Santa Pau y Crespiá habían estado indagando a cerca de la escuadra de siete galeras.

Crespiá visitó dos burdeles y en ambos constató la presencia de numerosos soldados que se jactaban de que pronto serían grandes señores dueños de fértiles tierras en Sicilia. Su acento no era genovés, sino lombardo, y fue fácil adivinar que se trataba de tropas mercenarias de los Visconti. Santa Pau logró averiguar que trescientos lanceros y ochocientos infantes iban a ser embarcados en las siete galeras con destino a Sicilia. Era la fuerza de choque que aseguraría el posterior desembarco en la isla de Giangaleazzo Visconti, a quien don Artal de Aragón había prometido que entregaría a la reina doña María como esposa.

—Tenemos que enterarnos de la ruta que van a seguir esas galeras; si llegan a Sicilia y Visconti se convierte en su rey, los días de dominio del rey de Aragón en el Mediterráneo están contados. Aguardaré una oportunidad para subir a bordo de la nave capitana, tal vez pueda enterarme de algo.

—¿Y cómo vais a hacerlo? —pregunto Crespiá.

—Ya se me ocurrirá alguna cosa.

Durante dos días Crespiá siguió al capitán de la galera que enarbolaba el guión de mando de la flotilla. Era un prestigioso almirante genovés de costumbres metódicas y de pocos amigos.

—No he logrado descubrir ni un solo punto débil en ese hombre —aseguró Crespiá a Santa Pau.

—En ese caso deberemos actuar con rapidez.

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