—Siendo así, hagamos que los designios de Dios estén del lado del rey —aseveró Jaime de Cabrera.
El consejero de la reina dio dos palmadas y entró un paje con una caja de madera. Cabrera cogió la caja y la colocó encima de una mesa, abrió la tapa superior y extrajo un precioso cáliz. Se trataba de una copa de calcedonia, o tal vez de sardónice, de color rojo cereza, engastada en lo alto de un pedestal de oro y piedras preciosas cuyo pie era un vaso egipcio invertido que tenía grabada una inscripción en árabe. Don Jaime levantó el cáliz y mostrándolo en alto, proclamó:
—¡He aquí el Santo Grial!
Doña Sibila había pedido a su esposo que aquella fría mañana de fines de otoño la esperara en el salón del Tinell. La tarde anterior le había adelantado que tenía preparada una grata sorpresa. Don Pedro caminaba de un lado para otro del gran salón y en la cadencia de sus pisadas podía intuirse su estado de impaciencia. La reina sabía bien cómo interesar a su marido. Le había dicho que estuviera en el salón a mediodía, pero ya era casi la hora de la comida y doña Sibila no aparecía por ningún lado. Don Pedro estaba a punto de mandar a buscar a la reina cuando Sibila entró radiante por la puerta del fondo. En sus manos portaba un objeto cubierto con un paño de terciopelo rojo adamascado.
—En este preciso momento iba a ordenar que os buscaran. Hace casi una hora que aguardo aquí. Imagino que vuestra sorpresa se oculta bajo ese paño —dijo don Pedro.
Doña Sibila cruzó por delante del rey y se dirigió hacia una mesa junto a la chimenea. Depositó encima de la mesa el objeto cubierto con el brocado de terciopelo y se retiró unos pasos señalándolo con la mano.
Don Pedro se acercó intrigado, levantó el paño y descubrió el cáliz. El monarca colocó sus manos en jarras y miró a la reina.
—Supongo que este cáliz es el Santo Grial, ¿me equivoco?
—Habéis supuesto bien: ante vos está el cáliz en el que se consagró por primera vez la sangre de Cristo, la más preciada de las reliquias de la cristiandad. Ya tenéis el Grial, ahora sólo os falta Jerusalén.
—No huele a nada —dijo el rey.
—¿Cómo decís, mi señor? —se extrañó la reina.
—Que el cáliz no huele a nada, y, según los viejos relatos, del Grial emanan todo tipo de olores y aromas, y éste cáliz no huele a nada.
La reina no supo qué contestar, y quedó sumida en una notoria confusión.
—No puedo creer que su majestad considere que ese cáliz sea en verdad el Santo Grial —se extrañó Santa Pau cuando el Canciller le comunicó que la reina lo había entregado a su esposo.
—Sólo su majestad sabe lo que pasa dentro de su real cabeza.
—Cualquiera puede falsificar una reliquia. Yo he visto en algunas iglesias ciertas reliquias que harían sonrojar de estupor al mismísimo demonio —dijo Santa Pau.
—Tened cuidado, habláis como un hereje; si alguien os oyera podría denunciaros.
—Sabéis muy bien que la mayoría de las reliquias son falsas.
—Pero el rey cree en ellas. Su empeño en conseguir algunas para la capilla real no cesa. Ya son siete las tentativas que ha realizado ante el soldán de Egipto para que le envíe los huesos de Santa Bárbara, y seguirá insistiendo hasta que lo consiga.
Un secretario interrumpió la conversación de los dos altos funcionarios.
—Canciller, acaban de comunicarnos la noticia del fallecimiento de la princesa Mata. Murió hace tres días en Zaragoza.
El secretario salió del gabinete del Canciller.
—Más complicaciones: la esposa del príncipe heredero muerta —lamentó el Canciller.
Mata de Armañac se había casado con el príncipe Juan hacía cinco años.
—La princesa muerta… sin parir un heredero. Don Juan tendrá que casarse de nuevo si quiere que la casa real tenga continuidad —comentó Santa Pau.
—Todavía quedan el infante don Martín y su hijo; su esposa, doña María de Luna, es joven y fuerte. La sucesión de la dinastía parece asegurada —asentó el Canciller.
—Pero está por medio doña Sibila. Esa mujer hará cuanto pueda para que los futuros reyes de Aragón procedan de su vientre. Don Pedro está enfrentado con sus hijos a causa de su esposa, pero nunca consentirá que se altere la legalidad. Don Juan ha de sucederle y el rey no hará nada por impedirlo.
—No estéis tan seguro, Jerónimo. Todavía restan muchas artimañas a Sibila. Se ha rodeado de personajes muy ambiciosos y algunos son muy ricos e influyentes. Cuando se unen poder, ambición y riqueza es muy difícil vencer semejante coalición. Sólo existe un arma eficaz contra esa conjunción de intereses.
—¿La inteligencia? —supuso San Pau.
—No, mi querido amigo, la suerte.
Santa Pau y Francesca acababan de hacer el amor. Más que un cliente, Jerónimo se había convertido en un amante. Ambos gozaban amándose y no pasaban más de tres días sin que Jerónimo se acercara al burdel de Viladalls para visitar a Francesca. Sus encuentros eran cada vez más prolongados; Jerónimo solía acudir poco después de mediodía y siempre lo hacía con una cesta de productos recién adquiridos en el mercado. A Francesca le gustaban especialmente los quesos y las frutas, y Santa Pau disfrutaba comprando para la joven.
—Es media tarde y todavía no has comido nada. Este queso está riquísimo, deberías probarlo —le dijo Francesca, que se había levantado de la cama para preparar una merienda.
—No tengo apetito —le respondió Santa Pau desde la cama.
—Hace varios días que te noto apesadumbrado, ¿qué te ocurre?
—Las cosas no marchan bien; hay un grupo de mercaderes empeñados en convencer al rey para que conquiste Jerusalén. Si esa empresa sigue adelante, estará abocada al fracaso —Santa Pau se dio cuenta de que quizás estaba hablando demasiado.
—Si pudiera ayudarte en alguna cosa, sabes que lo haría.
—No, mi pequeña, tú nada puedes hacer.
Desde la cama, Jerónimo extendió los brazos hacia Francesca, que acudió alegre a ellos. La besó con ternura deleitándose en la suavidad de sus labios, acarició su rostro, tan juvenil y tan fresco, y le hizo el amor de nuevo. Por primera vez olvidó la delicadeza con la que siempre la trataba y la penetró con fuerza, como queriendo descargar en ella todos sus fracasos de las últimas semanas. Sentía en su interior una pasión desbocada, irracional. Tumbó a la muchacha bajo él y le dio la vuelta, le sujetó el largo y castaño cabello con una mano y con la otra le levantó las caderas. Francesca jadeaba esperando la acometida de su amante, que la penetró como si en ello le fuera la vida. Santa Pau no podía ver el rostro de la muchacha, pero por la cálida humedad que desprendía, supo que aquella frenética manera de amar también le gustaba.
Atardecía sobre Barcelona. El rutilante cielo mediterráneo de finales del otoño se estaba esmaltando de pequeños puntos brillantes sobre un fondo añil. Santa Pau cerró la ventana y comenzó a vestirse. Seguía sin probar ni un solo bocado, encima de la mesa estaban el plato de queso con los pedazos que había cortado Francesca, un bote de cerámica con dos perdices escabechadas, media docena de melocotones secos y una botella de vino dulce especiado.
—Creo que sí hay algo que puedes hacer por mí —musitó Santa Pau.
Francesca se había sentado junto a la cama y cepillaba su cabello castaño, en esta ocasión sin las mechas doradas que acostumbraba a teñirse.
—Te ayudaré en lo que pueda, lo sabes.
—Hay un personaje llamado Jaime de Cabrera…, es consejero de la reina y uno de los cabecillas de una conjura contra nuestro rey. Si quisieras… podrías ayudarme a averiguar cuáles son sus planes.
Santa Pau no supo por qué, pero acababa de hacerle una proposición a Francesca para que actuara como espía a su servicio.
—¿Me pides que lo seduzca y a cambio obtenga la información que te interesa?
—No he querido decir eso…
—Pero lo has insinuado —le cortó Francesca—. Está bien, lo haré; al fin y al cabo tan sólo soy una puta y también las putas tenemos derecho a enamorarnos.
—Francesca, yo… —balbució Santa Pau.
—Es mi oficio, y si gracias a él puedo ayudar al hombre que amo me sentiré satisfecha.
Santa Pau la besó en la frente y salió de la habitación. Abandonó el burdel y se puso a caminar, casi corriendo, en dirección a ninguna parte.
Sudoroso pese al relente de las primeras horas de la noche, se encontró de pronto en el portal de Trentaclaus, lo atravesó, salió a la Rambla, que recorrió en su último tramo, y llegó ante la puerta de las Atarazanas, donde dos porteros le dieron el alto. Los guardias reconocieron a Santa Pau y lo dejaron pasar. En esos astilleros se construían las galeras y las naves que habían hecho del rey de Aragón el monarca más poderoso del Mediterráneo. Paseó, ahora más tranquilo, entre las galeras en construcción. Había una enorme, de ochenta remos, casi a punto de ser terminada, y tres más pequeñas, de entre cincuenta y sesenta remos, y más allá una grandiosa coca de dos puentes y varias naves menores. En el último siglo las técnicas de navegación habían mejorado mucho: los astilleros barceloneses eran capaces de construir grandes naves de tres puentes y tres mástiles, la rosa de los vientos y la brújula se empleaban de manera habitual en todas las embarcaciones, todas las naves llevaban al menos dos cartas de navegación, los navegantes ya eran capaces de adentrarse en el océano Atlántico y habían llegado a las islas Canarias y a la costa africana de Senegal, algunos comenzaban incluso a pensar que no tardaría mucho tiempo en construirse una nave que pudiera dar la vuelta al mundo.
—Es magnífica, ¿eh?
Santa Pau se volvió y observó a uno de los porteros que lo había seguido.
—Sí, lo es.
—Tiene ochenta remos; es la más grande hasta ahora construida en Barcelona. La están armando para dar caza a esa gigantesca galera que los genoveses la llaman la Bechignana, aunque aquí todos la nominamos la Gigante. Se asegura que es el mayor navio jamás construido por el hombre.
—He oído hablar de ella, aunque nunca la he visto. Quizá no sea tan grande como dicen —comentó Santa Pau.
—Está causando estragos entre las naves venecianas, pero ha tenido suerte, pues nunca se ha enfrentado con una de nuestras galeras de guerra. La Santa Cruz será fletada esta primavera; cuando se enfrente a la Gigante, de esa galera genovesa sólo quedarán un montón de maderos pudriéndose en el fondo del mar.
Santa Pau regresó a su casa. Lo hizo por la Rambla, bordeando los viejos muros, ahora dentro del amplio recinto del Rabal, cuyas nuevas murallas estaban construyéndose todavía. Penetró en la ciudad vieja por la puerta Ferrissa y recorrió la calle hasta llegar a la plaza Nueva, y de allí a su casa en una pequeña calleja junto a esa plaza. Barcelona parecía desierta. La que durante el día era una ciudad bulliciosa, repleta de tenderos, trajineros, porteadores y mendigos, de noche se convertía en una ciudad casi fantasmal. Eran pocos los que se atrevían a salir una vez que la oscuridad se adueñaba de las calles, y los que lo hacían acostumbraban a ir acompañados por guardias armados. Un hombre solo, sin farol y sin escolta, sería fácilmente confundido con un delincuente. Cuando entró en casa, su padre todavía estaba levantado, calentando sus duros y cansados huesos en las últimas brasas de la chimenea de la cocina.
—Deberíais estar acostado, padre —dijo Jerónimo.
—Y tú deberías estar casado; el matrimonio es el estado natural del hombre.
—Ya hemos hablado muchas veces de ese tema. Os he dicho que todavía no he encontrado la mujer que me satisfaga como esposa.
—Todo hombre de tu posición necesita una esposa; Dios así lo ha dispuesto.
—Dios dijo «creced y multiplicaos». Claro que creo que cometió un error; ese mandato bíblico conlleva un elevado placer, supongo que se trató de un despiste del Creador —ironizó Santa Pau.
—Dios nos regaló el placer para que la procreación fuera más hermosa.
—El amor es placentero aun sin procreación.
—Tu madre te ha dejado un poco de comida en la olla. Yo voy a acostarme; le he prometido que aguardaría levantado hasta que llegases y sé que ella no se dormirá hasta que no le diga que has vuelto sano.
Jerónimo se sirvió un poco del guiso que se mantenía templado en la olla junto al fuego, pero apenas pudo tomar un par de cucharadas. Dejó el plato, se limpió los dientes con agua y palitos de madera aromática y se acostó en su cámara. Intentó conciliar el sueño pero el rostro de Francesca se le aparecía una y otra vez en medio de la oscuridad. Se repitió que sólo era una puta que se vendía a quien pagara, pero algo le decía en su interior que no había obrado bien. Se levantó a orinar y, arropado con una manta, se recostó junto a la palmera solitaria del patio. Encima de su cabeza brillaba la constelación del Auriga y en ella destacaba rutilante la estrella Capella. Había algo fascinante en aquella inmensa oscuridad salpicada de puntitos de parpadeante luz, pero siguió sin comprender cómo había hombres que eran capaces de creer que su destino estaba escrito en esas lejanas estrellas.
—Hay alguien que nos puede ayudar a desenmascarar los planes de doña Sibila, de su inútil hermano, de Jaime de Cabrera y de los mercaderes que los apoyan.
Santa Pau había irrumpido en el gabinete del Canciller.
—Veo en vuestro rostro que esta noche habéis dormido poco. Seguramente la habréis dedicado a maquinar ese plan que vais a proponerme —dijo el Canciller.
—Así es. Ayer estuve hablando con una muchacha llamada Francesca. Es una prostituta del burdel de Viladalls.
—¿Una prostituta? ¿En qué nos puede ayudar una puta?
—En mucho más de lo que imagináis, si logramos que se convierta en la amante de Jaime de Cabrera y como tal pueda sonsacarle cuanta información sea posible. Nos costará algunas monedas, pero creo que este plan puede funcionar.
—¿Lo decís en serio? —se asombró el Canciller.
—Vamos, sabéis bien que esta práctica se ha usado desde siempre; en las Sagradas Escrituras hay más de un caso. No en vano Dios ha dotado a la mujer con excelentes encantos para atraer al hombre.
—¿Esa muchacha es de fiar?
—Lo es —afirmó Santa Pau.
—¿Cómo estáis tan seguro?
—Porque está enamorada.
«Tan sólo es una puta, sólo una puta», se repitió a sí mismo Jerónimo mientras el Canciller reflexionaba sobre la propuesta.
—Habrá que conseguir un primer contacto, y después hacer que los encuentros se sigan celebrando de manera habitual. ¿Habéis pensado cómo lograrlo?