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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

El invierno de la corona (9 page)

—Ya he pensado en ello. Mañana mismo toda la cancillería se dedicará a la redacción de un tratado con el soldán de Egipto. Deberá parecer un acuerdo comercial en el que se garantice la protección de los mercaderes en Alejandría, pero en realidad estaremos firmando un pacto secreto para evitar agresiones mutuas entre los sarracenos y Aragón. En paz con Castilla, nuestros únicos enemigos son Francia, Genova y Milán, y esos malditos señores levantiscos de Sicilia y Cerdeña. Podéis marcharos, y recordad que comeremos justo una hora después de mediodía.

Don Pedro quedó solo y triste. Su heredero, el príncipe don Juan, estaba enfermo y, aunque le había recomendado la ingestión de triaca como remedio a sus dolencias y prolongador de la salud, temía que la muerte le sobreviniera a su primogénito antes que a él. La muerte comenzaba a obsesionarle cada vez más, no en vano había creado una gran escuela de medicina en Barcelona y se había rodeado de los mejores médicos de su tiempo. Creía, como la mayoría de los físicos, que la salud y la enfermedad tenían mucho que ver con los astros. Cuando en 1348 se produjo la gran epidemia de peste, los sabios de la Universidad de París atribuyeron la gran mortandad a una terrible conjunción de tres planetas en la que figuraba el maléfico Saturno. Consciente de no poder evitar la muerte, trataba de retrasarla todo lo posible, y si para ello era preciso acudir a la astrología, a los talismanes y a los médicos, don Pedro haría cuanto le fuera posible para retardarla.

En el gran salón del Tinell todo estaba preparado para el banquete de despedida a los capitanes que iban a dirigir las galeras catalanas hacia Sicilia y Cerdeña. Doce lanceros y veinte ballesteros montaban guardia en tanto los comensales iban llegando a la plaza frente al palacio Mayor. Media hora después del mediodía un ujier anunció que podían entrar. El Canciller y Santa Pau habían ido a cambiar sus atuendos por otros más acordes con el convite real y habían regresado a palacio en espera de que se permitiera a los invitados acceder al salón del Tinell.

Cuando ascendía la escalinata que conducía desde la plaza al salón, Santa Pau sintió una extraña sensación a su espalda y volvió la cabeza. Romeu Crespiá, su pelirrojo ayudante en Venecia, llegaba presuroso con un papel en la mano.

—Entrad vos, yo iré enseguida —le dijo al Canciller. Descendió el tramo de peldaños que acababa de subir y se encontró con su ayudante al pie de la escalinata.

—¿Qué ocurre? —le preguntó.

—Una importante noticia. Tomad —Crespiá extendió el papel hacia Santa Pau.

De Joan Centelles a la Cancillería Real. Los cardenales de la Santa Iglesia Romana, reunidos en cónclave en la ciudad de Fondi, han declarado la elección de Urbano VI como no válida y han elegido como nuevo papa a Roberto de Ginebra, quien ha tomado el nombre de Clemente VIL Desde hoy, veintiuno de septiembre del año del Señor de 1378, la Iglesia tiene dos papas electos.

—¡Esto cambia las cosas! —exclamó Santa Pau—. Regresa a la cancillería, Romeu, yo se lo comunicaré al Canciller.

Santa Pau subió los peldaños de dos en dos y entró en el salón, donde ya estaban colocados los invitados en los lugares asignados.

—Casi llegáis tarde, ya sabéis que su majestad otorga un valor extraordinario al protocolo —dijo el Canciller.

—El asunto era importante.

Santa Pau extendió el papel que había traído Crespiá hacia el Canciller; cuando éste lo acabó de leer, miró a Jerónimo con una indisimulada sonrisa.

—Creo, mi querido amigo, que por el momento no habrá expedición a Italia.

En ese preciso instante cuatro juglares, dos trompeteros y dos tamborileros tocaban una marcha que anunciaba la entrada del rey. Don Pedro y doña Sibila aparecieron en el salón y todos los invitados se inclinaron ante la presencia de los reyes, a quienes precedían dos heraldos vestidos con casacas con las barras rojas y amarillas de la casa de Aragón. Don Pedro y doña Sibila se sentaron en sus sitiales y el camarlengo real dio orden de comenzar el banquete. El médico del rey, como era habitual antes de cada comida, cató los alimentos que se iban a servir para comprobar su buen estado. Se comenzó con un timbal de arroz y carne, y después pollos, faisanes y perdices. Antes de los postres fue el momento que aprovechó el Canciller para acercarse, previa petición de permiso, al rey.

—Majestad, no os molestaría en mitad del banquete si la noticia no fuera importante. Acaban de comunicarnos que los cardenales rebeldes a Urbano VI han elegido a un nuevo papa afín al rey de Francia, que ha tomado el nombre de Clemente VII; la Iglesia tiene dos pontífices. Esto cambia las cosas y… si me lo permitís…

—Sí, ya sé qué vais a decirme: que la expedición a Cerdeña y Sicilia debe suspenderse —lo interrumpió el rey—. ¿Cómo queréis que les diga ahora a estos valientes soldados a quienes estamos ofreciendo un ágape de despedida que todos los preparativos de las últimas semanas han sido en vano?

—No tengo ninguna duda de que encontraréis la mejor manera de hacerlo, majestad —concluyó el Canciller en un tono que denotaba su triunfo.

Cuando regresó junto a Santa Pau, el Canciller estaba satisfecho.

—¿Qué os ha dicho el rey? —inquirió Jerónimo.

—Lo suficiente: no habrá expedición.

Los camareros comenzaron a servir los postres: peras confitadas de Daroca y crema de membrillos de Barcelona con queso fresco y nueces de Vic aromatizada con canela, miel, clavo y jengibre.

Al final del banquete un toque de trompeta reclamó silencio a los comensales. Don Pedro se levantó y, cuando todos esperaban una arenga real en apoyo de los soldados, dijo:

—Mis fieles y caros amigos: Habéis trabajado muy duro durante estas últimas semanas. Vuestros corazones palpitan con la ilusión de reintegrar a la Corona los reinos de Sicilia y Cerdeña. Este banquete celebraba vuestra partida, pero la situación ha cambiado. La Iglesia tiene ahora dos papas, ambos elegidos por el colegio cardenalicio reunido en cónclave. Urbano VI es un italiano que trata de aumentar el poder terrenal de Roma a costa de perjudicar nuestros intereses en Cerdeña y Sicilia, y el otro papa, llamado Clemente VII, bailará al son que toque el rey de Francia. Comprenderéis que, en tanto no se aclare la situación, no podemos intervenir. Con hondo pesar, no me queda otro remedio que suspender la expedición.

La reina Sibila mudó la faz. Observó al rey sin entender qué es lo que había pasado y después, comprendiendo que la resolución de su esposo era firme, cruzó una colérica mirada con su hermano, que parecía confundido. Al otro lado del salón el Canciller y Santa Pau lucían sus mejores sonrisas.

Barcelona
,
octubre de 1378

En los días siguientes fueron llegando a Barcelona noticias más concretas sobre el cisma. Los cardenales se habían reunido durante el mes de agosto en Agnani y tras varias inútiles requisitorias a Urbano VI para que renunciara a su cargo, éste fue declarado intruso y contumaz. Los cardenales proclamaron que la sede pontificia estaba vacante y se trasladaron a Fondi para elegir a un nuevo papa. Urbano VI, rechazado por el Colegio Cardenalicio, reaccionó con contundencia: condenó por heréticos a los cardenales y a cuantos les apoyaran y los excomulgó, y nombró a veintinueve purpurados nuevos de una sola vez. Los cardenales reunidos en Fondi respondieron con una medida extraordinaria y eligieron a Roberto de Ginebra, cardenal de los Doce Apóstoles, como nuevo pontífice con el nombre de Clemente VIL Roma bullía en medio de toda clase de rumores. La mayor parte de los empleados de la Curia Romana huyeron de la ciudad y se pusieron a las órdenes de Clemente VII, mientras que los señores italianos apoyaban a Urbano VI. Unos decían que Urbano era el Anticristo, el demonio encarnado, un apóstata y un tirano; otros acusaban a Clemente y a los cardenales que le secundaban de comportarse de una manera diabólica, pues no sólo no predicaban el Evangelio sino que vivían regaladamente en sus palacios entregándose a la simonía y a los placeres terrenales. A la cancillería de Barcelona no cesaban de llegar comunicados y cartas contradictorias. Cada uno de los dos papas había excomulgado al otro y a sus seguidores. La cristiandad zozobraba sumida en un mar de confusiones en aquellos últimos meses de 1378.

Don Pedro convocó al Canciller y a Santa Pau para evaluar la delicada situación.

—¡Esto es una locura: dos papas, dos colegios cardenalicios, hasta algunas órdenes religiosas comienzan a tener duplicidad de superiores generales! Vos, Santa Pau, habéis viajado por media Europa y conocéis bien la situación. ¿A quién creéis que apoyarán los reyes de la cristiandad? —preguntó el rey.

—Creo que Inglaterra y Alemania se inclinarán por Urbano VI, y Escocia y Francia, aunque el cisma rompe el equilibrio europeo en favor de esta última, lo harán sin duda por Clemente VIL Italia está muy dividida, pero Urbano ha nombrado a veinte nuevos cardenales italianos, por lo que su apoyo parece claro.

—¿Y Castilla? —inquirió el rey.

—Castilla esperará a tomar una decisión, pero intuyo que se decantará por Clemente —aseguró Santa Pau.

—Nosotros nos tomaremos algún tiempo. Sé que habrá en la corte quienes deseen que el rey de Aragón se alinee con uno u otro, pero no lo haremos. Decretaré la neutralidad de Aragón.

—Me parece una sabia decisión, majestad —asentó el Canciller.

—En un discurso, hace ya varios años, dije que un buen rey debe ser justo, sabio y prudente. Vos decís que la decisión es sabia y parece prudente, ojalá sea la más justa. La reina Sibila no podía ocultar su malestar ante los miembros de su consejo privado, convocado en el palacio Menor para estudiar la manera de contrarrestar los logros del Canciller. Había puesto todo su empeño en convencer a su esposo para ocupar militarmente Cerdeña y Sicilia, pues sus consejeros le habían dicho que ésos eran los pasos previos para la cruzada contra Tierra Santa, pero había fracasado. Jaime de Cabrera creía necesario someter estos dos reinos a la hegemonía aragonesa, porque su posición estratégica en el Mediterráneo los hacía imprescindibles en el dominio de las rutas marítimas y en los futuros suministros hacia Jerusalén. Pero la expedición a Italia se había suspendido y la confusión en la cristiandad alejaba las posibilidades de la convocatoria de una nueva cruzada. Además, la neutralidad de don Pedro impedía que uno de los dos papas promulgara una bula de cruzada a su favor, con lo que no existiría la sanción papal a la planeada conquista de la Ciudad Santa, y sin ella don Pedro no podría reclamar legalmente el título de rey de Jerusalén.

—Sin la aprobación papal no hay cruzada posible —lamentó doña Sibila.

—Todavía tenemos el Grial —proclamó Jaime de Cabrera.

—En ese caso, debemos movernos con rapidez y habilidad. Necesitamos que el Grial sea reconocido como auténtico. ¿Qué opináis vos, don Felipe?

—Hace siglos que se busca el Grial —respondió Felipe de Viviers—. Vos habéis conseguido una copa en Alejandría y os han asegurado que es el Santo Grial, el cáliz de la Última Cena, la más preciada reliquia de la cristiandad. Pero la palabra «grial» es oscura; en mi tierra se aplica ese mismo término para definir una grandeza conocida y aprehensible.

Una leyenda occitana refiere que Bertrán de Born, el trovador más querido por el famoso Ricardo Corazón de León, el rey Inglaterra que participara en la cruzada contra el soldán Saladino, buscó el Grial en los Pirineos y, por intentar llegar hasta la cima de uno de sus más altos picos, quedó congelado en un bloque de hielo en el macizo de la Maladeta. En Provenza denominan «monte de la Transfiguración» o «monte Tabor» al pico de San Bartolomé, y en los alrededores de Albí tuvo que intervenir un inquisidor para acabar con la revuelta de los cataros, de quienes se decía que guardaban el Grial en el castillo de Montsegur. En Inglaterra creen que el Grial está oculto desde hace siglos en algún lugar secreto del legendario reino de Powys, la que fuera patria del rey Arturo. Como podéis comprobar, hay muchos griales, demasiados.

—Nuestro grial es el verdadero —afirmó Cabrera.

—¿Eso creéis? Escuchad: la Sagradas Escrituras nada dicen del destino del sagrado cáliz. Una tradición asegura que fue José de Arimatea, el miembro del Sanedrín que enterró el cadáver de Jesucristo, quien recogió el Grial, y que fue el primer guardián del mismo hasta que murió, siendo enterrado en el legendario valle de Avalón; hay quienes sostienen que desde entonces el cáliz está en Inglaterra. En Alemania se afirma que el Grial lo guardaban los caballeros templarios en su fortísimo castillo de Munsalvásche y en Provenza dicen que María Magdalena, Lázaro y su hermana Marta llegaron a Marsella desde Jerusalén portando el Grial, y que María Magdalena lo guardó en una cueva, cerca de la ciudad de Tarascón, hasta su muerte. Yo mismo he presenciado cómo acuden de vez en cuando mercaderes de reliquias a las laderas de la montaña donde se levanta el castillo de Montsegur para buscar el Grial que según la leyenda ocultó por allí Esclarmonde, la hermana del conde de Foix, para impedir que cayera en manos de Lucifer. Incluso hubo un papa que maldijo el Grial por considerarlo un símbolo herético y emprendió una cruzada contra sus seguidores —explicó Felipe de Viviers.

—Fábulas de herejes. El verdadero Grial lo tenemos nosotros. Fue san Pedro quien lo guardó tras la Ultima Cena, pues él fue el elegido de entre los Doce. Lo llevó con él a Roma y allí permaneció hasta que el rey visigodo Alarico saqueó la ciudad. Después lo poseyó el ostrogodo Teodorico en su palacio de Rávena, y los bizantinos lo llevaron a Constantinopla cuando los bizantinos conquistaron la capital ostrogoda. Más tarde, los cruzados asolaron Constantinopla, pero un monje logró huir a Egipto con el Grial y desde entonces se ha guardado en un monasterio en medio del desierto. Nuestros agentes supieron de su existencia y enviamos a unos mercaderes para comprarlo. Los monjes no querían desprenderse de su reliquia más preciada, pero los persuadimos gracias a las profecías que anuncian el fin del mundo, aunque tuvimos que ayudar a su convencimiento pleno con una buena cantidad de monedas de oro —explicó Cabrera.

—El oro suele ofrecer mejores resultados que las reliquias —aseveró Pere Ferrer, el jefe del grupo de los mercaderes—. Lo que no puede conseguir una reliquia, a veces lo logra una buena cantidad de oro.

—No en este caso. Don Pedro sólo aprobará la cruzada si está convencido de que los designios de Dios lo acompañan —aseguró doña Sibila.

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