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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

El invierno de la corona (6 page)

—Has de tener más cuidado, Romeu, son varios los errores que has cometido: me has llamado Santa Pau, has citado nuestra entrevista con el dogo y te has dirigido a mí en catalán en vez de en castellano. Si esa Catalina era algo más de lo que parecía, ¿qué crees que estará pensando ahora? Es probable que tu indiscreción haya supuesto el fracaso de nuestra misión —dijo Santa Pau.

Barcelona, mayo de 1378

El rey don Pedro estaba furioso. El Canciller acababa de entregarle un amplísimo informe del embajador aragonés en Roma en el que se afirmaba que el nuevo papa Urbano VI era un hombre de carácter áspero y trato muy difícil: en su primer discurso rechazó cualquier sentimiento de benevolencia y afirmó que su pontificado se regiría por la severidad y el rigor. La mayoría de los cardenales proclamaban abiertamente que la elección había sido ilícita y algunos proponían que debía repetirse, quedando sin efecto la proclamación del arzobispo de Bari. Los rebeldes se habían refugiado en Agnani y desde allí conminaron a Urbano VI a abandonar el pontificado y a abstenerse entre tanto de gobernar la Iglesia hasta que se eligiera a un nuevo sumo pontífice.

—No esperaba este contratiempo. Si la Iglesia se divide, la cristiandad correrá un serio peligro. Nuestros intereses van a verse muy afectados —se lamentó el rey.

—Majestad —intervino el Canciller—, los cardenales están decididos a elegir un nuevo pontífice si Urbano VI no renuncia de inmediato, aunque creo que no está dispuesto a hacerlo puesto que amenaza con excomulgar a todos los purpurados que se le opongan y a nombrar un nuevo colegio cardenalicio. El cisma en la Iglesia es algo inminente, debemos prepararnos para afrontarlo.

—Dejad que las cosas de la Iglesia las arregle la propia Iglesia. No pienso decantarme por ninguno de los posibles papas, haya dos, tres o un ciento. Nuestros estados permanecerán neutrales. Hay demasiado en juego como para apostar por un determinado candidato y equivocarnos —asentó el rey.

El Canciller salió de la cámara real y se dirigió a toda prisa hacia sus oficinas.

—Rápido —ordenó a sus secretarios—, enviad un mensaje urgente a Venecia mediante el código secreto. Santa Pau y Crespiá han de regresar de inmediato.

La Corona de Aragón se encontraba en una situación complicada. El rey don Pedro dio instrucciones para que todos sus territorios estuvieran en estado de máxima alerta; se ordenó a los gobernadores de las provincias que redoblaran la vigilancia en las fronteras y que se guardaran los pasos hacia Francia. Por si los problemas fueran pocos, la situación de la corte de Barcelona era muy grave.

La nueva reina, la bella Sibila, estaba dispuesta a que su influencia fuera mucho mayor que la que deseaban sus hijastros. El príncipe don Juan, el primogénito, y el infante don Martín no habían visto con buenos ojos el cuarto matrimonio de su padre, pues estimaban que la dama ampurdanesa sólo pretendía convertirse en la verdadera dueña de la Corona.

Los estados mediterráneos eran un enorme rompecabezas en el que cada pieza desempeñaba un papel determinante. A la muerte de Fadrique de Sicilia, que ostentaba el título de duque de Atenas y Neopatria, el noble don Artal de Aragón, gran maestro de justicia de Sicilia, tomó a la nueva reina doña María bajo su protección y durante dos años controló la isla. Don Artal pactó el matrimonio de doña María con el joven Giangaleazzo Visconti, miembro de la poderosa familia que gobernaba el ducado de Milán. Don Pedro de Aragón, que se consideraba legítimo heredero al trono de Sicilia, no podía consentir esa unión y se puso manos a la obra para impedirla. Sus planes con respecto a Sicilia pasaban por reintegrarla a la Corona. En Cerdeña la situación era muy inestable; el juez de Arbórea se había convertido en dueño del gobierno, aunque don Pedro mantenía su influencia sobre esta gran isla.

Venecia, mayo de 1378

Santa Pau, sentado en el pequeño escritorio de su habitación de la Fonda de los Alemanes, cogió papel y pluma y se puso a descifrar la carta que le había enviado el Canciller mediante el código secreto que se empleaba en las comunicaciones diplomáticas; leyó lo siguiente:

De la Cancillería Real a micer Jerónimo. Nuestro rey ha decidido que sus estados se mantengan neutrales en los graves acontecimientos que están ocurriendo en la Iglesia. No debe acordarse ningún cambio en la situación actual. Regresad de inmediato.

El catalán suspiró profundamente y quemó la carta escrita en clave y el papel en el que había transcrito la conversión de lo cifrado. Salió de su cuarto y bajó en busca de Romeu Crespiá. Su ayudante pelirrojo no estaba allí. Preguntó por él y la posadera le dijo que había salido hacía una hora. Lo buscó por las tabernas más próximas y lo encontró en una de ellas, en brazos de Catalina la Milanesa.

—Romeu, vuelve a la posada. Hemos de hablar —le ordeno Santa Pau, Crespiá estaba ebrio de vino blanco. Tenía la cabeza apoyada entre los generosos y abundantes pechos de Catalina y miró a Jerónimo con el desdén de quien se siente ajeno a cuanto ocurre a su alrededor.

El catalán volvió a repetir su orden pero Romeu se mantuvo asido al talle de Catalina. Jerónimo lanzó entonces una patada al taburete en el que se sentaba Crespiá, que cayó de bruces al suelo arrastrando con él a la Milanesa.

—¡Animal!, ¡cerdo! —chilló Catalina en dialecto veneciano.

—¡Fuera! —gritó Santa Pau cogiendo a su ayudante por los hombros sin hacer caso a la Milanesa, que quedó tumbada en el suelo con la piernas abiertas, el pelo descompuesto y profiriendo imprecaciones e insultos en una jerga ininteligible.

—¿Qué le has dicho a esa mujer? —le preguntó Santa Pau mientras lo arrastraba fuera de la taberna.

—¿Yo?…, nada, no he dicho nada —balbució Crespiá.

—Más vale que sea así, pues en caso contrario tu cuerpo será pasto de los peces del Adriático.

Santa Pau puso la cabeza de Crespiá bajo el caño de una fuente para que se le pasara la borrachera y ambos se dirigieron hacia la posada. Poco después llegaban al puerto donde estaba atracada la galera que los había llevado a Venecia. El capitán de la Santa Eulalia había recibido previamente la orden de Santa Pau de aprestarse a partir hacia Barcelona en cuanto tuvieran permiso y el viento fuera favorable.

La Santa Eulalia zarpó de Venecia una cálida mañana de mayo. Sobre el muelle, Santa Pau se despidió de Antic Tito y le transmitió las órdenes del Canciller: ningún nuevo pacto con nadie, ni siquiera con la Señoría de Venecia. Navegaron por la Laguna bordeando Venecia por el norte y pasaron al lado del Arsenal; allí trabajaban más de mil operarios. Era sin duda la mayor instalación industrial del mundo, el lugar donde se construían las naves venecianas, el orgullo de Venecia, la raíz de su poder en el mar. La galera catalana atravesó el estrecho del Lido, salió al Adriático y viró a estribor, rumbo a Barcelona.

Barcelona, junio de 1378

El Canciller y Santa Pau se saludaron con cortesía.

—Sentaos, mi querido amigo, espero que hayáis disfrutado de un buen viaje de regreso.

—Sufrimos una pequeña tormenta cerca de Cerdeña, pero sin más contratiempo. Esta es la mejor época para navegar por el Mediterráneo.

Santa Pau entregó un minucioso informe al Canciller sobre su entrevista con el dogo.

—De modo que Venecia no aceptará el reparto del Mediterráneo oriental —dijo el Canciller.

—Ni siquiera lo harán los mercaderes más propicios al acuerdo con Aragón. Los venecianos tienen como único objetivo la obtención de beneficio; el oro es su dios y su única religión el dinero.

—En ese caso, el rey don Pedro va a jugar otra carta: está dispuesto a firmar la paz con Genova —aseguró el Canciller.

—Esa decisión podría significar la guerra con Venecia —alegó Santa Pau.

—No lo creemos así. En el Consejo Real hemos estimado esa posibilidad y la hemos descartado. La situación en Italia ha cambiado, el papa Urbano VI no ha renunciado al solio pontificio y los cardenales que lo eligieron afirman que lo hicieron forzados por el pueblo romano; estudian la posibilidad de elegir un nuevo papa. Un cisma de imprevisibles consecuencias puede abrirse en la Iglesia, y eso acarreará serios problemas.

—¿Y qué piensa el rey? —preguntó Santa Pau.

—Ha ordenado a todos sus estados que se mantengan neutrales, lo que ha sentado muy mal a Urbano VI. Don Pedro ha enviado al obispo de Segorbe con una carta al papa reclamando el reconocimiento de sus derechos a la corona de Sicilia, pero Urbano VI se ha mostrado desde el principio contrario al rey y ha llegado a decir públicamente que no reconoce los derechos de don Pedro sobre Cerdeña ni sobre Sicilia. Creo que planea proclamar rey de Cerdeña al juez de Arbórea, el verdadero dueño de la isla. El papa no quiere ni oír hablar del dominio catalán sobre las islas del Tirreno. Me temo que deberemos utilizar toda nuestra habilidad para mantener nuestra influencia en Sicilia y Cerdeña.

Santa Pau vivía en Barcelona con sus padres. A sus treinta años seguía soltero, lo que no era bien visto por la sociedad barcelonesa. Un hombre como él, miembro de una distinguida familia, con un importante cargo en la Cancillería, a su edad debería estar casado. Sus padres se lo recordaban de vez en cuando, aunque sabían que a Jerónimo no le hacía ninguna gracia hablar del asunto. Su dedicación a la Cancillería Real le condujo desde muy joven de un sitio para otro. A los dieciocho años ya había participado como ayudante de escribano en los acuerdos entre los reyes de Castilla y de Aragón para acabar con la sangrienta guerra que había destruido las fronteras de los dos reinos peninsulares más poderosos, y a los veinte años se distinguió como secretario en una embajada a Alejandría para negociar con el soldán la mejora de las condiciones de atraque y comercio de los mercaderes catalanes; pero sus mayores éxitos como funcionario real acontecieron en Cerdeña y en Sicilia, donde sus buenos oficios habían propiciado que la Corona siguiera ejerciendo una influencia decisiva en las dos islas. Era quizá por tan intensa vida, siempre en camino, siempre de un lado para otro al servicio del rey don Pedro, por lo que apenas había tenido tiempo para conocer a una mujer con la que contraer matrimonio. Eso no quiere decir que Jerónimo no amara a las mujeres. Todo lo contrario; sus hazañas amorosas eran tan abundantes o más si cabe que las diplomáticas. Su distinguido porte, sus exquisitos modales, la pulcritud con que siempre vestía y sobre todo su extraordinario atractivo, mezcla de un agradable físico y de una sin par capacidad de seducción, hacían que muy pocas mujeres se le resistieran, lo que le había proporcionado muchos placeres pero también algún que otro quebranto. Le gustaba amar y practicar el amor de una manera que muy pocos sabían hacer. Era un hombre de su tiempo, atento a las modas y a los gustos estéticos que imperaban en la alta sociedad europea tras la terrible peste del año de su nacimiento, pero era un ferviente seguidor de lo que habían sido las ya olvidadas cortes de amor. Erudito y elegante, hubiera preferido vivir en el siglo anterior, antes de que la gran peste lo contaminara todo, en aquella época dorada en que los trovadores cantaban la belleza de las damas y los caballeros acudían a los torneos portando el pañuelo de su amada ondeando en la punta de su celada.

En Barcelona cortejaba a varias damas entre las que no faltaban algunas casadas. No era partidario de los burdeles, aunque solía acudir a ellos no sólo en busca del placer del sexo, sino también porque allí encontraba un ambiente bien distinto al de la cancillería. Cierto que había quien sostenía que ambos lugares eran «una casa de putas», pero en el burdel no había lugar para la hipocresía; cada cual sabía cuál era su papel y a él se atenía. No creía que la prostitución fuera un mal necesario, como sostenía la mayoría de los miembros del Consejo de Ciento, que afirmaba que como mal había que perseguirlo y como necesario, consentirlo. Por el contrario, en la política nunca se estaba seguro de quién era amigo o enemigo. Era preciso moverse con sumo cuidado, siempre con la mentira por delante como la única forma de mantenerse en aquel ambiente en el que la intriga y el enredo no conocían otros amigos que los que propiciaba el interés mutuo. Era consciente de que la ciudad necesitaba un lugar en el que los hombres pudieran descargar su contenida violencia a través del sexo, y estaba convencido de que sin prostitución, la vida en la ciudad sería mucho más violenta de lo que ya era.

Dos semanas después de su regreso de Venecia decidió acudir al burdel. Las prostitutas de Barcelona eran famosas por su belleza; el ideal de mujer mediterránea, rosada, blanca, pulida y sabida, estaba bien representando allí. Los hostaleros que regentaban este negocio, por lo general hombres sin escrúpulos, buscaban muchachas de buen aspecto físico, de tez clara, cabellos castaños y nariz con personalidad. A los varones de Barcelona no les gustaban las mujeres de nariz pequeña y chata, que parecían muñecas. Al igual que la mayoría de las mujeres, las prostitutas se depilaban las cejas de tal modo que alcanzasen la forma de un gran arco estrecho y largo y se pintaban la cara y se acentuaban el tono de las mejillas con colorante rosado. Pero las rameras barcelonesas se diferenciaban de las demás mujeres sobre todo por sus vestidos. Eran las únicas a las que se permitía llevar ricos bordados en sus trajes, con adornos de oro, plata, perlas y seda. La riqueza de sus trajes estaba en consonancia con su éxito; las más requeridas por los nobles y ricos mercaderes eran las que más dinero ganaban y las que podían comprarse los mejores atuendos.

Desde que en 1371 el rey don Pedro ordenara al veguer de la ciudad que despejara la calle Claramunt, detrás de la plaza de Santa Ana, de prostitutas y las recogiera en un espacio cerrado, en Barcelona funcionaban dos burdeles; el más refinado era el de la calle Viladalls, en el centro de la ciudad, allí acudían los ciudadanos de las clases altas y siempre estaba abierto, sobre todo para los clientes más importantes; el otro estaba situado en la Rambla y se llamaba Volta de la Torre, por su situación era frecuentado por los marineros y comerciantes que acudían a Barcelona y por las gentes del Rabal, así como por comarcanos que acudían una vez a la semana al mercado. El de Viladalls siempre estaba abierto, sobre todo para los clientes importantes.

Jerónimo de Santa Pau llegó al prostíbulo a media tarde. Durante la mañana estuvo ocupado en las oficinas de la cancillería asesorando al Canciller sobre ciertos asuntos relacionados con la situación en la isla de Cerdeña; había comido en una taberna un poco de queso y un guiso de lentejas y cerdo ahumado frito, cosa que hacía a menudo para que nadie le reprochara su ascendencia judía, y se había acostado un par de horas a la sombra de una palmera que se erguía solitaria en el pequeño patio de la casa de sus padres. Aquella tarde la mancebía de Viladalls registraba escasa afluencia de clientes. Corrían los primeros días del verano y estimó que quizás era demasiado temprano. El portero le abrió y Jerónimo entró en el recinto que el concejo de Barcelona había acotado para uso privado del burdel. El prostíbulo era una pequeña ciudad, pues disponía de varias casas, tres tabernas e incluso unos pequeños almacenes, todo ello alrededor de una plazuela y una calleja de apenas treinta pasos de largo. Se fijó en una muchacha que departía con dos hombres a la puerta de una de las tabernas y decidió entrar en ésa. Observó que tan sólo había media docena de hombres y siete u ocho mujeres. Todavía no se había sentado a una de las mesas cuando se le acercó la jovencísima muchacha de piel clara y cabellos castaños teñidos en tonos cobrizos que acababa de ver en la puerta y que entró tras él.

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