—No puedo seguir viéndote.
—¡No dirás esto en serio! —exclamó Santa Pau—. Estás nerviosa, te ha ocurrido algo que no conozco y creo que deberías contármelo, tal vez pueda ayudarte.
—No tengo nada que contarte, simplemente es mejor para ambos que dejemos de vernos —le respondió ella con energía.
Francesca parecía una mujer fría, distante, como si al liberar toda su carga emocional tanto tiempo contenida se hubiera producido una profunda mutación en su alma. Incluso su rostro parecía cambiado, como si de repente sus rasgos se hubieran afilado y sus ojos sin brillo se hubieran rodeado de una sombra grisácea. Santa Pau la soltó y mirándola fijamente la increpó:
—Un momento: tenemos un trato, ¿recuerdas? El Canciller espera tu información sobre los planes de Jaime de Cabrera —al citar ese nombre, observó una ligera crispación en los labios de Francesca.
—No he conseguido nada, ni siquiera he podido acercarme a ese hombre. Ahora quiero acabar con esta situación, tal vez marcharme a un lugar lejano donde nadie me conozca y a nadie conozca, donde pueda empezar una nueva vida lejos de aquí.
—El burdel de Valencia es limpio, acogedor, y sus putas siempre están alegres; allí te recibirían con gusto —dijo Santa Pau.
A pesar de la dureza y del ánimo de herirla con que Jerónimo pronunció esa frase, Francesca apenas insinuó una leve mueca.
—No has entendido nada, nunca has entendido nada —musitó la muchacha antes de dar media vuelta y dirigirse hacia la ciudad.
Jerónimo se quedó de pie sobre la arena, paralizado, contemplando cómo se alejaba su amante camino de la ciudad, cuyas murallas se perfilaban a lo lejos cual collar de gemas ocres. El notario sintió que en su interior se abría un enorme vacío, y aunque algo lo empujaba a salir corriendo hacia Francesca y pedirle perdón, y decirle que había dicho aquella última frase sin pensarla, tan sólo despechado por no poder compartir su dolor, no pudo moverse de la playa. Cuando la figura de Francesca estuvo tan lejos que los ojos de Jerónimo fueron incapaces de distinguirla, el notario se dejó caer sobre la arena y se sentó mirando de frente al mar. El Mediterráneo se abría ante él azul y pálido y las horas discurrieron lentas y calmosas. A medida que el sol caía a sus espaldas, tras la montaña del Tibidabo, su sombra se fue alargando hasta alcanzar la misma orilla, donde las olas iban y venían en un eterno vaivén. Un lejano pero conocido sonido lo devolvió a la realidad: desde Barcelona llegaban los repiques de la campana que anunciaba que pronto se cerrarían las puertas de la ciudad. El horizonte sobre el mar se oscurecía lentamente y adquiría el tono malva y gris de los últimos días del invierno, mientras la montaña del Tibidabo comenzaba a extender su sombra como un oscuro manto sobre el viejo solar de los layetanos.
—Ayer os visteis con Francesca, ¿os ha dado alguna información? —preguntó el Canciller a Santa Pau al día siguiente del encuentro de los dos amantes.
—No habrá ninguna información. Algo terrible ha debido de sucederle, no sé de qué se trata y nada quiso decirme, pero creo que en cuanto tenga oportunidad se marchará de Barcelona y tal vez nunca más sepamos de ella.
—Mi querido amigo, las mujeres son impredecibles, y las mujeres enamoradas lo son absolutamente.
—¿Qué queréis decir? —inquirió Santa Pau.
—Lo que habéis oído. Francesca se ha enamorado de vos y no quiere que sepáis que os atrajo a ella actuando como agente de Cabrera.
—Pero vos, Canciller, me dijisteis que todo era una ficción, una trampa urdida por ese maldito Cabrera para sonsacarme información, que Francesca actuó a las órdenes del consejero de la reina.
—Al principio así fue, pero, y sólo vos sabréis por qué, Francesca ha acabado enamorándose de su víctima, de vos mismo.
—Entonces debo ir a buscarla.
—No —dijo tajante el Canciller.
—¿Es una orden? —preguntó Jerónimo.
—Tomadlo como gustéis, pero no iréis en busca de esa mujer. Si en verdad os ama tanto cuanto yo creo, ella volverá a vos, y si no lo hace…
—Si no lo hace, yo iré en su busca.
—Tal vez no os guste entonces lo que encontréis. Dejad que las cosas discurran por sí mismas, no luchéis contra el destino, es inútil. En cualquier caso, y esto os lo aconsejo como amigo, dejad pasar un tiempo antes de decidir qué hacer.
A los dos días de su encuentro en la playa, Santa Pau supo que Francesca había desaparecido. Al principio, los oficiales del palacio de la reina creyeron que se había fugado llevándose algunas joyas, pero hicieron recuento y al cotejar los inventarios comprobaron que no faltaba nada. Jaime de Cabrera escribió a la reina, que seguía en Tortosa con su esposo y parte de la corte, informándola sobre la huida de la doncella, pero no ordenó que la buscaran, Francesca ya no le era útil y el taimado consejero estimó que para sus planes era preferible la desaparición de la muchacha.
Por su parte, Santa Pau hizo algunas averiguaciones y supo que la última vez que se había visto a Francesca fue saliendo de palacio al punto de la mañana; comentó a una compañera que regresaría tarde alegando que deseaba visitar varias iglesias de la ciudad.
El Canciller tenía orden expresa de don Pedro de recibir con todos los honores al rey León de Armenia, que estaba a punto de arribar al puerto de Barcelona. La familia de este monarca, soberano destronado de uno de los estados más al este de la cristiandad, fue asesinada veinte años atrás por Constantino, un usurpador que desde entonces detentaba el trono armenio. El rey don León había pasado nueve meses huyendo hasta que recaló en la isla de Chipre, donde recibió la protección de los familiares del rey de Jerusalén, pero cayó en poder del soldán de Egipto, quien desde entonces lo había retenido. Don Pedro de Aragón, a instancias de sus embajadores en Oriente, había negociado la liberación del rey de Armenia, y por fin el diecinueve de marzo una galera procedente de Alejandría atracó en Barcelona con una preciada carga de esclavos negros, tejidos de oro, sedas, perlas, alfombras, bálsamos, especias, dátiles en conserva y la familia real de Armenia.
El Canciller y Santa Pau recibieron al rey don León en el puerto y lo acompañaron hasta el palacio real, donde se instaló con su familia. Tan sólo semana y media después Jerónimo, al frente de una comitiva, acompañaba a la familia real armenia hasta Tortosa.
Don Pedro recibió al rey de Armenia con el protocolo y la solemnidad que la corte reservaba para las grandes ocasiones: en la puerta principal de la ciudad se desplegaba un escuadrón de jinetes ataviados con yelmo y cota de malla y sobre ella una sobreveste con las barras rojas y amarillas. Cuando la comitiva del rey León apareció en el recodo del camino, desde lo alto de las murallas de Tortosa sonaron las fanfarrias y redoblaron los timbales, y un faraute del rey de Aragón se adelantó y entregó al rey de Armenia un pergamino escrito en griego y en latín en el que se le daba la bienvenida. Santa Pau, que había aprendido el idioma griego durante su estancia en Atenas, tradujo las palabras del faraute e invitó a don León a avanzar hasta donde se encontraba don Pedro. Los dos soberanos se abrazaron, se besaron e intercambiaron regalos mientras Santa Pau traducía lo que don Pedro en catalán y don León en griego se decían. El armenio se deshizo en halagos hacia el rey de Aragón, a quien llamó hermano, y le agradeció su hospitalidad y el haber intercedido ante el soldán de Egipto para que éste accediera a liberarlo. Don Pedro le dijo que un monarca cristiano que había luchado para detener el avance turco bien merecía ese esfuerzo y que no tenía nada que agradecer, pues no dudaba de que en caso contrario don León hubiera actuado de la misma manera, como era de esperar entre monarcas cristianos.
Durante el banquete que se sirvió para agasajar a la familia real armenia, los dos soberanos, siempre con Santa Pau como intérprete, comentaron la calidad de la carne de los corderos que en grandes bandejas de plata se dispusieron sobre las mesas; don León no dudó en afirmar que nunca había probado carne tan deliciosa como aquélla, ni siquiera la de los corderos del Cáucaso era tan exquisita, aseguró ante la complacencia de don Pedro, quien, orgulloso, le explicó que aquellos corderos procedían de las sierras de Morella, y que en efecto esa carne era reputada como la más sabrosa del mundo por estar alimentada con hierbas aromáticas que sólo crecían en aquellas montañas.
En las oficinas de la cancillería instaladas en la zuda de Tortosa, varios escribanos apenas daban abasto para dar salida a la ingente cantidad de documentos que emanaba de la intensa actividad diplomática desplegada por el rey don Pedro: licencias para mercaderes que deseaban comerciar en Damasco; cartas al emperador de Constantinopla para que favoreciera a los mercaderes catalanes instalados en el barrio de Pera, a orillas del Cuerno de Oro; instrucciones al vizconde de Rocabertí antes de su reincorporación al gobierno de los ducados griegos en Atenas; circulares a todos los cónsules catalanes para que se afanaran en la defensa de los intereses comerciales; y por si todo eso fuera poco, para mediados del mes de mayo se habían convocado Cortes generales en Monzón, y don Pedro quería que esas Cortes, que se presagiaban largas y difíciles, sirvieran para poner remedio a los problemas financieros de la hacienda real.
Doña Sibila, que día a día sentía crecer su poder y su influencia ante su esposo, dio un nuevo golpe de mano y logró que don Pedro aceptara los capítulos matrimoniales para la boda de don Bernardo de Forciá, el hermano de la reina, con doña Timbos, la hija del conde de Prades, y en consecuencia sobrina del rey, logrando así que Bernardo emparentara por vía directa con la familia real.
Tras varios días en Tortosa, que discurrieron entre! banquetes, tertulias literarias, fiestas con música y danza y' no pocas negociaciones, don Pedro ordenó a la corte dirigirse hacia Monzón, donde tenía que celebrar las Cortes. Para el viaje, doña Sibila pidió que le construyeran una cama nueva, pues la que venía usando en los desplazamientos en los últimos años la había regalado al rey de Armenia.
La corte salió de Tortosa y viajó hasta Tarragona. Allí se recibió una copia de la larga misiva del infante don Martín, el segundo hijo del rey, en la que denunciaba ante las Cortes la presencia de numerosos traidores en Aragón que defendían los intereses de Castilla, de Genova, de los Anjou y de los rebeldes de Sicilia.
El rey don Pedro torció el gesto cuando oyó el informe de su hijo de boca de Santa Pau.
—Si lo que asegura el infante don Martín es cierto, estamos rodeados de traidores. Nunca he confiado en los aragoneses, son gente cerril, terca, de espíritu independiente y montaraz; si de ellos dependiera no llegaría un solo florín a las arcas reales, la Corona quedaría desguarnecida y no tardaría en ser repartida entre Castilla y Francia. Esos testarudos aragoneses siempre han retardado el pago de sus impuestos, siempre han recelado de sus legítimos soberanos, siempre han osado levantarse contra sus reyes, siempre han intentado anteponer sus costumbres y su voluntad al interés común; son una raza de indomables montañeses que defenderían su postura hasta la muerte, pero no creo que sean unos traidores.
Don Pedro acariciaba la cabeza de su perro favorito, un extraordinario ejemplar de podenco, muy hábil en la caza, al que llamaba Cordero.
—Majestad, ¿deseáis contestar al informe de don Martín? —preguntó Santa Pau.
—De momento no, prefiero reflexionar unos días; tal vez lo haga cuando estemos en Monzón.
—Las acusaciones de don Martín son muy graves.
—Mi hijo está asesorado por el duque de Montblanc, que como sabéis es un hombre muy hábil e inteligente. Desde que transmití a mi segundo hijo los derechos al trono de Sicilia, el de Montblanc ha estado tramando todo tipo de intrigas para legitimar una intervención armada. Desea ver cuanto antes a su señor coronado como rey de la isla y así convertirse en consejero de un rey. Es un hombre muy ambicioso, recelad de él, Santa Pau, recelad de él.
No eran aquellas las mejores condiciones para comenzar las sesiones de Cortes, pero don Pedro seguía confiando en su habilidad para conseguir en ellas las principales demandas que pensaba plantear.
Hacía ya un mes que los reyes habían llegado a Monzón. En la pequeña villa cercana al río Cinca, al abrigo de su poderosísimo castillo que tiempo atrás perteneciera a los caballeros templarios y fuera su último refugio en Aragón, las Cortes estaban reunidas en sesión solemne.
Don Pedro se había levantado temprano; sentado junto al alféizar de una de las ventanas de su cámara releía el discurso que, con la ayuda de Santa Pau y otros consejeros, había preparado para la inauguración solemne de las Cortes. Doña Sibila, que aquella noche no había dormido con su esposo, se acercó a don Pedro sin que éste se diera cuenta de su presencia hasta que le puso la mano sobre su hombro.
—Ayer escribí una carta a Barcelona; he sabido que ha arribado una nave propiedad de un mercader llamado Pere Camarasa que viene cargada de ricas piedras, finas joyas, perlas y lujosas telas. Quiero que me reserven las más bellas, serán vuestro regalo —dijo doña Sibila.
—Los tozudos aragoneses volverán a poner trabas a mi petición de nuevos fondos para el definitivo sometimiento de Cerdeña —comentó don Pedro.
—Deberían enviar aquí cuanto antes esas joyas y esas telas, me gustaría lucirlas en una de las sesiones de Cortes, sentada a vuestro lado, y que los procuradores admiren en mí vuestro poder y vuestra gloria.
—Los catalanes aprobarán sin duda la intervención en Cerdeña, les interesa para sus negocios en el Mediterráneo, pero los aragoneses…, ellos dirán que nada se les ha perdido en esa isla, y volverán a reivindicar sus viejos fueros, sus antiguas libertades, aludirán a que no pueden hacer frente a tantos impuestos, o al menos que no pueden hacerlo de una manera inmediata, volverán a eludir su responsabilidad como subditos de la Corona, tratarán de ganar tiempo, y en esa estrategia son verdaderos maestros.
—Imaginadme, mi señor, con los ricos collares de perlas y los anillos de esmeraldas y zafiros, sentada junto a vos, y todos esos procuradores asombrados, con la boca abierta ante la belleza de vuestra esposa.
—Si pudiera convencer a los aragoneses, si al menos pudiera hacerlo con uno de los brazos de las Cortes, tal vez si ofreciera a sus nobles tierras en Cerdeña y a los eclesiásticos algunas rentas sobre las parroquias de la isla, quizás entonces me apoyaran; y en cuanto a las universidades, a lo mejor basta con prometerles exenciones en los peajes o en concederles algunos honores, o en confirmarles viejos privilegios que en estos tiempos de nada sirven.