Cuando acabó todo, la cubierta de la Bechignana estaba alfombrada de cadáveres que parecían nadar en una enorme bañera llena de sangre. Sobre el puente de proa Rocabertí sostenía la cabeza cortada del almirante genovés, cuyos ojos salidos de sus órbitas y su rictus de terror hicieron despertar a Santa Pau de aquella pesadilla de sangre y muerte.
Al atardecer, se procedió al recuento tras la batalla. Tres naves genovesas se habían quemado y hundido con la mayoría de sus tripulaciones, otra había sido capturada, pero sufría graves desperfectos en los mástiles, y la Bechignana se mantenía a flote, aunque había perdido el trinquete y el palo de mesana y estaba muy seriamente dañada en su casco, en sus otros dos palos y en los tres puentes. De los más de mil combatientes genoveses sólo se habían salvado dos centenares, la mayoría heridos; los demás se habían ahogado o habían sido muertos por los bolaños y las saetas o atravesados por las espadas y las hachas de combate.
Rocabertí había perdido dos galeras, la de los diputados catalanes, que se hundió lentamente a causa de los destrozos que le causara la Bechignana, y la galera mallorquina, que estaba tan dañada en su casco y en sus mástiles que no podía seguir navegando; la Santa Coloma tenía destrozado el mástil de proa y buena parte del velamen, pero con algunas reparaciones llegaría a Barcelona sin dificultades; por fin, la San Antonio tenía desarboladas las entenas del mástil de popa y del palo mayor, dos de sus tres puentes estaban destruidos y había perdido parte del lateral de la borda de babor. De los novecientos tripulantes de la escuadra aragonesa habían muerto cuatrocientos y otros ciento cincuenta estaban heridos.
—Bien, disponemos de poco más de trescientos hombres útiles y cuatro barcos, dos de ellos muy dañados y los otros dos con serios problemas. Navegar así hasta Barcelona resultará una empresa más arriesgada que esta batalla que acabamos de librar —dijo Santa Pau.
—En estas condiciones nunca llegaríamos a Barcelona —intervino el capitán de la Santa Coloma—. Hemos de desprendernos de los genoveses y de su galera de escolta.
—¿No pretenderéis que los arrojemos al mar?
—No, desde luego que no. Se han batido con bravura, merecen un destino mejor.
—Si los dejamos libres, volverán a enfrentarse con nosotros en alguna ocasión —alegó Rocabertí.
—Vos sois quien dirigís esta empresa, vizconde, pero demostraríais una extraordinaria grandeza si, visto que no podemos llevarlos con nosotros, los desembarcarais en algún lugar de la costa —propuso Santa Pau.
—Si así lo hacemos, ¿imagináis lo que les espera? Esa solución sería peor que arrojarlos al mar, en tierra firme no tardarían en matarlos.
—En ese caso dejémosles la única galera que se ha salvado de las cuatro de escolta. Si les proporcionamos algunos víveres y material para las más urgentes reparaciones podrían llegar hasta Genova, o al menos a Córcega —propuso de nuevo Santa Pau.
—Si vos hubieseis perdido la Bechignana, ¿desearíais regresar a Genova? —inquirió Rocabertí.
—Veo que no juzgáis como viable otra solución que arrojarlos al mar.
—El mar ha regido buena parte de su vida y de su destino, dejemos que siga siendo el mar quien decida su fortuna.
Santa Pau creyó que Rocabertí había decidido ejecutar a los doscientos genoveses, pero el vizconde ordenó que fueran trasladados a la galera de escolta genovesa y les proporcionó alimentos suficientes para un mes y algunos materíales para reparar los principales desperfectos.
—Al mar os encomiendo, él fijará vuestro futuro —les dijo Rocabertí cuando se alejaban.
—Con esa galera no llegarán muy lejos. Una pequeña tempestad los echará a pique —comentó el capitán de la Santa Coloma al oído de Santa Pau.
—Es lo único que podíamos hacer —aseguró el notario real.
Con muchas dificultades, la Santa Coloma, la San Antonio y los restos de la Bechignana alcanzaron las costas de Sicilia. Durante tres semanas se dedicaron a curar a los heridos y a rehacer las naves. La Bechignana estaba mucho peor de lo que habían imaginado. Los genoveses la habían reparado en multitud de ocasiones; la mayor parte de su estructura estaba muy dañada y, ante la imposibilidad de mantenerla a flote, se optó por desguazarla para con sus despojos recomponer la Santa Coloma y la San Antonio.
—Fijaos, Santa Pau, han usado pernos de cobre para ensamblar la armadura de la quilla; en verdad que debió de costar una fortuna construir esta nave —comentó Rocabertí al contemplar el desguace de la Bechignana—. Lástima que no hayamos podido llevarla hasta Barcelona; hubiera sido magnífico entrar sobre su puente de mando en el puerto de las Atarazanas mientras el rey y la reina nos aguardaban en el muelle y miles de barceloneses nos aclamaban desde la playa.
—Regresáis victorioso, habéis asegurado los dominios de nuestro rey en Grecia y habéis destruido una escuadra genovesa y a su galera más valiosa; los barceloneses os aclamarán igual —dijo Santa Pau.
—No lo creáis así; los mercaderes barceloneses que fletaron la galera que se ha hundido nunca me perdonarán esa pérdida. Para ellos es más importante su dinero que el honor y la gloria del rey. Esta expedición y esta batalla han sido como una derrota.
—Pero habéis hundido la Bechignana.
—Esa galera genovesa era en cierto modo una aliada de los comerciantes de Barcelona. A veces he llegado a pensar que tal vez fueran ellos quienes pagaban el flete de esa nave, pues no en vano la Bechignana sólo ha causado destrozos a la escuadra veneciana, y aunque nuestro señor el rey de Aragón y el dogo de Venecia son aliados, los comerciantes venecianos y los mercaderes de Barcelona no dejan de ser rivales y competidores en los mercados mediterráneos.
Santa Pau quedó en silencio reflexionando sobre las palabras de Rocabertí y consideró que, aunque las suposiciones del vizconde parecían en principio descabelladas, bien pensado no dejaban de contener cierta razón.
—Nos queda una última misión por cumplir. En el castillo de Licana nos aguarda don Guillen Roger de Moneada con la reina doña María. Hemos de recogerla y llevarla a Cerdeña. Vos lograsteis que la escuadra milanesa no arribara a Sicilia, pero doña María sólo estará segura en Barcelona. El rey desea casarla con su nieto, ya que no pudo hacerlo con su hijo.
—¿Fue el rey quien os ordenó que recogierais a doña María?
—Su majestad en persona. La orden la oí de sus propios labios en su palacio de Zaragoza.
Las dos galeras se dirigieron hacia el castillo de Licana. Santa Pau puso su firma notarial en un documento por el que don Guillen de Moneada entregaba a la reina doña María de Sicilia al vizconde de Rocabertí. Desde allí las dos naves navegaron hacia Cagliari, en Cerdeña, donde dejaron custodiada a la reina doña María y se aprovisionaron antes de partir hacia Barcelona.
El mar estaba en calma y el aire era tan limpio que la cima de la montaña de Montjuich se distinguía con claridad desde muchas millas de distancia mar adentro. Las galeras Santa Coloma y San Antonio navegaban directas al puerto de Barcelona. El vizconde de Rocabertí ordenó que se hicieran señales luminosas anunciando su inminente arribada y desde el castillo de Montjuich concedieron permiso para atracar. Las dos galeras se deslizaron suavemente sobre las olas hasta que quedaron varadas en la playa; en cada galera ondeaban tres banderas, una larga con las armas reales y dos cuadradas con las del almirante de la flota, el vizconde de Rocabertí.
—Aragón tiene otra victoria más y el Mediterráneo seis galeras menos —comentó el vizconde a Santa Pau.
—No parecéis muy contento con el resultado de esta empresa.
—No lo estoy. Salimos de aquí mismo hace casi un año con cuatro galeras y regresamos con dos, hemos dejado en el camino otras dos y hemos hundido cuatro genovesas. Más de mil hombres han muerto y otros muchos han quedado mutilados. Regresamos victoriosos pero a costa de grandes pérdidas.
—Habéis logrado derrotar a la Bechignana y habéis llevado a la reina María a puerto seguro en Cerdeña; esas hazañas son dignas de un gran héroe.
—Agradezco vuestras palabras pero la galera gigante genovesa ya no estaba en condiciones de librar una gran batalla. Vos mismo comprobasteis que había sufrido muchas reparaciones y que su estructura estaba muy dañada. Y en cuanto a doña María, nos fue entregada en bandeja por don Guillen de Moneada.
—Luchasteis con cuatro galeras frente a cinco genovesas y las derrotasteis y, pese a los daños que nos causaron, fuisteis en busca de la reina de Sicilia y la llevasteis a Cerdeña; eso no deja de ser una gran empresa.
—Los doblábamos en potencia de fuego.
—De todos modos creo que Roger de Lauria hubiera actuado como vos.
—En los tiempos de Roger de Lauria la pólvora no se empleaba en las batallas marítimas, pues aquellos guerreros la consideraban un invento diabólico. Los hombres luchaban usando sus manos y sus armas blancas, como los héroes; pero ahora corren otros vientos, la edad de la caballería ha llegado a su fin también en el mar.
Rocabertí era un guerrero de otra época. Tenía como modelo de soldado al legendario rey Arturo y a los otros ocho grandes paladines de la historia: Héctor de Troya, Alejandro Magno, Julio César, Josué, David y Judas Macabeo de Israel, el emperador Carlomagno y el cruzado Godofredo de Bouillon. A veces el vizconde se imaginaba como uno de los caballeros de la Tabla Redonda, un Lanzarote o un Parsifal, como los de la Historia del Grial que había leído en una traducción catalana que le proporcionara tiempo ha el infante don Juan.
Santa Pau fue de los primeros en pisar tierra. Sobre la playa aguardaban varios operarios de las Atarazanas y algunos miembros de la Cancillería Real, pero no estaban los reyes ni multitud alguna que aclamara a los vencedores de la Bechignana, sólo un notario encargado de tomar nota de cuántos hombres regresaban en las dos galeras. En la San Antonio se contaron doscientos trece, de ellos ciento trece de su tripulación y entre ellos sesenta y tres remeros, y en la Santa Coloma doscientos treinta y cuatro en total, con ciento treinta y cuatro tripulantes. Cuatrocientos cuarenta y siete nombres de muchos lugares, Barcelona, Mallorca, Villarreal, Burriana, Calatayud, Daroca, Salamanca, Toledo, Pamplona y Córdoba, fueron anotados uno a uno en la lista que firmaron Rocabertí y Santa Pau.
—¿Qué vais a hacer ahora, Jerónimo? —le preguntó el vizconde.
—De momento descansaré un par de días y después redactaré el informe que debo presentar al rey. Aunque tengo ya mucho avanzado, me llevará al menos una semana. Quiero ponerme al día de cuanto ha pasado en este año y esperar nuevas órdenes del Canciller o del rey. ¿Y vos?
—Iré a Valencia a ver al rey y después me retiraré por unos meses a mis posesiones. Mi administrador deberá rendirme cuentas de lo que ha ocurrido en ellas durante mi ausencia y eso me tendrá ocupado por algún tiempo. Después, dentro de uno o dos años, volveré a Atenas para seguir gobernando aquellos ducados en nombre del rey.
—Os enviaré una copia del informe —finalizó Santa Pau antes de despedirse de Rocabertí.
Jerónimo de Santa Pau marchó a su casa y desde allí, tras asearse un poco, se dirigió de inmediato a la cancillería. Cuando lo vio llegar, el Canciller acudió a su encuentro y ambos se abrazaron.
—Me alegro de veros gozando de tan buena salud.
—Los aires del Mediterráneo me sientan bien.
—Sentémonos, tenemos mucho de que hablar —dijo el Canciller.
Los dos amigos conversaron sobre lo acontecido en aquel largo viaje de Santa Pau hasta que el Canciller se dio cuenta de que su subordinado necesitaba un descanso.
—Perdonad, Jerónimo; en mi afán por conocer los detalles de vuestro periplo he olvidado que merecéis descansar.
—Así es, Canciller, un par de días al menos.
—Tomaos una semana. Poseo una pequeña casita de campo en la ladera del Tibidabo en la que podréis recuperar fuerzas. Vuestra casa está en medio de la ciudad y ése no es el lugar más apropiado. Mi ñnca está a una hora de camino de Barcelona; un criado mío os acompañará. Ya le he ordenado que tuviera todo dispuesto para vos.
—Sois muy amable, pero no quisiera…
—Vamos, mi querido amigo, lo hago por mi propio interés. Seréis mucho más útil para la Cancillería una vez os hayáis repuesto.
—Pero el rey estará esperando el informe del viaje; he de redactarlo enseguida.
—El rey está en tierras de Valencia. Hasta dentro de un mes no he de entrevistarme con él; tendréis tiempo de sobra para redactar vuestro informe y lo haréis mucho mejor tras un merecido reposo. Además, necesito esta semana a todo el personal de la Cancillería para preparar un informe sobre el estado de la Tesorería Real. Hace unos días estuvo aquí el maestre de la orden del Hospital, que también atraviesa por dificultades económicas y que se ha trasladado a Aviñón para dirigir desde allí la orden y tratar de acabar con el cisma de la Iglesia. Hablamos sobre la posibilidad de una cruzada dirigida por el rey don Pedro y tras, su fallida experiencia, está de acuerdo en que sería un fracaso.
La casita del Tibidabo era un edificio de una planta que se abría a un jardín poblado de árboles frutales y con una fuentecilla de la que manaba un chorro de agua.
—Ese manantial —le dijo el criado señalando hacia la fuente— no se agota jamás. Llevo más de veinte años al servicio del Canciller y nunca lo he visto secarse, ni siquiera en los estíos más áridos. El agua que mana de él es extraordinaria, sobre todo para el riñon y para el estómago. Creo que su excelencia adquirió esta casa sólo por ese manantial. En la alacena de la cocina he preparado queso, pan tierno, una cántara de vino, un cesto con frutas y dos ollas con carne y pescado. Soy un buen cocinero, aunque el Canciller ya me ha avisado de que vos sois una persona de gusto exquisito.
Santa Pau escuchaba al criado como quien asiste a la lectura cansina de un oficio religioso, sin prestar otra atención que la mínima necesaria para poder enterarse de lo imprescindible.
—Tienes que hacerme un favor —lo interrumpió.
—Tengo órdenes de su excelencia de atender todos vuestros deseos.
—En ese caso esta misma tarde irás a mi casa de Barcelona y llevarás un mensaje a mi criado. Escucha bien: dile que acuda a ver a Francesca y que le indique dónde me encuentro; que haga todo lo posible por traerla aquí.