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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

El invierno de la corona (28 page)

BOOK: El invierno de la corona
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El notario quería comprobar si el burdel de Valencia era el más bello de cuantos había a orillas del Mediterráneo y si era cierto que en él trabajaban mujeres de todos los países y razas. Y así era. Fue construido en 1325 en un arrabal extramuros cerca de la morería y del barrio de la Pobla Vella, aunque la gran expansión urbana de la ciudad ya lo había englobado treinta años después dentro de las nuevas murallas. Un muro cercaba todo el burdel y sólo se podía acceder a él a través de una única puerta siempre guardada por un vigilante. En realidad era un pequeño poblado de hostales y casitas de una o dos plantas y calles cerradas, todo muy limpio y aseado.

Santa Pau entró en el burdel bien mediada la tarde, el momento del día en el que había más trasiego. Las putas, sentadas en pequeñas sillas en la calle a las puertas de las casitas y hostales (de esa costumbre venía el nombre de «mujeres de sillita» que les daban los valencianos), tenían un aspecto pulcro y limpio y todas iban muy bien vestidas y adornadas con joyas.

En las puertas de las tabernas merodeaban los rufianes que vivían a costa de las mujeres a cambio de cierta protección y de procurarles clientes. Santa Pau fue abordado por uno de ellos en cuanto entró en el recinto.

—Señor, sed bienvenido a este paraíso de placer. No os había visto nunca por aquí, pero seguro que repetiréis. Tengo para vuestro deleite una hermosa mujer que hará las delicias de vuestra señoría. Es joven y apenas lleva unas semanas aquí, casi se podría decir que vos la estrenaréis.

El rufián hablaba sin parar, caminando tras Santa Pau, que lo escuchaba aunque con poca atención.

—Estoy hambriento; ¿en qué hostal sirven la mejor comida? —preguntó el notario.

—En El Caballo Rojo, sin ninguna duda; venid, os acompañaré, es justo a la vuelta de la esquina —indicó sin vacilar el alcahuete.

El Caballo Rojo era un hostal de dos plantas, con una fachada encalada y ventanas de madera pintadas en verde y adornadas con macetas de flores rojas y amarillas. Sobre la puerta había un cartel de madera con el nombre del establecimiento y una leyenda que rezaba: PARA EL DELEITE DE LAS BOCAS Y LA SATISFACCIÓN DE LOS HOMBRES. Santa Pau echó un vistazo al interior y comprobó que estaba limpio y ordenado. El rufián insistió:

—Es el mejor, señoría, y si lo deseáis puedo enviaros a la mujer más preciosa de este lugar; os puede acompañar en la merienda y después daros placer en la cama: todo por siete dineros, un precio especial para vos.

Jerónimo se sentó a una de las mesas y le dijo al rufián:

—Primero probaré la comida, si es buena tal vez pruebe después a tu moza.

—Os gustará, señoría, ambas os gustarán.

El alcahuete se dirigió al hostalero y le indicó que sirviera a Santa Pau, en tanto en voz baja le requería su porcentaje por el cliente que le acababa de proporcionar.

—Buenas tardes, señor, habéis elegido bien, El Caballo Rojo es la mejor casa de comidas de toda Valencia. Os puedo servir arroz con carne y verduras, pollo con limón, mazapán con naranjas confitadas y vino de Requena; son nuestras más suculentas especialidades. Aunque si lo preferís disponemos de toda una serie de platos afrodisíacos: hay espinacas, criadillas, frutas, garbanzos, nabos, cebollas, incluso tenemos almendras, nueces y algunas semillas con formas eróticas.

—El pollo y el arroz bastarán, y espero que estén a la altura de lo que pregonáis —dijo Santa Pau.

—Nadie ha salido jamás defraudado de este establecimiento, y os puedo asegurar que por aquí han pasado los paladares más exquisitos de Valencia y de otras muchas ciudades de medio mundo.

—En ese caso, comprobémoslo.

En pocos minutos las especialidades anunciadas por el hostalero colmaban la mesa de Santa Pau. El notario comenzó con un par de naranjas y después el arroz aderezado con pedacitos de carne y verduras y especiado con jengibre, azafrán, pasas y canela; siguió con medio pollo guisado en un caldo con abundante zumo de limón, que proporcionaba a la carne una jugosidad muy gustosa; por fin consumió el mazapán con naranja, que le habían servido en forma de caracol, adornado con trocitos de naranja confitada en la parte superior.

—Este mazapán es tradicional en las fiestas de Navidad, pero nosotros lo horneamos ya desde principios del otoño —observó el hostalero, que se había acercado hasta Santa Pau por si quería alguna otra cosa—. Espero que haya sido todo de vuestro agrado.

—El arroz estaba excelente y el pollo muy jugoso; en cuanto al mazapán, creo que podríais mejorarlo añadiendo alguna otra fruta, tal vez ciruelas o melocotones. Nada que reprochar, salvo el vino.

—¡Es el mejor de Requena! —se ofendió el hostalero.

—En cualquier caso, no estaba en consonancia con el resto de la comida.

El rufián entró en el hostal acompañado de una mujer cuando Santa Pau y el hostalero discutían sobre la calidad del vino.

—Señoría, ésta es Aldonza, la mejor hembra de todo el burdel de Valencia; es portuguesa, de Lisboa; os placerá más todavía que la merienda.

La portuguesa era una mujer de mediana estatura, morena, de pelo largo que trenzaba en una hermosa y densa cola adornada con flores de azahar y cordoncillos dorados. Vestía un ajustado corpiño rojo sobre una blusa blanca bajo los que se dibujaban unas formas rotundas.

El rufián, con cara de falso alelado, sonreía lisonjeramente a Santa Pau esperando una respuesta.

—¿Habíais dicho siete dineros?

—Eso mismo, señoría, yo me encargo de todo, la merienda incluida, por supuesto.

Santa Pau sacó de su bolsa los siete dineros y los puso en la mano del rufián.

—No os defraudará, señoría, es la mejor, la mejor —aseguró el proxeneta.

Santa Pau y la portuguesa subieron a una habitación del piso superior de El Caballo Rojo y entraron en una de las habitaciones.

—¿Hablas catalán? —le preguntó Santa Pau.

—Sí, un poco, lo suficiente, pero no creo que para lo que habéis venido me haga mucha falta —insinuó la portuguesa, que ya estaba afanada en desnudar a Jerónimo con una habilidad extraordinaria.

—No, creo que no va a hacerte falta.

Aquella mujer era toda una experta. Desnudó a Jerónimo y se desnudó ella con la profesionalidad de quien lo hace por dinero, sólo por dinero. Se desató el corpiño y se quitó la falda y la blusa con cierto desdén, con un desaire que a muchos hombres excitaba sobremanera. Ya desnuda, mostró su cuerpo de modo tan voluptuoso que a cualquiera que no hubiera recorrido tantas camas y burdeles como Jerónimo le parecería obscena y tal vez incluso se habría escandalizado, pues no pocos hombres pensaban que también las putas debían ser decentes y recatadas en el ejercicio de su profesión; algunas incluso rezaban ciertas oraciones antes y después de su trabajo.

La portuguesa sabía bien lo que hacía, y cuando comprobó que Santa Pau estaba dispuesto a seguir el juego, olvidó su condición de prostituta y se entregó al placer con todas sus fuerzas. No era cuestión de dejar pasar a un hombre como aquél, presto a disfrutar del amor sin otra inhibición que las propias limitaciones que imponía la naturaleza misma. Y en verdad que ninguno de los dos defraudó al otro. La portuguesa, harta de soportar a viejos y grasientos burgueses valencianos o enjutos y huesudos propietarios huertanos, los únicos que podían pagar sus servicios, había encontrado por fin un hombre apuesto, bien dotado y dispuesto a disfrutar del sexo; para Santa Pau follar con la portuguesa supuso un alivio a las tensiones acumuladas en las últimas semanas.

—Me quedaré algunos días en Valencia. Puedes venir alguna noche a la posada donde me alojo, te pagaré bien —dijo Santa Pau mientras se vestía.

—No es posible; el concejo de Valencia ha dictado un estatuto por el que las mujeres públicas no podemos salir del burdel. Para nosotras las cosas se están poniendo cada vez más difíciles: uno de los jurados ya ha propuesto que se nos prohiba llevar pieles y adornos en los vestidos, los domingos no podemos trabajar antes de que acabe la misa mayor y los alquileres que nos cobran los hostaleros son abusivos. Hace cinco años venían a este burdel putas de todas partes: portuguesas, castellanas, italianas, francesas e incluso griegas, pero si las cosas siguen empeorando el de Valencia dejará de ser el más hermoso burdel del Mediterráneo y las más de doscientas mujeres que aquí vivimos deberemos buscar otro lugar donde se nos acoja mejor.

—No confíes en encontrar un sitio mejor que éste; conozco burdeles catalanes, aragoneses, castellanos, italianos, griegos y franceses y puedo asegurarte que el de Valencia es el mejor de todos cuantos he visto. Y en cuanto a vosotras…, los hombres que gobiernan la mayoría de las ciudades son hipócritas y falsos: prohiben lo que ellos hacen, persiguen lo que ellos practican y castigan lo que ellos procuran. Esto está ocurriendo en todas partes desde hace algún tiempo y me temo que las cosas van a ir a peor, sobre todo para vosotras, pues hay quienes no soportan vuestro modo de vida, vuestra libertad, el que dispongáis de vuestro cuerpo por dinero, o a veces por placer, el que quebréis los mandamientos de una sociedad falsa y vacía.

—No entiendo lo que decís —dijo la portuguesa mientras se arreglaba la deshecha trenza—, pero me gusta cómo lo decís.

El gran salón del palacio real de Valencia había sido engalanado como en las grandes ocasiones. No se celebraba ningún nacimiento real ni ningún matrimonio o bautizo, pero todo se había dispuesto como si allí mismo fuera a coronarse el rey. Don Pedro había ordenado a los oficiales de la capital de su reino más meridional que dedicaran todo su celo y toda su atención a la organización de ese banquete, pues quería crear el marco más adecuado para sellar con sus hijos tan anhelada reconciliación.

El Canciller y Santa Pau acudieron al lugar del banquete al amanecer a fin de supervisar todos los preparativos; hacia mediodía fueron llegando los primeros invitados, los cuales se sentaron en las tres grandes mesas, una frontal y dos laterales. Se había organizado el protocolo con todo cuidado, dando un especial protagonismo a las autoridades del reino de Valencia, a las que don Pedro quería agradar porque pensaba solicitarles nuevas contribuciones para sufragar parte de las cuantiosas deudas de la Corona. La mesa de la derecha de la presidencia se reservó a las autoridades de la ciudad y del reino de Valencia y la de la izquierda a los miembros de la corte, altos funcionarios y consejeros de rey y de la reina. Santa Pau y Cabrera se sentaron frente a frente.

Con todos los invitados ocupando sus respectivos asientos, entraron en el salón el infante don Martín y su esposa doña María de Luna, a quienes acompañaba su hijo Martín el Joven. A la entrada del segundo hijo del rey los invitados se levantaron, como volvieron a hacerlo cuando el portero anunció al príncipe heredero don Juan y a su esposa, la princesa doña Violante de Bar, duques de Gerona. La francesa lucía espléndida, su rostro juvenil y risueño parecía brillar en aquel salón inundado de luz, tapices y flores; vestía a la moda de la corte de Francia, un vestido de cola de amplísimas mangas en colores verde y rojo, con despejado escote que dejaba al descubierto la mitad superior de sus senos, y un tocado de gasas trasparentes sobre un delicado sombrero de ñeltro escarlata adornado con perlas y esmeraldas. A su lado el príncipe don Juan, de treinta y dos años, parecía un caballero de los que se describían en las novelas de moda. No era muy alto, pero su porte majestuoso y elegante, sus delicados modales y su apostura natural hacían de él la perfecta pareja para la bella francesa.

Una hora después de mediodía dos heraldos uniformados con los colores rojo y amarillo de la casa de Aragón, a los que precedían cuatro escuderos, hicieron sonar sus trompetas anunciando a don Pedro, rey de Aragón, de Valencia, de Mallorca, de Córcega y de Cerdeña, conde de Barcelona, Rosellón y Cerdaña y duque de Atenas y Neopatria, y a su esposa, la reina doña Sibila.

Don Pedro apareció tocado con un gran manto de armiño y con la corona real de oro engarzada de esmeraldas, diamantes, perlas, zafiros y rubíes. Su pequeña estatura apenas quedaba disimulada por la propia corona, trazada a propósito para que pareciera más alto, y por unos zapatos cuya suela era una plataforma de cuero rellena de arena que elevaban sus pies cuatro dedos sobre el suelo. Doña Sibila vestía un traje de terciopelo violeta, con brocados en las mangas y en el pecho, sobre su cabeza lucía la corona que recibiera en la catedral de El Salvador de Zaragoza y su cuello estaba enjoyado con varios collares de oro, rubíes, zafiros, perlas y esmeraldas.

Don Pedro saludó a sus dos hijos, a sus dos nueras y a su nieto, pero doña Sibila se dirigió a su sitial sin dignarse a mirarlos, con una altivez tal que no presagiaba nada bueno. El banquete discurrió en un silencio extraño. Había momentos en los que sólo se oía el chocar de los utensilios metálicos en los platos de cerámica blanca y azul de Manises, sobre el fondo de una dulce melodía de laúdes y cítaras. Santa Pau y Jaime de Cabrera procuraban evitar el cruce de sus miradas, aunque en algún momento ninguno de los dos pudo evitar que coincidieran.

En su sitial elevado, el rey don Pedro comía cabizbajo, como si supiera de antemano que sus esfuerzos por lograr la conciliación de sus hijos y de su esposa eran una empresa vana. Sin duda, el rey recordaba su juventud, los malos momentos que atravesó cuando su madrastra doña Leonor de Castilla, casada en segundas nupcias con su padre don Alfonso el Benigno, lo convirtió en juguete de sus caprichos. El muchacho que era entonces don Pedro tuvo que soportar las burlas y vejaciones dé doña Leonor ante la indiferencia de su padre don Alfonso. Ahora, don Pedro presenciaba la misma situación que él padeciera cuando era el príncipe heredero, pero la víctima no era él sino sus propios hijos don Juan y don Martín, y su esposa doña Sibila la madrastra que representaba el papel que casi cincuenta años antes interpretara contra él la reina Leonor. Don Juan y don Martín, que habían oído contar muchas veces la historia de los agravios que doña Leonor infligió a su hijastro don Pedro, no entendían cómo su padre, que había sufrido en sus carnes tan malos tratos, permitía que la misma situación se repitiera en sus propios hijos. Probablemente los dos infantes no estaban en condiciones de entenderlo, pero Jerónimo de Santa Pau sí. El notario real había aprendido en sus carnes que el amor ciego obnubila de tal manera que el enamorado no es capaz de percibir lo obvio a un palmo de su narices. Don Pedro estaba tan enamorado de Sibila que sus ojos no veían sino por los de su bella esposa. Santa Pau sabía que sería inútil intentar convencer al rey de cualquier cosa que supusiera una afrenta o una simple molestia para la reina.

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