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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

El invierno de la corona (42 page)

—¿Sabéis que don Juan ha recabado informes de Ramaurus Ohm, un astrólogo alemán afincado en Aviñón? —advirtió la reina mientras bordaba un escudo real en un pañuelo de seda.

—¿Quién os ha informado?

—¿Sabéis qué le ha preguntado vuestro hijo al astrólogo?: «¿Cuándo seré rey?». ¿Lo comprendéis ahora? Vuestro hijo sólo desea vuestro trono, es lo único que le importa.

—No es un delito consultar a los astrólogos, yo lo hago a menudo —sostuvo don Pedro.

—En el mes de abril vuestro hijo consultó a otro astrólogo, en esta ocasión a Crescas de Viviers, originario de la misma ciudad francesa que mi astrólogo don Felipe; pues bien, el tal Crescas hizo vuestra carta astral por encargo del infante y concluyó que aunque vos habíais nacido bajo el signo de Virgo, os rige Escorpión, en la casa octava, la del terror y la muerte. Sé que ha encargado hechizos contra vos y que ha contratado a nigromantes para que preparen conjuros en vuestro perjuicio.

El rey calló, su mano tembló pero no hizo nada.

Barcelona, diciembre de 1385

Don Pedro, una vez recuperado de su acceso de fiebre, permaneció durante todo el otoño en Gerona resolviendo los asuntos pendientes tras la derrota del conde de Ampurias y pactando a varias bandas el nombramiento del nuevo obispo de Barcelona, sobre el que no había acuerdo con los canónigos de la catedral. Un orfebre tuvo que arreglarle la corona, pues con tanto viaje se habían movido algunas piedras preciosas. La reina, pese a que Santa Pau intentaba mediar ante el rey, no cesó de acusar al príncipe don Juan, que seguía en Zaragoza, de todo tipo de delitos contra el soberano y contra la Corona. Don Pedro cedió a todas las exigencias de su esposa, salvo las que significaban contravenir las leyes de sus estados.

Al fin, el día en el que comenzaba el invierno, los reyes y la corte entraron en Barcelona; hacía seis años que don Pedro no pisaba su más querida ciudad. El Concejo había preparado una entrada triunfal por la puerta de Jonqueres, para desfilar después por la riera de San Juan hasta la plaza de la Catedral, donde el obispo oficiaría una ceremonia en la que se cantaría un tedeum. Mediante unos bandos pregonados por las principales esquinas de la ciudad, el Concejo barcelonés pedía a todos los ciudadanos que asistieran a la entrada de su soberano, don Pedro, tercer conde de Barcelona y cuarto rey de Aragón de ese nombre.

El día era desapacible y una fina pero persistente lluvia caía sobre Barcelona. La puerta de Jonqueres se había engalanado con enramadas y guirnaldas de flores pero casi nadie esperaba a la comitiva real. Tan sólo el conseller en cap, el resto de los oficiales del Concejo, el Canciller y unos cuantos altos funcionarios de la ciudad y de la corte. Pero allí ni estaba el pueblo de Barcelona, a quien tantos esfuerzos dedicara el rey, cuya ciudad había embellecido con iglesias, edificios y murallas, ni tan siquiera los hombres del Rabal, el barrio que don Pedro planificó personalmente con anchas y largas calles para que fuera el saneado lugar de residencia de los nuevos barceloneses.

El rey recibió la bienvenida formal y atravesó la riera de San Juan en medio de una lluvia cada vez más pertinaz. Apenas medio centenar de personas se agrupaban bajo aleros y toldos para contemplar la llegada de sus soberanos a la plaza de la Catedral.

—Me alegro de todo esto —comentó Santa Pau al Canciller, que se había incorporado a la comitiva.

—No deberíais hacerlo, es un fracaso para su majestad.

—Me alegro del fracaso de la reina. Había encargado paños de seda, de tafetán rojo y de la mejor lana para esta ocasión. «Del mayor precio que encuentres», le encargó a uno de sus agentes, y joyas y todo tipo de alhajas. Ha aguardado este momento durante meses; soñaba entrar en Barcelona aclamada por gentes embobadas por su belleza, sus trajes y sus joyas, y ahí la tenéis, burlada como una novia abandonada en el altar, derrotada por una fina lluvia y por el desinterés de los barceloneses.

—Todas las reinas son así, mi querido amigo; el lujo y la ostentación están en la misma condición de la realeza. La princesa doña Violante actúa de forma parecida. Ya ha tenido varios abortos porque aun embarazada no desea renunciar a la caza ni al baile, ni a las conjuras políticas. Siempre sigue a su marido, el príncipe don Juan. Teníamos depositadas esperanzas en ella, en la que será la reina de Aragón, pero es una mujer frivola, muy hermosa y elegante, eso sí, pero vacía y fatua. Se considera por encima de todos y creo que tendrá problemas con la pequeña nobleza y con los artesanos. Pese a su juventud, parece una mujer de otra época, imagina que es la princesa de una de esas novelas francesas, con su apuesto príncipe y su corte de maravillas. Tiene la cabeza llena de pájaros que alimenta con esos libros de poemas que manda traer de Francia. Le gusta tanto rodearse de lujo y refinamiento que ha llegado a vestir a todos sus esclavos de amarillo porque es el color que le ha recomendado uno de sus muchos astrólogos, y sólo se corta el pelo cuando Marte está en conjunción con Mercurio. Me temo que nada ganaremos con el cambio de una reina por otra.

—Tal vez don Juan sepa imponerse a su esposa cuando sea rey —alegó Santa Pau.

—Entonces Violante será la reina y su sueño se habrá convertido en realidad, y eso será todavía peor.

—Falta una semana para que acabe el año y no parece que vaya a llegar el fin del mundo. Una vez más han vuelto a equivocarse los agoreros. Espero que su majestad crea ahora algo menos en tanto falso vidente.

El Canciller hablaba con Santa Pau camino de la catedral de Barcelona a medianoche de la víspera de Navidad, donde acudían para asistir a una de las misas más solemnes del año.

—Creo que Cabrera y los suyos han intentado casi todo para que este año fuera el último, o para que al menos lo pareciera. Sé que han convocado a los demonios mediante el procedimiento del círculo, que han desollado a un gato por la mitad, que han tajado los cuerpos de dos palomas y que han ofrecido estos sacrificios a Satanás para que de alguna manera se manifestase, pero el diablo debe de andar muy ocupado en otras partes del mundo, pues no parece haberles hecho demasiado caso —ironizó Santa Pau.

—Se han echado atrás en su insistencia ante su majestad por el advenimiento del fin del mundo cuando le recordé al hermano de la reina el asunto del inquisidor Bartomeu Genovés —dijo el Canciller.

—¿A qué os referís?

—Ocurrió hace unos quince años. Recuerdo que vos acababais de incorporaros a la cancillería; por aquellos días estabais por la frontera occidental de Aragón negociando las cláusulas de la paz con Castilla. Sí, fue entonces cuando el inquisidor Bartomeu Genovés, un personaje tan siniestro como loco, copió el libro titulado El advenimiento del Anticristo, al que añadió algunas cosas de su sórdida cabeza, y lo entregó al mismísimo Nicolás Eimeric, el dominico inquisidor de herejes de los reinos y estados de su majestad don Pedro, como le gustaba llamarse a este soledoso individuo, para que lo sancionara. El libro era terrible: anunciaba el fin del mundo, profetizaba tremendas catástrofes para la humanidad y amenazaba a todo ser viviente con crueles penas para la eternidad. El rey quedó tan impresionado cuando lo leyó que ordenó apresar a Bartomeu Genovés y se enconó de tal modo con el inquisidor Eimeric que éste tuvo que exiliarse a la corte papal de Aviñón, donde Gregorio IX lo hizo su capellán. A don Pedro no le gustó nada que en ese libro se hicieran tales adivinaciones y temeridades.

—Pero el rey parecía estar muy receptivo a las profecías que anunciaban el fin del mundo para este año —dijo Santa Pau.

—Don Pedro sólo pretendía no contrariar a su esposa. El rey nació un cinco de septiembre, bajo el signo de Virgo, y ya sabéis que los nacidos en este signo tienen un temperamento apasionado pero prudente, perfeccionista pero curioso del saber humano, idealista aunque calculador, refinado incluso en la crueldad, meticuloso en extremo, sensible a las artes y dotado para las letras, orgulloso de su persona y cuidador de su propia imagen. En fin, todo un cúmulo de contradicciones internas difíciles de superar aun en una vida tan larga como la de su majestad.

—El rey siempre ha creído en la astrología; la corte está llena de astrólogos —repuso Santa Pau.

—La astrología, mi querido amigo, es una ciencia mudable. Todo este mundo de las estrellas y las profecías es un terreno muy resbaladizo. En Francia siguen creyendo en la profecía que afirma que su rey gobernará el mundo; acá y acullá cualquier cosa es interpretada como una profecía: una paloma blanca se identifica de inmediato con el Espíritu Santo; vos mismo habéis visto en alguna iglesia una pluma blanca que se considera una reliquia auténtica del Espíritu; una piedra caída del cielo se explica como la señal de una inminente guerra y un eclipse como el anuncio de una terrible catástrofe. Las sibilinas profecías sobre el fin del mundo insisten en la llegada del Anticristo tras el cual un emperador universal instaurará la paz sobre toda la tierra desde Jerusalén. Pero no todos están de acuerdo con quién será ese emperador universal. Unos dicen que el rey Carlos de Francia, tal vez por eso tantos se llaman así, otros que Federico de Alemania o Pedro de Aragón. Hace ya tiempo que la astrología se ha impuesto a las creencias visionarias de las profecías. La astrología explica el mundo por la correspondencia entre el cielo y la tierra, por eso muchos la consideran una ciencia muy cercana a la teología, o incluso a las mismísimas matemáticas. Recuerdo un libro de un francés, Dubois…, Pierre Dubois, que pretendía justificar mediante el estudio de los movimientos de los astros la superioridad de Francia, y en ella la de la ciudad de París, sobre el resto de los pueblos de la tierra. Es obvio que a los monarcas de ese reino les ha interesado dar alas a esas teorías.

»El médico que no estudia las revoluciones celestes no es tenido por bueno, y hay cristianos que afirman que una herida en la cabeza no se cura mientras la luna está en Aries y que la influencia de Saturno es terrible en los partos, en las enfermedades de la matriz y en las heridas en el abdomen. Incluso los mercaderes creen en la astrología: hay comerciantes que nunca compran cuando la luna está en Géminis. El mismísimo Aristóteles se interesó por los movimientos de los astros en su libro De cáelo, y después de él Roger Bacon en De celestibus y Guillermo de Ockham en sus Cuestiones de Física, e incluso el venerable Tomás de Aquino en sus Comentarios a las sentencias. Desde el principio de los tiempos, mi querido amigo, el hombre se ha preguntado por cómo influían los astros en su vida y siempre ha intentado interpretar en su lenguaje el futuro, y no iba a ser una excepción nuestro rey don Pedro.

El treinta y uno de diciembre unas pocas personas se arremolinaron en torno a las escaleras de la portada principal de la catedral de Barcelona a la espera del fin del mundo. Rezaban arrodillados y cantaban salmos y plegarias solicitando el perdón de sus pecados. Toda la fachada estaba llena de andamios de madera a causa de las obras que hacía algunos años se estaban realizando para terminar el más importante templo de la ciudad. Algunos incluso aguardaron, pese al frío y a la humedad, a la medianoche, pertrechados con velas y cirios. Poco antes de que comenzara el nuevo año vieron en el cielo una estrella fugaz y tres o cuatro gritaron y treparon a lo alto del semidesmoronado lienzo de muralla romana que se extendía frente a la catedral; durante un rato señalaron la desaparecida trayectoria y afirmaron que era la primera señal del comienzo del fin del mundo, pero tras unos tensos instantes no hubo más estrellas fugaces. Un beneficiario de la catedral salió de un edificio contiguo para anunciar a los poco más de veinte congregados que todavía quedaban que se marcharan a sus casas, pues se había cumplido la medianoche y había entrado el nuevo año de 1386. El fin del mundo, por el momento, debería esperar.

Capítulo 12
Barcelona, enero de 1386

Pese a que los consellers de Barcelona aprobaron los capítulos sobre los consulados tal y como el influyente mercader había sugerido, Pere Ferrer apenas podía disimular su enfado. Caminaba a grandes zancadas de lado a lado de la amplia sala de su casona barcelonesa en la plaza de San Justo. El cabecilla de los mercaderes había citado a media mañana a Jaime de Cabrera, a Bernardo de Forciá y a los mercaderes Joan de Centelles, Bonanat Alfonso y Joan Cerdán.

Uno a uno fueron entrando en la sala en la que una chimenea con un gran fuego caldeaba la estancia aquella fría mañana de invierno.

—Vuestra estrategia del fin del mundo ha fracasado; vuestro astrólogo es un verdadero inútil —sentenció Pere Ferrer—. Hemos hecho el ridículo ante su majestad y va a ser imposible que nuestra idea de una gran cruzada a Tierra Santa se realice. ¿Tenéis algún nuevo plan para evitar nuestra ruina?

Jaime de Cabrera estaba apoyado en la chimenea, contemplando cómo las llamas consumían los gruesos troncos.

—Tenéis razón. No hemos podido convencer al rey para que convocara una gran cruzada, pero no todo está perdido. Don Pedro es muy viejo y no tardará mucho tiempo en morir; hay que prepararse para esa nueva situación —dijo el consejero de la reina.

—Si nada cambia, cuando el rey muera deberemos huir de Barcelona. Si nos quedamos aquí seremos perseguidos por don Juan, que cuando sea rey acabará con todos nosotros —alegó Pere Ferrer.

—Me estoy refiriendo precisamente a eso, a evitar que el duque de Gerona suceda a su padre en el trono —puntualizó Cabrera.

—Me temo que, aunque don Pedro ni siquiera desea ver a su hijo, nada modiñcará su voluntad de que le suceda en el trono. Para su majestad la legitimidad es lo más importante —dijo Pere Ferrer.

—Mi hermana la reina es joven, puede tener más hijos… —intervino Bernardo de Forciá.

—A don Pedro no le interesan los hijos que pueda tener con vuestra hermana, sólo le importa su coño —terció Bonanat Alfonso.

—En ese caso démosle coño real, o quitémoselo, tal vez así…

—¿Qué estáis pensado, Cabrera? —preguntó Ferrer.

—Creo que la reina debería insistir una vez más ante el rey sobre la traición de su hijo don Juan. O conseguimos, como sea, que don Juan no herede el trono o ya podemos preparar nuestro equipaje y buscar refugio en cualquier país enemigo de Aragón —insistió Cabrera.

—En cuanto a vuestro astrólogo, ese Felipe de Viviers…

—Fui yo quien le ordenó que fijara el fin del mundo en el año 1385 y que falsificara un libro perdido de 1302; era una fecha que cuadraba bien con nuestro proyecto. El se limitó a cumplir mis órdenes —explicó Cabrera.

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