Todos callaron cuando intervino el infante don Juan, quien había permanecido en silencio junto al sitial donde se sentaban los reyes.
—La cristiandad ha organizado ya varias cruzadas —objetó Pere Ferrer.
—Y todas han sido un fracaso. Conquistar Jerusalén no servirá de nada mientras entre Tierra Santa y la cristiandad siga habiendo tierras musulmanas. Godofredo de Bouillon conquistó la Ciudad Santa, pero luego se perdió. ¿Podéis imaginar siquiera cuánto esfuerzo costó mantener el domino cristiano sobre Jerusalén?, ¿cuántos caballeros valerosos murieron? —inquirió don Juan.
—Todo esfuerzo es poco para librar del dominio infiel el sepulcro del Señor —terció Jaime de Cabrera.
—Siempre que sea posible mantenerlo, sí, pero ¿qué haríamos después de conquistar Jerusalén? Serían necesarios no menos de diez mil, tal vez veinte mil soldados para defender permanentemente la ciudad y cincuenta mil para dominar toda la región con cierta seguridad. ¿Habéis calculado el coste que todo ello supondría? —preguntó don Juan.
—La ruptura del control turco de la ruta de las especias significaría ingresar las suficientes rentas como para mantener un ejército dos veces mayor —insistió Cabrera.
—Sois muy optimista en vuestras apreciaciones, don Jaime; cincuenta mil hombres, con su impedimenta, costarían cada año alrededor de un millón de florines. ¿Estaríais dispuesto a sufragar semejante cantidad?
Los argumentos de don Juan parecían contundentes. Pere Ferrer y Jaime de Cabrera estaban derrotados una vez más. Don Pedro dio por finalizada la reunión y se retiró con su esposa. Los ojos de Sibila rezumaban un odio contenido cuando se encontraron con los de su hijastro.
De los castillos del norte llegaron señales de alarma. El ejército francés se acercaba a los Pirineos pertrechado para una verdadera invasión.
—Lo detendré en su propio terreno —aseguró don Juan.
—Sería más prudente aguardar en los desfiladeros de las montañas, allí podríais hacerlo con mayores garantías —aconsejó Santa Pau.
—Necesito una gran victoria. Mi padre nunca pudo pelear en los combates, sus condiciones físicas no se lo han permitido, y deseo que experimente a través de mí lo que nunca ha podido sentir.
—Os arriesgáis mucho, alteza. Una derrota supondría que los franceses tendrían el camino libre hasta Barcelona.
Pero Santa Pau sabía que el ejército francés apenas constituía motivo de preocupación, no eran cinco mil, ni siquiera un gran ejército. El conde de Comenge y Bernaldo de Armañac sólo habían podido reclutar poco más de dos mil soldados, la mayoría hombres sin experiencia, campesinos arruinados y desesperados que huían de la miseria, del hambre y de la peste. Serían presa fácil para los dos mil veteranos aragoneses, todos ellos bien entrenados y expertos en el manejo de la espada y la ballesta. Si todo salía como el notario preveía, en el primer envite los franceses huirían despavoridos, y tal vez ni siquiera hiciera falta llegar al cuerpo a cuerpo. Tampoco había que temer una respuesta por parte del rey de Francia. Don Juan estaba casado con su sobrina y además el joven don Carlos estaría más tranquilo cuando se enterara de que dos mil desharrapados han sido eliminados en sus estados vasallos del sur. Francia respiraría aliviada sin ese ejército de pordioseros merodeando por las tierras del Midi, pues se había convertido en un problema para los propios franceses: nadie lamentaría su derrota.
La batalla tuvo lugar en Durban, al norte de los Pirineos. Don Juan salió de Gerona y dirigió sus tropas directamente hacia el centro del ejército francés. Los ballesteros catalanes y aragoneses diezmaron las primeras filas enemigas como si se tratara de un ejercicio de tiro al blanco. Los capitanes franceses intentaron que sus hombres no retrocedieran, pero los inexpertos campesinos enrolados en aquella tropa deslavazada huyeron al ver cómo caían sus compañeros más avanzados ensartados como pichones por las saetas de los ballesteros del príncipe Juan. Apenas iniciada la refriega, el frente del ejército francés ya estaba desarbolado. El pánico entre los campesinos franceses fue absoluto cuando don Juan ordenó una descarga de artillería. La metralla destrozó brazos, piernas, pechos y cabezas de los franceses, cuyo aspecto era el de una barahúnda de gentes huyendo despavoridas.
Don Juan regresó triunfante, aclamado en las aldeas por donde pasaba. Pero en Gerona le aguardaba una sorpresa que tras su victoria no podía imaginar.
Don Pedro recibió a su hijo henchido de orgullo. Lo esperó a las puertas de la ciudad y lo abrazó como tal vez nunca antes lo había hecho. El rey había ordenado a su cronista Bernardo Dezcoll que asistiera a la entrada del infante para dejar constancia del triunfo de su heredero. Padre e hijo parecían reconciliados, pero aquella situación sólo duró unos días.
Don Pedro citó a su hijo a una audiencia con todos los consejeros reales presentes. El primogénito de Aragón supuso que la audiencia era para ofrecerle un homenaje por su victoria, tal vez sería el momento oportuno para restaurar definitivamente la concordia entre ambos.
Don Juan entró en la sala mayor del palacio de Gerona con paso firme y seguro; lo acompañaba su esposa doña Violante y ambos esposos mostraban una plena felicidad. Pero el semblante del príncipe se oscureció cuando vio los ojos de su padre. Desde luego, si la mirada de don Pedro reflejaba sus pensamientos, aquella audiencia no parecía convocada para celebrar ningún homenaje.
—Majestad —saludó don Juan inclinándose ante su padre y obviando una vez más a doña Sibila.
—Has vuelto a querer engañarme —aseveró don Pedro.
—¿Qué decís, padre?
—Todo ha sido una farsa, desde el primer momento, desde que llegaste como un pavo real a Gerona al frente de ese ejército de mercenarios aragoneses. Lo habías planeado todo con detalle. El engaño parecía perfecto, pero he logrado desentrañar tus embustes.
—No entiendo a qué os referís —se extrañó don Juan.
—A tu traición, por supuesto.
—Nunca os he mentido, padre.
—¡Cómo te atreves a seguir con esta falacia! Tú fuiste quien organizó a ese ejército francés contra mí, tú en compañía de ese rebelde conde de Ampurias; tú has conspirado contra tu padre y tu rey aliándote con el rey de Francia y con los nobles franceses. Creías que no podría averiguarlo, pero te he descubierto. Hace meses que tus agentes instigaron en el sur de Francia para que varios nobles se aliaran contra mí; les prometiste tierras y títulos para cuando tú fueras el rey de Aragón. Y después montaste toda esta farsa. Apareciste como un nuevo Aquiles, ofreciéndome tus tropas para defender mi reino contra un poderoso ejército invasor, pero ese ejército sólo era una banda de campesinos hambrientos y desesperados a quienes unos nobles sin escrúpulos utilizaron para lograr sus torcidas ambiciones.
—Yo combatí por vos, padre, por vos y por Aragón.
—No mereces dirigir el ejército del rey de Aragón, quedas relevado del mando; desde ahora encomiendo la jefatura del ejército a mi fiel senescal don Bernardo de Forciá —sentenció el rey.
La reina recuperó la irónica sonrisa que perdiera en las últimas semanas. Jaime de Cabrera y Bernardo de Forciá también saboreaban aquellos instantes de victoria. Santa Pau no dejaba traslucir una sola de sus impresiones; él era el culpable de aquella situación, aunque sólo lo sabían el conde de Ampurias y el Canciller. Era consciente de que si don Pedro se enteraba de sus maquinaciones, no mantendría mucho tiempo la cabeza sobre los hombros. Sintió ser el causante del enfrentamiento entre el rey y el primogénito, pero al fin y al cabo esa situación no era nueva, y además, se reconfortó, lo que importaba era el fracaso de los planes de cruzada de Jaime de Cabrera y de los mercaderes barceloneses, y eso sí que lo había conseguido.
—Vuestra condición de heredero y de duque de Gerona os guardan de ser apresado ahora y aquí mismo, pero no confiéis en que vuestros privilegios duren mucho más tiempo —concluyó don Pedro.
Don Juan tomó a su esposa del brazo y salió de la sala de forma bien distinta a como había entrado.
—Esta escena comienza a ser familiar —siseó Bernardo de Forciá al oído de Jaime de Cabrera.
Don Juan se sintió traicionado y burlado; alguien había engañado a su padre y lo había predispuesto contra él, y, aunque estaba convencido de la inquina de su madrastra, encargó a su astrólogo Grescas de Viviers que hiciera lo posible por averiguar quién estaba detrás de todo aquello.
Santa Pau obtuvo permiso del rey don Pedro para volver a Barcelona a principios de junio. En esos días la ciudad vivía acontecimientos muy agitados. La negativa de don Pedro a convocar la cruzada acabó con las esperanzas y el crédito de muchos mercaderes y banqueros. Cuando Pere Ferrer comunicó a sus aliados que no habría expedición de conquista hacia Oriente, el desasosiego cundió en los mercados y en la banca. La falta de confianza provocó una serie de quiebras en cadena, como ocurriera unos pocos años antes. Las pocas entidades financieras que soportaron la racha de quiebras del año 1382 contemplaron impotentes cómo su valor se hundía hasta entrar en bancarrota. Las antes poderosas bancas de Pere Pascual y Arnau Esquerit, ambas de Barcelona, quedaron reducidas a la nada y la crisis se extendió a toda Cataluña: en Gerona quebró la banca de Ramón Medir y en Perpiñán la de Bartomeu García. En Barcelona los cambistas habían sustituido a los banqueros, los especuladores a los empresarios y los rentistas a los inversores. La inseguridad financiera era tal que del reconocimiento de deuda ante un notario se pasó a la letra de cambio como modo de reconocer un pago pendiente.
—Todo son problemas, Santa Pau, todo son problemas. El Canciller parecía abatido.
—Hemos atravesado por muchas dificultades, superaremos éstas también —repuso Santa Pau.
—Antes los obstáculos llegaban uno tras otro y los superábamos de uno en uno, pero ahora se presentan varios a la vez, todos a la vez. Toda la banca está en quiebra, en estos momentos no existe nadie con capacidad suficiente para financiar una empresa importante; las finanzas de la Corona atraviesan el peor momento desde que yo recuerdo, y recuerdo al menos los últimos cincuenta años; Atenas está sitiada y no tenemos recursos para enviar refuerzos que desbloqueen el asedio; don Artal de Alagón está tramando una alianza con los Visconti para dominar Sicilia; el papa Urbano VI ha sido aclamado en Mesina tras desembarcar en ese puerto siciliano; los corsarios infestan el Mediterráneo y los mercaderes catalanes, ante la indefensión a que están expuestos, han armado tres galeras para combatir por su cuenta a los piratas; algunos moros valencianos se han levantado incitados por los granadinos; ¡ah!, y además estamos en guerra con el rey de Túnez porque se niega a seguir pagando las dos mil doblas de oro anuales convenidas en el tratado que acordamos con su antecesor hace ya más de veinte años —resumió el Canciller.
—Podría ser peor —apostilló Santa Pau.
—Y lo es. El rey acaba de responder a una carta de su hijo don Juan puntualizando los agravios que tiene contra él. Fijaos, le dice que «es cosa inaudita que el hijo no siga las pisadas del padre» y le acusa de orientar su política hacia los intereses de Francia; de pactar en secreto el reconocimiento de Clemente VII como verdadero papa en contra de la neutralidad proclamada por el rey; le reitera su malestar por haberse casado en contra de su voluntad con doña Violante y le recrimina que mantenga contactos con los procuradores valencianos y catalanes en Cortes a sus espaldas.
—Bien, en este caso nada más puede ocurrir.
—Sí, mañana podría comenzar el fin del mundo —ironizó el Canciller.
Santa Pau regresó a su casa tras despachar algunos asuntos en la cancillería. Caía pesada y húmeda la tarde sobre Barcelona y con ella los últimos días de primavera. El cielo tornaba el azul mediterráneo hacia un violeta pálido y algunos vencejos realizaban veloces quiebros a la caza de insectos. Santa Pau dobló la esquina de la plaza Nueva y entró en la pequeña calleja que daba acceso a su casa. En el momento en el que se disponía a entrar oyó una voz que lo llamaba. Giró la cabeza y entre las sombras del atardecer atisbo una figura que se refugiaba en un portal contiguo. Santa Pau se puso en guardia creyendo que podría tratarse de un atraco, aunque era demasiado temprano para que actuaran los delincuentes.
—No temáis, señoría —dijo la voz.
—¿Quién eres? —preguntó Santa Pau.
—Eso no importa.
Jerónimo hizo ademán de aproximarse hacia la figura que ocultaba su rostro bajo una capucha.
—No os acerquéis, tan sólo escuchadme: acudid esta medianoche a la puerta de San Pablo.
—¿Estás de broma? Ésa es la peor zona de la ciudad; a esas horas y en ese sector del Rabal hasta un ejército correría peligro de ser desvalijado.
—No temáis, nadie os molestará.
—¿Quién os envía?
—¿Acaso no lo imagináis? Santa Pau dudó.
—No, pero me temo que se trata de una trampa.
—No, señoría, no es ninguna trampa.
—En ese caso decidme quién os envía.
—Una amiga vuestra que desea volver a veros.
—¿Francesca?, ¿se trata de Francesca?
—Acudid a medianoche a la puerta de San Pablo. La figura encapuchada dio media vuelta e hizo intención de marcharse.
—Espera —gritó Santa Pau—, ¿cómo sé que no es una trampa?
—Preguntadle a vuestro corazón, él os responderá.
El encapuchado desapareció tras la esquina de la calleja y aunque Santa Pau intentó seguirlo, al girar la esquina parecía que se lo hubiera tragado la tierra.
El notario entró en su casa; sus criados le sirvieron la cena pero Jerónimo apenas pudo probar bocado. No podía quitarse de la cabeza aquella misteriosa cita a la que había sido invitado. «Una amiga vuestra que desea volver a veros»; aquellas palabras que le había dicho el encapuchado le hacían albergar la esperanza de que fuera Francesca quien preparara el encuentro. Pero ¿y si se tratara de una añagaza de sus enemigos para atraerlo a una trampa?
—Don Jerónimo, la sopa está fría; ¿no os ha agradado? —le preguntó la vieja criada que mantenía en su casa desde que murieran sus padres.
—No, no, es que esta noche no tengo apetito —se justificó.
—Tal vez unas salchichas; las he comprado esta misma mañana en la carnicería de la esquina de plaza Nueva; el carnicero me ha asegurado que están hechas con la mejor de las carnes.