En el patio del castillo de Peralada estaban preparadas las acémilas que iban a transportar la corte hasta Besalú, apenas a media jornada de distancia hacia el oeste. La reina siempre viajaba en unas andas de madera pintadas y sobredoradas, bien descubiertas bien tapadas con un cobertor, según el tiempo que hiciera, que manejaban siete hombres. Para este viaje se prepararon ochenta bestias de carga. Atada a las andas de la reina iba una gacela regalo del rey de Túnez. Soplaba una fría tramontana que llegaba de los nevados Pirineos, cuyas cumbres comenzaban a reflejar un tímido sol. Santa Pau aguardaba sosteniendo las riendas de su yegua roana a que los reyes se incorporaran a la comitiva para iniciar el camino de Besalú, adonde estaba previsto llegar poco después de mediodía.
Los dos últimos meses habían permanecido recluidos en el castillo de Peralada, encerrados tras sus fuertes muros, combatiendo al conde de Ampurias en tanto la población de Gerona sufría el acoso de las compañías de mercenarios franceses.
Don Pedro, que acababa de firmar la autorización al conde de Aosta para que practicara el corso en el Mediterráneo, se sentía acosado. Las permanentes denuncias de su esposa le hacían ver conspiradores y traidores por todas partes y comenzaba a ceder a las demandas de doña Sibila para perseguir a los que ella señalaba como los principales traidores. El conde de Pallars, Bernardo de Forciá y Jaime de Cabrera habían preparado una larga lista de acusados que encabezaban los hijos de rey y entre los que estaban el Canciller y Santa Pau. Esa lista se la entregó la reina a su esposo, que había decidido aguardar hasta llegar a Besalú antes de tomar cualquier decisión.
Justo al amanecer los reyes aparecieron en el patio del castillo. La reina subió a una litera colocada sobre una carreta tirada por cuatro mulas y don Pedro montó un caballo alazán ayudado por un sirviente. La comitiva real se puso en marcha y salieron del castillo en dirección al oeste. Dos escuadrones de caballería escoltaban al centenar de personajes que configuraban la corte itinerante de don Pedro de Aragón. Sólo se detuvieron a mitad de camino, en Cabanellas, justo el tiempo necesario para dar forraje a los caballos y descansar unos instantes, y pasado el mediodía llegaron a Besalú.
—¿Habéis decidido ya sobre la lista que os entregué en Peralada? —le preguntó la reina a su esposo.
—Hay gente muy importante en esa relación; la encabezan mis propios hijos y sigue tras ellos el Canciller. Ese hombre está a mi lado desde que fui coronado rey de Aragón en la catedral de Zaragoza, de eso hace ya casi medio siglo.
—El Canciller es el principal traidor —recalcó Sibila.
—Mis hijos me han fallado, es cierto, el duque de Gerona incluso se ha atrevido a desobedecerme delante de toda la corte, y don Martín no ha dudado en apoyar a su hermano contra mí, pero el Canciller ha estado siempre a mi servicio.
—¿Pero no veis lo que ocurre a vuestro alrededor, esposo mío? En verdad sois un monarca magnánimo. Perseguid a los traidores, no sólo están contra vuestro reinado, también conspiran en contra de la Corona. Abortad ese mal antes de que acabe destruyendo vuestra obra.
El rey repasó con cuidado una vez más la larga lista.
—El Canciller y Santa Pau quedan excluidos —comentó—, en cuanto a los demás…
—El Canciller y ese hijo de judíos son los peores, mi señor, son ellos los principales instigadores de la traición.
—Sobre el Canciller ya os he dicho que trabaja a mi lado desde mucho antes de que vos nacierais, y en cuanto a Santa Pau, me es imprescindible en la cancillería, es nuestro máximo experto en asuntos mediterráneos y me ha servido con fidelidad y valor; a su coraje le debemos muchos de nuestros triunfos.
—Es un judío —remarcó la reina.
—El obispo de Barcelona sentenció que era un buen cristiano. Aquellas acusaciones de ser un «hombre sin dios» resultaron ser falsas. Es mi mejor notario y no puedo prescindir de él. Además, nuestros mejores médicos son judíos y a ellos encomendamos nuestra salud sin reparos.
Doña Sibila ejercía una enorme influencia sobre su esposo, pero sabía muy bien cuándo tenía que ceder.
—En cuanto a los demás…
Don Pedro retomó la lista; le echó un último vistazo, tomó una pluma, mojó la punta en el tintero y tachó los nombre del Canciller y de Santa Pau.
—En cuanto a los demás —repuso el rey—, serán declarados traidores, sus bienes confiscados y se incoará un proceso contra todos ellos.
—¿De qué serán acusados? —inquirió la reina.
—De alta traición —dijo don Pedro con cierta pena.
Sibila abrazó a su marido y apoyó su rostro en el pecho del rey. Don Pedro no pudo verla, pero la sonrisa de su esposa no dejaba duda sobre quién había ganado.
—¡A todos, el rey procesará a todos! —mostraba su alegría Bernardo de Forciá.
—El Canciller y Santa Pau se han salvado —objetó Jaime de Cabrera, visiblemente molesto.
—No os preocupéis por ellos, también caerán.
—Hasta ahora no hemos podido con esos dos.
—Yo me ocuparé personalmente en cuanto nos hayamos librado de los demás.
—El rey sigue confiando en Santa Pau y en el Canciller. Ahora mismo está despachando con el judío renegado —masculló Cabrera.
—Vamos, don Jaime, es un simple notario, no creo que sea demasiado peligroso.
—Vos no lo conocéis. Ese hombre es un verdadero demonio.
—Demonio o no, acabaremos con él.
Bernardo de Forciá apuró de un trago una copa de vino especiado.
—No estéis tan seguro —recalcó Cabrera.
—Bueno, si nosotros no acabamos con él, será el mundo quien lo haga. Según vuestro astrólogo este año es el del fin del mundo, en cuyo caso, ¿qué importa un notario más o menos? Por cierto, don Jaime, no he visto señales que indiquen que el Apocalipsis esté próximo.
Don Pedro caminaba de un lado a otro de la sala grande del castillo de Besalú. Sentado a una mesa, Santa Pau tomaba nota para redactar un documento sobre la petición de ayuda de los catalanes sitiados en la Acrópolis. En una galera había llegado un procurador de Atenas solicitando ayuda del rey. Un ejército mercenario mandado por el condotiero Nerio Acciajuoli, un formidable general sin más escrúpulos que los que le permitían aumentar su fortuna, estaba asolando los ducados griegos del rey de Aragón y se había asentado a las puertas de Atenas. La población se había refugiado en la Acrópolis y, ante la imposibilidad de rechazar por sí misma el ataque del condotiero, no tenía otra opción que esperar la ayuda de su soberano.
—¿Qué podemos hacer, Santa Pau? —preguntó el rey.
—Apenas nada, majestad, sólo pedirles que resistan en tanto nos sea posible organizar una expedición de ayuda. En estos momentos es más urgente la defensa de Cataluña. En cuanto acabe el invierno y los pasos de los Pirineos sean practicables, es probable que organicen una invasión masiva. Hemos detectado algunos movimientos de tropas en la región de Carcasona y en la de Béziers, quizá preparen un doble ataque, por la costa y por el interior a la vez.
—Hay que eliminar a los traidores antes de que se produzca esa invasión. Copiad esta lista y expedid órdenes de procesamiento por alta traición contra los que aparecen en ella.
Don Pedro alargó a su notario un papel. Santa Pau lo desdobló y comenzó a leer los nombres en ella registrados, de entre los cuales se habían suprimido el del Canciller y el suyo.
—¡Majestad, la encabeza vuestro hijo, el heredero de la corona, y también está el vizconde de Rocabertí! —se asombró el notario—. Yo luché con Rocabertí contra los genoveses, navegué con él enarbolando vuestra oriflama. Los nombres que figuran en esta lista os son fieles y leales.
—La lealtad significa obediencia, Santa Pau, no lo olvidéis nunca. Los reyes somos los ungidos por Dios para regir a los hombres. Dios elige a ciertos hombres y a ciertos pueblos para que cumplan en la tierra sus divinos designios, y el Altísimo ha elegido a la casa real de Aragón como instrumento para imponer en la tierra Su voluntad. Toda la historia de nuestra dinastía no es sino un largo camino hacia la consecución de unos objetivos que hace tiempo quedaron escritos en los textos sagrados y en las estrellas. El fin del mundo está próximo: todas las señales así lo indican. La peste, el hambre, la guerra, la muerte, todas esas desgracias pueden evitarse si tenemos el valor necesario para hacer cumplir la voluntad de Dios.
»El Emperador de los Últimos Días está a punto de manifestarse. Hay quien dice que ese monarca, que unirá a toda la cristiandad bajo el estandarte de un único soberano, es el rey de Francia, pero Dios ha designado a la casa real de Aragón como la que ejecutará sus planes. Dios ha firmado una alianza con nosotros, una alianza que hemos de cumplir.
Don Pedro parecía envuelto en un halo mesiánico. Hablaba apoyado en el alféizar de una de las ventanas de la sala que daba al norte, hacia los Pirineos, y lo hacía con los ojos fijos en el horizonte, como si entre él y las nevadas montañas no se extendiera sino la sombra de un pesado sueño.
Unos golpes en la puerta interrumpieron las palabras del rey. Santa Pau se levantó de la mesa y acudió a la puerta a recoger una carta que traía un mensajero. Abrió el sobre y leyó el contenido. Era un informe de uno de los capitanes de los castillos de la frontera norte en el que notificaba que los franceses habían concentrado un gran ejército al norte de Prades, al otro lado de los Pirineos.
—Majestad, los rumores se confirman, los franceses preparan una gran invasión.
Hacía ya dos días que la corte se había instalado en Gerona, desde donde se iba a organizar la defensa de Cataluña. Poco antes Santa Pau había enviado al Canciller un informe secreto en el que daba cuenta de la crítica situación, de la incapacidad del rey para dirigir las operaciones de la guerra y de la posibilidad de reconciliar a padre e hijo si se lograba que el infante don Juan acudiera con algunas tropas.
El Canciller actuó deprisa, habló con don Juan y lo convenció para que fuera a Gerona con cuantos soldados pudiera reclutar. En apenas dos semanas el príncipe heredero conformó un ejército de dos mil hombres, bien pertrechados con dos mil caballos y acémilas y dos docenas de piezas de artillería.
Cuando don Pedro, recién instalado en Gerona, recibió la noticia de que su hijo estaba a un solo día de la ciudad y que acudía al mando de un ejército, ordenó a Santa Pau que detuviera el proceso contra su primogénito, pero que continuara con los de los demás.
Don Juan entró en Gerona el diecisiete de febrero. Cabalgaba sobre un corcel ruano al frente de las tropas que enarbolaban las banderas cuatribarradas rojas y amarillas del rey de Aragón y a su lado, en una yegua blanca, lo hacía su esposa doña Violante. Los dos príncipes lucían esplendorosos y la población los aclamó como si se tratara de los legendarios héroes que describían las epopeyas de la Antigüedad. Don Juan, con su armadura sobredorada, tocado con un yelmo de plumas alado y una capa roja y verde sobre los hombros, parecía un caballero sacado de las novelas francesas que tanto gustaban en la corte de Barcelona, y doña Violante, con su cabello rubio trenzado con hilos de oro y flores de plata y perlas, vestida con un ceñido traje de seda azul celeste y blanco y una capa de pieles de armiño y marta, era la mismísima representación de Venus encarnada en la princesa de Aragón.
—Ésta es una nueva jugada del Canciller —bisbiseó Jaime de Cabrera a Bernardo de Forciá.
—Teníais razón, don Jaime, esos dos cagatintas son mucho más peligrosos de lo que yo creía. Desestimé su valía, ha sido un error.
—Mientras el rey confíe en ellos nada podemos hacer, salvo intentar socavar esa confianza.
El hermano y el consejero de la reina asistían al desfile que, presidido por don Pedro, celebraba la llegada de las tropas dirigidas por don Juan.
El príncipe de Aragón, que portaba sobre su puño izquierdo su azor de caza favorito, se detuvo ante el estrado que, ocupaban don Pedro, y doña Sibila, refrenó a su caballo, inclinó la cabeza ante su padre y dijo:
—Majestad, aquí está vuestro hijo, con dos mil soldados, para defender vuestros estados de cualquiera que ose amenazarlos.
Don Pedro se atusó la barba y miró a su heredero. En verdad era todo lo que él no pudo ser nunca: un caballero hermoso, apuesto, un verdadero paladín con su armadura dorada, su yelmo alado y su firme mano de cazador enguantada para soportar la presa de las garras del azor. El rey saboreó una mezcla de orgullo y envidia al contemplar a su primogénito y en ese momento supo que nada impediría que don Juan fuera algún día el rey de Aragón.
Algunos, los menos, afirmaban que la gran epidemia de peste que se estaba extendiendo por el norte de Cataluña y que diezmaba ciudades y aldeas era el primero de los signos que anunciaban el fin del mundo. El astrólogo Felipe de Viviers insistía una y otra vez en que las señales comenzaban a mostrarse y que la cruzada no podía demorarse ni un minuto más. Una delegación de mercaderes catalanes, encabezada por Pere Ferrer, visitó al rey en Gerona.
—Nuestra situación es desesperada, majestad. Los mercados de Oriente se están cerrando para nosotros, los turcos controlan la ruta de las especias, lo que ha provocado una subida de precios insoportable, el rey de Túnez ha declarado el corso contra cualquiera de nuestros barcos, y más de la mitad de las bancas de Barcelona, Gerona y Lérida están en quiebra, y las que resisten no tardarán en caer en la misma situación. Necesitamos esa cruzada, majestad, la necesitamos —se sinceró Pere Ferrer.
—Hemos evaluado nuestras fuerzas y no es posible convocarla antes de acabar con el peligro francés —sentenció el rey.
—Pero majestad, los mercaderes estamos indefensos; la fuente de riqueza de estas tierras es el comercio, de él dependen vuestro poder y vuestra Corona, sin el comercio los catalanes apenas seríamos nada.
—No insistáis, no podemos detraer ningún esfuerzo o toda la Corona estaría en peligro —dijo don Pedro.
—Vuestra idea de cruzada es descabellada —terció don Juan—. Un ejército francés aguarda al otro lado de los Pirineos para caer sobre Cataluña. Esta misma mañana ha llegado de Aviñón uno de mis consejeros y las noticias que trae hablan de más de cinco mil soldados listos para la invasión; tal vez la avanzadilla de ese ejército ya esté en marcha hacia Gerona.