Jerónimo entró en la sala capitular del convento de dominicos y sintió en su interior un profundo desasosiego, pero a la vez la necesidad de que acabara cuanto antes aquella situación a la que desde hacía un par de semanas estaba sometido. El tribunal, presidido por el obispo, entró poco después y tomó asiento en unos bancos que se habían colocado sobre un elevado sitial. El acusador era un viejo dominico que aunque había tenido algunos problemas con el rey por su radicalización en ciertos temas religiosos, seguía gozando de enorme influencia en la composición de los tribunales.
El acusador inició su discurso, tras pedir la venia del tribunal, con un extenso alegato sobre la grandeza de Dios, su unicidad y su cualidad de incuestionable. Continuó afirmando que aquéllos que renegaban de Dios eran no sólo reos de ateísmo, sino también de traición, pues la persona del rey estaba revestida de la gracia divina. Tras la larga introducción, pronunciada con vehemencia aunque con la falta de credibilidad de un discurso muchas veces reiterado, el acusador comenzó a desgranar los cargos que se imputaban a Jerónimo.
—El notario real Jerónimo de Santa Pau, hijo de Joan y de María de Santa Pau, ciudadano de Barcelona —leyó el acusador de un cuadernillo de papel—, es inculpado de dos gravísimos delitos cometidos contra Dios y contra el rey. Sepan todos que el dicho Jerónimo, descendiente de una familia de judíos, ha incumplido los preceptos de Nuestra Santa Madre la Iglesia, desviándose de la justa religión de Cristo para volver a caer en los errores de la secta hebraica que ya profesaran sus antepasados; que ha sido visto en varias ocasiones intimando con judíos en algunas juderías de algunas ciudades de los estados del rey de Aragón, nuestro muy honorable señor don Pedro; que ciertas personas han oído cómo se ha burlado de la verdadera religión de los cristianos haciendo chanzas y mofas, y ha profanado la sagrada hostia consagrada en la Eucaristía. Que el dicho Jerónimo ha conspirado contra el rey nuestro señor con los enemigos de Aragón, comunicando secretos a genoveses y franceses, enemigos de la Corona, con grave perjuicio para los estados de nuestro señor el rey don Pedro.
Continuó el acusador con una larga retahila de lugares y fechas en los que el notario real había realizado actos en contra de Dios o del rey.
Cuando acabó, el obispo se dirigió a Santa Pau.
—Habéis oído las acusaciones que se os imputan, ¿qué tenéis que decir en vuestra defensa?
Se levantó lentamente, estiró las mangas de la chaqueta de fina lana que llevaba y comenzó a hablar:
—Se me acusa de delitos que nunca he cometido. Es cierto que desciendo de familia de judíos, pero no lo es menos que desde hace más de cien años todos mis antepasados han abrazado la religión cristiana y que nadie de mi familia desde entonces ha obrado nunca en contra de la Iglesia. Yo he cumplido siempre que me ha sido posible con mis obligaciones cristianas, como bien podéis atestiguar vos mismo, eminencia, pues me habéis visto en multitud de ocasiones asistiendo a muchos de los oficios religiosos en la catedral. El párroco de la iglesia de San Juan, parroquia a la que pertenezco, podrá dar fe de que cumplo preceptivamente con todas las obligaciones de un buen cristiano. Por mi parte, nunca he manifestado ser un «hombre sin dios», si bien es cierto que en alguna ocasión he dicho que son muchos los hombres para los que el dinero es más importante que el mismo Dios.
»En cuanto a las acusaciones que me tildan de traidor a la Corona, son asimismo falsas. Desde que entré al servicio del rey en mi puesto en la Cancillería Real he servido a su majestad don Pedro con lealtad total y dedicación plena. He arriesgado mi vida en misiones muy difíciles y jamás he actuado en contra de los intereses de Aragón; al Canciller y al mismo rey pongo por testigos de cuanto digo.
—Hay un testigo que os acusa. Llamad a Romeu Crespiá —ordenó el obispo.
Uno de los oficiales salió de la sala y regresó de inmediato acompañando a Crespiá. El pelirrojo ayudante de Santa Pau caminaba cabizbajo, con las manos entrelazadas y caídas delante de su cuerpo.
—¿Cuál es vuestro nombre y oficio? —preguntó el obispo.
—Me llamo Romeu Crespiá y soy escribano en la Cancillería Real —respondió el pelirrojo.
—Habéis acusado a vuestro superior, Jerónimo de Santa Pau, de ser un «hombre sin dios» y un traidor de lesa majestad. Aquí, en este documento, está vuestra confesión —dijo el acusador agitando al aire unos pliegos de papel—; ¿os ratificáis en esta declaración?
Crespiá, tembloroso e inseguro, dudó por un instante. Santa Pau se apercibió enseguida de que su ayudante había sido forzado a firmar aquellas acusaciones. Comprendió que Crespiá no resistiría una confrontación cara a cara y decidió intervenir.
—Eminencia —dijo Santa Pau dirigiéndose al obispo—, Romeu Crespiá es un buen escribiente; lo conozco bien, no en vano es mi ayudante desde que hace ya más de cinco años me fuera asignado como tal por el Canciller. Hasta ahora…
—¡Eminencia! —clamó el acusador interrumpiendo a Santa Pau—, el reo está intentando condicionar la ratificación del testigo.
—Eminencia, sólo trato de defenderme de unas acusaciones falsas —repuso Jerónimo.
—Que continúe el acusado —sentenció en obispo.
—Como decía, hasta ahora he creído que Crespiá era un hombre honrado y justo, por eso creo que las acusaciones que ha realizado contra mí ha tenido que hacerlas bajo la coacción o el engaño, de otra manera no lo creo capaz de mentir de semejante modo. Mírame a los ojos, Romeu —continuó Santa Pau dirigiéndose al pelirrojo—, y dime si es cierto cuanto afirmas en ese papel.
Crespiá mantuvo los ojos fijos en el suelo y las manos caídas, ahora sueltas a ambos lados de sus piernas; Santa Pau observó en los labios de su ayudante un ligero tremor e insistió con fuerza:
—Mírame a los ojos, Romeu, mírame a los ojos y repite tus acusaciones.
El escribano pelirrojo temblaba en todo su cuerpo y sus ojos parecían perdidos en el suelo de la sala.
—Mírame a los ojos, mírame a los ojos —insistía Santa Pau.
—Me obligaron…, me amenazaron…, dijeron que me matarían si no lo hacía. Yo no quería, pero dijeron que me matarían…, que me matarían a mí y a mi familia…, a mis hijos —Romeu se echó a llorar y tapó su rostro con sus manos.
—¿Quiénes fueron? —inquirió Santa Pau.
—Un…, unos desconocidos. Se presentaron una tarde en mi casa, poco antes de anochecer, me ofrecieron una bolsa con monedas, yo la rechacé, les dije que no quería hacer lo que me pedían, pero ellos insistieron, colocaron otra bolsa encima de la mesa y me prometieron una tercera cuando acabara todo; sólo tenía que firmar un pliego de cargos contra don Jerónimo y ratificar las acusaciones ante el tribunal. Yo insistí en que no quería, en que no podía hacerlo, pero ellos insistían e insistían. Ante mi negativa… —continuó Crespiá tras limpiarse las lágrimas con el dorso de la mano—, ante mi negativa a secundarlos cogieron a mi hija pequeña y dijeron que era muy hermosa, demasiado hermosa para morir tan joven. Uno de ellos me golpeó y me dijo que si no declaraba contra Santa Pau no volvería a ver a mis hijos. «Nadie sospechará nada si esta casa arde esta misma noche con todos sus ocupantes dentro; eso es frecuente, a nadie le extrañaría», me amenazó.
»Yo no quería hacerlo, yo nunca haría nada que os perjudicara, don Jerónimo, pero tenían a mi pequeña, las manos de uno de aquellos hombres rodeaban el cuello de mi pequeña.
Romeu Crespiá no pudo seguir hablando y se derrumbó sobre la mesa; Santa Pau se dirigió hacia su ayudante y lo ayudó a incorporarse. El acusador, profesional en su oficio hasta el último detalle, ordenó sus papeles y se acomodó en su asiento.
—Sabéis que quien acusa en falso comete un delito —dijo el obispo de Barcelona.
—Eminencia —terció Santa Pau—, lo ha hecho bajo una coacción insalvable. Yo no soy padre, pero creo que cualquier padre en su lugar hubiera actuado del mismo modo. Además, se ha arrepentido y ha rectificado su error a tiempo. Os ruego que lo perdonéis.
—¿Podríais identificar a esos hombres? —preguntó el obispo a Crespiá.
—No, eminencia, nunca los había visto.
—¿Dijeron quién los enviaba?
—No. Sólo me conminaron a que firmara los cargos contra don Jerónimo y a que me ratificara en ello. Se marcharon y dijeron que volverían o con la tercera bolsa de monedas…, o con un puñal y una antorcha.
—Don Jerónimo de Santa Pau, quedáis libre de todo cargo; y en cuanto a vos, señor Romeu Crespiá, que Dios también os perdone. Marchad todos, este tribunal ha sentenciado —finalizó el obispo.
Una semana después la casa de Romeu Crespiá ardió por los cuatro costados; el escribano, su mujer y sus dos hijos habían sido trasladados en secreto a la casa que el Canciller tenía en las faldas del Tibidabo. Aquella precaución les salvó la vida.
—Te hemos procurado una nueva identidad para ti y para tu familia. Esta misma noche partiréis hacia Almería en una barca de mercaderes granadinos. Allí os recibirá un agente del sultán. Confía en él, es un buen amigo. Le he pedido que os instale en una de sus alquerías; entre los moros de Granada estaréis a salvo. Tal vez tengáis que vivir entre los musulmanes durante algún tiempo antes de poder regresar, pero así debe ser, al menos hasta que sepamos quiénes son los que te amenazaron y quiénes los que los enviaron.
Tras estas indicaciones, el Canciller entregó a Crespiá una bolsa con varias monedas de oro, una carta dirigida a su amigo el agente del sultán granadino y un salvoconducto para el caso de que corsarios mallorquines o ibicencos interceptasen la embarcación.
A medianoche, desde un discreto lugar de la playa barcelonesa, la barca granadina cargada con telas y planchas de madera de haya estaba lista para zarpar.
—Te agradezco que rectificaras; de no haberlo hecho, tal vez ahora mis cenizas estarían esparcidas por toda Barcelona —dijo Santa Pau.
—Os hice daño, don Jerónimo, yo no…
—Ya pasó todo, ahora márchate y disfruta de la hospitalidad granadina.
Varios marineros empujaron la barca desde la playa hasta que flotó sobre las olas; lentamente se alejó de la costa a fuerza de remos hasta que aguas adentro una vela triangular se desplegó en medio de la noche sin luna y la proa enfiló rumbo sur.
Romeu Crespiá y su familia se dieron oficialmente por muertos. Nadie encontró los restos de los cadáveres entre los escombros y las cenizas de la casa, pero tampoco nadie dudó de que habían perecido abrasados en el incendio. Semanas después de que se celebrara el juicio contra Jerónimo éste volvió a trabajar junto al Canciller. El rey, que continuaba en Monzón con parte de la corte, había escrito una carta a Jerónimo felicitándole por su absolución y ratificándole su confianza.
Pero la reina doña Sibila no cejaba en su empeño por acaparar todo el poder y la influencia que estuvieran a su alcance.
Santa Pau y el Canciller estaban revisando la traducción que acababa de hacerse del latín al catalán de la Historia romana de Tito Livio.
—Es una traducción excelente —dijo Santa Pau.
—En verdad que lo es.
Un escribano entró en el gabinete del Canciller con varios documentos timbrados con el sello real.
—Acaban de llegar de Monzón, son para vos, Canciller, urgentes —dijo el escribano antes de salir.
—Bien, dejemos a Tito Livio y a Roma y volvamos al presente.
El Canciller desplegó los pergaminos y los leyó en voz alta: en uno de ellos la reina solicitaba las mejores truchas y anguilas y cuatro botas del más fino vino griego; en otro, el rey ordenaba al Canciller que enviara de inmediato a su artista platero, el maestro Consolino, a Monzón; un tercero requería que cinco esclavos negros de los que servían en el palacio Mayor fueran conducidos a Monzón. Hasta ahí, nada que no fueran algunos más de los numerosos caprichos de la reina, pero en el cuarto pergamino el rey solicitaba al Canciller que iniciara las gestiones para buscar una canonjía en la catedral de Barcelona para Berenguer Barutel, sobrino de doña Sibila, y en el quinto don Pedro destituía a su hijo el príncipe don Juan como gobernador de Aragón.
—Los aragoneses no admitirán la destitución de don Juan —afirmó Santa Pau.
—¿Estáis seguro?
—Completamente. Están tan orgullosos de sus fueros que nunca aceptarán una resolución contra ellos, aunque sea el mismísimo rey quien la disponga.
Y así fue. Poco después se recibía en la cancillería de Barcelona una circular de don Domingo Cerdán, justicia mayor de Aragón, por la que se negaba la validez de la destitución de don Juan como gobernador de Aragón por no estar conforme con las leyes y fueros del reino.
Santa Pau había salido bien librado de las acusaciones que se vertieran contra él, pero los mercaderes barceloneses no estaban dispuestos a renunciar a sus planes y se reunieron en casa de Pere Ferrer para evaluar la situación y adoptar nuevas medidas.
—Ese hijo de judíos se nos ha escapado de las manos como un pez. Debimos presionar más a Crespiá —dijo Jaime de Cabrera.
—Queridos amigos: estamos a principios de 1384; todo nuestro plan pasa por una fecha apocalíptica, la de 1385, año en el que según vuestras predicciones —ironizó Pere Ferrer dirigiéndose al astrólogo Felipe de Viviers— acontecerá el final de los tiempos. Si queremos que nuestros planes triunfen, debemos iniciar la cruzada cuanto antes.
—Pere tiene razón, disponemos de muy poco tiempo. Las tropas de la cruzada deberían embarcar para Tierra Santa este mismo año y durante el otoño llevar a cabo la conquista. Antes de Navidad deberían entrar en Jerusalén —le apoyó Bonanat Alfonso.
—Hemos enviado una embajada secreta al emperador Tamerlán en la que le pedimos colaboración y solicitamos su alianza. Sin la ayuda de los tártaros, la cruzada tendría pocas posibilidades de éxito. Es preciso mantener el plan que hemos trazado desde el principio —alegó Jaime de Cabrera.
—El tiempo apremia. Son ya más de la mitad las bancas catalanas que han quebrado y el resto lo hará en los próximos meses. El rey don Pedro está bloqueado en Monzón y no consigue que los aragoneses aprueben sus pretensiones. Hemos de actuar y rápido. Os pagamos mucho dinero para que resolváis estas situaciones, de modo que haced algo —conminó Ferrer a Jaime de Cabrera.
—Ya lo he hecho: la reina está presionando a don Pedro para que rompa deñnitivamente con sus hijos. El rey está viejo y cansado, sólo confía en su esposa.