Finalizada la comida, un sayón anunció que a continuación la reina doña Sibila iba a ser jurada como señora y soberana por los muy amados hijos de su esposo, los infantes don Juan y don Martín, y por sus esposas doña Violante y doña María. El príncipe don Juan, que nada sabía de todo eso, tensó sus músculos y apretó los puños.
—¡Maldita Forciana!, ha preparado toda esta comedia para humillarnos ante la corte; no lo consentiré —le musitó don Juan a su esposa doña Violante.
El rey don Pedro miró a sus hijos e hizo ademán de esperar a que se levantaran para rendir homenaje a la reina, pero transcurría el tiempo en un estremecedor silencio y nadie se movía. El rostro de don Pedro se crispó por momentos mientras doña Sibila se mantenía orgullosa a la espera de que sus hijastros se humillaran ante ella.
—Su majestad la reina aguarda vuestro homenaje —dijo el rey elevando la voz pese a no ser necesario ante el tenso silencio que reinaba en la sala.
—No habrá homenaje, al menos por mi parte. He venido con mi esposa hasta Valencia porque creía en la buena voluntad de la reina para acabar con las disputas que nos han alejado durante estos años, pero observo que sólo pretende ver al príncipe heredero humillado a sus pies. Por mi dignidad como sucesor vuestro, por la dignidad de quien será el futuro rey de Aragón, no me arrodillaré ante doña Sibila; como príncipe de Aragón, sólo lo haré ante mi rey, ante el papa y ante Dios —sentenció don Juan con firmeza.
—¡Doña Sibila es vuestra reina! —clamó don Pedro.
—Mi único soberano sois vos —sentenció don Juan.
—En ese caso os ordeno que os postréis ante la reina.
Pero don Juan no estaba dispuesto a hacerlo; tomó a su esposa de la mano y, ante el asombro de todos los comensales, abandonó la sala con paso firme y sereno.
El rey enrojeció de ira, arrojó al suelo una copa dorada llena de vino de malvasía y se retiró entre las reverencias de los cortesanos.
Jaime de Cabrera miró fijamente a Santa Pau, que le aguantó la mirada. El consejero de la reina ladeó levemente la cabeza hacia la izquierda y una alevosa sonrisa se dibujó en sus finos labios.
—No debió marcharse así. Don Juan ha cometido un error del que tal vez se arrepienta, pues ha irritado al rey como hacía tiempo que yo no lo veía. Ni siquiera estaba tan airado cuando los castellanos conquistaron las ciudades de la frontera occidental durante la última guerra. Esa mujer ha logrado ganar la voluntad de don Pedro de tal manera que creo que su majestad hará cuanto le pida.
El Canciller y Santa Pau paseaban por la alameda valenciana, cerca de la puerta de Serranos, comentando el altercado que poco antes había enfrentado al rey y a su primogénito.
—Detrás de todo esto está Jaime de Cabrera. Cuando don Juan ha salido del salón me ha mirado de tal modo que he intuido su alegría por cuanto ha pasado —dijo Santa Pau.
—Ha sido una maniobra muy hábil y desde luego la reina no la ha ideado; su cabeza no da para semejantes sutilezas políticas.
—Francesca habrá informado a Cabrera sobre mi última conversación con ella en la que insinué que el rey estaba predispuesto a iniciar una nueva cruzada.
—Tal vez esa información haya provocado un nuevo intento de los mercaderes barceloneses para convencer al rey. Quitarse de encima a don Juan les despeja bastante el camino.
—Pues si era eso lo que pretendían, parece que, por el momento, lo han logrado —supuso Santa Pau.
—No estéis tan seguro; la cruzada no ha sido convocada y tenemos que hacer todo lo posible para evitar que el rey se embarque en tan desquiciada aventura.
Jaime de Cabrera regresó a Barcelona para entrevistarse con los mercaderes que apoyaban su idea de cruzada. La airada reacción del heredero en el banquete de Valencia le hacía albergar esperanzas de que doña Sibila estaba en condiciones de imponer su criterio ante el mismo rey, pues su influencia estaba llegando a tal extremo que don Pedro acababa de ratificar como camarlengo real a Bernardo de Forciá, el hermano de la reina.
—Nuestro momento de gloria se acerca, amigos. Nuestra posición en la corte es cada día más firme. La ratificación del hermano de la reina como camarlengo real ya es un triunfo extraordinario, pero lo es más todavía el enfrentamiento entre el rey y sus hijos —Jaime de Cabrera estaba eufórico.
—En estos últimos meses hemos avanzado mucho para la consecución de nuestros objetivos, aunque seguimos en una situación muy delicada. Los tiempos de prosperidad de Barcelona están terminando, aunque son todavía muchos los que viven ajenos a la crisis; o lo remediamos de inmediato, o en dos o tres años todos nuestros negocios estarán en ruina y nuestras fortunas caerán como las hojas en otoño.
—Si hemos de creer a vuestro astrólogo, el fin del mundo está convocado para dentro de tres años —intervino Pere Ferrer, el más rico de los mercaderes conjurados—, en cuyo caso poco podemos hacer.
—El astrólogo puede equivocarse, no sería la primera vez. El fin del mundo llegará algún día, pero hemos de lograr que sea lo más tarde posible. Lo que parece evidente es que, si no actuamos pronto, el fin más cercano será el nuestro.
—Don Jaime tiene razón, cada vez es más difícil comerciar con Oriente. Ni siquiera nuestra presencia en Atenas ha servido para mejorar nuestra posición mercantil, más bien ha ocurrido todo lo contrario; la expedición de Rocabertí ha sido un éxito militar, pero un fracaso económico, yo mismo contribuí con cincuenta florines a la botadura de la galera que perdimos en el combate con la Bechignana. El vizconde ha ganado una batalla, pero nosotros hemos perdido mucho dinero. Nuevas acciones como ésa no harán sino acentuar en el fracaso. Además, esa galera gigante genovesa nunca había causado ningún daño a nuestras naves, todo lo contrario, mantenía a raya a los venecianos, que aunque se muestran como nuestros aliados políticos nos rebañan cuantos bocados pueden en los mercados orientales —dijo Bonanat Alfonso, uno de los mercaderes más activos en la conspiración.
—Ahora que se acerca el momento definitivo para el triunfo de nuestros planes es cuando debemos estar más tranquilos. Gracias a mi contacto en la cancillería hemos logrado neutralizar la estratagema del Canciller y de su acólito, ese engreído hijo de conversos, Jerónimo de Santa Pau. Necesitamos actuar con la prudencia suficiente para que el rey pierda la confianza que sigue depositando en el Canciller —asentó Jaime de Cabrera.
—Eso será difícil. Su majestad confía plenamente en ese viejo funcionario, son muchos años los que lleva a su servicio, más que ninguna otra persona en la corte —dijo Pere Ferrer.
—En ese caso nuestro objetivo será Santa Pau, la mano derecha del Canciller. Si logramos deshacernos de Santa Pau, el Canciller será presa fácil.
—¿Y qué pretendéis hacer?, ¿asesinarlo? —preguntó Bonanat Alfonso.
—No; al menos por el momento —contestó Cabrera—. Lo acusaremos de un doble crimen: por un lado diremos que es un «hombre sin dios», que es mucho peor que ser hereje o mahometano, y en segundo lugar demostraremos que es un traidor a la Corona. Además, la reina está intentando convencer al rey para que acuse a su hijo el príncipe don Juan y a su esposa doña Violante de practicar hechicerías para derrocarlo.
—Vamos, Cabrera, sabéis que esas acusaciones no prosperarán, os dijimos hace tiempo que no hay pruebas —intervino Ferrer.
—En ese caso las fabricaremos —finalizó Cabrera.
El 15 de octubre la corte abandonó Valencia. El rey había decidido celebrar en la primavera Cortes generales en Monzón; hasta entonces se instalaría en Tortosa y después, camino de Monzón, visitaría las tierras fronterizas entre el reino de Aragón y el condado de Barcelona. Desde que su antepasado el rey don Jaime el Conquistador hiciera testamento y fijara los límites interiores de sus estados, aragoneses y catalanes mantenían una soterrada pugna por conseguir para sí algunos territorios y ciudades cuya asignación había sido controvertida, como ocurría con Fraga, Lérida y la misma Tortosa. El Canciller y Santa Pau acompañaban a los reyes. La reina viajaba en una carreta de cuatro ruedas, tirada por seis mulas, que se había hecho fabricar para desplazarse con la mayor comodidad.
—De nada han servido las andas de doña Leonor —comentó el Canciller a Jerónimo de Santa Pau cuando la comitiva real se acercaba a Sagunto, al atardecer del día siguiente a que salieran de Valencia.
—¿Qué decís? —preguntó Santa Pau, que no había entendido al Canciller.
—A esa malvada mujer que es nuestra reina me refiero. Ya os dije en una ocasión que se empeñó en usar las andas de la reina doña Leonor cuando tan sólo era la barragana del rey, pero desde que es reina no las ha empleado ni una sola vez.
La luz dorada del otoñal atardecer mediterráneo bañaba las murallas de Sagunto, dentro de las cuales destacaban viejos edificios de piedra sobre el caserío blanco y azul. Un jinete de la guardia real salió del grupo que rodeaba a don Pedro, que pese a su edad había realizado todo el camino sobre un percherón gris, y se acercó hasta el Canciller.
—Su majestad solicita vuestra presencia, señor —le dijo. El Canciller arreó a su mula y alcanzó al rey.
—Majestad.
—¡Ah!, Canciller, fijaos en esas murallas, en esos vetustos edificios de piedra, ¡cuánta historia, viejo amigo, cuánta historia!
—Así es, majestad, Murviedro es una de las más antiguas ciudades de vuestros reinos.
—Sagunto, Canciller, Sagunto. Prefiero llamarla por su nombre antiguo, el que le dieron los fenicios cuando la fundaron y el que mantuvieron los romanos cuando la hicieron suya.
—Murviedro, «el Muro Viejo», no es un mal nombre para una ciudad tan añeja —alegó el Canciller.
—Cuando he contemplado estas murallas he sentido que me aproximaba a un pedazo de la historia de nuestros antepasados. La historia, Canciller, la historia es lo único importante. ¿Qué queda de nosotros al morir?: huesos y despojos que se pudren en la tierra. Sólo somos trascendentes si la historia nos recuerda, por eso hemos de evitar que se pierda la memoria de los grandes hombres. En cuanto lleguemos a Tortosa ordenaréis que se copien todas las crónicas e historias que sea posible encontrar, las de Aragón y las de todos los demás estados cristianos. Si es preciso escribiremos a Francia, a Inglaterra y a Alemania para que nos envíen copias que traduciremos al latín y al catalán.
El Canciller regresó a su lugar junto a Santa Pau.
—Su majestad dice que la historia es lo único eterno y quiere una copia de todas las crónicas que se han escrito en la cristiandad. Creo que doña Sibila está detrás de todo esto —comentó el Canciller.
—Su majestad siempre ha sido un apasionado de la historia —alegó Santa Pau.
—Me temo que en esta ocasión es Sibila la que quiere que se escriba una nueva historia, una crónica en la que ella sea la gran protagonista. Creo que se imagina entrando triunfante en la Ciudad Santa y coronada en el Santo Sepulcro como reina de Jerusalén.
—Valoráis demasiado a esa mujer —dijo Santa Pau.
—Es la mujer más ambiciosa y caprichosa que he conocido, y su esposo atenderá cualquiera de sus deseos.
—La Corona está por encima de Sibila —supuso Santa Pau.
—De momento sí, pero su majestad está tan enamorado de su esposa que no atiende a otra cosa que no sean sus caprichos. Por instigación suya el rey ha ordenado que se investiguen las conductas de los que van a beber a la cantina de Antígona, en Barcelona, y sólo porque se ha enterado de que yo he ido alguna vez allí, y ha obligado a su secretario a mantener a su esposa, aunque no viva con ella; como veis, la reina quiere incluso ordenar las conciencias de sus subditos. Si doña Sibila se encapricha en ser coronada como reina de Jerusalén, don Pedro hará cuanto esté en su mano para que así sea.
La comitiva real fue recibida por los miembros del Consejo de la ciudad y entró en Sagunto bajo un arco de piedra engalanado con guirnaldas de flores de azahar y hojas de yedra, laurel, parra y olivo. Los ciudadanos de Murviedro no organizaron ninguna fiesta en honor de los reyes pues los heraldos que habían preparado el itinerario anunciaron a los de Sagunto que el rey sólo pasaría una noche en su ciudad.
Don Pedro, que guardaba muy gratos recuerdos del año anterior, decidió que ese año también celebraría la Navidad en Tortosa. Así, durante los últimos días de octubre la comitiva real avanzó hacia la ciudad del delta del Ebro, pero con mayor lentitud de la que el rey hubiera deseado pues se vio obligado a hacer alto, al menos uno o dos días, en cada una de las villas y ciudades más importantes del recorrido.
En todas ellas el rey solicitó a los representantes de los concejos su ayuda financiera para salir de la mala situación económica en la que estaban sumidas las finanzas de la Corona.
—El rey me ha encargado que le entregue una relación de las crónicas más importantes, las primeras que hemos de copiar, echad un vistazo.
El canciller alargó a Santa Pau un pliego de papel en el que había una lista que incluía la Crónica de los reyes de Francia de san Dionís, el Cronicón de Orosio, las Historias de san Isidoro, los Anales de Rodrigo de Toledo, el Libro de los Hechos de Jaime el Conquistador, la Crónica Real de Sicilia, la Historia de Noruega, la Crónica de Hungría, la Crónica de la Dada y el Speculum Historiae de Vicente de Beauvais.
—No está mal para empezar. El trabajo será arduo, ¿lo habéis previsto? Eso nos quitará mucho tiempo —afirmó Santa Pau.
—Sí, así es —lamentó el Canciller—, pero nada podemos hacer, se trata de una orden expresa de su majestad. Don Pedro está buscando alguna justificación histórica que avale la pretensión de la reina de coronarlo rey de Jerusalén. Hoy mismo ha pedido consejo a don Juan Fernández de Heredia, el gran maestre de Rodas, que se encuentra en Aviñon.
—Y creéis que eso significa que su majestad ha cedido a las presiones de la reina y de Jaime de Cabrera para iniciar la cruzada.
—Temo que así sea, nadie mejor que el maestre de Rodas para dirigir una cruzada, pese a su anterior fracaso —asentó el Canciller.
—Vaya, de pronto a todo el mundo se le ha despertado una férvida pasión por la historia y por las cruzadas. Oíd esta noticia que me envía Romeu Crespiá —Santa Pau tenía entre sus manos una carta de su ayudante en la cancillería—: «Desde Valencia, la princesa doña Violante le ha pedido en préstamo al conde de Urgel una historia en francés sobre Godofredo de Bouillon, el caballero que dirigió la primera de las cruzadas a Tierra Santa».