—Hace ya varios años que doña Sibila es la esposa del rey y todavía no hemos logrado nada, ni siquiera la condena de Santa Pau.
—Hemos hecho cuanto hemos podido, pero el Canciller sigue siendo intocable para don Pedro; es una de las pocas personas en las que confía, y el Canciller protege a Santa Pau —alegó Cabrera.
—En ese caso, actuemos contra el Canciller —intervino Bonanat Alfonso.
—Doña Sibila ha logrado que el rey destituya a su propio primogénito como gobernador de Aragón, y ha enfrentado de tal modo a don Pedro con los infantes don Juan y don Martín que es probable que queden desheredados como pretendientes al trono —aseveró Cabrera.
—Desgraciadamente para nuestros intereses, aunque don Pedro hiciera eso, las Cortes de Aragón, apelando a sus fueros, nunca lo aceptarían. No obstante, conviene mantener enfrentados al rey y a sus hijos. Vos, don Jaime, partiréis hacia Monzón de inmediato. Ingeniároslas como queráis, pero lograd que esta misma primavera don Pedro convoque al ejército y a la armada para una gran cruzada. Alegad que el fin del mundo se acerca, que los turcos van a invadir Europa, que los tártaros se han convertido al cristianismo o cualquier otra idea que se os ocurra, pero si don Pedro no convoca la cruzada esta misma primavera, olvidaos de las cuantiosas rentas que os proporcionamos. No estamos dispuestos, y creo que hablo en nombre de todos cuantos represento, a consentir nuevos fracasos.
Pere Ferrer habló con una contundencia tal que Jaime de Cabrera permaneció callado un buen rato. El cabecilla de los mercaderes tomó un largo trago de vino dulce y un par de pedazos de naranja confitada y esperó paciente la respuesta del consejero de la reina:
—Esta misma semana iré a Monzón, y os prometo que no fallaré.
En la Cancillería Real, en Barcelona, Jerónimo de Santa Pau se preparaba para regresar a Monzón. El rey don Pedro estaba atascado en sus tensas negociaciones con los procuradores aragoneses; hacía ya más de seis meses que se habían iniciado las sesiones y no se había logrado ni un solo avance. Los aragoneses seguían firmes en sus posiciones iniciales y no estaban dispuestos a otorgar al rey el dinero que solicitaba para sus planes de consolidación y expansión mediterráneas.
—El rey requiere de nuevo vuestra presencia en Monzón. Los aragoneses no ceden y la destitución del príncipe don Juan como gobernador de Aragón no ha hecho sino agravar más las cosas —dijo el Canciller.
—Esos aragoneses, siempre tan tercos. Yo mismo sufrí su tozudez: en las Cortes privativas de su reino que celebraron en Zaragoza no me dejaron asistir, pese a ser notario real, porque no era aragonés.
—Esa es tal vez una de las grandes dificultades que siempre han tenido que salvar los monarcas de la Corona. El rey de Aragón lo es también de Valencia y de Mallorca, y es soberano de Cerdeña y conde de Barcelona, Rosellón y Cerdaña y duque de Atenas y Neopatria, y aún se intitula rey de Córcega. Muchos estados jalonan una misma Corona, pero cada uno de esos estados tiene intereses bien distintos, a veces contrapuestos y enfrentados. Los nobles aragoneses sólo desean mantener su independencia y, en todo caso, obtener de la Corona nuevas tierras que les proporcionen más rentas y más siervos, los mercaderes catalanes aspiran a aumentar sus fortunas, en estos momentos muy menguadas, abriendo nuevos mercados para sus productos, y valencianos y mallorquines esperan con paciencia que los catalanes se arruinen para ocupar su lugar en el comercio mediterráneo. Por su parte, sardos y griegos nada tienen que ver con nosotros; si admiten a regañadientes la soberanía del rey de Aragón, es tan sólo porque consideran que así salvaguardan mejor sus intereses ante las apetencias de sus poderosos y ávidos vecinos. Ésta es la verdadera dificultad para gobernar unos reinos y estados como éstos —explicó el Canciller.
—Tal vez tengáis razón, Canciller, pero olvidáis algo muy importante —alegó Santa Pau.
—¿Qué?
—La voluntad colectiva de permanecer unidos bajo la misma Corona.
—La voluntad política suele variar cuando cambia el interés económico —dijo el Canciller.
—Vos tenéis mucha más experiencia y sabiduría que yo, pero os puedo asegurar que en ninguna de las naciones de cuantas he visitado he percibido un sentimiento de pertenencia a una misma Corona como la que existe en los reinos y estados del rey de Aragón.
—Santa Pau, pese a vuestra apariencia, pese a vos mismo, nunca dejaréis de ser un sentimental.
Mediado febrero, Santa Pau salió de Barcelona camino de Monzón, pero en pleno viaje se enteró de que las Cortes se habían trasladado a la localidad de Tamarite, apenas a una jornada de distancia de Monzón. En la villa donde se venían celebrando las reuniones de los procuradores de los estados de la Corona de Aragón se había declarado la peste. Varias personas enfermaron aquejadas de fuertes dolores en las ingles y en la axilas; a los pocos días les habían salido unas grandes pupas que se inflamaban hasta alcanzar el tamaño de huevos de gallina y se amorataban causando la muerte al enfermo.
Había quienes decían que esta nueva epidemia iba a ser todavía más terrible que aquella que treinta y seis años antes, justo la edad que tenía Jerónimo, causara la muerte de casi la mitad de la cristiandad. En el camino hacia Tamarite, cerca de Cervera, Santa Pau se cruzó con una procesión de flagelantes que pregonaban el inmediato fin del mundo; decían que la peste era el primero de los signos y que tras ella no tardarían en llegar el hambre, la guerra y la muerte, recitaban versículos del Apocalipsis de san Juan y se fustigaban las espaldas con cuerdas de cáñamo. Medio mundo parecía haberse vuelto loco y el otro medio no sabía qué responder.
Santa Pau se dirigió a Tamarite, donde ya se habían instalado las Cortes, y nada más llegar recibió una orden expresa del rey: desde ese preciso instante su dos hijos, los infantes don Juan y don Martín, eran considerados personas desleales, se les prohibía el ejercicio de cualquier cargo y quedaban al margen de la vida de la corte.
—Pero majestad —intentó alegar Santa Pau—, son vuestros hijos, don Juan es el heredero al trono.
—El duque de Gerona nació en Perpiñán, pero parece aragonés: igual de terco que ellos. No admite rendir homenaje a su reina, mi esposa, y creo que está maquinando contra mí.
—Don Juan nunca os traicionaría, os ama como padre y os obedece como rey —dijo Santa Pau.
—¡Basta! No quiero oír hablar ni una palabra más de ese mal hijo —sentenció el rey.
Durante un mes don Pedro hizo cuanto pudo por lograr convencer a los procuradores aragoneses de que le libraran las cantidades necesarias para sus ambiciosos planes en el Mediterráneo, pero una vez tras otra, los representantes aragoneses daban largas, se excusaban por no poder atender «de momento» las peticiones del rey o alegaban que no tenían competencias para tomar decisiones tan importantes sin consultar antes con sus representados. Todo tipo de estratagemas para dilatar las Cortes, impidiendo así la toma de cualquier decisión.
—Es un brillante de ciento sesenta quilates. El rey de Armenia necesita dinero y está dispuesto a vendérmelo. Imaginas, hermano, ¡ciento sesenta quilates!, será uno de los mayores brillantes que jamás haya lucido mujer alguna.
Doña Sibila, su hermano don Bernardo de Forciá, el conde de Pallars y Jaime de Cabrera comían juntos en el pequeño gabinete que se habilitó como comedor privado de la reina durante su estancia en Tamarite.
—Sí, será muy grande, aunque deberías comprobar antes su calidad y el esmero de la talla —alegó Bernardo.
—Ya he hablado con el orfebre Pere Moragues; con doce brillantes más y otros doce zafiros me labrará la corona más bella de toda la cristiandad, pero para ello hace falta rematarla con ese brillante de ciento sesenta quilates.
En ese momento unos golpes sonaron en la puerta y una de las damas de la reina entró con una carta en la mano.
—Majestad, perdonad que os moleste en mitad de la comida, pero acaba de llegar esta carta de uno de vuestros agentes en Lérida.
Doña Sibila tomó la carta, la abrió y miró los renglones escritos en tinta negra. Hizo un esfuerzo por entender lo que allí se decía pero sólo pudo reconocer algunas letras. Identificó las vocales y la mayoría de las consonantes, incluso supo entender algunas palabras, pero acabó por rendirse y alargó la carta a su consejero.
—Nunca aprenderé a leer, ¡nunca!
—Permitid, majestad, que lo haga por vos.
El conde de Pallars extendió el papel ante sí y leyó:
—«A su majestad la reina doña Sibila. Sepa vuestra majestad que hoy, veintitrés de marzo, en Lérida, ha nacido el primer hijo varón de don Juan y doña Violante, al que han puesto por nombre el de Jaime y al que, al modo francés, han titulado como delfín de Gerona.»
Doña Sibila estalló de irá; cogió su copa de cristal, todavía llena de vino blanco, y la arrojó contra la chimenea, donde crepitaban unos leños.
—¡Un heredero!, ¡mi hijastro ha tenido un heredero! —clamó la reina.
—Acaba de nacer, más de la mitad de los recién nacidos mueren antes de cumplir un año. Confía en ello —intervino su hermano.
El conde de Pallars miró a Bernardo de Forciá y pensó que con aliados como el hermano de la reina sería muy difícil derrotar al Canciller y a Santa Pau.
Don Pedro golpeó con su puño la mesa sobre la que se extendía un pergamino en el que el canciller informaba sobre la rebelión del conde de Ampurias. Ese noble catalán, casado con Juana, hija de don Pedro y de su primera esposa, la reina María de Navarra, había maltratado, según denunció doña Sibila, al señor de Foixá, pariente próximo y espía al servició de la reina.
—¡Todos están contra mí!, ¡toda mi familia está conspirando! Ahora este maldito yerno, a quien tantos honores he concedido, se rebela contra su soberano —el rey clamaba en presencia de Santa Pau tras leer el informe del canciller.
—¿Qué ordenáis, majestad? —preguntó Santa Pau.
—Iré al condado de Ampurias para acabar personalmente con este rebelde. No puedo consentir que nadie discuta la autoridad real. Disponed las órdenes oportunas para que a fines de verano se concentre en Villafranca del Penedés un ejército de al menos dos mil hombres. Recabad las cantidades necesarias para reclutarlo y ordenad a todas las ciudades y villas catalanas que colaboren para la leva de tropas.
Doña Sibila entró en ese momento en el gabinete. Santa Pau se levantó e inclinó la cabeza ante la reina, que lo miró con desdén.
—Han sido vuestros hijos; son ellos los que están conspirando contra vos en todos vuestros estados. Juan ya tiene un heredero y esa Violante sólo desea ver a su hijo, ¡el hijo de una francesa!, sentado en el trono de Aragón. El conde de Ampurias ha ultrajado a mi pariente el señor de Foixá para humillarme a mí, y con ello a vos también, y vuestros hijos han incitado al conde para que se levante contra vos, y seguirán haciéndolo con todos los nobles y universidades de la Corona si no hacéis nada por impedirlo —dijo la reina.
—¿Vos, Santa Pau, sabíais algo de esto?
—En absoluto, majestad, en absoluto. El rey apoyó los codos en la mesa y sujetó su cabeza entre las manos.
—¡Lobos!, ¡he engendrado una jauría de lobos! Quieren acabar conmigo: bien, si me buscan, aquí me tienen. Ese renegado conde de Ampurias va a averiguar en sus propias carnes qué significa la ira regia.
Don Pedro clausuró la Cortes sin obtener ningún resultado; habían dejado de interesarle porque en esos momentos sólo le obsesionaba la idea de someter al conde de Ampurias y acabar con su rebelión. El condado que ostentaba su yerno era uno de los más importantes de Cataluña y la llave para la defensa de la frontera norte frente a una posible invasión francesa. Poco antes había firmado un documento por el que se comprometía a enviar al vizconde de Rocabertí varios cientos de soldados para defender sus ducados griegos, a la vez que animaba a sus subditos de Atenas a conservar y defender la Acrópolis.
Doña Sibila no cesó de presentar lo que ella consideraba pruebas de la traición de los infantes don Juan y don Martín. Los espías de Jaime de Cabrera informaban constantemente de esas pruebas, manipulándolas cuando era necesario o falsificándolas. Así, el envío por parte de doña Violante de Bar a doña Leonor, viuda del rey Pedro I de Chipre, de un fragmento de asta de unicornio se presentó a don Pedro como la evidencia de que se usaba el cuerno de este fabuloso animal para realizar conjuros y hechicerías contra el rey. La entrada masiva de malas monedas francesas de oro y plata, que durante toda la primavera habían sido introducidas en los dominios de rey de Aragón y produjeron grandes desajustes en la acuñación de las cecas de Barcelona, Zaragoza y Valencia, se justificó ante el rey como una maniobra de los infantes en colaboración con el rey de Francia para desestabilizar la economía y las finanzas reales y destruir el monopolio de acuñación de moneda que tenía el rey de Aragón. El que el infante don Juan concediera numerosas cédulas de familiaridad y nuevos privilegios a los judíos se mostró al rey como prueba irrefutable de que la conjura de sus hijos contra él se estaba extendiendo a la minoría judía. Incluso Jaime de Cabrera llegó a acusar a Jerónimo de Santa Pau de ser el impulsor de la concesión de privilegios a los judíos.
Los infantes don Juan y don Martín, entre tanto, se declararon neutrales en el conflicto entre don Pedro y el conde de Ampurias. Ambos alegaron que aunque don Pedro era su rey y señor, a la vez que padre, el conde de Ampurias era cuñado, y en consecuencia los dos infantes entendieron que este conflicto no era una cuestión de estado, sino tan sólo una reyerta familiar en la que debían permanecer al margen.
La comitiva real había dejado la villa de Fraga y se dirigía hacia el sur por la orilla derecha del río Cinca. Aguas abajo de la localidad de Torrente había un amplio vado por el que era muy fácil cruzar durante el estiaje. Las recuas de mulas y carros se alinearon y el guía de la caravana real dio la orden de atravesar la menguada corriente. En apenas una hora, sin otro contratiempo que un par de ruedas averiadas, todos los miembros y pertrechos de la comitiva estaban en la orilla izquierda, en tierras de Cataluña.
Don Pedro descendió de su caballo, se agachó en presencia de varios personajes de la corte, entre ellos Santa Pau, cogió un puñado de tierra con la mano derecha y alzándolo al cielo, gritó: