A Santa Pau le pareció extraño que la reina hubiera aceptado a Francesca sin reparos, pero no le dio más importancia; al fin y al cabo era el rey quien se lo había pedido y doña Sibila parecía encantada con disponer de más sirvientas.
—Ahora todo depende de Francesca —comentó Jerónimo.
—Ha de lograr seducir a Cabrera. Es un hombre muy astuto, pero siente debilidad por las jóvenes hermosas. Espero que Francesca sepa cómo atraerlo.
—No os quepa duda de ello, Canciller.
—Nadie mejor que vos para saberlo.
Don Pedro, desatendiendo las recomendaciones del papa Urbano VI para que se mantuviera al margen de los asuntos de Sicilia, estaba proyectando invadir la isla con una gran armada de cien galeras. Pero al rey de Aragón no le quedó otro remedio que desistir de sus intenciones cuando el noble Guillen Ramón de Moneada, conde de Agosta, secuestró a la reina María de Sicilia mientras ésta dormía en el castillo de Catania bajo la protección de don Artal de Aragón. La reina María fue trasladada a Licata, donde don Pedro envió algunas compañías armadas para defenderla. Sin su soberana al frente, Sicilia quedó provisionalmente bajo el gobierno de cuatro vicarios. La mayor parte de los nobles y eclesiásticos de la isla habían jurado obediencia a Urbano VI, y el papa romano sabía que este reino era una de sus piezas en la partida que estaba jugando por la legitimación y reconocimiento universal de su pontificado. El papa había vuelto a escribir a don Pedro de Aragón conminándole a no invadir el reino de Tinacria, que es como en la Santa Sede denominaban a la isla de Sicilia. Las presiones para que el rey de Aragón se inclinara por uno de los dos papas crecían. Clérigos y nobles debatían acaloradamente cuál de los dos pontífices era el legítimo. Don Pedro seguía callado y mantenía su estrategia de dar tiempo al tiempo. A fines de agosto convocó en Barcelona una asamblea de clérigos catalanes y un mes más tarde hizo lo mismo en Calatayud con los aragoneses, pero tras recibir los informes de ambas asambleas decidió mantener su postura de neutralidad.
Jaime de Cabrera había convencido a la reina Sibila para que se inclinara por Urbano VI.
—Nuestras opciones pasan porque el rey reconozca a Urbano VI. Es italiano y, aunque desea una Italia unida en torno a la Santa Sede, bien podríamos llegar a un acuerdo ventajoso para ambas partes. Si el rey lo reconociera como papa legítimo podríamos ofrecer a cambio un tratado por el que Aragón y Roma se repartieran Italia; la mitad sur, desde Napoles a Sicilia, sería aragonesa y el norte lo administraría el papado. El papa convocaría la cruzada y don Pedro sería coronado rey de Jerusalén cuando conquistara la ciudad al frente del ejército de la cristiandad.
Jaime de Cabrera exponía su plan a la reina Sibila en el jardín del palacio Menor. El inicio del otoño envolvía Barcelona en brumas y neblinas matinales que por la tarde se disipaban para dar paso a un cielo azul.
—¿Qué dicen de esto nuestros amigos los mercaderes? —preguntó la reina.
—Están muy inquietos. Los negocios no van demasiado bien; si continúa el dominio musulmán sobre Tierra Santa y sobre las rutas a Oriente, nuestras compañías comerciales pueden tener serios problemas. Siguen dispuestos a donar importantes sumas para la cruzada, pero es preciso que un papa la convoque. Sin la sanción papal no habrá cruzada y vos no seréis reina de Jerusalén.
—Mi esposo sigue defendiendo que la neutralidad, a la que él llama indiferencia, es la opción más inteligente en estos momentos. Veo difícil que se decante por Urbano VI, ya sabéis que cuando toma una decisión es muy difícil lograr que vuelva atrás.
—Tiene el Grial —aventuró don Jaime.
—El rey duda de la autenticidad del Grial. Ha pedido informes y le han llegado noticias de la existencia de no menos de dos docenas de lugares en los que se afirma que guardan el verdadero Santo Cáliz.
—No podemos esperar. Se ha extendido el rumor de que el rey de Francia es el monarca designado por Dios para ser el Emperador de los Últimos Días. Se dice que en la Santa Capilla, edificada en París por el rey Luis el Santo para depositar las reliquias de la pasión de Cristo, se oyen de noche cánticos y loas poéticas anunciando el triunfo de su monarca. Allí se veneran fragmentos de la Vera Cruz, la Corona de Espinas y la Sagrada Lanza que atravesó el costado de Cristo. El pueblo de París atribuye poderes extraordinarios a esas reliquias; es como si custodiaran la esencia de la cristiandad. La capilla del palacio Mayor de Barcelona también contiene importantes reliquias: un fragmento de la Cruz, una espina de la Corona de Cristo, la Sagrada Túnica de Jesús, el brazo de san Jorge, y ahora tenemos el Santo Grial. Barcelona supera a París en cuanto a la importancia de sus reliquias. Hemos de convencer a don Pedro de la necesidad de aprobar el proyecto de cruzada. Si el rey de Francia se adelanta, la gloria y Jerusalén serán suyas.
—Y las riquezas de Oriente, don Jaime, y las riquezas de Oriente —bisbiseó la reina.
El príncipe don Juan había pedido al Canciller que enviara a Santa Pau a Gerona para una nueva entrevista. Jerónimo salió de Barcelona y en dos días recorrió la distancia entre las dos ciudades catalanas, cabalgando sin otra retención que para dormir y comer. Al anochecer del segundo día entró en Gerona agotado y cubierto de polvo.
Don Juan lo recibió en su palacio a primeras horas de la mañana.
—Habéis corrido mucho; espero que el descanso haya sido reparador —le dijo el príncipe.
—Sí, alteza, vuestros criados me han tratado muy bien —repuso Santa Pau.
—Os he llamado para notificaros algo de suma importancia. Fijaos en estos mapas.
Sobre una mesa se desplegaban varios mapas del Mediterráneo, bien conocidos por Santa Pau, pero en una esquina había uno cuyos perfiles le eran ajenos.
—Sí, conozco esos mapas, son los realizados por el taller de Abraham de Cresques en Mallorca, sin duda los mejores que existen; en ellos se demuestra un extraordinario conocimiento de las rutas hacia China; no en vano Cresques manejó el libro de Marco Polo y El viaje de Ultramar de Jean de Mandeville —afirmó Santa Pau.
—¿Y éste? —le preguntó don Juan señalando el mapa de la esquina.
—Ese me es extraño. ¿Qué tierras representa?
—Es un mapa de la India donde están dibujados los países de más allá de Tierra Santa. Se trata de un completo mapa de las tierras de Oriente. Ni siquiera los venecianos poseen uno con estos detalles. Mirad, aquí están representados los territorios pero también las zonas donde se producen las principales especias, el oro y las piedras preciosas.
—¿Cómo lo habéis conseguido?
—Me lo ha proporcionado un mercader de Túnez, un buen amigo al que conozco desde hace diez años y que se ha dedicado a comerciar con oro y especias. Lo obtuvo del rey León de Armenia antes de que ese monarca cayera cautivo del soldán de Egipto. Ahora he encargado al mercader León March que me consiga un libro sobre Godofredo de Bouillon que había pertenecido al rey de Chipre.
Santa Pau observó el mapa con detalle y descubrió lugares de los que había oído hablar y cuyas descripciones había leído en los libros, sobre todo en Il Milione de Marco Polo, pero que nunca había visto cartografiados con tanta precisión.
—¿Os imagináis qué ocurriría si pudiéramos comerciar directamente con esos lugares? El rey de Aragón sería el monarca más poderoso de la tierra —añadió don Juan.
—¿Y qué pensáis hacer?
—Voy a encargar un informe sobre la India. Un pariente que acaba de regresar de una peregrinación a Tierra Santa habló durante la escala en Chipre con una esclava hindú que le contó muchas maravillas de la India: allí es donde habita el unicornio. Necesito saber cuál es la distancia real hasta Barcelona, qué rutas existen, cuánto tiempo se tarda en llegar, qué se produce y cómo son sus gentes. Cuando sea rey extenderé nuestras redes comerciales por Asia. Vos habéis navegado por todo el Mediterráneo y habéis leído mucho, me hará falta vuestra ayuda.
—Temo que sea demasiado poco lo que yo pueda aportaros, alteza.
—Ahora perdonadme, debo recibir a unos embajadores. Una hora después de mediodía acudid aquí, comeremos juntos.
Santa Pau se retiró tras una reverencia y dedicó el resto de la mañana a recorrer las calles de Gerona, que construida a orillas del río Oñar, junto a su desembocadura en el Ter, había crecido mucho hasta que la peste acabó con la mitad de su población. Por un momento sintió el profundo deseo de ir hasta la populosa judería y pasear por sus abigarradas callejuelas, pero temió que lo que para él no era sino una simple curiosidad pudiera ser malentendida si algún agente de Jaime de Cabrera lo reconocía en ese lugar. En tal caso, el consejero de la reina no dudaría en acusarlo de mantener contactos con los judíos e incluso de practicar la religión hebrea en secreto. A su pesar, desistió de su primera idea y se dirigió hacia la catedral.
A la hora ñjada, el catalán regresó al palacio ducal. En la sala principal se había preparado una pequeña mesa. Jerónimo entró y de un golpe de vista inspeccionó el salón. Tan sólo había dos personas: un hombre de tez morena y pelo ensortijado, de aspecto noble, y otro un poco más joven, de pelo muy lacio y claro. Aunque con dificultad, pudo oír que entre ambos hablaban en francés.
—¡Queridos amigos! —exclamó don Juan mientras entraba en el salón—, acercaos; creo que no os conocéis. Éste es Jerónimo de Santa Pau, notario real; y éstos dos son don Pedro de Fontilles y don Andrés de Tolosa, nuncios de su señoría el duque de Bar.
Los tres recién presentados se saludaron inclinando las cabezas respetuosamente.
—Pero sentémonos, amigos, y disfrutemos de la comida.
Los criados acudieron con unos aguamaniles con agua rosada para que los invitados se lavaran las manos y sirvieron uvas y melocotones, sopa de cebolla, butifarra, lampreas con gambas aderezadas con mostaza francesa, costillas de ternera asadas con manteca y salsa especiada y queso frito con miel.
Santa Pau comió con avidez, aunque sin olvidar los buenos modales que todo subdito debía observar en la mesa del príncipe. Se había levantado temprano para asistir a la entrevista con don Juan y desde entonces sólo había tomado dos bollos calientes y una escudilla de cerveza.
—No os he hecho venir desde Barcelona para que contemplaseis un mapa, mi buen Santa Pau, sino para que conocierais a don Pedro y a don Andrés. Son caballeros al servicio del duque de Bar, hermano como sabéis de don Carlos, rey de Francia; traen consigo una excelente proposición. Podéis hablar —dijo don Juan dirigiéndose a los dos franceses.
—Alteza —intervino don Pedro, el de pelo ensortijado—, nuestro señor don Roberto, duque de Bar, os ofrece a su bella hija doña Violante en matrimonio. El rey don Carlos conoce esta propuesta, que aprueba y bendice. El matrimonio del heredero de Aragón con la sobrina del rey de Francia sellaría la amistad entre ambos reinos y acabaría con un largo período de estériles enfrentamientos y guerras cruentas.
—Y bien, Santa Pau, ¿qué os parece? —preguntó don Juan.
—Creo que vuestro padre, su majestad el rey don Pedro, no aceptará esta propuesta —alegó Jerónimo.
—Sabía que ésa iba a ser vuestra repuesta. No me importa demasiado lo que opine mi padre, tengo edad para ser rey, y cuando lo sea quiero gobernar mis estados según mi propio criterio. No puedo estar condicionado a la voluntad de mi padre.
—Alteza, vuestro padre sólo pretende lo mejor para la Corona. Su deseo es que os desposéis con doña María de Sicilia, pues ansia unir por fin ese reino a sus estados. En más de una ocasión ha ordenado a la Cancillería que actúe en ese sentido; don Pedro estima que la posesión de Sicilia es primordial para los intereses de Aragón.
—Ya he debatido este asunto ampliamente con mis consejeros y todos están de acuerdo con que mi matrimonio con doña Violante de Bar es lo mejor para el futuro.
—Si os casáis con doña María de Sicilia ganaréis un nuevo reino para añadir al que será vuestro trono.
—Y si me caso con doña Violante garantizaré la seguridad de nuestras fronteras del norte. Sicilia puede ser mía en cualquier momento y lo será en cuanto, gracias a la alianza con Francia, aseguremos la frontera norte y podamos dedicar todo nuestro esfuerzo a la conquista del Mediterráneo.
Santa Pau comprendió que don Juan había tomado una decisión irrevocable, calló y continuó degustando el banquete.
Santa Pau regresó a Barcelona la misma semana en que ardió la iglesia de Santa María del Mar. El rey de Aragón y el soldán de Egipto habían firmado la paz, con lo que el comercio catalán quedaba asegurado en el Mediterráneo oriental, y se había provisto el consulado catalán en Damasco. Jerónimo comentó con el Canciller los planes matrimoniales del príncipe Juan.
—Algo sospechaba. Nuestros agentes habían detectado una intensa relación epistolar entre don Juan y la corte de Francia —dijo el Canciller.
—El rey se pondrá furioso cuando se entere de que su heredero no acepta sus planes y que no se casará con doña María de Sicilia —supuso Santa Pau.
Don Pedro comunicó a su hijo sus deseos de que se casara con María de Sicilia, pero el príncipe le contestó que ya había elegido esposa y que no era otra que Violante, hija de Roberto, duque de Bar, y sobrina de Carlos, rey de Francia.
—¡Otra francesa! No ha tenido bastante con que fuera francesa su primera esposa, Mata de Armañac, que insiste en un nuevo matrimonio con otra mujer de Francia.
Don Pedro despotricaba contra su hijo en el salón del Tinell en presencia de varios de sus consejeros, el Canciller y Santa Pau entre otros.
—Pero majestad, otros reyes de Aragón se casaron con mujeres francesas; vos mismo pactasteis el matrimonio del príncipe con Juana de Valois, cuya muerte temprana impidió la boda —alegó uno de los consejeros.
—Los Valois nos podrían haber ayudado contra el rey de Francia, pero no la casa de Bar, cuyo titular es su hermano. En los últimos dos siglos y medio los reyes de Aragón nos hemos casado con sicilianas, navarras, napolitanas, chipriotas, e incluso castellanas; mi tatarabuelo el rey Jaime, el gran conquistador, prefirió a una húngara, cualquiera antes que una francesa. El último rey de Aragón que se casó con una francesa fue don Ramiro, y tuvo que salirse de monje para hacerlo. ¡Una francesa! ¡Cómo va a ser una sobrina del rey de Francia la reina de Aragón!