—Sí, el aragonés ha triunfado en Castilla, pero eso le ha cerrado las puertas de Aragón. Ahora ya no se trata de una cuestión jurídico-teológica; para nuestro rey, el reconocimiento de uno de los dos papas sería una derrota. Creo que morirá sin decantarse por ninguno de los dos.
—Muy seguro estáis de ello.
—Conozco bien a su majestad —asentó el Canciller. Unos golpes en la puerta desviaron la atención de los dos altos funcionarios.
—Excelencia, un despacho urgente de palacio para vos —anunció un correo a la par que le entregaba un sobre lacrado con el sello real.
El Canciller lo tomó en su mano, miró a Santa Pau y, tras comprobar que no se le requería una respuesta inmediata, despidió al correo. Leyó la nota con atención y su rostro mudó a un semblante encrespado. Jerónimo percibió con claridad que aquel mensaje contenía una mala noticia. El Canciller, sin mediar palabra, se acercó a la altura de su lugarteniente, le alargó la carta y se dirigió hacia una de las ventanas de su gabinete. Sobre Barcelona caía una fina lluvia y las piedras grises de las paredes exteriores de la cancillería reflejaban los destellos de las gotas de agua al estrellarse contra ellas. Jerónimo extendió la nota ante sus ojos y leyó:
—«El rey a su fiel y dilecto Canciller: Sabed que hemos dispuesto que doña Sibila, nuestra dilectísima esposa, sea coronada reina de Aragón en la seo de El Salvador de Zaragoza el día treinta de enero del próximo año del Señor de mil trescientos ochenta y uno.»
Santa Pau depositó el escrito sobre la mesa y se quedó mirando al Canciller, que no dejaba de contemplar la lluvia.
—Esa mujer, esa mujer… —musitó el Canciller.
—Doña Sibila lo ha conseguido. Es la esposa del rey, pero no había sido coronada como reina. ¿Quién se le pondrá ahora por delante? —preguntó Santa Pau.
—Si vuelve a parir un hijo de su majestad, y sobrevive, nuestros problemas serán muy graves.
Doña Sibila estaba eufórica. El rey pasó con ella toda la semana preparando el viaje a Zaragoza. Había decidido que Sibila fuera coronada con la solemnidad de los reyes de Aragón en la catedral de El Salvador.
—¿Os dais cuenta, Jaime?, voy a ser coronada reina en la catedral de Zaragoza y celebraremos las fiestas de mi coronación en el palacio de la Aljafería. Todo el reino estará a mis pies.
Jaime de Cabrera no podía ocultar su satisfacción. Necesitaba un éxito como ése tras un mal año en el que el Canciller y Santa Pau se habían apuntado todos los triunfos.
—Vuestra coronación significa mucho para todos. Don Pedro os ha querido destacar como su más amada reina. Si le dierais un nuevo hijo, un príncipe, ya no podría aplazar la conquista de Jerusalén. Y sobre todo, el hijo de un rey y una reina coronada sería justo heredero de un trono, primero del de Jerusalén y después…, después quién sabe.
—Vais demasiado deprisa, don Jaime. El rey obra siempre con una extrema prudencia. Que haya decretado mi coronación es sólo una muestra del amor que me profesa, nada más. No veáis en ello otra cosa que una manifestación de sus sentimientos hacia mí.
—Vos, majestad, representáis mucho más que eso —alegó Cabrera.
Pero la reina no lo escuchaba. Doña Sibila parecía flotar sobre sus pies y sólo hablaba de los vestidos que luciría en la ceremonia de su coronación, de las joyas con que adornaría su esbelto y grácil cuello, de las perlas que esmaltarían su cabello y de los manjares que haría servir para los invitados. Cabrera desesperaba ante los comentarios de la reina. Él hablaba de conquistar un reino, de reintegrar los Santos Lugares a la cristiandad, de convertirla en soberana de Jerusalén. Pero doña Sibila estaba ajena a todo eso; en su cabeza sólo había sitio para imaginar lujosos vestidos, rutilantes joyas y deliciosos manjares. Jaime de Cabrera salió del gabinete de la reina sin apenas otra reverencia que una simple inclinación. Cuando atravesó la puerta observó a doña Sibila ensimismada con las irisaciones del collar de perlas que llevaba.
Los mercaderes, reunidos en la masía de Pere Ferrer, aguardaban las noticias de Jaime de Cabrera.
—La reina está absorta con la ceremonia de su coronación; no tiene ojos ni oídos para cualquier cosa que no esté relacionada con ese asunto.
—¿Pero le habéis expuesto la necesidad de emprender la conquista de Jerusalén de inmediato? —interrogó Pere Ferrer.
—Por supuesto que se lo reiteré, pero siempre me respondía preguntando qué vestido sería el más apropiado, qué joyas las más bellas o qué manjares los más exquisitos para celebrar su coronación en Zaragoza —respondió Jaime de Cabrera.
—¡Mujeres! —clamó Bonanat Alfonso—. Ya os dije que era demasiado arriesgado fiar el resultado de esta empresa a una mujer. Esa Sibila es caprichosa y sólo atiende a su interés. Hemos dejado en sus manos un asunto demasiado trascendental, aunque podemos explotar la debilidad de la reina por las joyas y el lujo.
—No, mi querido amigo —intervino Ferrer—, os equivocáis. El asunto no está en las manos de la reina sino en su coño. Es probable que su cabeza esté tan vacía como lo estarán nuestras arcas de seguir así las cosas, pero doña Sibila tiene la única llave de acceso al rey, y esa llave, por el momento, sigue siendo su coño.
Antes de partir hacia Zaragoza, don Pedro convocó al Canciller y a Santa Pau. Los dos altos funcionarios esperaban recibir alguna orden sobre los asuntos de Sicilia, pero el rey los sorprendió:
—Esta misma mañana he ordenado que preparen nuestra partida. Quiero que mi esposa la reina sea coronada en la catedral de El Salvador de Zaragoza como reina de Aragón. Mi cronista Bernardo Dezcoll, custodio de los bienes de palacio, será el encargado de supervisar que sean enviadas a Zaragoza la mesa de mármol con leones de bronce en las patas y con las cantoneras de plata engastadas de perlas, y la vajilla de plata para el banquete de la coronación que celebraremos en mi palacio de la Aljafería. Antes de llegar a Zaragoza nos quedaremos un tiempo en Lérida; deseo comprobar cómo funciona la universidad que fundé.
»Vos, don Jerónimo, vendréis con nosotros. En cuanto a vos, Canciller, espero veros en Zaragoza para la coronación. Uno de mis astrólogos me asegura que la fecha más propicia es el treinta de enero del próximo año; quedan más de dos meses, tiempo suficiente para preparar la ceremonia. Disponed todo lo necesario.
Don Pedro no dijo nada más; sin dejar hablar a los dos funcionarios dio media vuelta y salió del gran salón del Tinell. Santa Pau miró al Canciller, cuyo rostro sereno mostraba evidentes signos de malestar.
—Parece que la Forciana nos la ha vuelto a jugar, Jerónimo.
—No esperaba que saliera con éstas. ¡Maldita mujer!, ¿cuándo acabará su ambición?
—No aguardéis a que tal cosa ocurra. Sibila es una de esas mujeres que nunca cesan en su empeño; habría que matarla para que renunciara a su desmedida ansia de poder.
—Estamos enfrascados en una batalla muy desigual, Canciller: ellos tienen mejores armas.
—Y más dinero, Jerónimo; ésa es la mejor de las armas.
Santa Pau citó a Francesca en su casa de Barcelona para despedirse de ella, pues la reina no había elegido a Francesca entre las doncellas y sirvientas que la acompañarían a Zaragoza.
—Dentro de dos días salimos hacia Zaragoza. El rey ha querido que yo sea uno de los miembros de la Cancillería que lo acompañen para preparar la coronación de su esposa como reina de Aragón. No se fía de los aragoneses, siempre ha dicho que son tercos y orgullosos. Desea tener hombres leales a su lado, y está más confiado si es un catalán quien se encarga de los asuntos diplomáticos.
—Me duele esta separación —dijo Francesca.
—Intentaré estar de vuelta a comienzos de primavera.
—El invierno será muy largo sin ti.
Santa Pau abrazó a Francesca. El joven cuerpo de la muchacha palpitaba como un corazón, su cabello olía a jazmín y sus labios húmedos y gruesos se ofrecían sensuales a la boca de Jerónimo. El notario real la besó con pasión y saboreó un gusto a sándalo en la saliva de su amante, la desnudó despacio dejando resbalar las ropas suavemente sobre el cuerpo de la joven, la tumbó sobre la cama, le abrió con suavidad las piernas y contempló su sexo; su húmeda hendidura, anaranjada como una brasa rusiente, parecía latir en el centro del sedoso triángulo oscuro esperando ser calmada por la virilidad de Jerónimo.
Los reyes llegaron a Zaragoza a finales de 1380; a los pocos días el río Ebro cambiaba su curso e inundaba la vega, lo que fue considerado como un mal presagio. El reino, que era cabeza de la Corona, se encontraba alterado por la pugna que enfrentaba a dos de los grandes señores, don Luis Cornel y don Lope Ximénez de Urrea. La esposa de este último lo había abandonado para huir con don Luis, con quien pretendía casarse alegando que el anterior matrimonio no se había consumado. A principios de 1381, en plena ebullición de estas disputas nobiliarias, se celebraron Cortes de Aragón en Zaragoza. Los diputados aragoneses prometieron conceder al rey veinte mil florines de préstamo para que Sicilia volviera a la Corona y alguna ayuda para los gastos de la coronación de la reina. Santa Pau acudió a la inauguración de las sesiones, pero los diputados aragoneses ordenaron que se le impidiera la entrada; los aragoneses no admitían que ningún extranjero asistiera a sus Cortes. Don Pedro se irritó por ello, pero no pudo lograr que los aragoneses cedieran en sus condiciones. El rey estaba acosado por las deudas que todavía coleaban de las guerras contra Castilla y Genova; varios banqueros catalanes reclamaban la devolución de sus préstamos a la Corona acuciados por su situación financiera, a la que no podían hacer frente si el Tesoro Real no les reintegraba de inmediato las cantidades prestadas. El dinero de los aragoneses era imprescindible para que don Pedro pudiera afrontar sus muchos débitos. A Zaragoza también se desplazó el vizconde de Rocabertí, uno de los generales más prestigiosos de la Corona, comandante elegido por el rey para organizar una expedición a Atenas a ñn de responder a la llamada de socorro de los subditos griegos del rey don Pedro. Rocabertí había comenzando a reclutar ballesteros y escuderos aragoneses para dicha expedición.
El viento del noroeste agitaba el estandarte cuatribarrado que ondeaba sobre el gran torreón del palacio de la Aljafería de Zaragoza. El rey don Pedro paseaba por el patio central admirando las obras con las que había embellecido todavía más el legendario alcázar de los reyes musulmanes. Esperaba impaciente a que las damas de la reina acabaran de vestirla para celebrar el banquete que precedería a la coronación solemne de doña Sibila. De la familia real sólo estaba presente la condesa de Jérica, esposa del infante don Martín, que fue obligada por el rey a asistir a la ceremonia por hallarse en esos días en Zaragoza.
La reina apareció en el patio de la Aljafería rodeada por sus damas y precedida de dos heraldos uniformados con sendas casacas con los colores rojos y amarillos de la casa real. Don Pedro sonrió a su esposa y admiró su lujoso vestido recamado con filo de oro de Damasco y orlado con piedras preciosas, y ésta hizo una leve genuflexión que imitaron todas las damas.
—¡Dios mío, qué hermosa sois! —exclamó don Pedro.
—Es vuestro amor, querido esposo, lo que me hace ser bella.
—Los zaragozanos se asombrarán al contemplaros; jamás tuvo Aragón una reina de semejante belleza.
Los dos esposos se dirigieron a los salones que don Pedro ordenara construir en su palacio de la Aljafería, entre el salón del trono de los reyezuelos musulmanes y el gran torreón cuadrangular del lienzo norte. Don Pedro se había vestido como un trovador, y entró en uno de los salones del ala norte recitando una copla que había compuesto para su reina. Los lacayos sirvieron un espléndido banquete que finalizó con un espectacular plato consistente en un gran pavo real adornado con todas sus plumas y cubierto con un paño de oro y plata, que se presentó rodeado de un grupo de músicos y juglares moros recitando dulces melodías y tocando rabeles, cornamusas y chirimías, y varios pajes que escanciaban en las copas de los comensales el rico y espeso vino tinto de Cariñena. Sobre la larga mesa se extendía la vajilla de plata del palacio Mayor de Barcelona que don Pedro mandó trasladar a Zaragoza; los reyes se sentaban alrededor de la mesa de mármol engarzada con aplicaciones de plata, perlas, y pies con forma de cuatro leones de plata maciza. En la chimenea ardían varios leños que calentaban el ambiente en aquella fría mañana de enero.
Finalizado el banquete, los reyes salieron de la Aljafería cogidos de la mano y en la puerta exterior subieron a una carroza de la que tiraban cuatro caballos blancos. Escoltada por una procesión de caballeros y soldados, la comitiva real cruzó el foso, descendió la suave ladera de la colina de la Aljafería y entró en la ciudad de Zaragoza por un portillo en el muro de tierra. Las gentes se agolpaban a lo largo de la calle, que desde ese portillo atravesaba el barrio de San Pablo hasta la puerta de Toledo. Al llegar ante la muralla interior de piedra, en la gran explanada de la plaza del mercado, la multitud ocupaba todos los espacios libres. Pese al frío de la tarde invernal, miles de zaragozanos se congregaban a lo largo de todo el trayecto que iba a recorrer la comitiva. De vez en cuando algunos gritos surgían de entre la abigarrada muchedumbre y clamaban por la felicidad de los reyes. Sobre la carroza, doña Sibila brillaba al lado de su esposo. Era todavía una mujer joven, muy hermosa, de formas rotundas y sensuales, que, al modo oriental, cubría su rostro, con velos de seda transparente y protegía sus manos del frío zaragozano con guantes de fina piel de cabrito forrados de seda. Sobre sus hombros lucía un mantón de paño rojo de Londres, con el borde dorado, y un tocado castellano de seda verde forrado de tafetán rojo. Don Pedro tenía sesenta y dos años, pero el paso del tiempo no había tallado demasiadas huellas en su rostro y en su porte; mantenía la dignidad real que siempre había manifestado, pero sus hombros y sus piernas se arqueaban ligeramente y en su cabello y su barba se imponían las canas sobre el rubio original de su juventud.
El Canciller y Jerónimo de Santa Pau formaban en las primeras filas de la comitiva, sobre sendos caballos, tras una banda de trompas, cornetas, flautas, dulzainas, timbales y olifantes. El Canciller había llegado a Zaragoza justo un par de días antes y se quejaba del poco tiempo que había tenido para recuperarse del viaje desde Barcelona, con los caminos helados y el frío cierzo penetrándole hasta los huesos.