Read El invierno de la corona Online

Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

El invierno de la corona (18 page)

BOOK: El invierno de la corona
9.9Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

La inquietud entre los mercaderes de Barcelona crecía día a día. Iniciativas que en décadas anteriores había impulsado el rey don Pedro, como la de reforzar los consulados del mar, resultaron muy eficaces, pero en aquel año de 1380 muchas compañías catalanas atravesaron serias dificultades financieras. El comercio constituía la principal fuente de ingresos de Barcelona; los mercaderes barceloneses, que pugnaban por participar en el gobierno de la ciudad, exportaban paños a Oriente, arenques y arroz a Genova y azafrán y miel al norte de África, e importaban coral de Chipre, laca de Rodas, esclavas de Rusia y Tartaria y jengibre, alumbre y agalla de Anatolia.

Jaime de Cabrera, Bernardo de Forciá, el conde de Pallars y el grupo de mercaderes que defendían la necesidad de una cruzada se reunieron en una masía de Pere Ferrer, al pie de la montaña de Montjuich.

—Nuestra situación comienza a ser muy delicada. El malestar de los acreedores va en aumento día a día a causa de la desesperante lentitud con la que los oficiales reales revisan las cuentas y por las vacilaciones del rey para decidirse a cerca de la mejor manera de cubrir sus deudas —se quejó Pere Ferrer.

—Estamos haciendo todo lo posible para que la reina convenza al rey de la necesidad de la cruzada. Nuestros agentes en Atenas han logrado que los catalanes allí fortificados hayan ofrecido el título ducal a don Pedro, y el rey ha solventado el problema de Sicilia confiriendo sus derechos al trono a su hijo don Martín —explicó el hermano de la reina.

—Sí, pero no habéis conseguido acabar con el Canciller y con Santa Pau; son los dos principales escollos que se oponen a nuestros intereses —intervino Bonanat Alfonso.

—Estamos en ello. El Canciller goza de la confianza del rey y será muy difícil que se la retire. En cuanto a Santa Pau…, podríamos eliminarlo acusándolo de practicar el judaismo de manera críptica. Sé que desciende de una familia de judíos mallorquines conversos en tiempos del rey don Jaime el Conquistador; si pudiéramos demostrar que en su familia se ha seguido practicando la herejía hebrea, nos libraríamos de él —planteó Cabrera.

—Habría que falsificar pruebas —dijo Ferrer.

—Eso no sería complicado —afirmó el conde de Pallars.

—No lo creo así. Conozco a Santa Pau: evita el contacto con los hebreos y come alimentos que los judíos rechazan por impuros —intervino Bonanat—. Si hubiera que acusarlo de algo, sería precisamente de no creer en nada.

—Bien, ahí tenemos la acusación: «Un hombre sin dios»; algo mucho peor que ser judío o musulmán —asentó Ferrer.

—De acuerdo, tal vez podamos eliminar a Santa Pau acusándolo de ser «un hombre sin dios», pero, ¿cómo lo haremos? —inquirió Bonanat Alonso.

—A ese notario le espera una sorpresa que ni se imagina; dejadlo de mi cuenta —apostilló Cabrera.

Barcelona, junio de 1380

Don Pedro cedió sus derechos sobre la corona de Sicilia a su segundogénito don Martín, a quien se concedía la vicaría general y el gobierno de la isla hasta que don Pedro muriera. Don Martín el Joven, hijo de don Martín y nieto de don Pedro, se casaría con la reina doña María y se convertiría así en rey legítimo e incuestionable de Sicilia; el astrólogo y trujamán del rey, el judío Jacobo Corsino, había informado muy positivamente sobre esos planes. Habían transcurrido más de dos meses desde la boda del príncipe don Juan con Violante de Bar y, aunque el rey seguía enormemente enojado con su heredero, aceptó que la duquesa de Gerona visitara Barcelona. La entrada de la princesa tendría lugar el diecisiete de junio y la ciudad se engalanaba para la ocasión.

El Canciller y Santa Pau dedicaron toda la mañana a supervisar el embalaje de la biblioteca real, que don Pedro había decidido donar al monasterio de Poblet. Por sus manos pasaron las obras de Aristóteles, Boecio, Cicerón (cuyos discursos habían sido tomados como modelo en la Cancillería), Tito Livio, Ovidio, Platón, Salustio y de los italianos Dante y Petrarca, cuyas obras acababan de ser traducidas al catalán.

—Deberíamos tener una entrada principesca cada semana, sólo así los consellers se preocuparían por mantener limpios los viales de la ciudad.

El Canciller se quejaba ante Santa Pau del habitual mal estado de las calles de Barcelona mientras paseaban por ellas inspeccionando el recorrido que seguiría la comitiva de Violante de Bar, una vez acabado el trabajo de supervisión de la biblioteca. Varios peones contratados por el Concejo barrían las calzadas, las regaban y las alfombraban con juncos frescos.

—Si los ciudadanos no lo hacen por sí mismos, el rey deberá intervenir de una vez por todas para acabar con este estado de cosas —dijo Santa Pau—. El Concejo no puede seguir así, con cinco consellers con las mismas competencias y el mismo sueldo, turnándose en las propuestas de gobierno una semana cada uno, con el Consejo de Ciento nombrando a los embajadores de la ciudad y a los electores de los oficios sin tener en cuenta la eficacia sino la influencia, y además, tantos cargos a sueldo de la ciudad: síndicos, secretarios, escribanos, abogados, obreros, maestros, administradores, porteros, pregoneros, carceleros… Si no se hace algo pronto, Barcelona caerá en el desgobierno más absoluto, y la recaudación por los impuestos y sisas actuales no cubrirá siquiera los sueldos de tanta gente. Más les valdría preocuparse por tener las calles limpias todo el año, mantener el silencio y la seguridad por las noches y evitar las suciedades y despojos que provocan este ambiente tan nauseabundo.

—Los ciudadanos de Barcelona ya han acostumbrado sus narices a semejante olor. Y en todo caso, no es mucho más desagradable que el hedor que emana esa carne putrefacta asándose —indicó el Canciller mientras pasaban ante un fogón al aire libre instalado cerca de la puerta de entrada al burdel de Viladalls, donde dos mujeres servían comida.

Los dos altos funcionarios continuaron caminando hasta la playa, donde había instalados cuatro fogones con sus parrillas llenas de carne y pescado.

—¿Os apetece comer algo? —preguntó el Canciller.

—Ya conocéis mis gustos culinarios; esta comida me desagrada —dijo Santa Pau.

—Venid, conozco un puesto en el que la carne que me ofrecen es siempre de buena calidad. En ningún caso alcanza la exquisitez que tanto os gusta, pero…

De mala gana, Santa Pau comió unas costillas de oveja que la cocinera les mostró antes de asar en la parrilla para que comprobaran que no tenían gusanos. El sabor a sebo se apoderaba de la carne, aunque el Canciller parecía consumirlas con deleite.

—No es la mesa del rey, mas de vez en cuando es estupendo celebrar una comida al aire libre —observó el Canciller.

Acompañaron las costillas con pan con jengibre y comino y un vino tinto del Penedés, espeso y negro como la pez, y se regalaron el paladar con unos melocotones almibarados. Después pasearon por el borde de la playa camino de las Atarazanas.

En los astilleros se estaba trabajando a pleno rendimiento. Pese a las dificultades económicas por las que atravesaba el erario, don Pedro, ante la desesperación del tesorero Pedro Dezvall, ordenó que no se detuviese la construcción de galeras de guerra. Para sostener el poderío del rey de Aragón en el Mediterráneo hacían falta no menos de cincuenta galeras bien pertrechadas y comoquiera que la media de vida de cada una de ellas era de doce años, eso sin contar con los hundimientos por las guerras o por las tempestades, las atarazanas reales debían fabricar al menos diez cada año.

—Son magníficas —exclamó el Canciller a la vista de dos galeras casi terminadas.

—Sin ellas no existiría nuestro dominio en el mar —apostilló Santa Pau.

—Todavía son más importantes los hombres. Esas galeras no serían nada sin los marineros que las manejan. Nuestra superioridad en el mar y nuestras victorias no se deben a estas galeras, pues es probable que las venecianas e incluso las genovesas sean cuando menos iguales, sino a los marineros y a sus capitanes. ¿Sabéis, Jerónimo, que hemos estimado que un soldado aragonés o uno catalán vale como dos venecianos? Cada una de esas dos galeras gruesas cuesta al erario unas dos mil quinientas libras, y casi otras dos mil más por año para mantenerla activa, demasiado dinero para las arcas reales.

—Y aún serían necesarias al menos diez o doce galeras más. Con las que actualmente hay en servicio no es suficiente para llevar adelante los planes de su majestad.

—Tendrán que serlo, no hay dinero para más.

—No se puede construir un imperio sin dinero —aseguró Santa Pau.

El Canciller lo miró de soslayo, dibujó una extraña muesca en sus labios y sentenció:

—A veces se puede, sólo hace falta voluntad… y suerte.

Don Pedro ya era duque de Atenas y Neopatria; nunca un rey de Aragón había reunido bajo su corona tantos estados y dominios. Además acababa de frustrar el proyecto del duque Esteban de Baviera, quien había enviado una embajada a Barcelona en la que ofrecía ayudar a don Pedro en Oriente a cambio de que éste consintiera que la reina María de Sicilia se desposara con uno de sus hijos, pues le informaba de que se había encargado de convencer a los Visconti milaneses para que abandonaran sus intentos de casar a uno de ellos con doña María. A principios de septiembre se recibió en Barcelona un mensaje urgente y desesperado: los catalanes que defendían Atenas, atrincherados en la Acrópolis, demandaban de su soberano protección ante los ataques que estaban sufriendo de los mercenarios de las compañías navarras. El rey puso de inmediato manos a la obra y ordenó al Canciller que dictara las resoluciones oportunas para defender la Acrópolis.

El Canciller mostró a Santa Pau una tabla en la que una pintura al temple reproducía el castillo de Cetines, como llamaban los catalanes a la legendaria colina de la Acrópolis ateniense sobre la que, en la Antigüedad, los griegos habían construido sus más hermosos edificios.

—Su majestad está ensimismado con la pintura de la Acrópolis que sus subditos atenienses le han regalado.

—Fijaos, Jerónimo. Ese gran templo que corona la Acrópolis, hace siglos dedicado a una deidad pagana, es ahora la catedral de Santa María, y sobre ella hace decenios que ondea la oriflama del rey de Aragón.

Santa Pau contemplaba la pintura que los catalanes de Atenas habían enviado a don Pedro junto a la solicitud de ayuda militar.

—Los griegos fueron unos magníficos arquitectos. Yo mismo he podido ver algunos de sus templos en Sicilia.

—Sí, lástima que estuvieran dedicados a falsos dioses —comentó el Canciller—. Su majestad me ha ordenado que disponga la defensa de Atenas. En cuanto ha visto esa pintura se ha quedado maravillado de la Acrópolis; me ha dicho que la considera su bien más preciado, e incluso me ha indicado que no le gustaría morir sin contemplarla con sus propios ojos.

—Ese viaje sería muy peligroso. Si el rey cayera en manos de los genoveses, toda su obra estaría perdida.

—No os preocupéis, don Pedro ama demasiado a Barcelona como para abandonarla por Atenas. Ahora está entusiasmado con sus nuevos ducados, y la visión de la pintura de la Acrópolis le ha impactado mucho, pero seguirá gobernando sus estados desde Barcelona; sabe que no puede echar todo a perder por un capricho.

A mediados de septiembre murió el rey Carlos V de Francia; éste ya no sería el Emperador de los Últimos Días, pero tal vez sí su sucesor Carlos VI. Aprovechando el cambio de monarca, Inglaterra acosó de nuevo a Francia, por lo que todos los esfuerzos de ésta debieron dedicarse a la defensa de las tierras del oeste y, por el momento, dejó de ser un rival para la Corona de Aragón. Pero el noble Renato de Anjou aspiraba a erigirse como un gran monarca y reclamó para sí las coronas de Jerusalén, Hungría y Sicilia, y, aunque sólo cosechó grandes fracasos, se convirtió en un inconveniente más para la política mediterránea de don Pedro.

Barcelona, octubre de 1380

Durante aquel verano, don Pedro, que había pasado varios días en Lérida dictando medidas para el gobierno de los ducados de Atenas y Neopatria y había dispuesto que una guardia permanente de doce ballesteros guardara la Acrópolis, había pedido al obispo de Valencia que le ayudara en el rescate de la familia real de Armenia, presa desde hacía ya varios años del soldán de Egipto. Había contratado a Juan de Arras, maestro de la casa del duque de Bar en el arte de trovar, en un intento de atraerse de nuevo la simpatía de su hijo don Juan, y había tenido que intervenir ante los judíos de Mallorca para que no hicieran pagar en exceso a Abraham de Cresques y a su hijo Yahudá de Cresques, también judíos y maestros de mapas y brújulas del rey. Don Pedro de Luna, el terco y combativo cardenal aragonés nuncio del papa Clemente VII, seguía insistiendo ante el rey de Aragón para que éste reconociera a su pontífice, como ya habían hecho Francia y Escocia, pero el soberano de Aragón se empeñaba en mantener la neutralidad ante el cisma. Se trataba de una titánica lucha de dos fortísimas voluntades. Muchos miembros del alto clero catalán y aragonés hacían cuanto podían para inclinar la voluntad del rey hacia Clemente VIL El mismo obispo de Barcelona se había quejado en más de una ocasión acerca de los innumerables perjuicios que causaba la ambigüedad real. Pero don Pedro era un maestro en el arte de la dilación. Una vez más aplazó su decisión iniciando una encuesta sobre el cisma y ordenó que los clérigos de sus reinos redactaran unos largos y densos informes sobre la cuestión. Con ello ganó de nuevo el tiempo necesario para asentar su calculada indefinición.

Desalentado por sus reiterados fracasos, el cardenal Pedro de Luna viajó con el ardoroso dominico Vicente Ferrer a Castilla. Don Juan, su joven rey, siguió en los primeros meses de su reinado el consejo de su padre don Enrique y, al igual que el rey de Aragón, se mantuvo neutral. Pero el clero castellano se pronunciaba mayoritariamente por el reconocimiento de Clemente VII como papa legítimo. El veintitrés de noviembre se convocó una asamblea del clero castellano en Medina del Campo, y allí acudieron Pedro de Luna, como legado de Clemente VII, y Francisco de Urbino, defensor de Urbano VI. La polémica entre ambas delegaciones fue ardua, hosca y en ocasiones muy tensa, pero al finalizar la mayoría de los asistentes estaban convencidos de que el rey de Castilla no tardaría mucho tiempo en inclinarse por Clemente VII.

—Parece que los castellanos reconocerán a Clemente como el auténtico papa —comentó el Canciller.

—Ese cardenal aragonés es terco como un borrico; en la asamblea de Medina del Campo se ha empleado con tal contundencia que dicen que el legado de Urbano VI manifestó que prefería que le arrancasen una muela a tener que vérselas de nuevo con él —dijo Santa Pau.

BOOK: El invierno de la corona
9.9Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Book of Broken Hearts by Ockler, Sarah
Zane Grey by To the Last Man
Honeytrap: Part 1 by Kray, Roberta
Libros de Sangre Vol. 2 by Clive Barker
The Stiff Upper Lip by Peter Israel
JASON by Candace Smith


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024