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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

El invierno de la corona (22 page)

BOOK: El invierno de la corona
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—Eran humildes pescadores, vizconde. Si queréis obtener un buen botín no cabe otro remedio que abordar a un navio mercante; cerca de la costa viajan algunos procedentes de Alejandría que transportan ricas mercancías, tal vez haya suerte y logréis un importante bocado —alegó Santa Pau.

—De acuerdo, notario, pero si falla, realizaremos nuevos desembarcos. Es preciso conseguir más esclavos, en Italia pagan bien por ellos.

Rocabertí dispuso las cuatro galeras en una doble formación: las dos del rey de Aragón navegaban cerca de la costa, una tras otra, en tanto la mallorquina y la catalana lo hacían unas cuantas millas mar adentro, a una distancia suficiente como para no ser vistas desde la costa pero sí desde las dos galeras reales, de manera que si algún barco mercante se dirigiera a la flota quedara atrapado entre las cuatro galeras sin posibilidad de escapar.

Tras varios días de navegación sólo avistaron algunas miserables barcas de pescadores que faenaban frente a la costa y una pequeña pero veloz galera de corsarios genoveses que huyó en cuanto avistó la poderosa escuadra del rey de Aragón. Pero cuando Rocabertí ya desesperaba y estaba a punto de ordenar un nuevo desembarco, una vela cuadrada a franjas verdes y blancas asomó en el horizonte doblando el cabo de Bizerta.

—Mirad, Santa Pau. ¿Qué opináis? —preguntó Rocabertí.

—Creo que es un barco mercante, tal vez tunecino. Los mercaderes de ese país suelen usar esos colores en sus velas.

—Vayamos a por él —ordenó el vizconde.

Las dos galeras reales enfilaron hacia el navio de velas verdiblancas con toda la fuerza de sus remos y con todo el velamen desplegado. El mercante tardó algún tiempo en descubrir la presencia de las dos galeras e intentó una maniobra de acercamiento a la costa, pero la velocidad de las naves de guerra era mucho mayor y le cortaron el camino hacia la playa. El mercante giró entonces a estribor, a mar abierto, sin advertir que las otras dos galeras bogaban a su encuentro. Cuando el piloto quiso darse cuenta de la encerrona, ya era demasiado tarde: dos galeras en su popa y dos en su proa le impedían cualquier posibilidad de fuga.

Rocabertí ordenó abordar la nave. Sus tripulantes no opusieron resistencia. No era un navio demasiado grande, pero el botín satisfizo al vizconde. Aquel mercante transportaba mil piezas de cuero, trescientas cargas de algodón, medio centenar de frascos de alheña, seiscientos sacos de trigo y una buena cantidad de pimienta de Guinea, alumbre e índigo. Procedía de Túnez y se dirigía a Almería; el capitán portaba un documento del rey de Túnez para el sultán de Granada, en el que le manifestaba su amistad y le exhortaba a defender la sagrada tierra de al Andalus de los ataques cristianos.

—Creo que es suficiente: más de medio centenar de esclavos, un navio mercante y todas esas mercancías… Sí, es suficiente —concluyó Rocabertí.

Esa misma tarde las cuatro galeras y la nave tunecina, en cuyo mástil se había izado la bandera cuatribarrada del rey de Aragón, pusieron rumbo a Sicilia.

Sicilia, septiembre de 1381

La flotilla de Rocabertí arribó al puerto de Siracusa, el principal centro de distribución de esclavos de todo el Mediterráneo occidental, donde atracó para reponer víveres y agua y vender a los africanos capturados en el desembarco y en el abordaje del mercante. Este puerto siciliano había perdido parte de la importancia que tuviera cinco años atrás, antes de que Venecia cediera una cuarta parte de su riqueza debido a la guerra contra Genova. A partir de entonces, el comercio se resintió tanto en los puertos sicilianos que los mercaderes eran cada vez menos, las mercancías más escasas y los negocios menos rentables. Desde hacía cuatro años Venecia no podía enviar un convoy completo a Oriente y varias de las naves solitarias que se atrevieron a cruzar el Mediterráneo fueron capturadas por la Bechignana.

Rocabertí portaba órdenes tajantes, aunque no escritas, del rey don Pedro para acabar con la Bechignana. Aunque esa escuadra se había fletado para socorrer a Atenas, la misión secreta que tenía encomendada el vizconde era hundir la galera gigante genovesa que tantos perjuicios causaba a los venecianos en el Mediterráneo. Una embajada de Venecia, tan secreta que ni siquiera el Canciller logró enterarse de sus propuestas, había comunicado a don Pedro que si sus naves de guerra lograban despejar el Mediterráneo oriental de la presencia genovesa, estaban dispuestos a retomar las conversaciones que en su día comenzara Santa Pau para el reparto de esa zona. La república de la Laguna estaba atravesando sus peores momentos: a las derrotas en el mar se habían sumado en los dos últimos años las pérdidas en tierra firme de varios enclaves en la región adriática de Dalmacia, ocupadas por Hungría, y pendía inquietante la amenaza del avance turco en los Balcanes.

Durante varios días Rocabertí negoció con diversos tratantes de esclavos la venta de los norteafricanos. En aquellos tiempos había cierta abundancia de esclavos y su valor había bajado un poco, pero el vizconde logró colocarlos a un buen precio en el mercado de Siracusa: dos mercaderes barceloneses pagaron veinticinco florines de oro por cada cautivo, lo que supuso más de mil florines por el grupo de esclavos. Colocar las mercancías capturadas al barco mercante tunecino fue mucho más fácil. Los mercados italianos estaban tan ávidos de ricos productos, ahora escasos y caros, que comerciantes de Pisa, Florencia, Amalfi y Napóles se quedaron con toda la mercancía y con el pequeño mercante y Rocabertí logró atesorar oro por valor de diez mil florines del cuño de Barcelona, suficientes para financiar la empresa que se le había encomendado.

El vizconde se interesó por el estado de la reina María de Sicilia, pero no pudo hacer otra cosa por ella que enviarle un mensaje en el que le aseguraba que contaba con la protección del rey de Aragón. Las cuatro galeras se calafatearon en Siracusa y allí compraron pan fresco, galletas, harina, queso y otras provisiones; antes de zarpar hacia Grecia, el vizconde hizo correr la voz de que a la primavera siguiente regresaría de Atenas cargado de riquezas. Estaba seguro de que los genoveses no tardarían en enterarse y que sería entonces cuando se las vería con la Bechignana.

Atenas, octubre de 1381

El vizconde de Rocabertí no se había movido en las últimas horas de la proa de la galera capitana. El piloto de la Santa Coloma le había anunciado que antes de que anocheciera avistarían El Pireo, el puerto de Atenas. Santa Pau se acercó al vizconde, que tenía los ojos fijos en el infinito.

—Pronto estaremos en Atenas —dijo Santa Pau.

—Sí, antes de que anochezca.

—Habéis puesto muchas ilusiones en esta expedición, ¿no es así? —preguntó Jerónimo.

—En efecto. Mis antepasados conquistaron estas tierras para Aragón. Uno de mis bisabuelos mandó una compañía de almogávares, aquellos fieros guerreros que sembraron de banderas cuatribarradas las costas de Oriente. Nosotros somos los nuevos almogávares. Ardo en deseos de colocar ante el altar de la catedral de Santa María de Atenas las banderas que me entregó su majestad en Zaragoza.

—¿Sabíais que la catedral de Santa María fue hace siglos un templo dedicado a la diosa Atenea Virgen? De ahí el nombre de «Partenón», que en griego significa el «Templo de la Virgen».

—Lo único que me importa es que ahora está consagrado a la Virgen María, la madre de Cristo.

Las cuatro galeras navegaban en fila a una distancia tan corta que los marineros podían comunicarse de unas a otras a gritos. El mar Egeo estaba en calma, aunque soplaba una suave brisa del norte.

—¡El Pireo!, ¡El Pireo! —gritó el vigía desde lo alto del mástil.

—Ahí está Atenas, vizconde —señaló Santa Pau.

—¿Conocíais la ciudad?

—No, nunca antes he estado allí. En una ocasión, de regreso de una misión diplomática a Rodas, la nave en la que viajaba pasó cerca; un marinero me señaló la dirección, pero el día era brumoso y no pude ni siquiera divisar la línea costera.

Las cuatro galeras atracaron en el malecón del puerto de El Pireo. Hacía varias semanas que el gobernador de la ciudad y el arzobispo de Cetines les aguardaban y habían ordenado que en cuanto los vieran aparecer en el horizonte les informaran de inmediato.

Rocabertí saltó a tierra acompañado por varios de sus caballeros y se dirigió hacia la comitiva, entre la cual ondeaba un enorme pendón con los colores reales.

—Sed bienvenidos a esta tierra del rey de Aragón —dijo el arzobispo.

—En su nombre vengo —respondió Rocabertí.

—Hemos preparado estancia para vos y vuestros hombres en la ciudad.

—Mañana, señor arzobispo, mañana. Está anocheciendo; será mejor que esta noche permanezcamos aquí en nuestras galeras y dejemos para mañana la entrada en la ciudad.

El engolado Rocabertí no quería entrar a oscuras en una ciudad desconocida y, además, deseaba hacerlo de manera triunfal, en un gran desfile en el que se pusiera de relieve que él era el representante de don Pedro de Aragón.

Aquella noche los expedicionarios durmieron en las naves. Fueron muchos los que lamentaron no poder descender a tierra; tras varias semanas en el mar ardían en deseos de visitar los burdeles, acostarse con las prostitutas y emborracharse a discreción. Pero Rocabertí, pese a las demandas de algunos hombres, fue inflexible y dispuso una guardia de noche con la orden de abatir a flechazos a todo aquél que intentara bajar a tierra.

El horizonte oriental apenas era una tenue línea nacarada cuando Rocabertí ordenó a los guardias del último turno que despertaran a todos los hombres. Una hora después las dotaciones de las cuatro galeras estaban formadas en la playa. Desde lo alto de un espigón, Rocabertí recibió las novedades de los capitanes de cada una de las compañías: no faltaba ni un solo hombre.

—¡Hombres del rey de Aragón! —gritó—, esta tarde entraremos en Atenas. Quiero que todos estéis bien uniformados y con vuestro equipo de campaña al completo. Hace meses que las gentes de esta ciudad nos esperan; son subditos de su majestad don Pedro y muchos de ellos descendientes de antepasados nuestros. Hemos venido a traerles nuestro ánimo y nuestra fe y a sostener los dominios del rey de Aragón en el centro del mundo.

Los soldados corearon vítores al vizconde y al rey. Rocabertí convocó a los capitanes y les dio instrucciones para la entrada en la ciudad. El arzobispo y el gobernador llegaron mediada la mañana con varias decenas de hombres y enseguida se reunieron con Rocabertí y Santa Pau para organizar el desfile. La población de Atenas había sido avisada mediante una serie de pregones por las calles para que recibieran a las tropas que acudían en su defensa.

—Tendréis el recibimiento que merece un representante de nuestro rey —aseguró el gobernador.

La comida se sirvió poco antes de mediodía y, apenas acabada, quinientos hombres en formación enfilaron el camino entre El Pireo y Atenas. Encabezaban el desfile Rocabertí y el arzobispo, e inmediatamente detrás Santa Pau y el gobernador, todos ellos a caballo; después, formados en escuadrones con sus jefes al frente, marchaban a pie ballesteros y escuderos equipados con dos ballestas, dos carcajes, cuchillo largo, garfio de hierro, coraza, musleras y capacete.

A medida que se acercaban a la ciudad, los campos de ruinas iban en aumento. Los soldados miraban a los lados con asombro. Habían imaginado una ciudad viva, como Barcelona o Valencia, pero tenían la impresión de avanzar sobre los despojos de un cataclismo. Atenas, la gran metrópolis de las crónicas antiguas, era una inmensa ruina. Solares desiertos, casas derrumbadas, paredes a medio caer enhiestas entre escombreras como fantasmas de mampuesto, calles semiempedradas en cuyas aceras crecían hierbas y liqúenes, matorrales espinosos sobre lo que antaño quizá fueron hermosos jardines y cristalinas fontanas, murallas zaheridas por el tiempo y el olvido, muros de otrora lujosas mansiones descorchados y ennegrecidos, columnas sin nada que sostener apuntando al celeste azul del Ática cual testigos de pasados esplendores perdidos…, así era la Atenas que descubrían los ojos de aquellos hombres que días antes habían creído dirigirse a una ciudad de ensueño y de leyenda. Dentro de la ciudad de las ruinas sin cuento, las multitudes que los expedicionarios esperaban se reducían a unos centenares de hombres y mujeres en cuyos rostros no había felicidad ni esperanza, sino resignación y olvido.

Sólo la colina de la Acrópolis conservaba la antigua belleza que un día atesoró la capital del Ática. La comitiva ascendió por la rampa de piedra de acceso a los Propileos y penetró en la Acrópolis. Allá arriba, sobre la pétrea colina amesetada, se hacinaban la mayoría de los habitantes de la ciudad. Los sólidos muros de Pericles se habían rematado con almenas de cal y mampuesto, pabellones de madera y adobe alternaban con los templos de mármol de la Antigüedad, y cabras, ovejas y aves deambulaban entre las arquitecturas que un día fueran asombro del mundo. El Partenón mantenía su grandiosa integridad, y sobre el vértice del frontón repleto de esculturas de dioses y gigantes, al lado de una cruz de madera negra, ondeaba la enseña de franjas rojas y amarillas de los reyes de Aragón.

Los hombres de mayor rango entraron en el Partenón, ahora catedral de Santa María de Cetines, y escucharon un tedeum. El arzobispo dirigió la ceremonia religiosa ante un altar en el que una virgen de madera con el Niño en brazos ocupaba el sitial en el que siglos atrás estuvo la estatua de mármol, oro y marfil de la diosa Atenea Pártenos, y a cuyos pies depositó Rocabertí las dos banderas que don Pedro le entregara en Zaragoza.

Zaragoza, octubre de 1381

El Canciller se desplazó a Zaragoza a principios de otoño para despachar con el rey acerca de la delicada situación financiera de la Corona, pues en Barcelona cundía el pánico entre los banqueros más relevantes. A mediados de año habían suspendido pagos las bancas de Pere Descaus y de Andreu Olivella debido a que el rey don Pedro y el príncipe don Juan les adeudaban unas doscientas mil libras que no habían podido devolver. Otros banqueros quebraron en la misma Barcelona, y en Gerona y Perpiñán. Comenzaba una época de grandes dificultades económicas que obligaba a buscar soluciones casi desesperadas. Los comerciantes barceloneses insistieron en la necesidad de la cruzada y aumentaron las presiones sobre el rey.

Durante las fiestas de la coronación de la reina Sibila, el rey don Pedro, eufórico, había prometido repartir limosnas a los monasterios de Zaragoza. De eso hacía ya ocho meses, pero los monasterios no habían recibido una sola libra. Don Pedro y su esposa pasaban casi todo el tiempo en el palacio de la Aljafería, el preferido de entre todos cuantos poseían, o cazando palomas con halcón en el soto de la Almozara. En los arcos de yeso y en las paredes de alabastro había inscripciones que hablaban del gran al-Muqtádir, el rey musulmán que la mandó construir, y frases del Corán alabando la grandeza de Dios. El arte de los árabes fascinaba a don Pedro desde que siendo niño asistió a la coronación de su padre el rey don Alfonso el Benigno. El joven infante había pasado aquellos lejanos días dentro de los muros de ese palacio, absorto en las filigranas de yeso que decoraban arcos y paredes. Desde entonces le atraía la cultura árabe, tanto que a menudo se vestía a la usanza morisca y cuando estaba en su palacio de la Aljafería no dudaba en usar turbante, chilaba y babuchas. Contemplando las habitaciones que pertenecieron a los reyes musulmanes imaginaba las fiestas que allí se celebraron: los copiosos banquetes de manjares exquisitos, el delicado contoneo de las sensuales bailarinas semidesnudas, la embriagadora música del alambor y del rabel, los intensos aromas a incienso, mirra y sándalo, las excitantes huríes del harén, siempre prestas a complacer a su señor…, todo un mundo de refinamiento, sensualidad y onírica decadencia.

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