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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

El invierno de la corona (23 page)

Aquel año de 1381 el palacio de la Aljafería fue la sede de la corte. A don Pedro le gustaba mostrar a sus visitantes su palacio y el pequeño zoológico que contenía. No alcanzaba la variedad y cantidad de animales exóticos que poblaban los jardines zoológicos de Barcelona o de Perpiñán, pero en la Aljafería se guardaba el mayor león visto en las tierras de Europa. Era tan enorme que su alzada desde el suelo al lomo superaba los cinco palmos, su cabeza la cubría una amplia melena negra y su peso era superior al de tres hombres fornidos. La biblioteca del palacio contenía más de dos mil libros; algunos de ellos estaban escritos en árabe y unos pocos en hebreo. Había un hermoso Corán, el libro sagrado de los musulmanes, encuadernado en cuero rojo. Algunos mudejares zaragozanos visitaron la Aljafería invitados por el rey y le tradujeron las inscripciones de las paredes. Incluso el propio don Pedro había intentado aprender árabe años atrás, y llegó a conocer las formas de las letras y distinguir las palabras y expresiones más comunes.

Don Pedro estaba a la mesa en el comedor privado de la Aljafería con el arzobispo de Zaragoza, con el Canciller y con la reina, quien le acababa de mostrar un borrador de los capítulos matrimoniales de su hermano, Bernardo de Forciá, y Timbos, la hija del conde de Prades y sobrina del rey de Aragón; de repente, a la vista de una inscripción en árabe, comentó:

—Voy a ordenar que traduzcan el Corán al catalán.

—¿El Corán? —se extrañó el arzobispo.

—Sí, arzobispo, el Corán —reafirmó don Pedro en tanto se afanaba en extraer con el punzón un caracol del interior de su cascara.

—Es el libro de la secta mahomética —aclaró el prelado—. Mahoma es el Anticristo; muchos cristianos han muerto a causa de sus diabólicas doctrinas.

—Los libros son fuente de sabiduría —intervino el rey.

—El Corán, no —sentenció el arzobispo.

—¿Qué opináis vos, Canciller? —inquirió don Pedro.

—Son muchos los musulmanes que viven en Aragón, majestad. Hay pueblos enteros en los que no habita un solo cristiano. Siguen practicando sus creencias y mantienen su fe. No hacen ningún mal a nadie y su trabajo produce mucha riqueza para vuestro reino. Vos mismo, señor arzobispo, habéis empleado musulmanes en las obras de la catedral de El Salvador; muchas de las iglesias que fueron derruidas en la frontera durante la guerra contra Castilla están siendo levantadas por alarifes musulmanes para mayor gloria de Dios y en vuestros señoríos trabajan centenares de musulmanes recolectando el trigo que colma vuestros graneros —ironizó el Canciller.

—Yo me refería al Corán y a Mahoma —insistió el prelado.

—¿Lo habéis leído? —preguntó el rey.

—No, por supuesto que no —respondió el arzobispo.

—En ese caso conviene que lo hagáis, sólo así podréis condenarlo.

—No entiendo el árabe.

—Por eso quiero que se traduzca al catalán; voy a encargar una traducción al franciscano mallorquín Francisco Saclota, me han asegurado que es el mayor experto de mis reinos en la lengua árabe. Os enviaré una copia en cuanto esté disponible.

El arzobispo frunció el ceño y arremetió contra la paletilla de cabrito braseada con miel y romero que tenía sobre el plato, en tanto el rey y el Canciller intercambiaban una mirada de complicidad.

Acabada la comida, el rey, el Canciller y el arzobispo se retiraron a la biblioteca para despachar unos asuntos jurídicos sobre división de propiedades de la Iglesia. Por su parte, la reina recibió a dos representantes de los mercaderes barceloneses. Eran Pere Ferrer y Bonanat Alfonso, que se habían desplazado desde Barcelona a instancias de doña Sibila, pues don Pedro seguía dudando sobre la oportunidad de emprender la conquista de Jerusalén.

—¿Cómo están las cosas en Barcelona? —les preguntó la reina.

—El príncipe Juan y su esposa están muy contentos con el nacimiento de su hijita la infanta Leonor. Se celebraron grandes fiestas por ello —respondió Bonanat.

La reina mudó el semblante. No podía ni oír hablar de su hijastro. El matrimonio de don Juan con Violante de Bar había sido un duro golpe para sus intereses, y cuando se enteró de que la francesa estaba embarazada, la reina Sibila se encolerizó de tal manera que rompió cuantos objetos frágiles estaban a su alcance. El nacimiento de Leonor, por ser una niña, había moderado su enfado, pero Violante había demostrado ser una mujer fértil y sana. No tardaría mucho en darle otro hijo a don Juan y en cuanto eso sucediera, el sueño de Sibila de colocar a un retoño suyo en el trono de Aragón se desvanecería por completo.

—Majestad, es preciso seguir adelante con nuestros planes —intervino Ferrer—. La situación económica es muy delicada. Hace tan sólo treinta años se podía viajar desde el Mediterráneo hasta China por unas vías que eran seguras de día y de noche. Mi abuelo hizo una gran fortuna comerciando con seda y piedras preciosas a través de esa ruta, pero desde hace algún tiempo se han interrumpido los contactos con Oriente, la seda china es ahora una rareza que cuesta carísima y muchos comerciantes han vuelto sus ojos hacia el sur. Sin embargo, la situación en el norte de África es también inestable. El rey de Túnez ha logrado unificar su territorio, pero sabemos que tiene ansias de expansión hacia el oeste y sin duda chocará con el sultán de Tremecén, que también anhela extender sus dominios hacia Marruecos. Una guerra entre estos dos reinos norteafricanos sería desastrosa para nosotros. Con la ruta hacia Asia cortada y con una guerra total en el norte de África, nos veríamos abocados a la bancarrota. La cruzada a Jerusalén sigue siendo la única salida para la Corona.

—Volveré a insistir ante mi esposo, pero sabed, amigos, que la expedición a Grecia ha dejado vacías las arcas del Tesoro Real —alegó la reina.

—Nuestro grupo dispone todavía de ciertos capitales que podrían usarse para financiar la cruzada —dijo Ferrer.

—Para convocar una cruzada es necesaria la sanción papal, la neutralidad de Genova y la ayuda de Venecia cuando menos, y no parece que los venecianos estén en las mejores condiciones para iniciar una gran empresa militar. No obstante, haré cuanto pueda —concluyó la reina.

Tortosa, diciembre de 1381

El veintinueve de noviembre de 1381 el rey don Pedro y su esposa doña Sibila abandonaron Zaragoza. Ésa sería la última vez que los ojos del rey ceremonioso contemplaran las delicadas filigranas de yeso policromado de su apreciado palacio de la Aljafería. La corte se desplazó en barcas río Ebro abajo y en carromatos por los caminos hacia Tortosa. Tras un año en Aragón, el rey deseaba visitar su reino de Valencia. Era consciente de que no le quedaban muchos años de vida, y aunque la sucesión estaba asegurada en las personas de sus hijos Juan y Martín, le preocupaba la unidad de sus estados y quería garantizar que a su muerte todos sus reinos y posesiones se mantendrían unidos bajo su dinastía.

El Canciller, que había regresado a Barcelona, recibió orden de acudir a Tortosa para entrevistarse con el rey. Don Pedro quería darle nuevas instrucciones con respecto a los asuntos de Grecia y Sicilia para así dedicarse él al reino de Valencia en los meses siguientes. El Canciller viajó hasta Tortosa a caballo; era más cómodo hacerlo en una embarcación, pero aquel hombre que durante años diseñara la política de la Corona de Aragón en el Mediterráneo, que planificó alianzas y declaró guerras, que ordenó trazar las mejores cartas de navegación de este mar, era incapaz de viajar en barco. La sola idea de navegar en medio de las aguas en un artefacto de madera y cuerdas le aterrorizaba.

Nada más llegar a Tortosa, el Canciller se dirigió a la zuda. Esta ciudad, de cinco mil almas, era la cuarta de Cataluña, tras Barcelona, Perpiñán y Lérida, y una de las más ricas. Sus astilleros, aunque habían decaído desde que se construyeran los de Barcelona, tenían merecida fama y su puerto fluvial a orillas del Ebro constituía la salida natural para todos los productos que transitaban por el gran río.

Rodeado de campos feraces y junto a un amplísimo delta, Tortosa era una urbe próspera que, pese a las varias epidemias de peste, mantenía activos sus mercados y florecientes sus comercios.

En la sala principal de la zuda de Tortosa, el rey don Pedro, su esposa doña Sibila y varios miembros de la corte escuchaban atentos las canciones que un juglar recitaba acompañado por unos músicos de flauta y rabel.

—Su majestad está disfrutando de la música —le avisó un portero—; os ruego que esperéis unos momentos, ya sabéis que a la reina le molesta que interrumpan la interpretación de una melodía.

El Canciller asintió y se sentó en un banco de madera al lado de la puerta.

—Ya podéis pasar —le anunció el portero tras una breve espera.

En la gran sala conversaban los miembros de la corte divididos en varios grupos. Sobre una gran mesa había bandejas con pasteles, ataifores con granadas y naranjas y jarras de cristal con vinos blancos y tintos. El camarlengo se acercó hasta el rey y le anunció la presencia del Canciller. Don Pedro dejó su copa dorada sobre la mesa y se acercó hacia la puerta, junto a cuyo umbral esperaba el jefe de la Cancillería.

—Me alegra veros, Canciller; os encuentro muy bien.

—Un poco cansado por el viaje, majestad. Mis huesos ya no responden como antaño; están muy viejos.

—Venid, degustad unas naranjas de Ulldecona y un poco de vino blanco del Penedés, os reconfortarán, y disfrutad de esta música, es excelente; mañana tendremos tiempo para hablar.

El Canciller se acercó a la mesa y tomó una de las naranjas que ya habían sido peladas; la desgajó con los dedos y se acercó un pedazo a la boca. En una bandeja había varios tenedores de plata cuyo uso se consideraba un gesto de refinamiento. El Canciller pensó que Santa Pau hubiera usado uno de aquellos utensilios, pero él prefirió coger la naranja con la mano. Antes de engullirla sintió que lo observaban; levantó los ojos y vio a doña Sibila mirándolo fijamente. Dejó la naranja sobre la mesa e inclinó la cabeza hacia la reina, que le devolvió el saludo con frialdad. Al lado de doña Sibila, Jaime de Cabrera y el conde de Pallars contemplaban al Canciller con rostros ceñudos. El Canciller intentó solventar la situación acercándose a un retablo que representaba la vida de san Martín de Tours y admiró los finos trazos, los delicados colores y las vaporosas veladuras.

—¿Os gusta? —le preguntó el rey.

—Es magnífico, majestad.

—Está recién acabado. Es obra de uno de los mejores maestros catalanes, comparable a los grandes pintores italianos y flamencos.

Durante un buen rato el rey y el Canciller comentaron las características del retablo. Por fin, el rey, que observó evidentes signos de cansancio en el rostro del Canciller, le indicó que podía retirarse a descansar y lo citó para la mañana siguiente a primera hora.

Apenas había amanecido y el Canciller ya estaba con una gran cartera de cuero bajo el brazo esperando ante la puerta del gran salón de la zuda de Tortosa. Tuvo que aguardar un buen rato a que llegara el rey.

—Excusadme, Canciller, la música y el vino se alargaron anoche más de la cuenta.

—Bonito colgante, majestad —dijo el Canciller indicando un broche de oro que colgaba de una cadena sobre el pecho de don Pedro.

—Es un regalo labrado por un orfebre de Valencia. Se trata de un amuleto en el que está grabada la constelación de Virgo, mi signo del zodíaco como bien sabéis. Hace varias semanas que arrastro molestias en el vientre, tal vez a causa de comidas demasiado copiosas, y como ésa es la parte del cuerpo regida por Virgo, mi esposa me ha sorprendido con este presente.

—Si se trata de un regalo de la reina, seguro que surtirá efecto —dijo el Canciller.

—Ya lo ha hecho; en los últimos días he sentido una cierta mejoría. Pero dejemos mi vientre; venid y contemplad esto.

Don Pedro se acercó al retablo de San Martín y sacó una llave. Abrió un pequeño sagrario que se disimulaba entre las pinturas y extrajo un objeto cubierto con un paño escarlata.

—Canciller —solemnizó don Pedro descubriendo el objeto—, he aquí el Santo Grial.

El rey mostró el cáliz a su canciller, que alargó las manos y lo tomó entre ellas.

—Es la más preciada joya de la cristiandad —continuó don Pedro—. Sé que vais a decirme que hay muchos lugares en donde dicen tener el Grial, pero ésta es la verdadera copa en la que Cristo y sus apóstoles bebieron la sangre del Señor en la Ultima Cena. Éste es el cáliz que vio el famoso caballero don Parsifal en el palacio del rey Pescador cuando por orden del rey Arturo partió con los demás caballeros en su busca. Grandes santos lo han custodiado desde que José de Arimatea lo recibiera en Jerusalén y se recogieran en él las últimas gotas de sangre que Cristo derramó en la cruz del Gólgota. Bajo la protección de esta reliquia, la sagrada Jerusalén será de nuevo cristiana.

El Canciller contempló el vaso de sardónice sostenido por una base con otro vaso y asas de plata sobredorada con engastes de piedras preciosas.

—¿Estáis seguro, majestad, de que este cáliz es el verdadero Grial? Hace más de doscientos años el abad de Clairvaux envió a dos caballeros templarios a Jerusalén en busca del Arca de la Alianza, pues se suponía que guardaba el conocimiento de la ciencia total; se afirmó entonces que los dos caballeros regresaron con el Arca, pero no parece que hayamos encontrado la sabiduría. Además, tampoco parece muy difícil falsificar una reliquia.

Don Pedro miró al Canciller con ese ceño tan suyo tras el que ocultaba sus verdaderos pensamientos. Retomó el cáliz, lo guardó en el sagrario y dijo:

—Lo que yo crea es lo de menos, lo que en verdad importa es que lo crea toda la cristiandad.

El rey indicó al Canciller unas sillas en un rincón del salón y ambos se sentaron.

—Ya sabéis que hay un grupo de mercaderes barceloneses muy interesados en que encabece una gran cruzada contra Tierra Santa para devolver Jerusalén a la cristiandad. Los reyes de Aragón nunca fueron a las cruzadas. Algunos lo intentaron, como Alfonso el Batallador, que se planteó conquistar todas las tierras hasta el mar y después navegar a Jerusalén. Mi antepasado don Jaime el Conquistador organizó una cruzada, zarparon ochocientos caballeros con sus naves hace más de cien años, pero una tempestad deshizo la escuadra y sólo unos pocos lograron llegar a Tierra Santa. Don Jaime el Segundo, mi abuelo, pasó parte de su vida planificando una cruzada, pues nunca olvidó que el comienzo de su reinado coincidió con el abandono de San Juan de Acre por los últimos cruzados.

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