—Ya te he dicho que no tengo apetito, comeré sólo un poco de fruta. ¡Ah!, prepara mi capote, es probable que esta noche salga a dar una vuelta.
La criada se llevó la sopa y le trajo un par de manzanas y una jarrita con leche fresca.
«Debería hablar con el Canciller, quizás él intuya si esta cita es realmente tal o es una trampa —pensó Santa Pau—. Pero no, si le digo que la cita puede ser con Francesca, hará lo posible por disuadirme para que no asista.» Estaba confuso; algo le decía que aquella cita era una emboscada, pero le quedaba un pequeño margen de duda: y si fuera Francesca quien lo esperaba en la puerta de San Pablo, si no acudía, tal vez perdiera para siempre a la mujer con la que no había dejado de soñar en los últimos años. Además, qué demonios, él era un hombre de acción al que nunca achantó el peligro. Decidió tomar todas las precauciones necesarias y acudir a la cita.
Llamó a su criado y le dijo que se preparara para salir. Le dio un espadín largo y fino y le dijo que no dudara en usarlo en caso de peligro. El notario cogió una espada y un puñal y ocultó una daga en su bota. Además se colocó alrededor de su vientre y de su pecho una gruesa faja de lana. «Lástima no tener una de esas cotas de malla que usan los soldados; bueno, probablemente esta faja desvíe alguna puñalada», pensó. Fue entonces cuando se dio cuenta de que estaba convencido de que la cita era falsa y de que no había ninguna amiga tras ella, pero ¿y si se equivocaba? Bien, ya lo había decidido, estaría a medianoche en la puerta de San Pablo; al fin y al cabo ésa era la única forma de averiguar quién estaba detrás de aquello.
Decidió salir de casa con tiempo suficiente para inspeccionar los alrededores de la puerta de San Pablo, a lo mejor así lograba enterarse de algún detalle antes de que llegara la medianoche. Santa Pau cerró la puerta con dos vueltas de llave y salió con su criado a la plaza Nueva, ocupada sólo por las primeras sombras de la noche, y la atravesaron hacia la calle del hospital de San Severo. Pasaron por delante de la iglesia de Santa María del Pino, a través de cuyas vidrieras parpadeaba una tenue luz interior, y salieron de la ciudad por la puerta de la Boquería. Cruzaron la Rambla, por donde todavía circulaban algunos indigentes en busca de cobijo para pasar la noche, y entraron en el Rabal por la calle de San Pablo, que unía la Rambla, a la altura de la puerta de la Boquería de la ciudad, con la puerta nueva de San Pablo, cerca de la iglesia benedictina de San Pablo del Campo, en la nueva muralla construida por el rey don Pedro. Habían andado ya casi media calle cuando Santa Pau le musitó a su criado:
—¡Espera!, demos media vuelta.
Volvieron sobre sus pasos y salieron de nuevo a la Rambla, por la que subieron apenas unas decenas de pasos para girar a la izquierda en la calle del Hospital.
—Tengo una cita en la puerta de San Pablo —le confesó Jerónimo a su criado—; un desconocido me abordó en la puerta de casa y me dijo que se trataba de una amiga que quería verme, pero desapareció sin más explicaciones. Yo creo que esta cita es una trampa, y quiero averiguarlo, por eso hemos venido armados. Antes inspeccionaremos el terreno, por lo que he creído conveniente dar este rodeo por la calle del Hospital.
Recorrieron esta larga calle llamada así porque en su primer tramo se abría el gran hospital de Santa Cruz, donde se recogía a los enfermos de la ciudad, y casi al final el hospital de San Lázaro, frente a la iglesia de San Matías, en el que antes de que el Rabal se rodeara de murallas se retenía en cuarentena a los leprosos. Por fin llegaron a la puerta de San Antonio, junto a la iglesia del mismo nombre. Torcieron a la izquierda y recorrieron el camino de ronda por el interior de la muralla hacia la puerta de San Pablo. Toda esa zona del Rabal estaba sin construir; don Pedro había ordenado amurallar un espacio muy extenso, sin tener en cuenta la población que iba a habitarlo, porque la ciudad amurallada en los siglos anteriores estaba ya colmatada y no había apenas solares para ubicar nuevas construcciones; entre la muralla y las casas que se alineaban a lo largo de las calles se abrían amplios espacios de campos de cultivo en los que de vez en cuando se levantaba una vieja casa de labranza.
A la vista de la puerta de San Pablo el notario indicó con un gesto a su criado que se detuviera. Le ordenó ocultarse tras una tapia y él hizo lo mismo. Desde allí, bien escondido, podía ver toda la puerta en su parte interior, que parecía cerrada y sin guardia. La noche era cálida y húmeda, y en el cielo estrellado no había luna.
Jerónimo miró a lo alto y bisbiseó a su criado:
—Hoy hay luna nueva. Han pensado en todo: una noche oscura, sin luna, un lugar apartado y vacío…
—¿Habrá pelea, don Jerónimo? —le preguntó el criado.
—Tal vez, tal vez…, si no son demasiados, claro —puntualizó el notario para alivio de su sirviente.
Hacía más de una hora que estaban ocultos tras la tapia y no había pasado nada. Ya era cerca de medianoche y en la puerta de San Pablo nadie había dado señales de vida. Santa Pau intentaba escudriñar entre las sombras alguna señal de movimiento, pero todo seguía en una tensa y sospechosa calma. Aquél era un buen lugar para preparar una encerrona; con la puerta cerrada, las tres únicas salidas eran por I el camino de ronda o por la calle de San Pablo. «Si esto es una trampa, para cerrar nuestra huida harían falta al menos seis hombres, dos en cada una de las tres vías. Pero o están ocultos desde hace tiempo, antes de que llegáramos nosotros, en cuyo caso ya saben que estamos aquí escondidos, o bien llegarán justo después de medianoche, bien coordinadas las tres parejas para alcanzar la puerta al mismo tiempo.» Santa Pau no cesaba de hacer conjeturas cuando atisbo que sobre el cielo oscuro se recortaba una ñgura todavía más oscura. Tocó el brazo de su criado y llevándose el dedo índice a los labios le ordenó silencio, indicándole que alguien llegaba.
Pese a la negrura de la noche, Santa Pau creyó identificar la figura que se acercaba hacia la puerta en medio de aquella solitud con la del encapuchado que horas antes lo convocara a la cita. El encapuchado parecía buscar algo en los alrededores de la puerta, ojeando algunos recovecos entre los muros y tapias.
—Señor de Santa Pau, ¿estáis ahí? —bisbiseó el encapuchado—. No temáis; si estáis escondido, mostraos, confiad en mí.
Santa Pau se mantuvo oculto y en absoluto silencio y conminó a su criado a permanecer quieto.
—Vamos, señor notario, sé que estáis en algún lugar, muy cerca. No temáis, vuestra amiga está esperando vuestra presencia.
El encapuchado iba de un lado a otro de la puerta de San Pablo, dirigiendo una y otra vez las mismas palabras hacia la profundidad de la noche, esperando una respuesta que no llegaba.
—De acuerdo, si no queréis volver a ver a vuestra amiga ahora, nunca más tendréis la oportunidad de hacerlo. He esperado demasiado tiempo, me marcho.
El encapuchado comenzó a caminar por la calle de San Pablo en dirección hacia la ciudad. Santa Pau hizo un ademán de saltar hacia delante y gritar al encapuchado para que se detuviera, pero un instinto profundo le hizo desistir. La siniestra figura ya había desaparecido tras unos muros cuando Jerónimo comenzó a pensar que se había equivocado; pero todavía estaba a tiempo de saltar corriendo tras él y…
No hizo falta. El encapuchado regresó a la puerta, colocó sus manos abiertas junto a la boca y gritó:
—Vamos, salid todos, ese maldito notario no vendrá, no hemos logrado engañarlo.
Del fondo de la calle de San Pablo y desde las dos secciones del camino de ronda salieron tres grupos de negras figuras cubiertas con amplios capotes y sombreros de ala ancha; cada uno de los tres grupos lo componían cuatro individuos. Santa Pau esbozó una sonrisa, fuera quien fuera quien le tendió esa emboscada o lo consideraba un enemigo formidable, o bien quiso asegurarse de no fallar.
—Teníais razón, señor, era una trampa —musitó el criado. Santa Pau siseó a su criado y echó mano a su espada.
—Ahora averiguaremos quién ha preparado todo esto. Seguiré al encapuchado, él me conducirá hasta el maquinador de este plan.
—Regresad a vuestras casas, el «pájaro» no ha caído en el cepo; mala suerte, sólo os corresponde media paga —dijo el encapuchado mientras extendía unas monedas a los pandilleros.
Santa Pau esperó a que todos se marcharan para salir de su escondrijo. Vio al encapuchado que permanecía solo durante unos momentos frente al interior de la puerta, como aguardando a que apareciera el notario, hasta que por fin dio media vuelta y se marchó. Ordenó a su criado que se fuera a casa y que lo hiciera dando un rodeo para evitar toparse con aquellos hombres. Le dijo que esperara allí y que si no regresaba antes de amanecer que acudiera a informar de lo que había visto al Canciller.
Salió tras el encapuchado y lo siguió a distancia, ocultándose en las esquinas y en los portales de la calle de San Pablo. El encapuchado cruzó la Rambla y entró en la ciudad por la Boquería. Santa Pau atravesó la Rambla deprisa para evitar perderlo en la maraña de callejuelas de la ciudad pero evitando hacer ruido. A mitad de la calle de la Boquería el encapuchado giró a la derecha justo a la altura del castillo Nuevo, recorrió un tramo de esa calle y volvió a girar a la izquierda y luego otra vez de nuevo a la derecha; pudo llegar justo a tiempo para contemplar cómo la figura encapuchada entraba en el palacio Menor, la residencia de la reina doña Sibila.
—Y eso es todo.
Santa Pau acababa de contar al Canciller su aventura nocturna por las calles de Barcelona.
—No debisteis acudir a esa cita, fue una imprudencia. De noche, en cuanto repica la campana de la curia del veguer y se cierran las puertas, cada persona debe permanecer en su lugar: las putas en los burdeles, los judíos en el call y los cristianos en sus casas. En estos momentos podríais estar muerto —le espetó el Canciller.
—En cuyo caso nunca hubiera sabido quiénes desean mi muerte.
—Sabéis de sobra quiénes son, pero teníais que arriesgaros. Vuestra vida no está completa sin riesgo, ¿no es así?
—No, Canciller, amo demasiado a la vida para desear perderla.
—Pues estáis en el camino de acabar pronto con ella. Debisteis avisarme de esa cita.
—Me hubierais recomendado no asistir.
—Tal vez, pero en cualquier caso debisteis avisarme. Caminamos por el filo de una navaja; nuestros enemigos son mucho más poderosos de lo que suponéis. No se trata tan sólo de la reina y de su cohorte de acólitos, sino de toda una conjuración de ricos hombres de negocios que están viendo cómo se arruinan sus enormes fortunas. Hace ya tiempo que dominan la lonja de mercaderes, que controlan y monopolizan el comercio de la ciudad, que poseen las tierras y campos de los alrededores y que también desean ocupar los oficios del Concejo. Rodean al rey tramando en su entorno una maraña de intereses que les confiera el poder suficiente para no sólo decidir el futuro de Barcelona, sino de toda Cataluña y aun de toda la Corona. Y no dudéis, Santa Pau, de que harán cuanto esté en su mano para lograrlo. Ese tipo de hombres no se detiene ante nada, para ellos la familia es una forma de ascenso social o de acrecentar fortunas, contemplan la ciudad como el espacio en el que especular para aumentar su patrimonio y sus propiedades y el Estado sólo les sirve en cuanto se sirven de él. Son una raza de fieras que no dudaría ni un instante en devorar a sus propios hijos si en ello le fuera algún beneficio.
—Corren nuevos tiempos, Canciller. La época de los caballeros y las damas ha pasado; la nobleza ya no está en el corazón o en el linaje, sino en el oro y en la fortuna.
—Así es. No pasarán muchos años antes de que los grandes mercaderes sean los nuevos dueños de las cosas públicas; ya son los propietarios de casi todo y pronto serán los señores que dicten la política y las leyes. Cuando nuestro rey era joven luchábamos por el honor y la gloria, y la conquista de nuevas tierras se hacía para aumentar el prestigio y los títulos de la Corona. Ahora las guerras se reducen a la contratación de mercenarios; quien más dinero puede pagar y contratar a más soldados, más probabilidades tiene de ganar la guerra. Hasta la Iglesia se mueve por esos mismos intereses. También ahí haría falta un nuevo Gregorio VII que acabara con la simonía. ¿Sabéis que la mayoría de los cargos eclesiásticos se vende al mejor postor?
—Siempre ha sido así —puntualizó Santa Pau.
—No, no siempre. Ha habido ocasiones en las que la Iglesia ha sabido librarse de las miserias humanas. Incluso hoy sigue habiendo gentes dentro de la Iglesia que mantienen encendida la llama del Evangelio; recordad a Francisco de Asís, o a tantos otros.
—La Iglesia y el Evangelio son dos cosas bien distintas —dijo Santa Pau.
—Si alguien oyera esa afirmación, nadie os libraría en esta ocasión de la cárcel.
En la cancillería se recibió un extenso memorial del príncipe don Juan en el que el heredero de la Corona rebatía uno a uno todos los puntos en los que su padre el rey le acusaba de estar en su contra. El duque de Gerona ratificaba que obedecía a su padre y a su rey, pero le recriminaba el que se hubiera rodeado de un grupo de malos consejeros que sólo pretendían enemistarles a ambos en contra de los intereses generales. Defendía su apoyo a Clemente VII como papa legítimo frente a la postura de neutralidad de don Pedro alegando que en un asunto tan importante como ése no se podía ser indiferente, y resaltaba las cualidades del papa instalado en Aviñón frente a la iniquidad del romano. Justificaba su matrimonio con Violante de Bar afirmando que la amistad con Francia sólo podía reportar beneficios a Cataluña y a Aragón. Negaba haber conspirado en secreto con Francia y con Castilla asegurando que todas las conversaciones con gentes de esos dos reinos las había hecho salvaguardando la fidelidad y el honor al rey. Ante la más grave acusación de don Pedro a su hijo, la de mantener una conducta de apoyo a la revuelta del conde de Ampurias, don Juan respondía que su fidelidad había quedado manifiesta cuando acudió a Gerona al frente de un ejército y derrotó a los franceses aliados del conde en la batalla al norte de los Pirineos, pero que sintió su honor maltrecho cuando el rey dio el mando del ejército al hermano de la reina, don Bernardo de Forciá, pues el infante consideraba que tras su victoria en Durban era el más indicado para dirigir las tropas. El memorial del duque de Gerona acababa con un amargo lamento por tantas ofensas recibidas, por las injusticias que se habían cometido con él y por las palabras inconvenientes e inmerecidas que el rey le había dirigido.