—¡A quién le importa Jerusalén! —exclamó Ferrer.
—¡Era nuestro objetivo! —clamó Cabrera.
—No seáis ingenuo, Cabrera. Nuestro objetivo ha sido desde el principio el poder y la riqueza, Jerusalén sólo es una de las flores del jardín.
En el salón del Consejo de Ciento de Barcelona, en presencia del veguer que portaba la vara alta en señal de su autoridad, los nuevos consellers nombrados por el rey prestaban juramento ante la Biblia y los tres libros que contenían los privilegios de la ciudad, dos encuadernados en rojo y uno en verde, y juraban ante Dios y los Evangelios llevar a cabo la reforma anunciada por el rey.
—Santa María, Santa Eulalia y San Andrés.
—¿Qué decís? —le preguntó Santa Pau al Canciller.
—Son los tres nombres de los tres libros que contienen los privilegios de esta ciudad. Desde ahora, cuanto contienen ya es historia.
El Canciller y Santa Pau asistían en nombre del rey al juramento de los nuevos consellers.
—Éste es sin duda el momento del cambio, no lo lamentéis. Otras ciudades han aprobado reformas similares y ello no ha supuesto la catástrofe que pronosticáis para Barcelona —dijo Santa Pau.
—El deterioro será rápido, tal vez yo tenga la suerte de morir antes de ver a Barcelona deshecha por el mal gobierno que se avecina, pero tarde o temprano esta democracia vuestra sólo traerá la ruina para la ciudad.
—Tal vez no ocurra como profetizáis.
—Siempre ha sido así. Cuando Roma fue gobernada por los mejores, por los más nobles, se convirtió en un imperio poderoso e invencible, capaz de construir calzadas de lado a lado del mundo y de levantar los más grandes templos y los más lujosos edificios que jamás han visto ojos humanos. Pero cuando el gobierno quedó en manos de bárbaros y de gentes incapaces se vino abajo como un tejado de paja azotado por un huracán. Eso mismo ocurrirá en Barcelona, y también en el resto de la Corona. Cuando las gentes del común gobiernan una ciudad o un estado se convierten en tiranos y la ruina cae sobre los pueblos.
—Nunca aceptaréis estos cambios, ¿verdad?
—Jamás —asentó el Canciller.
Santa Pau recibió una carta de Adela en la que le informaba de que había pasado el verano entre las mieses y los frutales ayudando a los campesinos a realizar las faenas agrícolas. Acababa diciendo que lo echaba de menos y que ansiaba estar junto a él. La carta había llegado con un trampero de Martorell que en verano se dedicaba a cazar lobos en las montañas de Pallars, cuyas pieles vendía en Barcelona.
En el patio de su casa, a la sombra de la palmera solitaria, tras leer la carta, Santa Pau cayó en la cuenta de que desde que había regresado de Espuy no había vuelto a acostarse con ninguna mujer, ni siquiera había pensado un solo momento en otra que no fuera Adela. «¡Seis meses sin acostarme con una mujer!, Santa Pau, o estás muy viejo, o en verdad estás muy enamorado», pensó.
A mediados de octubre las disputas entre el rey y su heredero estaban en su momento más alto y el príncipe, apenado por la ira de su padre, recayó en la enfermedad. Paseaba por su palacio ducal de Gerona como alma en pena, angustiado por el desprecio de su padre, humillado por la inquina de su madrastra, consumido por la fiebre que ardía en su interior como un insondable fuego que ninguna medicina era capaz de apagar y abrumado por el peso de la herencia de una Corona legendaria en todo el Mediterráneo.
Don Pedro, ante el acceso febril de su hijo, intentó apoderarse de su nieto el infante don Jaime. El rey de Aragón quería evitar a toda costa que si su hijo moría, el nuevo heredero de la Corona quedara a merced de su madre, doña Violante, que sin duda acudiría a Francia en busca de refugio. Ni por un momento quería imaginar don Pedro cuál sería la situación si, viejo y enfermo él, y con su hijo don Juan muerto, quedara el infante don Jaime bajo la tutela del rey de Francia.
Don Juan se creía víctima de algún hechizo; como si alguien hubiera realizado un encantamiento contra él que le hubiera sumido en semejante estado, postrado por la enfermedad y derrotado por las fiebres. Harto de que todos los remedios para devolverle la salud fracasaran, pidió a su astrólogo Crescas de Viviers que acudiera a Gerona para ver si podía hacer algo. El astrólogo, pese a viajar con un salvoconducto del propio don Juan, fue apresado en la Junquera por el vizconde de Rocabertí, cuyas tropas patrullaban regularmente la frontera con Francia. Liberado, llegó a Gerona y ordenó que se creara un consorcio de médicos que deliberaran sobre la enfermedad de don Juan. Dos de ellos, ambos judíos, lograron que le bajara la fiebre y, en compensación, el príncipe los redimió de llevar la rodela amarilla prendida al pecho.
Entre tanto, Bernardo de Forciá estaba acabando con la resistencia del conde de Ampurias, que no obstante hizo una desesperada llamada para organizar una liga contra el rey de Aragón. Don Juan fue invitado a sumarse a esa liga, a la que fueron convocados también algunos nobles franceses y provenzales, pero el príncipe de Aragón se negó a participar una vez más en cualquier acción contra su padre. El conde de Ampurias le hizo ver que el rey estaba usando a don Bernardo de Forciá, un representante de la baja nobleza, para atacar y destruir a la alta nobleza del reino, y que ése era un nuevo paso tendente a disminuir el poder de la nobleza terrateniente, como se había dado en Barcelona. Pero, a pesar de que don Juan no aprobaba las medidas contra la aristocracia y se mostraba partidario de mantener sus privilegios, ni aun con esos argumentos estaba dispuesto a traicionar a su padre.
Santa Pau atravesó a paso ligero la plaza Nueva y bordeando la catedral se dirigió hacia la Casa de la Ciudad. La asamblea convocada para el treinta de noviembre, día de San Andrés, había sido aplazada por el rey don Pedro a fin de tener tiempo para imponer a los consellers más afectos y poder aplicar sus reformas en el gobierno municipal. Aquella mañana del ocho de diciembre el notario real fue comisionado por el rey para que asistiera en calidad de observador al Consejo de Ciento.
En la plaza de San Jaime se concentraban varios centenares de comerciantes y artesanos que esperaban con ansiedad la aplicación de la reforma real.
—Se han acabado tantos años del gobierno de los ricos-hombres; a partir de ahora los artesanos y los mercaderes seremos los que decidamos qué va a ser de Barcelona.
Santa Pau oyó estas palabras al pasar junto a un grupo de gente que se apostaba en la solana junto a los muros de la iglesia de San Jaime. Jerónimo se volvió para mirar hacia el que había pronunciado aquellas palabras y le pareció reconocer a uno de los mercaderes de la plaza de la Lana.
—¡Mirad ahí llegan los consellers! —gritó uno de los del mismo grupo.
Por la esquina de la calle de la Libretería acababan de aparecer los cinco consellers salientes vestidos con sus ampulosas capas rojas y sus sombreros ribeteados de negro. Delante de ellos caminaban dos sayones y dos maceros y tras ellos seis soldados de la guardia del veguer.
De entre la gente surgió un murmullo de protestas que enseguida se convirtió en toda una catarata de insultos hacia los consellers.
—¡Se acabó vuestra tiranía! —chillaba uno.
—¡Viva los artesanos! —clamaba otro ataviado con el mandil del gremio de los zapateros.
—¡Desde hoy todos seremos iguales! —gritó un tercero levantando al cielo unas grandes manos en las que Santa Pau observó el característico color azul de los tintoreros.
Algunos amenazaban a los consellers con el puño o los increpaban mientras atravesaban la plaza camino de la Casa de la Ciudad, en cuya entrada ocho sayones pugnaban con la multitud arremolinada para intentar dejarla expedita.
Los soldados tuvieron que emplearse a fondo para que la comitiva alcanzara la puerta con ciertas dificultades y no sin algún empujón.
—¡Libertad, libertad! —exclamó un mercader junto al oído de Jerónimo, que aprovechó el momento de calma que se había producido tras la entrada de los consellers en la Casa de la Ciudad para acceder a su vez a ella. Los guardias lo saludaron y le permitieron el paso al reconocer al alto funcionario real.
El salón del Consejo de Ciento estaba ocupado por todos los jurados, sentados en sus sitiales, y por el veguer y los cinco consellers salientes. Santa Pau se sentó en el lugar que se le había reservado. El conseller en cap dio comienzo a la sesión y un notario leyó un protocolario exordio y relató un extenso memorial con los males que aquejaban a Barcelona, elaborado en la cancillería por Santa Pau con instrucciones del rey, y concluyó enumerando las medidas que don Pedro ordenaba establecer para acabar con el desgobierno de la ciudad. Los miembros de las familias de la oligarquía se removían en sus asientos como si estuvieran sentados sobre ascuas, en tanto los representantes de los artesanos y los comerciantes asentían de buen grado con golpes de cabeza a todas y cada una de las medidas impuestas por el monarca.
Por fin, el notario leyó los nombres de los cinco consellers que por nombramiento del rey iban a regir el gobierno municipal durante el período transitorio en el que se pondría en práctica la reforma municipal.
—Gualbes, Desplá, Deztorrent… —fue citando. De entre los cinco, sólo dos pertenecían al estamento de los ricoshombres y los dos eran afectos al rey.
—Lo hemos logrado, al ñn lo hemos logrado —se manifestaba orgulloso Ramón Ferrer desde uno de los escaños del Consejo de Ciento.
Finalizada la sesión, Santa Pau regresó a la cancillería.
El Canciller lo esperaba en su gabinete; el viejo funcionario estaba de pie, contemplando el otoñal cielo gris barcelonés desde el alféizar de una de las ventanas.
—¡Ah!, Jerónimo, ¿qué tal ha ido el Consejo?
—Se produjeron algunos tumultos y cierta tensión ante la Casa de la Ciudad, pero después todo ha transcurrido en calma.
—Me alegro… por vos.
El Canciller se dirigió a su mesa, tomó un papel y se lo alargó a Jerónimo.
—¡Es vuestra renuncia! —se sorprendió.
—En efecto. Nada tengo que hacer aquí. Hace ya tiempo que el rey no atiende uno solo de mis consejos. Creo que no me depone porque son muchos años los que llevo a su servicio, pero ya no sirvo para nada en esta cancillería. He decidido retirarme a mi casita del Tibidabo, sólo anhelo descansar a la sombra de las higueras y disfrutar del aire limpio y el agua fresca de mi finca.
—Pero ¿qué estáis diciendo? Tenéis muchas cosas que hacer, vuestra presencia aquí sigue siendo imprescindible.
—No, mi querido amigo. Vos habéis aprendido lo suficiente como para substituirme; siempre confié en vuestra capacidad, pero nunca creí que llegarais a traicionarme.
—¿Qué decís?
—Habéis maniobrado muy bien en la sombra. Mientras yo os creía leal a la causa que hemos defendido, vos os encargabais de convencer al rey de lo contrario. Nunca llegué a sospechar que fuerais tan…, tan…, digamos tan sutil.
—Estáis equivocado, yo nunca he maquinado contra vos.
—No os esforcéis en justificaros; sé que he perdido y reconozco mi derrota. Esta misma tarde intentaré despedirme del rey; tengo todo preparado para salir hacia el Tibidabo y me gustaría llegar antes de anochecer, ya sabéis que hay al menos una hora de camino.
—Estáis cometiendo una grave equivocación, yo…
—Es inútil que insistáis. Queríais mi puesto y ahí lo tenéis, la Cancillería es vuestra…, si su majestad así lo sanciona.
Don Pedro admitió la renuncia del Canciller, pero optó por dejar vacante la jefatura de la Cancillería, al menos por el momento, aunque la encomendó provisionalmente a Santa Pau.
Don Pedro estaba despachando con Santa Pau la mañana del quince de diciembre. La reina doña Sibila había denunciado la desaparición de algunas de sus joyas y requería a su esposo para que se buscara a los ladrones.
—Enviad una carta al veguer para que inicie una investigación oficial. Mi esposa la reina ha echado en falta dos de sus mejores anillos y una diadema de perlas que le compré a un mercader de Alejandría en el aniversario de su coronación.
—Majestad, vuestro hijo don Juan está muy enfermo, ha escrito una carta desde su palacio de Gerona en la que manifiesta su deseo de entrevistarse con vos ante la posibilidad de…
—Mi hijo… —interrumpió don Pedro a Santa Pau—, mi hijo…, hace diez años que, salvo en alguna ocasión y muy desagradable, no veo a mi hijo, ni siquiera conozco a mi nieto el infante don Jaime.
El rey apoyó sus manos sobre la mesa e inclinó la cabeza hacia delante. Santa Pau observó al monarca aragonés y por primera vez vio en él a un pobre anciano. Cansado y abatido, parecía haber envejecido de repente, como si su rostro se hubiera cubierto de un pesado velo de tiempos y de silencios.
—Majestad, majestad, ¿os encontráis bien? —le preguntó Santa Pau.
Don Pedro de Aragón levantó la cabeza, miró al notario y dijo lacónico:
—Santa Pau, creo que ha llegado mi hora.
Aquella misma tarde el rey tuvo un virulento acceso de calentura y sus médicos diagnosticaron que las fiebres tercianas habían reaparecido con más fuerza que nunca. El rey pidió ser trasladado al palacio Menor, pues quería permanecer cerca de su esposa.
Durante los últimos días de diciembre el rey empeoró de sus fiebres; algunos días sufría fuertes alucinaciones durante las cuales ordenaba a gritos a todo el mundo que se prepararan las galeras para zarpar hacia Jerusalén. En otros momentos su lucidez era tan extraordinaria que recordaba todos y cada uno de los detalles de su gobierno como soberano y daba cumplidas instrucciones. En uno de esos instantes recomendó a sus consejeros que mantuvieran la neutralidad de la Corona en el cisma de la Iglesia, pero dejó entrever que cuando él muriera sería oportuno reconocer a Clemente VII, porque lo consideraba más proclive a los intereses de Aragón frente a las ambiciones de Urbano VI, que ansiaba incluir a Sicilia y Cerdeña entre los territorios bajo la influencia directa de Roma. Enterado de la enfermedad del rey y de sus intenciones, el cardenal don Pedro de Luna escribió al infante don Juan, quien le pidió que se trasladara a Barcelona en espera de acontecimientos.
El día de Navidad el rey entró en un estado irreversible. Sus funciones vitales funcionaban de manera mecánica, sin que el monarca mostrara la más mínima voluntad por resistir a la muerte que se aproximaba inevitable.