La reina estaba muy nerviosa. Contemplaba impotente y paralizada cómo se escapaba la vida de su esposo y tuvo miedo de que el futuro rey de Aragón, a quien tanto había denostado, perseguido y humillado, tomara de inmediato represalias contra ella.
—Tenemos que marcharnos de aquí antes de que muera mi esposo. No podemos esperar a que se presente don Juan y nos encarcele. He ordenado a mis sirvientes que recojan deprisa todas mis pertenencias. En cuanto estén preparadas saldremos de Barcelona —la reina no podía disimular su inquietud y daba vueltas por su gabinete privado del palacio Menor en compañía de su hermano don Bernardo, del conde de Pallars y de Jaime de Cabrera.
—Pero no tenemos adonde ir —alegó desconcertado Bernardo de Forciá.
—Vos sois dueño de varios castillos, podemos defendernos en alguno de ellos —intervino el conde de Pallars.
—No, no, acabarán con nosotros —masculló tembloroso el hermano de la reina.
—¡Maldita sea, don Bernardo! ¿Acaso preferís que nos quedemos aquí y que nos masacren como a conejos? Es mejor luchar, y si hay que morir, hacerlo matando. Podemos ir hasta Sitges y allí fortificarnos en vuestro castillo de San Martín de Sarroca. El conde dispone de unos treinta hombres y yo puedo conseguir otros tantos, y entre vos y vuestra hermana podrías reunir el doble de esa cantidad. Con tantos hombres y una buena cantidad de víveres aguantaremos hasta que dispongamos de alguna galera que nos lleve a un país seguro. Vos no poseéis grandes estados en los que protegernos; necesitaremos todo el oro, plata y joyas que podamos reunir. Con abundante oro seremos bien recibidos en Napoles.
La reina hizo caso a Cabrera y ordenó meter en baúles todas las joyas que había en los dos palacios reales de Barcelona.
El día veintiocho de diciembre don Pedro notó una ligera mejoría y ordenó a Santa Pau que acudiera a la habitación donde yacía postrado en cama para revisar su testamento.
—Me muero, Santa Pau, me muero.
—Habéis superado muchas enfermedades, majestad, también lo conseguiréis esta vez.
—No. Esta es mi hora; siento como la vida se me va a chorros. Deseo ratificar mi testamento, Santa Pau, y quiero que estén presentes todos los miembros de mi Consejo.
El mayordomo real hizo pasar a los consejeros que aguardaban en las antesalas de la cámara real, y llamó a la reina. Doña Sibila acudió poco después, y en presencia de todos ellos el rey ordenó a Santa Pau que leyera las disposiciones del testamento.
—«… y es mi voluntad que, como impone la costumbre y la ley de mis reinos y estados, mi hijo primogénito el infante don Juan, duque de Gerona y príncipe de la Corona, sea mi heredero y sucesor como soberano y monarca en todos mis reinos y estados, y ostente legítimamente los títulos que me corresponden como rey de Aragón, Valencia, Mallorca, Cerdeña y Córcega, duque de Atenas y Neopatria y conde de Barcelona, Rosellón y Cerdaña.»
El testamento, fechado en 1379, contenía una cláusula en la que don Pedro maldecía a su hijo don Juan si no lo cumplía y le exhortaba a asesorarse con expertos en derecho eclesiástico antes de decidirse por reconocer como legítimo a uno de los dos papas, pues le recomendaba que una vez proclamado rey no tardara en decidirse por uno de ellos.
Ante la lectura del testamento, doña Sibila comprendió lo difícil de su situación. Había albergado hasta el final una ligera esperanza de que en el último instante don Pedro alterara su testamento y la declarara regente de los reinos y estados, pero, como ella bien sabía, para su esposo la Corona estaba por encima de ella misma, y ni siquiera la pasión que había sentido por su reina le había hecho modificar su voluntad de mantener sus estados unidos bajo un mismo monarca.
Doña Sibila salió de la cámara real sin mirar a su esposo, que la vio marcharse desairada y confusa.
En el patio del palacio Menor varias caballerías piafaban nerviosas en la fría madrugada del domingo treinta de diciembre. Los hocicos de los animales desprendían un denso vaho que ascendía iluminado por varias antorchas. Unos criados cargaban a toda prisa baúles, arcones y cajas en tres carretas bajo las contundentes órdenes de Jaime de Cabrera.
El consejero de la reina entró en el salón de la chimenea, donde doña Sibila, su hermano don Bernardo y el conde de Pallars esperaban al calor del fuego a que todo estuviera dispuesto para partir hacia Sitges.
—Majestad, hemos cargado todas las cajas y enseres, estamos listos.
—En ese caso, no esperemos más.
La reina se cubrió la cabeza con un sombrero de grueso paño de Douai y ordenó a sus criados que cargaran en su carreta los dos cofres sobredorados que contenían las joyas más valiosas. Salió al patio y se arrebujó en su manto de pieles al sentir el frío y húmedo relente de la noche. Jaime de Cabrera la ayudó a subir a la carreta.
—Tapaos con esta manta, majestad, la noche está muy fría.
El consejero real, el conde de Pallars y el hermano de la reina montaron en sus respectivos caballos y se colocaron en cabeza de la comitiva. Las estrellas brillaban en el gélido cielo invernal sobre los tejados de la ciudad y un viento helado barría las desiertas calles de Barcelona cuando doña Sibila cruzó en silencio la puerta del Ángel camino de Sitges.
En esos momentos el rey de Aragón agonizaba empapado en sudor y ardiendo de fiebre. Santa Pau y dos de los consellers recién designados por don Pedro fueron llamados por uno de los oficiales de palacio. Cuando llegaron vieron al rey tembloroso en su cama sin que nadie lo velara.
—¿Dónde está la reina? —preguntó Santa Pau.
—Se ha marchado, señor.
—Pero ¿dónde?
En ese momento entraron algunos consejeros y jurados acompañados por dos oficiales de la guardia real que también habían sido avisados.
—La reina ha huido —anunciaron.
—¿Qué decís? —preguntó Santa Pau.
—Uno de los guardias de la puerta del Ángel acaba de venir a mi casa. Me ha despertado para anunciarme que una comitiva encabezada por don Jaime de Cabrera y el conde de Pallars, que escoltaban a la reina y a su hermano, ha salido de la ciudad en dirección hacia el sur.
—Tenemos que impedir que huyan; ¿habéis avisado al veguer?
—Sí, no tardará en llegar.
Poco después se presentó el veguer acompañado de cuatro guardias y dos sayones.
—Señor Santa Pau, señores consellers —les saludó—. Me acaban de poner al corriente de la fuga de la reina; ya he ordenado a dos pregoneros que convoquen al «apellido» con toques de campana. Los caballeros que estén preparados, y varios de mis guardias saldrán de inmediato en su persecución; mi lugarteniente irá con ellos.
—Yo también los acompañaré —dijo Santa Pau.
—Iré con vos —añadió uno de los consellers.
Horas antes de amanecer cincuenta caballeros estaban formados en la plaza de San Jaime esperando la orden del veguer de salir en persecución de la reina.
—Traedlos, traedlos a todos, serán juzgados por traición y por robo —dijo el veguer a la vez que daba la orden de partida.
La patrulla arreó sus caballos y atravesó al galope las calles de Barcelona. Al alba, después de tres horas de persecución, vislumbraron a lo lejos algunas luces que parpadeaban a lo largo del camino que serpenteaba entre campos cubiertos de escarcha.
—¡Allá están, son ellos! Arread los caballos; no tardaremos en darles alcance —gritó el lugarteniente del veguer.
Pero Jaime de Cabrera había apostado vigías por el camino y enseguida, mediante señales de fuego, supo que los perseguían.
—Si continuamos con toda esta carga nos alcanzarán antes de que salga el sol.
Cabrera miró hacia el horizonte oriental, donde comenzaba a brillar una suave luz perlada.
—No tenemos otro remedio que dejar las carretas y huir en los caballos. Tenemos ventaja, los suyos están más cansados, pues han venido al trote desde Barcelona.
—En esas carretas están mis joyas, mis vestidos, mis sombreros —protestó la reina.
—O eso, o nuestras vidas; elegid majestad.
Doña Sibila recogió algunas de sus más ricas joyas en una bolsa que ató a la silla de su caballo. Cabrera ordenó a varios criados que se refugiaran con las carretas en la localidad de Villafranca, que quedaba a medio millar de pasos del camino, y con la reina, Bernardo de Forciá, el conde de Pallars y varios soldados de escolta arrancó al galope hacia Sitges.
Con las primeras luces del alba la partida de Santa Pau llegó al cruce de Villafranca.
—Aquí se han dividido —dijo uno de los rastreadores—, fijaos en las huellas, señores. Unos cuantos, a caballo, han seguido hacia el sur; las rodadas de las carretas se dirigen hacia Villafranca.
—Han montado en los caballos de refresco; nunca los alcanzaremos, nuestras monturas están agotadas. Vayamos a Villafranca, no habrán podido llevar con ellos los cofres, ya tendremos tiempo de apresarlos.
En Villafranca capturaron a los criados, que se habían refugiado con las carretas en una posada, y requisaron varios baúles cargados de joyas, vestidos y objetos valiosos. A media mañana regresaron a Barcelona. Santa Pau ordenó hacer inventario del contenido de los cofres y dispuso que se depositaran en una sala del palacio Mayor.
Entre tanto, el veguer ya había enviado a dos emisarios hasta Gerona para que informaran a don Juan de lo que estaba pasando. El heredero de Aragón estaba enfermo y tuvo que delegar en su hermano el infante don Martín, al que nombró su lugarteniente.
Reventando caballos a todo galope, don Martín llegó a Barcelona el último día del año 1386, a medianoche. Portaba un documento de su hermano en el que se le encargaba la custodia de los bienes y propiedades de la Corona.
Santa Pau, que apenas había dormido tres o cuatro horas en tres días, recibió a don Martín a la puerta del palacio Mayor.
—Alteza, he dispuesto cuanto requisamos a los hombres de doña Sibila en una sala de palacio, aquí está el inventario.
Santa Pau ofreció al infante un pliego de papel que contenía al detalle todo lo confiscado en Villafranca.
—Esta bien, Santa Pau, está bien. Vamos a ver qué habéis recuperado.
En la sala se alineaban varios cofres con ropa, joyas, candelabros, bandejas y cubiertos de plata, copas y platos de oro y distintos objetos muy valiosos.
—¡Vaya!, la Forciana desmanteló el palacio.
—Se habían llevado casi todo el tesoro real, alteza, pero hemos logrado recuperar la mayor parte.
—¿Faltan muchas cosas? —preguntó don Martín.
—Algunas joyas, las más ricas, eso sí, y varias bolsas con monedas de oro; todo aquello que han podido llevar consigo en los caballos.
—Averiguad qué es lo que falta.
—Ya lo hemos hecho, alteza; en este segundo informe se detalla lo que no ha aparecido al cotejar el inventario de lo recuperado con el que había en los archivos de palacio.
Santa Pau entregó al infante un segundo pliego.
—Muy eficaz, Santa Pau, demasiado eficaz —dijo don Martín dejando entrever ciertas dudas que no pasaron desapercibidas al notario.
Don Martín organizó una partida para perseguir a doña Sibila y a sus acompañantes. Santa Pau se ofreció al infante para ir con él.
—No, señor notario, seréis más útil aquí, en la cancillería.
—Dejadme ir, alteza.
—He dicho mi última palabra. No salgáis de Barcelona sin mi permiso —sentenció el infante.
Santa Pau apretó los puños y acató la orden, pese a que deseaba con todas sus fuerzas encontrarse con Cabrera y con el conde de Pallars, los dos hombres a quienes tanto odiaba por el daño que le habían causado a Adela. Hasta entonces, bajo la protección del rey y de la reina, habían sido invulnerables, pero ahora, proscritos y perseguidos por la justicia, eran presas fáciles. ¡Cómo deseaba ir a su encuentro y acabar con ellos personalmente! No estaría tranquilo hasta no ver castigados a esos dos seres despreciables.
La alcoba real olía a cera y a incienso. El rey tenía el cráneo recién afeitado, pues los médicos le habían aplicado una sangría en las venas de la cabeza al diagnosticar una apoplejía, enfermedad que se curaba, según decían, al eliminar la sangre sobrante que se acumulaba en la cabeza. También le habían dado unas friegas en las piernas con una infusión de vino y ruda y le habían aplicado unos emplastos de resina, azufre y mostaza. Tal vez como consecuencia del tratamiento, don Pedro experimentó una leve mejoría y le había pedido a Santa Pau que le leyera la Biblia.
Santa Pau comenzó con el Libro de los Reyes. El rey tosió cuando apenas le había leído media docena de versículos. Santa Pau se acercó a una de las ventanas, que estaba entreabierta, y la cerró.
—¿Por qué no viene a verme la reina? —preguntó don Pedro.
—Está…, está…, tiene un leve resfriado, majestad. En cuanto se le pase vendrá a veros.
—La echo de menos —balbuceó el rey.
Santa Pau no se atrevió a decirle a don Pedro que su esposa había huido cobardemente abandonándolo en su enfermedad, y que el pueblo de Barcelona estaba indignado por la actitud de la reina, a la que comenzaba a acusar abiertamente de ser la causante de la enfermedad del rey. No faltaban quienes a voz en grito, en corrillos que se arremolinaban en las plazas, afirmaban que doña Sibila era una bruja que había hechizado al rey y que ahora le había provocado la enfermedad con malas artes y maléficos embrujos.
Don Martín, con un centenar de hombres, salió en persecución de la reina y de sus partidarios, a quienes sitió en el castillo, propiedad de don Bernardo de Forciá, de San Martín de Sarroca, en Sitges, adonde habían llegado los huidos en busca de refugio.
Don Juan, que a causa de su estado no podía siquiera caminar, no pudo aguardar en Gerona y, ante las noticias que su hermano le enviaba, ordenó que lo llevaran en andas hasta Hostalric, a unas pocas leguas al norte de Barcelona. En pocos días, por todo el reino se extendió la certeza de que doña Sibila había hechizado al rey; agentes secretos de don Juan y de don Martín se encargaron de difundir esa noticia, que pronto fue admitida como veraz por la mayoría de los subditos de los estados del rey de Aragón. Ante la indignación popular contra la reina, que crecía por momentos, don Juan ordenó iniciar un proceso contra ella, acusándola de robo y alta traición.
La noche del cuatro al cinco de enero don Pedro empeoró. De madrugada, su confesor, el arzobispo de Sácer, le administró los sacramentos y el rey confesó sus pecados, arrepintiéndose de todos los daños que había hecho durante su vida. Tomó la comunión, aunque apenas pudo tragar la hostia, y después su médico le hizo ingerir una escudilla con caldo de pollo. Las campanas de la catedral de Barcelona tocaban a maitines cuando Pedro de Aragón espiró su último aliento. En la cámara del palacio Menor sólo estaban presentes el arzobispo de Sácer, el obispo de Barcelona, el maestre del racional, el sabio Guillen de Vallseca, el médico judío Monzón Jucef Abenafia y el notario Jerónimo de Santa Pau. Junto a la cama se había colocado la legendaria espada del rey Jaime el Conquistador.