Santa Pau permaneció dos semanas en Espuy. Aquellos días fueron magníficos, dedicados a pasear por las orillas del río Flamisell y por los bosques de los alrededores y a disfrutar de la luminosa primavera con Adela y de las largas veladas en el caserón a la luz de la lumbre de la chimenea.
El señor de Espuy no era cátaro, pero sin duda algo de la doctrina de sus antepasados quedaba en él. Pese a tener que gobernar la aldea, era un hombre justo y honesto al que los campesinos querían y estimaban. Había sabido ganarse su confianza, como antes lo hicieran su padre y su abuelo, practicando algunas de las enseñanzas que Jesucristo había expuesto en el Evangelio: ayudar a los débiles, proteger a los indefensos y ser justo con todos los hombres.
No obstante, en las aldeas de los alrededores tenía fama de brujo, una fama heredada de su padre y de su abuelo. Y aún había quien aseguraba que procedía de una familia de franceses que había pactado con el diablo.
Adela y Santa Pau paseaban por la orilla del río. Acababan de hacer el amor entre unos juncos y la heredera del señor de Espuy lucía una sonrisa espléndida.
—He de volver a Barcelona —anunció Jerónimo.
—¿Por qué? Nada te espera en esa ciudad, aquí podemos ser felices. Mi padre te acogerá como a un hijo, como al hijo que nunca tuvo. Yo soy su única heredera y sabe todo lo que ha pasado.
—Tengo que resolver muchas cosas.
—Nunca podrás olvidar el pasado.
—No puedo quedarme contigo como si nada hubiera sucedido mientras Jaime de Cabrera no pague lo que te hizo. Si eres capaz de esperarme, volveré. No quiero perderte.
—Aquí estaré.
Santa Pau se despidió de su anfitrión, que además le proporcionó algunos datos valiosísimos sobre las fortalezas del condado para el informe oficial que tenía que redactar a su regreso a Barcelona. Adela lo acompañó un buen trecho del camino, valle del Flamisell abajo.
—Debo regresar o no llegaré a Espuy antes de que anochezca —dijo Adela.
Santa Pau la besó y su boca le supo a hierbabuena. Le acarició el rostro, limpio y terso, y disfrutó de sus ojos en los que se reflejaba la pálida luz del atardecer.
—Volveré, volveré para siempre —le dijo antes de subir a la mula y emprender viaje a Barcelona.
El Canciller y Santa Pau habían discutido con vehemencia sobre el proyecto de reforma de los estatutos de Barcelona que el rey don Pedro estaba preparando. Las diferencias entre los dos altos funcionarios eran día a día más evidentes, pues mientras el Canciller defendía los privilegios históricos de la aristocracia, a la que consideraba única garante de la paz y el orden en la ciudad, Santa Pau opinaba que los comerciantes y los artesanos tenían derecho a un lugar importante en el Consejo de Ciento y entre los consellers. Ante esa nueva situación, el Canciller realizó un nuevo intento por establecer algún acuerdo entre el rey y el príncipe don Juan, pero el heredero de la Corona no admitía de ninguna manera que Barcelona sufriera cambios en su forma de gobierno.
Don Juan se trasladó a Martorell esperando que su padre el rey lo recibiera en Barcelona, pero don Pedro no quiso hacerlo cuando recibió la negativa de su hijo a admitir los cambios en el gobierno de Barcelona, condición que don Pedro había impuesto a don Juan para sellar un compromiso entre ambos. Ante la negativa de don Juan a firmar la paz bajo esas condiciones, doña Sibila convenció a su esposo para que acentuara la persecución contra don Juan y éste se vio obligado a refugiarse en Castellfollit. La defensa que don Juan hizo de los privilegios de la aristocracia y de la nobleza le granjeó el apoyo de nobles y ricoshombres; así, recibió la adhesión de Juan Fernández de Heredia, del obispo de Vic y de los vizcondes de Illa y de Rocabertí.
—La nobleza está con mi hijo; incluso Rocabertí le ha prestado su apoyo —clamaba el rey ante su esposa y parte de sus consejeros reunidos en el salón del Tinell.
—Rocabertí ha prestado buenos servicios a la Corona, pero se ha convertido en un traidor —adujo la reina.
—Ya lo he destituido como gobernador de los ducados griegos —dijo don Pedro.
El rey parecía abatido. El último intento por sellar la reconciliación con su hijo había fracasado ante la negativa de don Juan a ratificar el final de algunos privilegios de la aristocracia. Don Pedro había sido informado de que su hijo se había trasladado desde Zaragoza hasta Martorell.
Allí estuvo esperando un gesto amable de su padre, pero harto de aguardar en vano, se había retirado a Castellfollit y después a Gerona, donde, humillado y decepcionado, cayó gravemente enfermo, tanto que algunos médicos se aventuraron a asegurar que el heredero de Aragón no tardaría en morir.
—Don Juan está muy enfermo, majestad, deberíais arbitrar alguna medida para proteger la vida de su hijo el infante don Jaime; si el duque de Gerona muere, es su hijo el siguiente en el orden de sucesión al trono, y es un niño indefenso. Deberíamos evitar que quedara en manos de su madre la duquesa doña Violante —sentenció Jaime de Cabrera.
—Ordenaré a los jurados de Gerona que en caso de fallecimiento de mi hijo se hagan cargo de mi nieto el infante don Jaime y lo pongan bajo su custodia y protección.
Don Pedro se sintió cansado repentinamente y ordenó a sus consejeros que lo dejaran solo. Doña Sibila se quedó con él y observó unas gotas de sudor que perlaban su frente.
—¿Estáis enfermo?
—Me duele la cabeza y siento que vuelve de nuevo la calentura a mis entrañas —dijo el rey.
La reina le cogió la mano y le notó la piel ardiente pero el sudor frío.
—Llamaré a vuestro médico. Acostaos y descansad.
—El rey está enfermo y su hijo a punto de morir, la situación de la Corona es terrible, Santa Pau.
El Canciller y Santa Pau estaban ultimando la redacción de dos documentos: en el primero el rey don Pedro acordaba con Leonor de Arbórea la pacificación de Cerdeña mediante la división de la isla en dos áreas de influencia, una bajo control del rey de Aragón y otra bajo dominio de los Arbórea, y en el segundo se concretaba una paz definitiva con la república de Genova. Aquellos dos tratados suponían un alivio, pues aunque en la guerra con el conde de Ampurias, Bernardo de Forciá había logrado rendir Castelló, el conde había organizado en el Rosellón un nuevo ejército de mil hombres con el que pretendía continuar la lucha.
—La paz con Genova y el acuerdo de Cerdeña nos permiten respirar tranquilos por algún tiempo —alegó Santa Pau.
—Así es, pero el coste de la pacificación de Cerdeña ha sido enorme. El rey ha tenido que vender varios de sus molinos en Barcelona y el castillo y la villa de Sores para conseguir los fondos necesarios. La Corona tiene tantas deudas que ahora su majestad bien podría ser más pobre que el más pobre de sus subditos. Con esta situación, y enfermo como está, todavía admiro más la determinación de don Pedro de seguir gobernando y su actividad incesante al frente de los asuntos del Estado. Esta misma mañana nos ha dictado desde la cama más de treinta documentos distintos.
—¿Creéis que abdicará?
—Nunca; nació para rey y morirá rey. Jamás he conocido a nadie que tuviera su cargo en mayor estima. Además, si abdicara, la Corona quedaría en manos de don Juan, un hombre enfermo que quizá muera muy pronto.
—Mis noticias son que el príncipe ha mejorado mucho de sus fiebres.
—¿Cómo lo habéis sabido?
—Acaba de llegar uno de los médicos judíos de don Pedro, que ha viajado por orden del rey hasta Gerona para interesarse por la salud de don Juan. Me ha dicho que lo encontró rodeado de fetiches y amuletos; en la mano derecha tenía puesto un anillo de oro con un gran zafiro, que usaba como amuleto curativo, y un trocito de asta de unicornio en forma de dado. El médico judío le ha aplicado unos emplastos y le ha hecho tomar infusiones de mejorana y abrótano con miel; parece que la fiebre ha remitido y se ha notado una apreciable mejoría.
—La culpable de las enfermedades del príncipe es su esposa. Esa alocada francesa sólo piensa en la caza, los bailes y las fiestas. Ni siquiera en sus embarazos se ha privado de cazar y bailar. Dos hijos ha perdido ya por no cuidarse durante el embarazo, y a fe mía que la francesa siempre está embarazada.
—Doña Violante es caritativa y liberal —dijo Santa Pau.
—Pero también es intrigante y ambiciosa, como doña Sibila. Mala suerte, amigo, mala suerte ha tenido la Corona con su reina y con su princesa.
—Vos deberías apoyarla, Canciller, doña Violante es firme defensora de la alta nobleza y de la aristocracia. Está de vuestro lado.
—Tal vez, pero una futura reina debe comportarse como tal, debe saber cuál ha de ser su papel en cada momento y sobre todo debe velar por su salud para que sus hijos nazcan y crezcan fuertes y sanos. ¿Para qué otra cosa sirve una reina, sino para traer príncipes al mundo y garantizar la continuidad de la dinastía? Doña Leonor de Sicilia, ¡ésa si que era una auténtica reina!
Santa Pau se acercó hasta una mesa y sirvió dos copas de vino tinto especiado con canela y azúcar.
—Brindemos por la reina de Aragón —dijo Jerónimo.
—¿Por cuál de ellas?
—Por vuestro ideal.
El cinco de septiembre don Pedro había celebrado su sesenta y siete cumpleaños en el palacio Mayor. Con motivo de la fiesta se habían mostrado a todas las gentes de Barcelona las reliquias de la capilla de palacio, entre otras el fragmento de la Vera Cruz, una espina de la corona de Cristo, la Sagrada Túnica, el brazo de san Jorge y el Santo Grial. Nadie, ni siquiera el rey de Francia en su Santa Capilla, poseía tan importantes reliquias como el rey de Aragón.
El rey había ultimado ya su plan de reforma de los estatutos de Barcelona cuando el Concejo convocó elecciones para el día de San Andrés en noviembre, siguiendo el sistema tradicional de elegir a cinco consellers de entre los miembros de la aristocracia. Un juglar con trompeta había recorrido las esquinas de las principales calles y plazas de la ciudad llamando a concejo; en el bando se recordaba la obligación de los cien jurados del Consejo de Ciento de tener abastecida la ciudad y mantener y defender sus privilegios.
El rey, informado del bando, ordenó al Canciller y a Santa Pau que se presentaran de inmediato en palacio.
—¿Imagino que estáis enterados del bando que acaban de dictar los consellers? —les preguntó el rey sin darles tiempo siquiera a saludarlo.
—Por supuesto, majestad. Todos los años por estas fechas se repite ese mismo bando —dijo el Canciller.
—Ya conocéis mis instrucciones, la reforma de los estatutos es primordial. Voy a suspender las próximas elecciones. Santa Pau, tomad papel y pluma.
Santa Pau se sentó al escritorio y tomó la pluma en la mano derecha.
—Pero majestad, es un bando dictado por los consellers, no se puede ir en contra de…
—Yo sí puedo. Escribid, Santa Pau. Jerónimo mojó la punta de la pluma en el tintero y se dispuso a tomar nota de las palabras del rey.
—Majestad, os suplico que recapacitéis —insistió el Canciller.
—Nos, Pedro, por la gracia de Dios rey de Aragón, etcétera, a los leales y honrados ciudadanos de Barcelona, etcétera. Sabed que por la autoridad real de la que hemos sido investidos por Dios, ordenamos suspender las elecciones a consellers de la ciudad de Barcelona que se iban a celebrar el día de San Andrés del próximo mes de noviembre, y que para evitar graves perjuicios para el regimiento de la ciudad, nombraremos a cinco consellers y a doce coadjutores que regirán la ciudad bien y lealmente hasta que se aplique la reforma del gobierno municipal que hemos impulsado. Dada en Barcelona, a veinticuatro de septiembre, etcétera.
»Dadle la forma jurídica oportuna y enviad copias a los consellers, al Consejo de Ciento y al veguer, y ordenad que se lea en forma de bando en todas las calles de la ciudad mañana mismo.
—Majestad, debo informaros que esta decisión puede suponer un grave contratiempo en el buen gobierno de la ciudad —insistió el Canciller.
—Barcelona debe casi trescientas mil libras, las calles que yo he pavimentado, las murallas que yo he construido, los templos que yo he levantado y los edificios que yo he trazado pronto serán ruinas si sigue esta administración municipal. Los oficiales del Concejo están pendientes de enriquecerse y no de mejorar la ciudad. Una vez os dije que quería hacer de Barcelona la mejor y más rica ciudad del mundo, y si dejamos su gobierno en manos de los actuales consellers, sólo será un montón de escombros a la orilla del Mediterráneo.
La suspensión de las elecciones y el nombramiento real de los cinco consellers y los doce coadjutores fueron contemplados por las familias de la oligarquía barcelonesa como el inicio de una revolución contra ellas. El descontento de la oligarquía aún fue mayor si cabe cuando leyeron el texto de los nuevos estatutos promulgados por don Pedro: la ciudad pasaba a regirse por el Consejo de Ciento como órgano legislativo y seis consellers ejecutivos. De ellos dos serían elegidos de entre los «ciudadanos honrados», dos de entre los comerciantes y los otros dos de entre los artesanos. La presidencia sería ejercida por uno de los consellers cada semana de forma consecutiva. En cuanto a los demás oficios, se prohibía expresamente repetir en el cargo dos años seguidos.
—No es todo lo que queríamos, pero hemos logrado al menos una situación similar a la que alcanzaron los mercaderes y artesanos de Mallorca hace trece años.
Ramón Ferrer evaluaba ante varios mercaderes y ante Jaime de Cabrera las conquistas conseguidas.
—Ahora también nosotros tendremos oportunidad de cobrar esas cien libras anuales de sueldo de los consellers, podremos vestir el uniforme rojo con forro de piel y desfilar en las fiestas escoltados por los maceros y acompañados por la banda de música del Concejo —alardeaba Bonanat Alfonso.
—Desde el gobierno de la ciudad podremos defender mucho mejor nuestros intereses, pero hemos de seguir dando nuevos pasos —alegó Ferrer—. De nada servirá poder ocupar los puestos de consellers si los mercados de Oriente siguen vedados a nuestros negocios.
—Desde una posición como ésta será más fácil obtener del rey la sanción para la cruzada. Ahora que estamos en paz con Genova, que Cerdeña está pacificada y que Sicilia no corre peligro de caer en manos milanesas, el rey dispone de mayor capacidad de maniobra para emprender la conquista de Jerusalén —dijo Jaime de Cabrera.