Santa Pau quemó decenas de cartas y documentos en la chimenea de la cocina; después metió en una bolsa de cuero algo de ropa y una manta de viaje, llenó un macuto con un par de panes, un queso y varios embutidos y en un ancho cinturón de cuero provisto de compartimentos cerrados introdujo cien florines de oro y doscientas libras en monedas de plata en una bolsa.
Sacó de la cuadra a su mula, se tocó con un sombrero de ala ancha, de los que se usaban para viajar, y se cubrió con un grueso capote de lana encerada. Las campanas que anunciaban el inmediato cierre de las puertas de Barcelona sonaron poco después de que Santa Pau saliera de la ciudad bajo el arco de piedra de la puerta del Ángel.
La mula tenía herida una pata y profundas llagas en el lomo. Santa Pau había recorrido el camino desde Barcelona al valle del Flamisell en apenas dos días. Casi no había dormido, no se había lavado y había viajado evitando cualquier contacto con las gentes que se encontró en la ruta. Estaba a dos horas de marcha de Espuy, pero su mula no podía dar ni un paso más.
Se dirigió a la aldea más próxima tirando del ronzal, obligando al animal a caminar tras él. Era Aiguavella, una pequeña localidad donde apenas vivían cien personas. Se dirigió a la plaza mayor y preguntó a una aldeana que portaba sobre su cabeza un cántaro lleno de agua si había alguien en el pueblo que entendiera de caballerías. La aldeana le señaló una casa de una planta, construida con lajas de piedra y tejado de placas de pizarra. El dueño, un hombre alto y enjuto, se dedicaba a llevar cargas de sal a las aldeas de la parte baja del valle y para ello poseía dos mulos y dos asnos. Santa Pau le dijo que su mula estaba herida y le pidió que le echara un vistazo. Pero la mula no tenía solución: los tendones de las patas delanteras estaban rotos y las heridas del lomo infectadas. Santa Pau le ofreció la mula y el comerciante de sal le contestó que en esas condiciones no valía nada. «Al menos podréis comer su carne», repuso Jerónimo, que no quería esperar ni un momento más antes de seguir su camino. Cogió la bolsa de cuero y se la colocó sobre la espalda atada con un cinturón, entregó la mula a aquel hombre y siguió camino hacia Espuy.
La chimenea de la casona despedía un denso humo que se extendía por la aldea cubriendo de una blanquecina bruma el rojizo atardecer. Un par de chiquillos que correteaban cerca de la puerta de la casa del señor de Espuy interrumpieron sus juegos asustados cuando advirtieron la presencia de Jerónimo de Santa Pau. El notario real se detuvo a unos veinte pasos de la puerta y dejó caer al suelo su bolsa. Se quitó el sombrero y se secó el sudor que empapaba su frente con la manga de la chaqueta. Se colocó otra vez el sombrero y estaba a punto de cargar de nuevo con el saco de cuero cuando la vio salir de la casa con una cesta de huevos bajo el brazo.
Los ojos de Adela y de Jerónimo se cruzaron y sus miradas quedaron prendidas, como amarradas por una cadena invisible. Jerónimo se quitó de nuevo el sombrero y comenzó a andar hacia Adela. La hija del señor de Espuy dejó la cesta en el suelo y sacudiéndose el delantal inició unos cortos pasos que pronto se convirtieron en una acelerada carrera. Santa Pau la levantó en volandas y la besó intensamente mientras le acariciaba el pelo.
—¡Has vuelto! ¡Has vuelto! ¡Has vuelto! —repetía una y otra vez Adela.
—Para siempre, amor, para siempre.
Los dos enamorados se quedaron quietos, observándose detenidamente, mirándose a los ojos como si sólo existieran ellos dos sobre la faz de la tierra, como si el mundo se hubiera detenido y el atardecer fuera una gran pintura al fresco como las que decoran los muros de palacios e iglesias. Permanecieron abrazados un buen rato hasta que una voz gritó desde la puerta de la casona:
—Bienvenido a Espuy, Jerónimo.
El padre de Adela estaba apoyado en el quicio de la puerta; su rostro lucía alegre y sus ojos brillaban felices. Adela observó en la cara de su padre una expresión que hacía mucho tiempo que no veía.
Jerónimo se acercó hasta él y le alargó la mano:
—Vengo a por Adela —le dijo.
—Tuya es…, si ella quiere.
Adela lo abrazó y los tres entraron en la casona. Sobre la mesa había una fuente llena de costillas de cerdo asadas, embutidos secos y fritos y una bandeja con huevos duros y guisantes. En una jarra rebosaba la espuma púrpura del vino de la mejor de las cubas de la bodega.
—He tenido que huir de Barcelona. Jaime de Cabrera ha declarado que yo era un espía suyo en la cancillería.
—¡Pero eso es falso! —protestó Adela.
—¡Qué importa! Lo cierto es que el rey don Juan lo creerá y dará orden de apresarme. Quizá ya lo haya hecho.
—¿Saben que estás aquí? —preguntó el señor de Espuy.
—Por supuesto que no, pero tarde o temprano lo averiguarán.
—Yo testificaré en tu favor; diré que todas las acusaciones de doña Sibila son falsas, que ha sido una mentira urdida por Jaime de Cabrera para deshacerse de ti —dijo Adela.
—Asegurarán que tú también formabas parte de la conspiración, que eras mi contacto con ellos y que recibían la información de la Cancillería a través de ti. ¿No lo entiendes? No han podido conmigo hasta ahora y al fin han ideado la manera de vengar sus derrotas. Cabrera será condenado a muerte, y lo sabe; por eso ha tramado esta farsa, para arrastrarme al cadalso con él. Es la manera más cruel que su mente diabólica ha ideado para vengarse de mí…, y de ti.
—Pero el rey te creerá, tiene que creerte.
—No, no lo hará. En una ocasión tracé un plan en el que había que conspirar contra su padre, el rey don Pedro, para salvar la Corona, y puse a don Juan al corriente. Aparentemente actué como un traidor, y aunque él estuvo de acuerdo, nunca dejó de dudar sobre la verdadera intención de mis actos. Y luego están doña Violante, la reina, igual que doña Sibila, orgullosa, ávida de poder y de lujo; y los ricos-hombres de Barcelona, que han vuelto a controlar el gobierno de la ciudad y que me odian por haber estado del lado de quienes querían acabar con sus privilegios, y son esos ricos-hombres quienes aconsejan al rey y en los que se apoya… Estoy condenado, Adela, y no hay nada ni nadie que me pueda salvar; Cabrera ha logrado al fin vengarse de mí.
—¿Y qué vas…, qué vamos a hacer? —preguntó Adela.
—He venido a buscarte. No quiero ir a ninguna parte sin ti, pero no puedo ofrecerte sino caminos polvorientos, inseguridad y exilio. No me queda otro remedio que salir de los estados del rey de Aragón, y sólo tengo dos opciones, o Francia o Castilla. Castilla está lejos, tendría que atravesar todo Aragón para llegar a la frontera castellana, y no estoy seguro de ser bien recibido. Francia queda apenas a dos jornadas de camino de aquí. El cardenal don Pedro de Luna se encuentra ahora en Barcelona; él fue quien me avisó del peligro que corría. Muy pronto, en cuanto el rey don Juan reconozca a Gregorio VII como papa legítimo, regresará a Aviñón. Allí es adonde quiero ir. En Barcelona he legado todas mis propiedades a mis criados, pero guardo una buena cantidad de dinero en esta bolsa y en este cinturón; si vienes conmigo podremos vivir sin apuros.
—Os recomendaré a unos buenos amigos en Francia. Mi familia ha seguido manteniendo contacto con mis parientes franceses; no estaréis solos —terció el señor de Espuy.
—Iré contigo, mi amor, naturalmente que iré contigo —dijo Adela.
Una luz perlada teñía de irisaciones ambarinas el amanecer sobre las cumbres pirenaicas. Desde el atardecer del día anterior dos jinetes habían cabalgado durante toda la noche hacia el este y luego al norte, sin dejar el camino que se dibujaba sobre valles y montañas serpenteando entre barrancos y cortados.
—Descansaremos un poco —propuso Jerónimo.
—No estoy cansada —dijo Adela.
—Los caballos lo necesitan; si no paramos acabarán lastimándose las patas.
Se detuvieron junto a un arroyo cuyas aguas procedentes del deshielo de las cumbres fluían tumultuosas valle abajo.
—¿Dónde estamos? —preguntó Adela.
—A unas tres o cuatro horas de Francia. Tras esas montañas —Santa Pau señaló las cumbres que se extendían hacia el norte— están las tierras de los condados de Foix y de Comminges. Si no tenemos ningún contratiempo, esta misma noche dormiremos en tierras de los vasallos del rey de Francia.
Continuaron en ruta tras comer un poco de queso, pan y un buen pedazo de carne ahumada. A mediodía ascendieron un empinada ladera y cruzaron un estrecho paso entre dos montañas de puntiagudas agujas de piedra en el que todavía se amontonaban grandes cantidades de nieve en los ventisqueros. El aire frío y húmedo les azotaba la cara pero a la vez les producía una sensación de placentera libertad. Desde la cima del collado divisaron un extenso valle que descendía hacia el norte, abriéndose en abanico. En las verdes praderas pastaban grupos de vacas y muy a lo lejos se atisbaba una llanura teñida de un verde esmeralda.
Se detuvieron unos instantes para contemplar el dulce paisaje que se extendía ante ellos hasta donde sus ojos eran capaces de atisbar el horizonte. Descabalgaron y, abrazados, se besaron dulcemente. Adela hizo intención de volver su rostro para mirar atrás, pero Santa Pau se lo impidió con suavidad. Se miraron fijamente a los ojos, se sonrieron e iniciaron el descenso hacia la llanura esmeralda.
El 9 de febrero de 1387, en la catedral de Barcelona, Clemente VII fue proclamado papa legítimo en los estados del rey de Aragón; el cardenal Pedro de Luna y el dominico fray Vicente Ferrer, nombrado confesor de la reina doña Violante, fueron los principales artífices de ese reconocimiento.
El 7 de marzo de 1387 el rey don Juan juró las constituciones y los estatutos viejos de la ciudad de Barcelona, en los que se privilegiaba a los ricoshombres, y anunció que muy pronto iría a Zaragoza para jurar los fueros de Aragón. Las reformas democráticas que impulsara don Pedro cayeron en el olvido y el gobierno municipal volvió a ser monopolizado por la aristocracia.
Todos los agentes y colaboradores de doña Sibila de Forciá fueron condenados a muerte; tan sólo fueron indultados la propia doña Sibila, su hermano Bernardo de Forciá y el conde de Pallars, aunque antes fueron sometidos a torturas. Los tres perdieron sus bienes, pero salvaron sus vidas. Doña Sibila, gracias a la mediación del cardenal don Pedro de Luna, recibió una pensión de veinticinco mil ducados anuales, quedó recluida en casa de un pariente y por fin fue enclaustrada en el convento barcelonés de los franciscanos, donde murió en 1406.
Los principales agentes de doña Sibila y de su hermano fueron decapitados en la plaza de San Jaime de Barcelona el 29 de abril de 1387, tras permanecer varias semanas en prisión en la curia del veguer a pan y agua y encadenados con grilletes. Sus cuerpos fueron descuartizados y sus despojos depositados en varias cestas que se expusieron repartidas por las plazas de la ciudad. La cabeza de uno de ellos se empaló en una pértiga de color verde y se colocó durante una semana en la plaza de San Jaime.
El cardenal don Pedro de Luna fue proclamado papa en Aviñón en 1394 y tomó el nombre de Benedicto XIII. El concilio de Constanza lo depuso en 1417, pero el jamas renunció a su dignidad pontificia. Murió, convencido de su legitimidad pontificia, en su castillo de Peñíscola en 1423. La Iglesia lo considera antipapa.
A don Juan y a doña Violante no les sobrevivió ningún hijo; el infante don Jaime murió en 1389 y doña Violante perdió un hijo tras otro al abortar por extralimitarse en bailes y cacerías cuando estaba embarazada. Su hermano don Martín heredó el trono en 1396. A su muerte en 1410 (poco antes también había fallecido su único heredero, don Martín el Joven, rey de Sicilia), se extinguió la dinastía de la casa condal de Barcelona, y la Corona de Aragón, tras dos años sin rey, pasó a ser gobernada por los Trastámaras castellanos gracias a un compromiso firmado, en la villa bajoaragonesa de Caspe en 1412, entre nueve diputados de los tres grandes estados de la Corona: Aragón, Valencia y Cataluña.
El cuerpo de don Pedro el Ceremonioso, IV en Aragón, III en Cataluña, II en Valencia y I en Mallorca, se trasladó al monasterio de Poblet en 1401. Fue depositado entre sus tres primeras esposas y al lado de los reyes Jaime I y Alfonso III, en el sepulcro que para él habían labrado Jaime Castalls y el maestro Aloi. Su hijo ordenó grabar el siguiente epitafio:
PEDRO IV DE ARAGÓN, LLAMADO EL DEL PUÑAL, ESPÍRITU INVICTO, YACE AQUÍ INANIMADO A LOS SESENTA Y SEIS AÑOS, DESPUÉS DE CINCUENTA Y UNO DE REINADO… QUE SU ALMA REPOSE EN PAZ.
Un cáliz que se custodiaba a fines del siglo XIV en el monasterio aragonés de San Juan de la Peña, en las montañas pirenaicas de Jaca, era considerado el Santo Grial. En la actualidad, ese mismo cáliz se custodia en la catedral de Valencia. Desde el siglo XV los reyes de Aragón, y después los de España, ostentan entre sus títulos el de rey de Jerusalén.
Principales personajes históricos e imaginados
Personajes históricos: