—Caballero, ¿buscáis amor? —le preguntó la muchacha.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó Santa Pau.
—Mi nombre es Francesca.
—Pareces muy joven.
—Tengo diecisiete años.
—¿Eres nueva aquí? No te había visto antes.
—Me trajeron desde Gerona hace cuatro meses. Desde los trece años estoy en un burdel, pero un mercader barcelonés que comerciaba con Francia se encaprichó de mí y procuró que el hostalero de Gerona me trasladara aquí. Es un hombre muy rico y poderoso; este vestido es un regalo suyo.
Francesca vestía un lujoso traje de seda con brocados dorados y dos filas de pequeñas perlas bordeando un generoso escote.
—Seré vuestra por tres dineros; normalmente cobro cuatro, pero con vos haré una excepción —asentó Francesca.
Santa Pau escrutó con detenimiento el talle, las formas ya acusadas y los juveniles pechos, en parte descubiertos por el amplio escote, de Francesca.
—Te daré seis dineros y a cambio disfrutaré de ti toda la tarde.
—Disfrutaremos juntos.
Jerónimo y Francesca subieron al piso superior donde había varias habitaciones. La joven lo condujo de la mano hasta una de ellas, lo hizo entrar y cerró la puerta tras de sí. La habitación estaba limpia y adornada con guirnaldas de flores. La cama tenía un frontal de madera labrada en forma de corazón y a los pies se extendía una alfombra de lana en tonos ocres y rojizos. La luz exterior penetraba a través de una pequeña ventana de vidrieras emplomadas que daba a la estrecha calle del burdel. La muchacha se desnudó con suma rapidez y comenzó a soltar el cinturón del jubón de Santa Pau.
—No tan aprisa, jovencita, no tan aprisa, tenemos tiempo —alegó separándose con delicadeza de Francesca.
—No os entiendo; otros clientes vienen con tantas ganas de tomarme que apenas entran en la habitación ya me están desnudando. Vos habéis reparado en cada uno de los detalles de esta alcoba pero apenas os habéis fijado en mí. ¿No os agrado?
—Sí, me pareces una joven muy bella, pero me gusta hacer las cosas despacio. En el amor, como en la vida, es preciso saborear cada momento.
Santa Pau le dijo que se vistiera, y Francesca, aunque no entendía semejante propuesta, así lo hizo. El catalán se acercó a la muchacha y la besó con ternura.
—Nunca me han besado de semejante forma. Los clientes que recibo son hombres ricos y de buenos modales, pero suelen comportarse conmigo de manera brusca, sólo pretenden aliviar su entrepierna y descargar su acumulada pasión, por lo que mis encuentros apenas duran unos momentos. Ninguno ha mostrado nunca el menor interés por disfrutar de otra cosa que no fuera la momentánea sensación de sentir su semilla derramándose en mi interior —comentó Francesca.
Tras varios largos y delicados besos, Santa Pau la levantó en brazos y la llevó hasta la cama, dejándola sobre la colcha con mayor delicadeza todavía. Poco a poco, deleitándose en todos sus movimientos, rozando suavemente cada porción de piel de la joven que quedaba al descubierto, la desnudó. Recorrió cada palmo de su cuerpo recreándose en sus pequeños pechos de pezones enhiestos y rosados, llenó sus manos con la tersura de las juveniles nalgas, firmes y tensas pero suaves y delicadas, y acarició el rizado pelo de su pubis. La muchacha estaba limpia, como recién bañada, y olía a aceite de lirio y esencia de violeta. Santa Pau sabía que esos perfumes eran de los más caros, pues procedían de Alejandría. Intuyó que los clientes de Francesca debían de ser realmente muy ricos y pensó que eso podría serle útil más adelante, pero se desprendió de inmediato de semejantes pensamientos y se hizo el propósito de preocuparse de la muchacha y del placer. Francesca tenía los ojos cerrados y apretaba los cabellos de Santa Pau con fuerza. El notario real pasó de los besos a las caricias y de las caricias a recorrer el cuerpo de la joven con la lengua, bajando desde el cuello, deteniéndose en los pezones y luego descendiendo por el centro del vientre hasta alcanzar la hermosa y anaranjada hendidura entre sus piernas. Francesca sintió como si un enorme fuego la abrasara en una enorme hoguera de placer. Pero aquello fue apenas nada con lo que vino después. Jerónimo se desvistió despacio, contemplándola desnuda sobre la cama, todavía contorsionándose por el placer que le acababa de proporcionar. Se tumbó encima de ella, apoyando los codos para evitar que todo su peso descansara sobre el cuerpo de la muchacha, y la volvió a besar. Francesca, como si hubiera existido un acuerdo previo entre ambos, abrió las piernas, tomó el pene enhiesto de Jerónimo y lo acercó hasta su húmedo sexo, listo para recibirlo. Un ligero vaivén de las caderas de ambos bastó para que el miembro de Santa Pau desapareciera entre la rizada entrepierna de la joven. De manera acompasada, con un ritmo cadencioso, entró una y otra vez en el cuerpo de Francesca. Los movimientos de Jerónimo comenzaron siendo muy lentos, dejando discurrir un gran espacio de tiempo entre uno y otro; después se hicieron más rápidos, aunque igualmente delicados. Entonces Francesca sintió de nuevo el calor del fuego, ahora mucho mayor, como si en el imaginado horizonte sólo existiera una gigantesca hoguera que abrasaba todo, una ola de fuego que la joven ansiaba la quemara cuanto antes y la sumiera de nuevo en aquel placer casi infinito. Las contorsiones de Santa Pau se fueron acelerando más y más hasta un momento en el que la muchacha contrajo todo su cuerpo y empujó con sus caderas, al tiempo que la alcanzaba el fuego y una llamarada que inundó su interior de una sensación ardiente pero suave. Santa Pau dejó de moverse y Francesca percibió que todos los músculos de su amante se tensaban como las cuerdas de un laúd, y entonces comprendió que era ella quien lo tañía.
Barcelona, julio de 1378
La reina Sibila aguardaba junto a su hermano don Bernardo de Forciá y el conde de Pallars la visita de Jaime de Cabrera y de varios mercaderes de Barcelona. Estaba radiante, pues hacía apenas unos días que había nacido su hijito Pedro, el nuevo fruto de sus amores con el rey y el primero como reina. Doña Sibila estaba trazando grandes planes para su retoño, al que imaginaba como futuro rey de Jerusalén y tal vez de Aragón. El intrigante consejero de la reina sabía que el Canciller estaba maquinando una alianza con Venecia. Sus planes eran muy distintos: para Cabrera, y con él el grupo de mercaderes que representaba, era prioritaria la conquista de Tierra Santa. De nada serviría repartir las posesiones genovesas con Venecia si las costas orientales del Mediterráneo seguían en manos turcas. El partido de Cabrera, a quien apoyaba el conde de Pallars, consideraba necesario un gran acuerdo de toda la cristiandad y que fuera el papa quien encomendara al rey don Pedro la dirección militar de esa alianza. Una vez conquistada Jerusalén, don Pedro sería coronado como su rey.
La reina, sentada en su camarín del palacio Menor, jugaba con su hijita Isabel cuando entró el grupo que encabezaba Jaime de Cabrera. Lo acompañaban los mercaderes Pere Ferrer, Joan Cerdán y Bonanat Alfonso y el astrólogo Felipe de Viviers.
—Sentaos, caballeros —dijo la reina a los recién llegados.
—Majestad, ya conocéis a don Pere, don Joan y don Bonanat, y por supuesto a nuestro afamado astrólogo don Felipe de Viviers.
La reina asintió con un gesto y Bernardo de Forciá hizo lo propio.
—Majestad —intervino Pere Ferrer, el cabecilla de los mercaderes—, estaríamos dispuestos a patrocinar una gran cruzada a Tierra Santa, siempre que el rey y vuestra majestad estuvierais de acuerdo, para reconquistar Jerusalén y los Santos Lugares.
—Es una empresa muy arriesgada —alegó la reina.
—Hemos tenido en cuenta todos los factores. Sería preciso lograr una alianza entre Aragón, Francia, Alemania y Venecia, y contar con la bendición del papa —dijo Cabrera.
—El papa está cuestionado; habría que apresurarse —intervino el conde de Pallars.
—Hay tiempo para ello —prosiguió Cabrera—. Con esa alianza podríamos fletar trescientos navios y cincuenta mil hombres; sería el mayor ejército del mundo. Según nuestros cálculos, con esos contingentes apenas tardaríamos tres semanas en conquistar Jerusalén. También hemos tenido en cuenta la disposición de los astros. Sabemos que el rey no iniciará una campaña de esa envergadura sin saber si las estrellas le son propicias.
Jaime de Cabrera hizo una indicación a Felipe de Viviers y el astrólogo, desplegando un pergamino, dijo:
—Majestad, he estudiado cuál será la posición astral más adecuada para la cruzada a Tierra Santa; he consultado todas las tablas y tratados astronómicos y he podido encontrar el libro que en el año del Señor de 1302 el rey Jaime el Segundo encargó a dos magos astrólogos. Os dije que lo recuperaría: bien, éste es.
Felipe de Viviers mostró un cuadernillo de veinte folios de papel ahuesado y encuadernado en pergamino. La reina, lamentando una vez más no saber leer, cogió no obstante el libro y lo hojeó; estaba lleno de dibujos y de tablas.
—Lo más interesante está en las dos últimas páginas; son las conclusiones de tan arduo trabajo.
Jaime de Cabrera tomó el libro de manos de la reina y leyó:
La región celestial es incorruptible. Dios creó el firmamento y en el cielo nos dejó escrito el futuro. Las estrellas fijas y los astros son el mensaje de Dios, que mediante signos y profecías los hombres podemos descifrar. En los libros sagrados, los profetas nos han ido comunicando algunos de esos signos. Jesucristo nos previno para que estuviéramos siempre preparados, pues desconocemos el día y la hora, pero Dios nunca ha abandonado a sus hijos y se ha revelado a los profetas para que en los astros podamos leer su mensaje. Ahora hemos llegado al principio del fin de los tiempos. La tierra tiembla y la cristiandad ha perdido Jerusalén. El fin no está lejos. Los signos de la herejía anuncian que el Anticristo no tardará en mostrarse ante nosotros. Eso ocurrirá dentro de ochenta y tres años.
—Exactamente en el año del Señor de 1385, majestad. Como recordaréis, esos cálculos coinciden con los que os presenté en el jardín de este mismo palacio hace unos meses —concluyó Viviers.
—Sólo si la cristiandad recupera Jerusalén puede evitarse la catástrofe del fin del mundo. San Juan lo anunció en el Apocalipsis, donde habla de una Jerusalén nueva, una Jerusalén celestial que volverá a la tierra como ciudad perfecta. El rey don Pedro es el designado por Dios para llevar a cabo esta empresa y vos, majestad, seréis su reina, la reina de Jerusalén —apostilló Jaime de Cabrera.
Doña Sibila reflexionó por unos instantes. Aunque confiaba en la astrología, no entendía de astros y estrellas, y mucho menos de la interpretación de sus movimientos. Creía, como su esposo, que el destino de las personas estaba escrito en el cielo, pero su ignorancia sobre cómo realizar e interpretar una carta astral le hacía recelar de ciertos astrólogos.
—Seríais la reina más excelsa desde Leonor de Aquitania —observó Jaime de Cabrera.
—Eso sería extraordinario —dijo Bernardo de Forciá.
—Nuestro partido apoyaría en el Consejo de Ciento, y luego en el Consejo Real, que vuestro hijito el infante don Pedro fuera proclamado heredero del reino de Jerusalén; seríais reina y madre de un futuro rey —recalcó Pere Ferrer.
Los ojos de doña Sibila brillaron como dos rubíes.
—Intentaré convencer a mi esposo de la conveniencia de esa gran cruzada, pero no os aseguro que tenga éxito. Para don Pedro, los intereses de la Corona están por encima de cualquier otra cosa; creo que es el único amor que supera al que siente por mí —observó la reina.
—Nuestros únicos intereses son los de la Corona —añadió Pere Ferrer, aunque sus palabras no parecían sinceras.
El rey don Pedro estaba encantado con su hijo recién nacido, al que la reina Sibila se había empeñado en poner de nombre también Pedro.
—Fijaos, mi reina, cómo mueve los bracitos; será un gran príncipe —aseveró el rey.
—¿No preferiríais que fuera un gran rey? —objetó la reina.
—Sabéis que eso es imposible. Los derechos dinásticos pertenecen a mi hijo mayor el príncipe Juan, las Cortes no admitirían otra cosa.
—No en el caso de Aragón, Barcelona y Valencia, pero Mallorca es una conquista vuestra, podéis legarla a quien deseéis.
—Toda mi vida ha estado al servicio de reintegrar a la Corona las tierras que algún día pertenecieron a ella; no voy a caer en el error contra el que tanto he luchado. La división no acarrearía sino problemas en el futuro. La Corona debe ser gobernada por un único monarca, la experiencia de Mallorca ha sido suficiente. Mi antepasado el rey don Jaime el Conquistador nunca debió segregar las islas del resto de sus estados. Tuve que librar una guerra para corregir aquel error, no quiero que mis hijos se vean obligados a hacer lo mismo.
—Todavía quedan Sicilia y Cerdeña —insistió la reina.
—Son casos similares a Mallorca; ambas islas han de pertenecer a la Corona.
—¿Y en el caso de nuevas conquistas?
—¿A qué nuevas conquistas os referís? —preguntó don Pedro.
—A las que pueda hacer vuestra majestad y que ya sean un reino.
—¿Castilla? ¿Francia? No, son demasiado poderosas y tienen sus propias dinastías.
—Me refiero a Jerusalén, al reino de Jerusalén.
—Veo que os ha dejado huella la idea de ese consejero vuestro, el tal Cabrera. ¿Sigue empeñado en que el rey de Aragón encabece una cruzada a Jerusalén?
—Las profecías y los astros así parecen indicarlo.
—No soy joven, pronto cumpliré sesenta años; soy una de las personas más viejas del mundo. Hace más de cuarenta que fui coronado rey. Cuando inicié mi reinado, vos no habíais nacido; ni siquiera recuerdo quién era entonces el papa. Es probable que sólo el Canciller y el maestre de Rodas, don Juan Fernández de Heredia, sean más viejos que yo.
—No conozco a nadie tan vital como vos: habéis tenido tres esposas antes de mí, habéis engendrado una docena de hijos, habéis batallado con Castilla, con Francia y con Genova y habéis dominado el Mediterráneo. Me habéis hecho tres hijos, uno por año, y en vuestros ojos atisbo nuevos deseos de tomarme en cuanto me recupere del último parto. Ni por un momento he dudado de que, si así lo quisierais, sobre los muros de Jerusalén no tardaría en ondear el estandarte del rey de Aragón.
—Y vos seríais reina de Jerusalén.
—Y nuestro querido hijito, el príncipe de la Ciudad Santa —añadió doña Sibila.
—Sois tan adorablemente ambiciosa…