Las botas de cuero que acababa de adquirir en una zapatería de la plaza de la Lana le apretaban un poco, pero no tenía tiempo para ir a casa y ponerse otras más cómodas. Jerónimo de Santa Pau recibió la orden de presentarse inmediatamente ante el Canciller. El mensajero lo había encontrado probándose el calzado y Jerónimo aceleró su compra sin reparar en que le estaban pequeñas; su criado regresó a casa con las usadas en tanto Santa Pau se dirigió presuroso hacia la Cancillería. Aquella mañana hacía un frío de mil demonios y es probable que los pies, al calentarse dentro de las botas de piel forradas de fieltro, se hubieran hinchado un poco, lo suficiente como para sentirse incómodo con su calzado nuevo. Santa Pau atravesó a toda prisa la calle que bordeaba la catedral, intentando olvidar las apreturas de sus pies, y entró en la cancillería, donde había trabajado desde muy joven y hasta que fue enviado a resolver unos asuntos a la siempre inquieta Cerdeña.
—Pasad, Jerónimo, pasad.
—Canciller, me alegra veros de nuevo.
—Os preguntaréis el porqué de tan urgente llamada. Le he dicho al mensajero que os hiciera venir sin dilación. Sé que merecéis un descanso, pero este asunto es de una trascendencia que no admite demora.
El Canciller se levantó de su asiento y se acercó a un armario de madera con puertas talladas. Lo abrió, extrajo un pergamino enrollado, le quitó la cinta roja que lo sujetaba y lo desplegó.
—¿De qué se trata? —preguntó Santa Pau.
—Es un informe de nuestro agente en Alejandría. Hace unos meses detectamos ciertos movimientos de algunos mercaderes barceloneses, y al fin hemos logrado descubrir sus planes; son sorprendentes: varios comerciantes, entre los que se encuentran algunos de los más influyentes de esta ciudad, están empeñados en lograr que su majestad convoque a sus subditos a una nueva cruzada contra el islam.
—Desde la toma de Algeciras no se ha vuelto a combatir contra los musulmanes.
—No, no; no me habéis entendido. No se trata de una cruzada contra los musulmanes de Granada, sino contra los que ocupan Tierra Santa —puntualizó el Canciller.
—¿Estáis de broma? —objetó Santa Pau.
—Ni mucho menos. Varios ricos mercaderes pretenden convencer al rey para que conquiste los Santos Lugares y establezca una cabeza de puente en Asia, para desde allí controlar el comercio con Oriente.
—Deben de estar locos.
—No creo; los ciega el afán por obtener oro.
—Bien, si sabéis quiénes son, será fácil desarticular esa trama.
—En absoluto.
—¿Quién lo impide? —preguntó Santa Pau.
—La reina.
—¿Doña Sibila?
—Sí, la Forciana; ejerce una enorme influencia sobre nuestro rey.
—¿Y qué tiene que ver ella en esto?
—Los mercaderes la han convencido para que influya ante el rey y los ayude a lograr sus propósitos. Han halagado sus oídos con ciertas profecías que predicen que un rey cristiano gobernará de nuevo Jerusalén, quieren hacer creer a don Pedro que él es el elegido por Dios para recuperar la Ciudad Santa para la cristiandad, y le han prometido a la reina ayuda en la pugna que mantiene con sus hijastros, el príncipe don Juan y el infante don Martín.
—¿Y no hay manera de persuadir al rey para evitar el desastre?
—Lo he intentado, incluso aludiendo a su carta astral en la que tanto cree, pero de nada sirve. En cuanto le digo algo que no aprueba la reina, me ordena silencio y cambia de conversación; no creo que se atreva a contradecir a su bella y joven esposa.
—Esa cruzada sería una catástrofe —afirmó Jerónimo de Santa Pau.
—Más que eso, podría suponer el final de la Corona. Francia y el papa están haciendo todo lo posible para que nuestro rey no frene sus ansias expansionistas en el Mediterráneo. Genova espera su oportunidad y busca la revancha de sus recientes derrotas, e incluso Venecia, pese a ser nuestra aliada, no dudaría en aprovechar la mínima muestra de debilidad por nuestra parte para acrecentar su presencia comercial en el Mediterráneo oriental.
El Canciller extendió el pergamino sobre la mesa, sujetó los extremos con sendos tinteros de cerámica vidriada en azul y verde y leyó el informe del agente real en Alejandría:
En el nombre de Dios. Anteayer, primer día antes de las calendas del mes de diciembre del año de Nuestro Señor de mil trescientos setenta y siete, arribó al puerto de Alejandría una nave procedente de Barcelona. En ella han viajado dos mercaderes que se hacen llamar micer Joan de Centelles y micer Marimón de Plegamans, ciudadanos honrados de la ciudad de Barcelona. Esa misma tarde fueron recibidos por nuestro cónsul en Alejandría, con quien estuvieron hablando hasta la puesta de sol. No he podido averiguar de qué conversaron, pero creo que siguen adelante con sus planes sobre la cruzada a Tierra Santa. A la mañana siguiente un mercader sirio subió a bordo de la nave portando un gran cofre. Un criado de los comerciantes me ha informado, a cambio de un puñado de monedas, que dicho cofre contiene un cáliz de piedra, y que pudo oír con claridad cómo sus amos decían que aquel cáliz era el que usó Jesucristo en la Ultima Cena.
De momento esto es cuanto sé. En esta ciudad cada hombre es un espía, aunque no se sepa para quién trabaja; muchos, incluso, lo hacen para dos o tres señores a la vez. Intentaré obtener nueva información, pero para ello necesito más dinero. Los cien florines que me enviasteis en el último navio se están agotando, y aquí nada puede lograrse sin un puñado de monedas.
Por otra parte, los genoveses están muy activos. Creo que la república de Genova está preparando algún asunto de importancia, pues en las últimas semanas he visto cómo embarcaban una gran cantidad de trigo y aceite en sus mercantes. No me extrañaría que estuvieran pertrechándose para una guerra a gran escala.
Os volveré a informar en una próxima carta; entre tanto, no dejéis de enviar dinero.
El Canciller recogió el pergamino de encima de la mesa y miró a Jerónimo con una expresión aparentemente incauta.
—¿Cuándo ha llegado esa carta? —preguntó Jerónimo.
—Ayer tarde, en una galera procedente de Alejandría.
—Hace ya casi dos meses que fue escrita.
—Nuestra galera ha navegado lo más rápido que le ha sido posible, desafiando al mar pese al invierno —apostilló el Canciller.
—Y bien, ¿qué esperáis de mí? —preguntó Santa Pau.
—Que me ayudéis a desarticular esa trama. El rey no debe convocar ninguna cruzada, está en juego el futuro de la Corona. En cuanto sea posible partiréis hacia Venecia; es nuestra tradicional aliada. Allí deberéis convencer al dogo para sellar una gran alianza que declare la guerra definitiva contra Genova. Tened mucho cuidado, pues las orillas del Mediterráneo están llenas de agentes enemigos. Si os descubren, sois hombre muerto. Viajaréis con identidad falsa: os llamaréis Jerónimo de Santa Fe, mercader castellano especializado en lana. Os acompañará uno de mis nuevos ayudantes, que será vuestro secretario.
El Canciller hizo sonar una campanilla y momentos después entró en la estancia un hombre cercano a la treintena.
—Os presento a Romeu Crespiá. El recién llegado saludó con una leve inclinación de cabeza a Jerónimo.
—Me alegra conoceros; vuestro prestigio es muy grande —dijo Romeu.
Jerónimo de Santa Pau ladeó la cabeza en respuesta al saludo de Crespiá.
—Sentaos, tenemos mucho de que hablar —indicó el Canciller.
Romeu Crespiá descendía de una familia de cristianos viejos establecida en Barcelona trescientos años atrás. Hijo de un funcionario real de segunda fila, inició su carrera administrativa como correo, para ser luego copista de los documentos expedidos por la Cancillería en los registros del Archivo Real. No destacaba por ninguna especial habilidad; había sido elegido para esta embajada por su discreción y por su físico. Su pelo rojizo y ensortijado, su piel blanca y lechosa moteada con algunas pecas pardas, sus dientes separados y su nariz larga y afilada le conferían un aspecto de difícil clasificación, de tal modo que igual podía pasar por franco que por genovés, veneciano o incluso normando. Era el contrapunto perfecto a Jerónimo de Santa Pau. El notario real era un hombre de mediana estatura, con un rostro de facciones duras y acusadas, barbilla cuadrada y nariz grande y gruesa que dotaba a su rostro de una marcada personalidad. Su pelo castaño claro estaba ligeramente rizado, y presentaba unas incipientes entradas en las sienes. Lo llevaba siempre muy corto, lo que unido a su inmaculado rasurado le confería una manifiesta pulcritud. Su complexión fuerte y sus miembros bien proporcionados lo distinguían con tal porte que más parecía un noble que un funcionario.
—En Venecia os recibirá uno de nuestros agentes; su nombre es Antic Titó. Podéis confiar plenamente en él. Tiene muy buenos contactos y su ayuda os será muy útil. Conoce a la perfección la Ciudad de los Canales. Sois afortunados; yo siempre quise visitar Venecia, pero me temo que mis deseos ya no podrán cumplirse.
»Vuestra misión consistirá en lograr que los venecianos distraigan a la armada genovesa mediante ataques combinados a sus barcos y a sus colonias en el Mediterráneo oriental; entre tanto, nuestras galeras acosarán a las naves genovesas en el Mediterráneo occidental. Si todo marcha conforme al plan previsto, el poderío genovés quedará tan debilitado que no tendremos ningún problema para asentar nuestro dominio en Cerdeña y recuperar Sicilia y Córcega. Una vez logrados estos objetivos, nos repartiremos con los venecianos las posesiones genovesas en Oriente, y seremos la primera potencia del Mediterráneo sin necesidad de suicidarnos en una cruzada —concluyó orgulloso el Canciller.
—Observo que vuestros objetivos coinciden con los de los comerciantes a los que consideráis enemigos —intervino Santa Pau.
—Los fines son parecidos, pero no los medios, ni la estrategia. Si triunfa el plan de los comerciantes, estamos abocados al fracaso. No es posible conquistar Jerusalén y retenerla sin antes asentar las bases de un sólido imperio en el mar. Eso mismo ya se intentó en los siglos pasados mediante desdichadas cruzadas que para nada han servido. En las guerras de Tierra Santa murieron los mejores caballeros de la cristiandad y, pese a ello, Jerusalén continúa en manos de los musulmanes. Es preciso seguir otra táctica, la que yo llamo del «paso a paso». Estamos jugando una gigantesca partida de ajedrez en la que cada ficha tiene una importancia vital. Si queremos dar jaque mate al dominio sarraceno sobre Jerusalén, es preciso acabar antes con las piezas que lo protegen. Para ganar la partida hemos de jugar «paso a paso». Enfrente no tenemos a un inexperto jugador, sino a toda una constelación de campeones. Un ataque masivo con todas nuestras piezas sería una inmolación. Sólo podremos vencer empleando la inteligencia y la astucia.
—Vuestro plan es muy ambicioso —intervino Santa Pau.
—No es mi plan; es el del rey —puntualizó el Canciller.
Un húmedo viento del noroeste henchía las velas listadas de la Santa Eulalia. Jerónimo de Santa Pau y Romeu Crespiá observaban desde la cubierta de la galera las maniobras de partida. La Santa Eulalia era una de las naves armadas por la ciudad de Barcelona.
—Nos espera un viaje peligroso —comentó Santa Pau.
—Nunca antes he navegado —musitó Crespiá un tanto amedrentado.
Santa Pau suspiró abnegado.
Los remeros hundieron los remos en el agua y a una señal del timonel ciaron con fuerza. El capitán de la galera, un mallorquín en otros tiempos corsario en las costas del norte de África, dirigió la nave con maestría entre los bajíos del puerto y la Santa Eulalia no tardó en encarar el mar abierto.
—¿Cuánto tiempo tardaremos en arribar a Venecia? —preguntó Santa Pau al capitán.
—Si tenemos viento favorable y no encontramos sorpresas desagradables, unas cuatro semanas, tal vez cinco. Esta galera es muy rápida, no en vano es un navio de guerra. Sólo nos retrasaríamos si nos topáramos con la Gigante.
—¿La Gigante? —preguntó Crespiá.
—Sí, la Gigante. Bueno, ése es el nombre que le damos los marinos; en realidad se llama la Bechignana y es la mayor galera jamás construida. Es un navio genovés de tres puentes con una tripulación de más de trescientos hombres. Siempre navega escoltada por varias galeras de guerra armadas con cañones, bombardas y trabuquetas. Los venecianos la temen más que al diablo. Hace tiempo que Aragón y Venecia desean hundirla, pero todavía no lo han conseguido.
—¿Vos la habéis visto? —preguntó Santa Pau.
—No, ni lo deseo. Si eso ocurriera en alta mar, tal vez fuera lo último que contemplaran mis ojos —respondió el capitán—; ya ha hundido al menos una docena de naves venecianas.
Romeu Crespiá se inclinó sobre la baranda; sus miembros desgarbados y sus grandes manos y pies parecían entenas de una nave desarbolada por la tormenta.
—¿Qué te ocurre, Romeu? No tienes muy buen aspecto —le dijo Santa Pau.
—Este maldito barco, señor, no deja de moverse de un lado a otro. Siento la cabeza como la piel de un tambor y el estómago a punto de salírseme por la boca.
—Pues hazlo por la borda, no quiero que tus tripas queden esparcidas por toda la cubierta —gritó el capitán.
Si algo faltaba para provocar el vómito de Crespiá, las palabras del capitán fueron el detonante. El ayudante de Santa Pau se abocó sobre la borda y vertió al mar la última comida entre estertores y convulsiones que provocaron la hilaridad de la tripulación.
—Vuestro ayudante no parece muy ducho en viajes marítimos —intervino el capitán.
—No lo es. Hasta esta ocasión no había salido de nuestras oficinas en Barcelona, pero ya era hora de que se iniciara en alguna travesía. Puede que nunca llegue a ser un buen marinero, pero es un excelente contable y sabe llevar al día los cuadernos de cuentas como nadie —terció Santa Pau.
El capitán esbozó una sonrisa e ironizó:
—Espero que vuestros negocios en Venecia tengan más éxito que vuestro ayudante como marinero.
Hicieron escala en Mallorca y sin apenas dilación pusieron rumbo a Cerdeña.
—Atracaremos en Alguer, es el puerto más seguro para las naves barcelonesas —aseguró Santa Pau.
—¿Conocéis Cerdeña? —preguntó el capitán.
—Sí, muy bien. He pasado algún tiempo en la isla.
En Alguer repostaron agua fresca, carne salada y pan. Habían transcurrido varios días desde que salieran de Barcelona y siguieron adelante sin contratiempo alguno.