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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico, Narrativa

A la sombra de las muchachas en flor (30 page)

BOOK: A la sombra de las muchachas en flor
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Y por fin, hubo otra última razón, a más de la expuesta, para que dejara de visitar a la señora de Swann. Esta razón, más tardía, no era el haberme olvidado ya de Gilberta, sino mi deseo de olvidarla lo antes posible. Cierto que terminado ya mi gran dolor, aquellas visitas a la señora de Swann habrían vuelto a ser, como lo fueron al principio, precioso calmante y distracción. Pero justamente la eficacia del calmante constituía el inconveniente de la distracción, a saber: que el recuerdo de Gilberta estaba íntimamente unido a dichas visitas. Sólo me habría sido útil la distracción en el caso de haber puesto en pugna un sentimiento al que no contribuyera la presencia de Gilberta con pensamientos, intereses y pasiones en que Gilberta nada tuviese que ver. Esos estados de conciencia donde no penetra el ser amado ocupan un lugar en el ánimo todo lo pequeño que se quiera al principio, pero que es ya un espacio vedado para aquel amor que llenaba el alma entera. Hay que hacer por acrecer esos pensamientos y darles pábulo, mientras que va declinando el sentimiento, que no es ya más que un recuerdo, de manera que los nuevos elementos introducidos en el alma le disputen y le arranquen una parte cada vez mayor de sus dominios y acaben por conquistársela toda. Me daba yo cuenta de que ésa era la única manera de matar un amor, y era lo bastante joven y animoso para intentar la empresa, para asumir el dolor más terrible de todos: el nacido de la certidumbre de que aunque nos cueste mucho tiempo nos saldremos con nuestro empeño. El motivo que alegaba yo ahora en mis cartas para negarme a ver a Gilberta era la alusión a una mala inteligencia misteriosa entre nosotros, completamente ficticia, claro; al principio supuse que Gilberta me pediría que se la explicara. Pero en realidad, nunca, ni siquiera en las más insignificantes relaciones de la vida, se da el caso de que solicite una aclaración la persona que sabe que esa frase obscura, mentirosa y recriminatoria que se le pone en una carta está escrita a propósito para que ella proteste; y se alegra mucho de ver por ese detalle que ella tiene y conserva —al no contestarla— la iniciativa de las operaciones. Y con mayor motivo ocurre eso en relaciones más íntimas, donde el amor se muestra tan elocuente y la indiferencia tan poco curiosa. Y como Gilberta no puso en duda aquella mala interpretación ni hizo por averiguar cuál era, se convirtió para mí en una cosa real, y a ella me refería en todas mis cartas. Esas posiciones tomadas en falso, esa afectación de frialdad tienen tal sortilegio, que nos hacen perseverar en nuestra actitud. A fuerza de escribir: "Nuestros corazones se han separado", con objeto de que Gilberta me contestara: "No, no es cierto, vamos a explicarnos", acabé por convencerme de que lo estaban. Como repetía constantemente: "La vida ha cambiado para nosotros, pero no podrá borrar el amor que nos tuvimos", deseando que Gilberta me dijera por fin: "No hay ningún cambio, ese amor es más fuerte que nunca", llegué a vivir con la idea de que la vida efectivamente había cambiado y de que conservaríamos el recuerdo de un amor ya inexistente: al igual de esas personas nerviosas que por haber fingido una enfermedad la padecen realmente ya para siempre. Ahora, cada vez que escribía a Gilberta referíame a ese cambio imaginario, cuya existencia, tácitamente reconocida por ella con el silencio que a este respecto guardaba en sus cartas, habría de subsistir entre nosotros. Gilberta dejó de atenerse a la preterición de esa idea. También ella adoptó mi modo de pensar; y como en los brindis oficiales, donde el jefe de Estado extranjero repite poco más o menos las mismas frases de que se sirvió el jefe de Estado que lo recibe, Gilberta, siempre que yo le escribía: "La vida pudo separarnos, pero persistirá el recuerdo de la época que nos tratamos", me respondía invariablemente: "La vida pudo separarnos, pero no nos hará olvidar las excelentes horas, recordadas siempre con cariño" (y nos hubiéramos visto en un aprieto para explicar por qué la "vida" nos había separado y cuál era el cambio ese). Yo no sufría ya mucho. Sin embargo, cierta vez dije a Gilberta en una carta que me había enterado de que se había muerto la viejecita que nos vendía barritas de caramelo en los Campos Elíseos; al acabar de escribir estas palabras: "Creo que esto le habrá a usted dado pena, a mí me ha removido muchísimos recuerdos", no pude por menos de romper a llorar viendo que hablaba en pretérito, y como si se tratara de un muerto casi olvidado ya, de ese amor que a pesar mío siempre consideré vivo; al menos, capaz de renacer. Nada más tierno que ese epistolario entre amigos que no querían verse. Las cartas de Gilberta mostraban la delicadeza de las que yo escribía a las personas que me eran indiferentes, y aparentemente me daban esas pruebas de afecto que tan gratas— me eran por venir de ella.

Poco a poco me fue siendo menos doloroso el negarme a verla. Y como le tenía menos cariño, los recuerdos tristes carecían ahora de la fuerza necesaria para destruir con sus incesantes asaltos la formación del placer que yo sentía pensando en Florencia y en Venecia. En esos momentos lamentaba yo no haber entrado en la carrera diplomática, y aquella existencia sedentaria que me creé para no separarme de una muchacha ya casi olvidada y a la que no vería nunca. Edifica uno su vida para determinada persona, y cuando ya está todo dispuesto para recibirla, no viene, muere para nosotros, y tenemos que vivir prisioneros en la morada que labramos para ella. Venecia era, en opinión de mis padres, lugar muy distante y de muchas fiebres para mí; pero ya no era tan difícil instalarse cómodamente en Balbec. Ahora, que para eso sería menester irse de París, renunciar a aquellas visitas que aunque muy espaciadas ya, me daban ocasión algunas veces de oír hablar de su hija a la señora de Swann.

Pero ya empezaba yo a encontrar agrado en tal o cual placer don de Gilberta no figuraba para nada.

Cuando se acercaba la primavera, trayendo otra vez el frío, en la época de los Santos, de las heladas y de los aguaceros de Semana Santa, la señora de Swann, como se le figuraba que su casa estaba helada, solía recibirme envuelta en pieles; desaparecían, frioleros, hombros y manos bajo el blanco y brillante tapiz de otra esclavina y un inmenso manguito, ambos de armiño, que no se quitó al volver de la calle, y que parecían los últimos bloques de nieve inverniza, más persistentes que los demás, y que no lograron derretir ni el calor del fuego ni los asomos de la primavera. Y la verdad completa de esas semanas glaciales, pero ya de floración, érame sugerida en aquel salón, al que iba a dejar de ir muy pronto, por otras blancuras aun más embriagadoras por ejemplo, la de las flores llamadas "bolitas de nieve", que juntaban en lo alto de sus largos tallos desnudos, como los árboles lineales de los primitivos, sus globitos apretados unos a otros, blancos como ángeles de anunciación y envueltos en un olor a limonero. Porque la dueña de Tansonville sabía que a abril, aunque helado, no le faltan flores; que invierno, primavera y estío no están separados por barreras tan herméticas como cree el hombre de
boulevard
, el cual se imagina que mientras no lleguen los primeros calores en el mundo no hay otra cosa que casas agobiadas por la lluvia. La señora de Swann se contentaba con lo que le mandaba su jardinero de Combray, y no apelaba a su florista oficial para llenar las lagunas de aquella insuficiente evocación, con préstamos solicitados de la precocidad mediterránea; pero no tenía yo la pretensión de que lo hiciese, ni lo necesitaba.

Para sentir la nostalgia del campo bastábame que, juntamente con las nievecillas del manguito, las bolas de nieve (que quizá en el ánimo de la dueña de la casa no tenían más objeto que componer, por consejo de Bergotte, "sinfonía en blanco mayor" con el mobiliario y con su traje) me recordaran que el Encanto del Viernes Santo representa un milagro natural, al cual podríamos asistir todos los años de no ser tan insensatos; y que dichas flores, ayudadas por el perfume ácido y espirituoso de otras corolas que no sé cómo se llamaban, pero que me hicieron quedarme parado muchas veces en el curso de mis paseos de Combray, convirtiesen el salón de la señora de Swann en paraje tan virginal, tan cándidamente florido sin hoja alguna, tan repleto de olores auténticos como la veredita de Tansonville.

Pero aun esto era ya mucho recordar. Ese recuerdo podía dar pábulo al poco amor que me inspiraba aún Gilberta. De modo que aunque ya no me eran dolorosas aquellas visitas, las espacié más todavía é hice por ver lo menos posible a la señora de Swann. Lo más que me permití, ya que seguía sin moverme de París, fueron algunos paseos en su compañía. Ahora ya habían vuelto los días buenos, y con ellos el calor. Sabía yo que la señora de Swann, antes de almorzar, salía un rato e iba a pasearse por la avenida del Bosque, junto a la Estrella, muy cerca del sitio que entonces se llamaba el Club de los Desharrapados, porque allí se solían colocar los pobres mirones que no conocían a los ricos más que de nombre; yo tenía que hacer a esa hora los días de entre semana, pero logré que los domingos me dejaran mis padres almorzar bastante después que ellos, a la una y cuarto, para poder ir antes a dar una vuelta. Y durante aquel mes de mayo no falté ningún domingo, porque Gilberta se había ido a pasar unos días al campo con unas amigas. Llegaba al Arco de Triunfo a eso de las doce. Me ponía al acecho a la entrada de la Avenida, sin quitar ojo de la esquina de la calle por donde habría de aparecer la señora de Swann, que sólo tenía que andar unos cuantos metros desde su casa para llegar allí. A aquella hora muchos paseantes se retiraban ya a almorzar, de modo que quedaba poca gente, y en su mayor parte gente elegante. De repente se mostraba en la amarilla arena de la Avenida la señora de Swann, tardía, despaciosa y lozana, como flor hermosísima que no se abre hasta la hora de mediodía, desplegando una
toilette
siempre nueva y por lo general color malva; en seguida izaba y abría, sustentada en un largo pedúnculo, y en el momento de su más completa irradiación, el pabellón de seda de una amplia sombrilla del mismo tono que aquellos pétalos que se deshojaban en su falda. Rodeábala todo un séquito: Swann y cuatro o cinco caballeros de club que habían ido aquella mañana a verla a su casa o que la habían encontrado por el camino: la obediente aglomeración gris o negra de aquellos hombres ejecutaba los movimientos casi mecánicos de un marco inerte que encuadrara a Odette, de modo que aquella mujer, que tenía intensidad tan sólo en los ojos parecía como que miraba hacia adelante, allí entre todos esos hombres, como desde una ventana a la que se había acercado, y de ese modo surgía frágil, sin miedo, en la desnudez de sus suaves colores, cual aparición de un ser de distinta especie, de raza desconocida, y casi de bélica potencia, por lo cual compensaba ella sola lo numeroso de su escolta. Sonreía, Contenta por lo hermoso del día, por el sol, que aún no molestaba, con el aspecto de seguridad y de calma del creador que cumplió su obra y ya no se preocupa por nada más, convencida de que su
toilette
—aunque los vulgares transeúntes no lo apreciaran— era la más elegante de todas; la llevaba para placer suyo y de sus amigos, con naturalidad, sin atención exagerada, pero tampoco con total descuido; y no se oponía a que los lacitos de su blusa y de su falda flotaran levemente por delante de ella, como criaturas de cuya presencia se daba cuenta y a las que dejaba entregarse a sus juegos indulgentemente, y según su propio ritmo, con tal de que la siguieran en su marcha; hasta en la sombrilla color malva, que muchas veces traía cerrada al llegar, posaba, como en un ramito de violetas de Parma, aquella su mirada dichosa y tan suave, que cuando ya no se fijaba en sus amigos, sino en un objeto inanimado, aún parecía que estaba sonriendo. Así, reservaba la señora de Swann a su
toilette
ese adecuado terreno, ese intervalo de elegancia, cuya necesidad y espacio respetaban con cierta deferencia de profanos, confesión de su propia ignorancia, hasta los hombres que más familiarmente trataba Odette, y en el que reconocían a su amiga competencia y jurisdicción, como a un enfermo respecto a los cuidados especiales que su estado reclama o a una madre para con sus hijos. La señora de Swann evocaba aquella casa donde pasó una mañana tan dilatada y donde pronto entraría para almorzar, no sólo por la corte que la rodeaba, sin darse por enterada de la existencia de los transeúntes, y por la avanzada hora de su aparición, sino que la ociosa serenidad de su paseo, como el lento paseo por un jardín particular, indicaba lo próximo de aquella casa, y parecía como si la sombra íntima y fresca de sus habitaciones siguiera envolviéndola todavía. Pero por eso precisamente el ver a la señora de Swann me daba una sensación aún más plena de aire libre y de calor. A lo cual contribuía mi persuasión de que gracias a la liturgia y a los ritos en que tan versada estaba la señora de Swann existía entre su
toilette
y la estación del año y la hora del día un lazo necesario y único, de suerte que las florecillas de su rígido sombrero de paja y los lacitos de su traje se me antojaban aún más natural producto del mes de mayo que las flores de bosques y jardines; y para sentir la nueva inquietud de la primavera bastábame con alzar la vista hasta la estirada tela de su abierta sombrilla, que era un cielo cóncavo, clemente, móvil y azulado, un cielo más cercano que el otro. Porque esos ritos, aunque soberanos blasonaban, y lo mismo blasonaba la señora de Swann, de condescendiente obediencia a la mañana, a la primavera y al sol, que por cierto no se mostraban lo bastante lisonjeados de que una mujer tan elegante se hubiera acordado de ellos y escogido por su causa un traje más ligero y más claro (traje que al ensancharse en el cuello y en las mangas traía a la imaginación la idea de un suave mador en el cuello y las muñecas de Odette) y no agradecían como era debido todas aquellas atenciones, semejantes a la de una gran señora que se rebaja a ir al campo a ver a una familia ordinaria y conocida de todo el mundo y tiene la delicadeza de ponerse ese día especialmente un traje de campo. Yo la saludaba apenas llegaba; parábame ella y me decía, toda sonriente:
Good morning
! Andábamos un poco. Y me daba yo cuenta de que aquellos cánones a que se sujetaba Odette en su vestir los acataba por consideración consigo misma, como a divina doctrina de la que ella fuese gran sacerdotisa; porque si tenía calor y se desabrochaba la levita o se la quitaba, dándomela a mí para que se la llevara, descubría yo en la blusa mil detalles de ejecución que corrieron grave riesgo de ser ignorados, puesto que ella al salir de casa no pensaba en destaparse la blusa, semejantes a esas partes de orquesta que el compositor cuida con extremo celo aunque nunca hayan de llegar al oído del público; o bien me encontraba en las mangas de la chaqueta que llevaba al brazo con algún detalle exquisito, que admiraba yo largamente por gusto y por cumplido: una tira de delicioso tono de color, un raso malva, detalles ocultos por lo general a todas las miradas, pero trabajados con igual delicadeza que los elementos exteriores, cual esas esculturas góticas de una catedral disimuladas en la parte de dentro de una barandilla, a ochenta pies de altura, tan perfectas como los bajorrelieves del pórtico central, y que nadie viera hasta el día que un artista forastero las descubrió casualmente,, por haber logrado que lo dejaran subir allá arriba para pasearse por las alturas, entre las dos torres, y ver el panorama de la ciudad.

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