Y también quizá algo menos. Igual que un joven que en trance de examen o de duelo se encuentra con que la bala que tiró o la pregunta que le hicieren eran muy poca cosa comparadas con las reservas de ciencia y de valor que posee y que hubiera deseado mostrar, así mi alma que había plantado la Virgen del pórtico fuera de las reproducciones que tuve a la vista, inaccesible a las vicisitudes que pudiesen alcanzar a las fotografías, intacta aunque destruyeran su imagen ideal, con valor universal, extrañábase ahora al ver la estatua que mil veces esculpiera en su imaginación reducida a su propia apariencia de piedra y a la misma distancia de mi mano que un cartel de elecciones pegado en la pared y la contera de mi bastón; allí sujeta a la plaza, inseparable del desembocar de la calle principal, sin poder huir de las miradas del café y del quiosco de los ómnibus compartiendo el rayo de sol poniente, y dentro de algunas horas la luz del farol, con las oficinas del Comptoir d'Escompte, envuelta, del mismo modo que esa sucursal de un establecimiento de crédito, en el olor de las cocinas del pastelero, y sometida a la tiranía de lo Particular, hasta tal punto, que si hubiera querido dibujar mi firma en la piedra, ella, la Virgen excelsa, revestida por mí hasta aquel instante de existencia general e intangible belleza, la Virgen de Balbec, la única do cual, ¡ay!, quería decir que no había otra), hubiese mostrado inevitablemente en su cuerpo, marchado por el mismo hollín que ensuciaba las casas vecinas, las huellas del yeso y las letras de mi nombre a todos los admiradores que allí iban a contemplarla; y a ella, a la obra de arte inmortal por tanto tiempo deseada, me la encontré metamorfoseada, al igual que la iglesia, en una viejecita de piedra cuya estatura se podía medir, y cuyas arrugas se podían contar. Pasaba el tiempo; era menester volverse a la estación a esperar a mi abuela y a Francisca, para continuar todos hacia Balbec Plage. Me acordé de lo que había leído sobre Balbec y de las palabras de Swann: "Es delicioso, tan bello como Siena". Y no quise echar la culpa de mi decepción más que a las contingencias, a la mala disposición de ánimo en que me hallaba a mi fatiga y a no saber mirar bien; e hice por consolarme con la idea de que aún me quedaban otras ciudades intactas; que quizá muy pronto me sería dado penetrar en el seno de una lluvia de perlas, en el fresco y goteante murmullo de Quimperlé, o cruzar por el reflejo verdinoso y rosado que empapa a Pont Aven; pero por lo que hace a Balbec, en cuanto entré allí ocurrió como si hubiese entreabierto un nombre que había que tener herméticamente cerrado y como si, aprovechándose del portillo por mí abierto, se hubiesen introducido en el interior de sus sílabas, irresistiblemente empujados por una presión externa y una fuerza neumática, un tranvía, un café, la gente que pasaba por la plaza, la sucursal del Banco, arrojando de aquel nombre todas las imágenes que hasta entonces contuviera; y ahora esas sílabas habían vuelto a cerrarse y ahora ya todas aquellas cosas quedaban dentro, sin poder salirse nunca, sirviendo de marco a la iglesia.
Encontré a mi abuela en el tren de aquella línea secundaria que había de llevarnos a Balbec Plage, pero a ella sola; quiso andar por delante a Francisca para que todo estuviera preparado i nuestra llegada, pero le dio mal las señas y Francisca tomó una dirección equivocada, y a estas horas debía de correr a toda velocidad hacia Nantes, y acaso se despertara en Burdeos. Apenas me senté en aquel compartimiento, todo lleno de fugitiva luz crepuscular y del persistente calor de la tarde (gracias a esa luz se me reveló en el rostro de la abuela lo mucho que la había cansado ese calor), cuando me preguntó: "¿Qué tal Balbec?"; y su sonrisa estaba tan iluminada por la esperanza de aquel placer que, en su opinión, debía yo de haber sentido, que no me atreví a confesarle de pronto mi decepción. Además, la impresión aquella que tanto había buscado mi alma me preocupaba y a cada vez menos, según se aproximaban los nuevos lugares a que habría de acostumbrarse mi cuerpo. Y al final de ese trayecto, que aún duraría más de una hora, hacía yo por imaginarme al director del hotel de Balbec, para el cual yo no existía aún, y hubiera deseado presentarme a ese personaje en compañía más prestigiosa que la de mi abuela, que de seguro le iba a pedir una rebaja. Se me aparecía con vagos perfiles, pero con altivo empaque. A cada momento nuestro tren se paraba en una de las estaciones que precedían a Balbec Plage, y hasta sus nombres (Incarville, Marcouville, Doville, Pont-á-Couleuvre, Arambouville, Saint-Mars-le-Vieux, Hermonville, Maineville) me parecían ahora cosa extraña, mientras que leídos en un libro no se me hubiese escapado que tenían alguna relación con lugares cercanos a Balbec. Pero puede ocurrir que para el oído de un músico dos motivos compuestos materialmente de varias notas comunes quizá no ofrezcan ninguna semejanza sí difieren por el color de la armonía y de la orquestación. Y así, esos nombres tan tristes, hechos de arena, de espacios ventilados y abiertos, de sal, nombres de los que se escapaba su último elemento,
ville
como se escapa el
vole
final cuando se juega a
Pigeon-vole
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, en nada me recordaban esos otros nombres parecidos de Roussainville o Martinville; porque estos últimos los había oído pronunciar tan a menudo por mi tía mayor cuando estábamos en la "sala", sentados a la mesa, que llegaron a cobrar cierto sombrío encanto, en el que acaso se confundían sabores de confitura, olor a fuego de leña y a papa de Bergotte y el tono pizarroso de la casa de enfrente tanto, que hoy, cuando se remontan como una burbuja del fondo de mi memoria, aún conservan su virtud específica a través de las superpuestas capas de ambientes distintos que hubieron de franquear para llegar a la superficie.
Eran pueblecitos que desde el montículo arenoso en donde estaban enclavados dominaban el mar lejano, bien recogidos ya para pasar la noche al pie de unas colinas de crudo color verde y de rara forma, como el sofá de una habitación de hotel adonde acabamos de llegar; componíanse de unos cuantos hotelitos, con sus juegos de tenis, y a veces de un casino, cuya bandera restallaba a impulso del viento fresco, ansioso y vacío, y me mostraban por vez primera sus huéspedes habituales, pero sólo en su exterior apariencia: jugadores de tenis con gorras blancas; el jefe de estación, que vivía junto a sus rosales y sus tamariscos; una señora con sombrero canotier, que, describiendo el cotidiano trazado de fina vida que yo nunca conocería llamaba a su perro, que se había quedado atrás, y volvía a su
chalet
, donde ya estaba encendida la lámpara; y esas imágenes, tan extrañamente usuales y tan desdeñosamente familiares, heríanme en los sorprendidos ojos y en el nostálgico corazón. Pero aún sufrí más cuando nos apeamos en el
hall
del Gran Hotel de Balbec, frente a la escalera monumental imitando mármol, mientras que mi abuela, sin miedo a excitar la hostilidad y el desdén de las persona! Extrañas a cuyo lado íbamos a vivir, discutía las "condiciones" con el director, monigote rechoncho con el rostro y la voz llenos de cicatrices (en la cara, por la sucesiva extirpación de numerosos granos, y en el habla, por los diversos acentos que debía a su remota patria y su infancia cosmopolita), con su smoking de hombre de mundo y su mirar de psicólogo, que por lo general tomaba, a la llegada del ómnibus, a los grandes señores por miserables y a los tramposos por grandes señores. Olvidándose indudablemente de que a él no le pagaban ni siquiera quinientas pesetas de sueldo, despreciaba profundamente a las personas para quienes quinientas pesetas, o "veinticinco luises", como él decía, eran una cantidad respetable, y las consideraba como pertenecientes a una raza de parias indignos del Gran Hotel. Sin embargo, en aquel Palace había personas que pagaban poco y a pesar de ello gozaban la estima del director, pero siempre que éste estuviera convencido de que si reparaban en gastos no era por pobreza, sino por avaricia. Porque, en efecto la avaricia en nada menoscaba el prestigio de un individuo, pues es un vicio, y como tal se da en todas las clases sociales. Y la posición social era la única cosa en que se fijaba el director, o, mejor dicho, los indicios de que se gozaba una posición muy elevada, como el no descubrirse al penetrar en el
hall
, llevar
knickerbockers
o abrigo entallado, o sacar un cigarro con sortija encarnada y dorada, de una petaca de tafilete liso, preeminencias todas éstas de que yo carecía. Esmaltaba su conversación comercial con frases selectas, pero empleadas a tuertas. Mi abuela, sin darse por molesta porque el director la escuchaba sin quitarse el sombrero y silbando, le preguntaba, con entonación artificial: "¿Cuáles son los precios?… ¡Ah!, muy caros para mi presupuesto"; y yo mientras, sentado en un banco, la oía, y me refugiaba en lo más hondo de mí mismo, esforzándome por emigrar hacia pensamientos de eternidad, por no dejar nada mío, nada vivo en la superficie de mi cuerpo —insensibilizada como la de esos animales que por inhibición se hacen los muertos al verse heridos—, con objeto de no sufrir tanto en aquel lugar, donde mi absoluta falta de costumbre se me hacía aún más sensible al ver lo muy acostumbrados que a él debían de estar esa dama elegante a quien el director testimoniaba su respeto permitiéndose familiaridades con el perrito que la seguía, aquel pisaverde que entraba, con su plumita en el sombrero, preguntando si no había cartas, y todas aquellas personas para quienes el acto de subir los escalones de imitación a mármol significaba volver a su
home
Al mismo tiempo, unos señores que, aunque muy poco versados probablemente en el arte de "recibir", llevaban el título de "encargados de recepción" me lanzaban severamente la mirada de Minos, de Eaco y de Radamanto, mirada en la que se hundía mi alma desamparada como en desconocido abismo donde no tenía protección posible; más lejos, detrás de unos cristales, veíase a la gente sentada en un salón de lectura para cuya descripción me hubiera sido menester pedir a Dante, ya los colores con que pinta el Paraíso, ya los del Infierno, según pensara yo en la dicha de los elegidos que tenían derecho a entrar allí a leer con toda tranquilidad o en el terror que me causaría mi abuela si ella, tan despreocupada por este género de impresiones, me mandaba entrar en aquel salón.
Aun aumentó mi impresión de soledad al cabo de un momento. Como confesé a mi abuela que no me encontraba bien y que me parecía que tendríamos que volvernos a París, me dijo ella, sin protesta alguna, que iba a hacer unas compras, necesarias tanto en el caso de que nos quedáramos corno en el contrario (compras que, según luego averigüé, eran todas para mí, porque Francisca se había llevado muchas cosas que me hacían falta); yo, para esperarla, salí a dar una vuelta por las calles; tan llenas de gente estaban, que reinaba en ellas la misma calurosa atmósfera de una habitación; aun estaban abiertas algunas tiendas, la peluquería y una pastelería, donde tomaban helados los parroquianos, delante de la estatua de Duguay-Trouin. Estatua que me causó tanto agrado como puede causar el verla en fotografía al pobre enfermo que hojea un periódico ilustrado en la sala de espera de un cirujano. Y al pensar que el director me había aconsejado aquel paseo por la ciudad a título de distracción, y que ese lugar de suplicio que a uno le parece toda nueva morada era para ciertas personas "lugar de delicias", como decía el prospecto del hotel, que quizá exagerara, pero que indudablemente expresaba halagadoramente la opinión de la clientela, me asombré de la diferencia que existía entre las demás personas y yo. Cierto que el prospecto invocaba para atraer la gente al Gran Hotel, no sólo la "exquisita cocina" y "la vista ideal de los jardines del Casino", sino también "las leyes de Su Majestad la Moda, que no pueden violarse impunemente sin pasar por un beocio, a lo cual no quiere exponerse ninguna persona bien educada". Mi deseo de ver a mi abuela era muy grande, porque tenía miedo de haberle causado una desilusión. Debía de estar descorazonada con la idea de que si yo no podía resistir el cansancio habría que desesperar de que me pudiese sentar bien ningún viaje. Resolví volver al hotel a esperarla; el director en persona dio a un timbre, y un personaje que para mí era desconocido, llamado
lift
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(y que estaba instalado en lo más alto del hotel, en un lugar correspondiente a la linterna de una iglesia normanda, como un fotógrafo en su estudio de cristales o un organista en su cámara), empezó a descender hacia mí con la agilidad de una ardilla casera, industriosa y domesticada. Y luego, trepando a lo largo de un pilar, me arrastró hacia la bóveda de la comercial nave del edificio. En todos los pisos veíanse al pasar escaleritas de comunicación que se desplegaban en abanicos de sombríos pasillos; tina camarera pasaba con una almohada en la mano. Y yo ponía en aquellas caras, indecisas con luz crepuscular, toda mi apasionada ilusión, como un antifaz, pero leía en sus miradas el horror de mi insignificancia. Para disipar en el curso de la interminable ascensión la mortal angustia que me causaba el atravesar en silencio el misterio de aquel claroscuro sin poesía, iluminado tan sólo por una fila de vidrieras correspondientes a los water-closet de los pisos, dirigí la palabra al joven organista, al autor de mi viaje y compañero de cautiverio, que seguía manejando los registros y tubos de su instrumento.
Me excusé por dejarle tan poco sitio, por la molestia que le daba, y le pregunté si no le incomodaba yo para el ejercicio de su arte; arte hacia el cual manifesté no sólo gran curiosidad, sino predilección, con objeto de lisonjear al virtuoso. Pero no me respondió, no sé si por la sorpresa que le causaron mis palabras, por la atención debida a su trabajo, por etiqueta, por sordera, por respeto al lugar en que estábamos, por miedo al peligro, por cortedad de inteligencia o por obediencia a la consigna del director.
Quizá no hay nada que dé mayor impresión de la realidad de las cosas exteriores que el modo como cambia de posición con respecto a nosotros una persona, por insignificante que sea, antes de haberla conocido y después. Era yo el mismo hombre que había tomado el tren para Balbec al caer de la tarde y seguía con la misma alma. Pero en esa alma, en aquel lugar que a las seis de la tarde contenía la expectación vaga y temerosa del momento de la llegada y la imposibilidad de imaginarme al director había ahora muchas cosas: los extirpados granos del rostro de aquel director cosmopolita (en realidad, naturalizado ciudadano de Mónaco, aunque era, como él decía, en su afán de usar expresiones distinguidas, sin darse cuenta de que eran defectuosas, de "originalidad" rumana), su ademán al pedir el
lift
, el propio ascensor, todo un friso de personajes de teatro guignol surgidos de aquella caja de Pandora llamada Gran Hotel, personajes innegables, inamovibles y esterilizantes, como todo lo que se ha movilizado ya. Pero, por lo menos, este cambio, en que yo no tuve intervención, me probaba que había ocurrido alguna cosa exterior a mí —por poco interés que tal cosa tuviera en sí misma y era yo como ese viajero que al comenzar su marcha tiene el sol delante y que luego, al verlo detrás de él, advierte que han pasado muchas horas. Estaba muerto de cansancio, tenía fiebre, y de buena gana me habría acostado, pero era imposible. Por lo menos hubiera deseado echarme un rato en la cama; pero de nada habría de servirme, porque no tenía medio de hacer descansar a ese conjunto de sensaciones que en cada uno de nosotros forman nuestro cuerpo consciente o nuestro cuerpo material, y porque los objetos desconocidos que lo rodeaban, al obligarlo a mantener siempre avizores sus percepciones, en actitud de vigilante defensiva, habrían colocado mi mirar y mi oír, mis sentidos todos, en posición tan estrecha e incómoda (aun estirando las piernas) como la del cardenal La Balue en la jaula aquella donde no podía estar de pie ni sentado. Nuestra atención es la que pone los objetos en un cuarto; el hábito es el que los quita y nos hace sitio. Para mí no había sitio en mi habitación de Balbec (mía sólo de nombre); estaba llena de cosas que no me conocían, que me devolvieron la desconfiada mirada que les eché, y que, sin hacer caso alguno de mi existencia, denotaron que yo venía a estorbar la suya, tan rutinaria. El reloj —en casa yo no oía el reloj más que unos cuantos minutos en cada semana, tan sólo cuando salía de alguna profunda meditación— siguió sin interrumpirse un instante, diciendo en desconocido idioma frases que debían de ser muy poco amables para mí, porque los cortinones color de violeta lo escuchaban sin contestar nada, pero en actitud semejante ala de una persona que se encoge de hombros para indicar que le molesta la vista de un tercero. Aquellas cortinas prestaban a la habitación, tan alta, un carácter casi histórico, que la hacía muy adecuada a la escena del asesinato del duque de Guisa y luego a una visita de turistas guiados por un cicerone de la Agencia Cook, pero en ningún modo buena para que yo durmiera. Atormentábame la presencia de unos estantes con vitrinas que corrían a lo largo de las paredes; pero, sobre todo, había un gran espejo atravesado en medio de la habitación, cuya desaparición sería necesaria para que yo pudiese tener algún descanso. A cada momento alzaba la vista —que en mi cuarto de París no se sentía incomodada por los objetos exteriores, como no se sentía incomodada por mis propias pupilas, porque no eran aquellas cosas sino anejos de mis órganos, una ampliación de mi persona— hacia el techo sobrealzado de aquella torre de lo alto del hotel que escogiera mi abuela para habitación mía; y hasta regiones más íntimas que las de la vista y del oído, hasta esa región en que percibimos la calidad de los olores, casi en el interior de mí mismo, hasta mis últimas trincheras, lanzaba sus ataques el olor a petiveria, y yo les oponía, no sin cansarme, la respuesta inútil e incesante del alarmado resoplar. Y como no tenía alrededor ningún universo ni habitación alguna, como no tenía sino un cuerpo amenazado por los enemigos que me cercaban, invadido hasta los huesos por la fiebre, me sentí solo, tuve deseos de morir. Y entonces entró mi abuela, e infinitos espacios se abrieron para que pudiera expansionarse mi derrotado corazón.