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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico, Narrativa

A la sombra de las muchachas en flor (31 page)

BOOK: A la sombra de las muchachas en flor
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Y a esa impresión que tenían las personas que no estaban en el secreto del
footing
diario de Odette, impresión de que se paseaba por la avenida del Bosque como por la vereda de un jardín suyo, contribuía el hecho de que aquella mujer; que desde el mes de mayo pasaba muelle y majestuosamente sentada, como una deidad, en la suave atmósfera de una victoria de ocho resortes, con el mejor tiro y las más elegantes libreas de París, iba ahora a pie y sin coche detrás.

Cuando la señora de Swann iba así, a pie, con moderado paso por causa del calor, parecía haber cedido a la satisfacción de tina curiosidad, entregándose a una elegante infracción de las reglas del protocolo, como esos soberanos que, sin consultar a nadie y acompañados por la admiración de un séquito un tanto escandalizado, que no se atreve a formular ninguna crítica salen de su palco durante una función de gala para visitar el
foyer
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, confundiéndose por unos minutos con los demás espectadores. Así, el público se daba cuenta de que entre ellos y la señora de Swann se alzaban esas barreras creadas por una determinada especie de riqueza, y que al parecer son las más infranqueables de todas. Porque también la gente del barrio de Saint-Germain tiene sus barreras, pero no tan patentes para los ojos y la imaginación de los "desharrapados". Los cuales no sentirán al lado de una gran señora más sencilla, menos distante del pueblo, más fácil de confundir con una dama de la burguesía, ese sentimiento de desigualdad social, casi de indignidad, que experimentan cuando tienen delante a una señora de Swann. Indudablemente a esta clase de mujeres no las impresiona, como al público, el brillante aparato de que se rodean, ni siquiera se fijan en él, a fuerza de estar acostumbradas; y acaban por considerarlo naturalísimo y necesario y por juzgar a los demás seres con arreglo a su mayor o menor iniciación en estos hábitos de lujo; de suerte que (precisamente por ser la grandeza que ellas ostentan y que descubren en los demás completamente material, muy fácil de apreciar, muy larga de adquirir y difícil de compensar) si esas mujeres clasifican a un transeúnte en inferiorísimo rango, hácenlo del mismo modo que el transeúnte las puso a ellas en lugar muy encumbrado, es decir, inmediatamente, a primera vista y sin apelación posible. Quizá no exista ya, por lo menos con idéntico carácter y encanto, esa particularísima clase social en la que se codeaban entonces mujeres como lady Israels con otras de la aristocracia y con la señora de Swann, que más adelante habría de tratarlas a todas ellas; clase intermedia, inferior al barrio de Saint-Germain, puesto que lo cortejaba, pero superior a todo lo que no fuera barrio de Saint-Germain y que tenía por peculiar carácter el que, a pesar de estar más alta que la sociedad de los ricos, seguía siendo la riqueza, pero la riqueza dúctil, obediente a un designio, a un pensamiento artístico; el dinero maleable, poéticamente cincelado y que sabe sonreír. Además, que las mujeres que la constituían no pueden tener ya hoy la que era condición primordial de su imperio, puesto que casi todas perdieron con los años su belleza. Porque la señora de Swann iba encumbrada no sólo en su noble riqueza, sino en la gloriosa plenitud de su estío, maduro y sabroso, cuando al adelantarse, majestuosa, sonriente y benévola, por la avenida del Bosque veía, como Hipatias, rodar los mundos a sus pies. Había muchachos que pasaban mirándola ansiosamente, indecisos, dudando si sus vagas relaciones con ella (tanto más cuanto que apenas estaban presentados a Swann y temían que no los conociese ahora) eran motivo bastante para que se tomaran la libertad de saludarla. Y se decidían al saludo, temblorosos ante las consecuencias, preguntándose si su ademán de provocadora y sacrílega audacia atentado a la inviolable supremacía de una casta, no iba a desencadenar catástrofes o a atraerles un castigo divino. Pero el saludo no hacía sino determinar, como resorte de relojería, toda una serie de movimientos de salutación en aquellos muñecos que componían el séquito de Odette, empezando por Swann, que alzaba su chistera, forrada de cuero verde, con sonriente gracia, aprendida en el barrio de Saint-Germain, pero ya sin aquella indiferencia con que antaño la acompañaba. Había substituido la tal indiferencia (como si en cierto modo se hubiera dejado penetrar por los prejuicios de Odette) con un sentimiento mixto de fastidio, por tener que saludar a una persona bastante mal vestida, y de satisfacción, al ver cuánta gente conocía su esposa; y traducía este doble sentimiento diciendo a los elegantes amigos que lo acompañaban: "¡Otro más! ¡La verdad es que yo no sé dónde va Odette a buscar esos tipos!" Entre tanto, la señora de Swann, después de haber contestado con una inclinación de cabeza al alarmado transeúnte, que ya se había perdido de vista, pero que aún seguiría emocionado, se volvía hacia mí, diciéndome:

—¿De modo que se acabó? ¿No irá usted a ver a Gilberta ya nunca? Me alegro de ser yo una excepción y de que no me abandone" usted a mí por completo. Siempre me agrada verlo, pero también me gustaba la buena influencia que tenía usted en el ánimo de mi hija. Y se me figura que ella también lo siente. Pero no quiero tiranizarlo, no vaya a ser que tampoco quiera usted tratarse conmigo.

Swann llamaba la atención a su esposa:

—Odette, Sagan, que te saluda.

En efecto, el príncipe, obligando a su caballo a dar la cara, en magnífica apoteosis, como en ejercicio de teatro o de circo, o en un cuadro antiguo, dedicaba a Odette un gran saludo teatral y como alegórico, amplificación de toda la caballerosa cortesía de un gran señor que se inclina respetuosamente delante de la Mujer, aunque sea personificada en una mujer con la que no puede tratarse su madre o su hermana. Y a cada momento saludaban a la señora de Swann, inconfundible en aquel fondo de líquida transparencia y de luminoso barniz de sombra que sobre ella derramaba su sombrilla, jinetes rezagados en aquella avanzada hora, que pasaban, como en el cinematógrafo, al galope por la 'Avenida, inundada en sol claro; señoritos de círculo, cuyos nombres, célebres para el público —Antonio de Castellane, Adalberto de Montmorency—, eran para Odette familiares nombres de amigos. Y como la duración media de la vida —la longevidad relativa— es mucho mayor en lo que se refiere a los recuerdos de sensaciones poéticas que en lo relativo a' las penas del corazón, sucede que hace ya mucho tiempo se desvanecieron los sufrimientos que me hizo pasar Gilberta; pero, en cambio, los sobrevive el placer que siento cada vez que quiero leer en una especie de reloj de sol los minutos que median entre las doce y cuarto y la una en las mañanas de mayo y me veo hablando con la señora de Swann al amparo de su sombrilla, como bajo el reflejo de un cenador de glicinas.

* * *

Dos años después, cuando marché a Balbec con mi abuela, Gilberta me era ya casi por completo indiferente. Cuando me sentía yo dominado por el encanto de una cara nueva y esperanzado de conocer las catedrales góticas y los jardines y palacios de Italia con ayuda de otra muchacha distinta, se me ocurría pensar, melancólicamente, que nuestro amor, en cuanto amor por una determinada criatura, no debe de ser quizá cosa muy real, puesto que aunque lo enlacemos por ilusiones dolorosas o agradables durante algún tiempo a una mujer y vayamos hasta la creencia de que ella fue quien inspiró ese amor de un modo fatal, en cambio, cuando por voluntad o sin ella nos deshacemos de dichas asociaciones mentales, ese amor, cual si fuese espontáneo y salido únicamente de nosotros mismos, renace para entregarse a otra mujer. Sin embargo, en el momento de mi marcha a Balbec y en los primeros tiempos de mi estada allí la indiferencia mía era tan sólo intermitente. Como nuestra vida es muy poco cronológica y entrevera tantos anacronismos en el sucederse de los días, yo a menudo vivía en horas más viejas que las del ayer o el anteayer, en horas de mi antiguo amor por Gilberta. Y entonces me daba pena no verla, cual me ocurría en aquellos tiempos pasados. El yo que la quiso, substituido ahora casi enteramente por otro, volvía a surgir, y más bien al conjuro de una cosa fútil que de una importante. Por ejemplo, y digo esto para anticipar algo referente a mi temporada en Normandía, oí en Balbec a un desconocido que pasaba por el paseo del dique: "La familia del subsecretario del Ministerio de Correos…" En aquel momento (como yo aún no sabía que dicha familia estaba llamada a tener gran influencia en mi vida) esas palabras debían haberme sido indiferentes, pero me dolieron mucho; dolor que sintió un yo, borrado hacía mucho tiempo, al verse separado de Gilberta. Y es que hasta ese instante no había vuelto a acordarme de una conversación que Gilberta mantuvo con su padre delante de mí, y que versaba sobre la "familia del subsecretario del Ministerio de Correos". Porque los recuerdos de amor no' son una excepción de las leyes generales de la memoria, leyes dominadas por las generales de la costumbre. Y como la costumbre lo debilita todo, precisamente lo que mejor nos recuerda a un ser es lo que teníamos olvidado (justamente porque era cosa insignificante y no le quitamos ninguna fuerza). Porque la mejor parte de nuestra memoria está fuera de nosotros, en una brisa húmeda de lluvia, en el olor a cerrado de un cuarto o en el perfume de una primera llamarada: allí dondequiera que encontremos esa parte de nosotros mismos de que no dispuso, que desdeñó nuestra inteligencia, esa postrera reserva del pasado, lo mejor, la que nos hace llorar una vez más cuando parecía agotado todo el llanto. ¿Fuera de nosotros? No, en nosotros, por mejor decir; pero oculta a nuestras propias miradas, sumida en un olvido más o menos hondo. Y gracias a ese olvido podemos de vez en cuando encontrarnos con el ser que fuimos y situarnos frente a las cosas lo mismo que él; sufrir de nuevo, porque ya no somos nosotros, sino él, y él arpaba eso que ahora nos es indiferente. En la plena luz de la memoria habitual las imágenes de lo pasado van palideciendo poco a poco, se borran, no dejan rastro, ya no las podremos encontrar. Es decir, no las podríamos encontrar si algunas palabras (como "subsecretario del Ministerio de Correos") no se hubieran quedado cuidadosamente encerradas en el olvido, lo mismo que se deposita en la Biblioteca Nacional el ejemplar de un libro que sin esa precaución no se hallaría nunca.

Pero ese dolor y ese rebrote de cariño a Gilberta fueron tan poco duraderos como los de los sueños, y eso debido a que en Balbec la vieja Costumbre no estaba presente para infundirles vida. Y si esos efectos de la Costumbre son aparentemente contradictorios, es porque está regida por leyes múltiples. En París se me fue haciendo Gilberta cada vez más indiferente gracias a la Costumbre. Y el cambio de costumbres, es decir, la cesación momentánea de la Costumbre, remató esa obra de la Costumbre cuando me fui a Balbec. Y es que el Hábito debilita, pero estabiliza: trae consigo la desagregación, pero la hace durar mucho. Hacía muchos años que mi estado de ánimo de hoy era un calco mejor o peor de mi estado de ánimo de ayer. Y en Balbec una cama nueva a la que me traían por las mañanas un desayuno distinto del de París ya no podía sustentar los pensamientos de que se nutría mi amor a Gilberta; se dan casos (raros, es verdad) en que, como el estado sedentario inmoviliza el curso de los días, el mejor medio de ganar tiempo es mudar de sitio. Mi viaje a Balbec fue como la primera salida de un convaleciente que sólo esperaba eso para darse cuenta de que ya está bueno.

Hoy ese viaje se haría en automóvil, creyendo que así es más agradable. Claro que hecho de esa manera sería, en cierto sentido, de mayor veracidad, puesto que se podrían observar más de cerca y con estrecha intimidad las diversas gradaciones con que cambia la superficie de la tierra. Pero, al fin y al cabo el placer específico de un viaje no estriba en poder apearse donde uno quiera ni en pararse cuando se está cansado, sino en hacer la diferencia que existe entre la partida y la llegada no todo lo insensible que nos sea dado, sino lo más profunda que podamos; en sentir esa distinción en toda su totalidad, intacta, tal y como existía en nuestro pensamiento cuando la imaginación nos llevaba del lugar habitado a la entraña del lugar deseado, de un salto milagroso, y milagroso no por franquear una gran distancia, sino porque unía dos individualidades distintas de la tierra llevándonos de un nombre a otro nombre; placer que esquematiza (mucho mejor que un paseo donde baja uno en el lugar que quiere y no hay llegada posible) esa operación misteriosa que se cumple en los parajes especiales llamados estaciones, las cuales, por así decirlo, no forman parte de la ciudad, sino que contienen toda la esencia de su personalidad, al igual que contienen su nombre en el cartel indicador.

Pero nuestra época tiene en todo la manía de no querer mostrar las cosas sino en el ambiente que las rodea en la realidad, y con ello suprime lo esencial, esto es, el acto de la inteligencia que las aisló de lo real. Se "presenta" un cuadro entre muebles, figurillas y cortinas de la misma época, en medio de un decorado insípido que domina la señora de cualquier palacio de hoy, gracias a las horas pasadas en bibliotecas y archivos, aunque fuera hasta ayer una ignorante; y en ese ambiente, la obra magistral que admiramos al mismo tiempo de estar cenando no nos inspira el mismo gozo embriagador que se le puede pedir en la sala de un museo, sala que simboliza mucho mejor, por su desnudez y su carencia de particularidades, los espacios interiores donde el artista se abstrajo para la creación.

Desgraciadamente, esos maravillosos lugares, las estaciones, de donde sale uno para un punto remoto, son también trágicos lugares; porque si en ellos se cumple el milagro por el cual las tierras que no existían más que en nuestro pensamiento serán las tierras donde vivamos, por esa misma razón es menester renunciar al salir de la sala de espera a vernos otra vez en la habitación familiar que nos cobijaba hacía un instante. Y hay que abandonar toda esperanza de volver a casa a acostarnos cuando se decide uno a penetrar en ese antro apestado, puerta de acceso al misterio, en uno de esos inmensos talleres de cristal, como la estación de Saint-Lazare, donde iba yo a buscar el tren de Balbec, y que desplegaba por encima de la despanzurrada ciudad uno de esos vastos cielos crudos y preñados de amontonadas amenazas dramáticas, como esos cielos, de modernidad casi parisiense, de Mantegna o del Veronés, cielo que no podía amparar sino algún acto terrible y solemne, como la marcha a Balbec o la erección de la Cruz.

Mi cuerpo no puso objeción alguna al tal viaje mientras que me contenté con mirar la iglesia persa de Balbec, rodeada de jirones de tempestad, desde mi cama de París. Pero empezaron cuando comprendió que lo del viaje también iba con él y que la noche de nuestra llegada a Balbec me llevarían a un "mi" cuarto que él no conocía. Aún fue más profunda su protesta cuando la víspera de nuestra salida me enteré de que mamá no nos acompañaría, porque mi padre, que tenía que quedarse en París, por asuntos del ministerio, hasta que emprendiera su viaje a España con el señor de Norpois, prefirió alquilar un hotelito cerca de París. Por lo demás, la contemplación de Balbec no se me antojaba menos codiciable por tener que comprarla a costa de un dolor: al contrario, ese dolor para mí representaba y garantizaba la realidad de la impresión que iba yo a buscar, impresión imposible de substituir con ningún espectáculo llamado equivalente, con ningún "panorama" que se pudiera ver sin que eso le impidiera a uno volver a acostarse a su cama. No era la primera vez que me daba yo cuenta de que los seres que aman no son los mismos seres que gozan. Yo creía tener un deseo tan fuerte de Balbec como el doctor que me asistía, el cual me dijo la mañana de mi marcha, todo extrañado de mi aspecto alicaído: "Le aseguro que si tuviera ocho días para irme a tomar el fresco a un puerto de mar no me haría rogar. Tendrá usted carreras de caballos, regatas, en fin, una cosa exquisita". Pero ya sabía yo aun antes de ir a ver a la Berma, que el objeto de mi amoroso deseo, fuera el que fuese, habría de hallarse siempre al cabo de una penosa persecución, y en la tal persecución tendría que sacrificar mi placer a ese bien supremo, en vez de encontrarlo en ese bien supremo.

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