A aquel restaurante solían ir no sólo
demi-mondaines
, sino también gente de la más elegante sociedad, que iban a merendar a las cinco o que daban allí comidas. Las mesas de merienda estaban colocadas en una larga galería cerrada con vidrieras, estrechas y en forma de pasillo, que ponía en comunicación el vestíbulo con el comedor; por un lado daba dicha galería al jardín, del que estaba separada únicamente por unas cuantas columnas y por las vidrieras, algunas de ellas abiertas. Le esta disposición resultaba que allí siempre había corrientes de aire, bruscas e intermitentes oleadas de sol, y una claridad tan cegadora que casi no se veía a las señoras que estaban merendando; de modo que las damiselas se apilaban de dos en dos mesas a lo largo del estrecho gollete, y como hacían visos a cada uno de sus ademanes para tomar el té o al saludarse unas a otras, la galería venía a asemejarse a un vivero de peces o a una nasa donde el pescador junta muchos pececillos que asoman la cabeza casi fuera del agua, y que bañados por el sol relucen con cambiantes reflejos.
Unas horas después, durante la cena, que se servía, claro es, en el comedor, se encendían ya las luces, aunque afuera aún había claridad, de suerte que en el jardín veía uno, junto a pabellones iluminados por la luz crespuscular y que parecían pálidos espectros nocturnos, alamedas de glauco follaje atravesadas por los últimos rayos solares, y que vistas desde el iluminado comedor parecían, allí detrás de los cristales —no como las damas de la merienda en el pasillo azul y oro, peces dentro de una red húmeda y chispeante—, vegetaciones de un gigantesco acuario, verde y pálido, alumbradas con luz sobrenatural. Levantábase la gente de las mesas: los invitados, durante la cena se entretuvieron en mirar a los de la mesa de al lado, en preguntar quiénes eran, en reconocerlos, y estaban muy bien sujetos con perfecta cohesión allí alrededor de su mesa; pero la fuerza de atracción que los hacía gravitar entorno a su anfitrión de aquella noche perdía mucha potencia a la hora del café, que se servía en la misma galería de merendar; solía ocurrir que en el momento en que toda una mesa de invitados pasaba del comedor al pasillo, alguno o algunos de sus corpúsculos la abandonaban porque habían sufrido la fuerte atracción de la mesa de enfrente, y se desprendían de su grupo, en el que venían a substituirlos damas y caballeros de la cena rival, que se acercaban a saludar a unos amigos y se iban en seguida, diciendo:
"Bueno, me marcho en busca del señor X., es mi anfitrión de esta noche". Y por un momento se podía pensar en dos ramilletes distintos que cambiaban entré sí algunas de sus flores. Luego la galería se quedaba también desierta. A veces, corno aún había luz hasta después de terminada la cena, el largo corredor se dejaba sin encender, y parecía, con aquellos árboles que se inclinaban al otro lado de las vidrieras, la alameda de un jardín frondoso y obscuro. Y alguna vez, entre sus sombras, quedaba, sentada a la mesa, una dama rezagada.
Una noche, al atravesar la galería en busca de la salida, reconocí en medio de un grupo de gente desconocida a la hermosa princesa de Luxemburgo. Yo me quité el sombrero, sin pararme. La princesa me conoció e hizo, sonriente, una inclinación de cabeza y por encima de ese saludo, emanando del mismo movimiento, se elevaron melodiosamente algunas palabras a mí destinadas, que debía de ser un "¡buenas noches!", un poco largo, no para que yo me detuviese, sino tan sólo para completar el saludo, para que fuese un saludo hablado. Pero las palabras quedáronse en tal vaguedad, y con tanta dulzura se prolongó el indistinto son con que a mí llegaron y que tan musical me pareció, que aquel saludo fue como si en el follaje sombrío del jardín hubiese roto a cantar un ruiseñor. Algunas veces Saint-Loup se encontraba con un grupo de amigos y decidía que fuésemos a acabar la noche en su compañía al Casino de alguna playa cercana; Roberto se iba solo con ellos y a mí me colocaba solo en un coche; pero yo recomendaba al cochero que fuese a toda velocidad con objeto de que se acortaran los instantes que tenía que pasarme sin tener la ayuda de nadie, para no tener que suministrar yo mismo a mi sensibilidad —dando marcha atrás y saliendo de la pasividad en que me veía cogido como en un engranaje— esas modificaciones que desde el momento de llegar a Rivebelle recibía yo de los demás. Ni; el posible choque con un coche que viniese en dirección contraria por aquellos angostos senderos, tan sumidos en la obscuridad; ni la poca firmeza del suelo, desmoronado a trechos hacia el acantilado; ni lo próximo de la ribera, cortada a pico, bastaba para provocar en mi ánimo el pequeño esfuerzo que se hubiese requerido para traer hasta mi inteligencia la representación y el temor del peligro. Y es que así como lo que nos posibilita la creación de una obra no es el deseo de celebridad, sino la costumbre de ser laborioso, igualmente ocurre que lo que nos sirve de ayuda para preservar de riesgo nuestro futuro no es la alegría del presente, sino la prudente reflexión de lo pasado. Yo al llega Rivebelle había arrojado muy lejos las muletas del razonamiento del cuidado de sí mismo, que ayudan a nuestra flaqueza a ver el camino recto, y era presa de una especie de ataxia moral; añádase que el alcohol, poniéndome los nervios en tensión excepcional, infundió a los minutos actuales rica calidad y encanto, pero que no por eso me daban fuerza ni resolución para defenderlos; así, que estaba encerrado en el presente al modo de los héroes y los borrachos; mi pasado, en momentáneo eclipse, ya no proyectaba por delante de mí esa sombra suya que llamamos lo por venir, y yo colocando la finalidad de mi vida no en la realización de los ensueños de ese pasado, sino en la felicidad del minuto presente, no veía nada más allá de tal instante. De modo que por una contradicción, contradicción sólo aparente, en el mismo momento en que experimentaba desusado placer, cuando sentía que mi vida podría ser dichosa, es decir, cuando más valor debía de haberle concedido, iba yo, liberado ahora de las preocupaciones que me inspiraba, a entregarla sin vacilación al riesgo de un accidente. Y al obrar así no hacía otra cosa que concentrar en una noche la incuria que para los demás hombres está diluida en su existencia entera, en esa vida en la que afrontan a diario y sin necesidad los peligros de un viaje por mar, de un paseo en aeroplano o en automóvil, cuando en casa les está esperando un ser a quien destrozarían con su muerte, o cuando aun tienen confiado tan sólo a la fragilidad de su cerebro el libro cuyo remate es el único motivo de su existencia. Y así me pasaba a mí en el restaurante de Rivebelle las noches que nos quedábamos allí; como no se me representaban sino en una irreal lejanía la persona de mi abuela, de mi vida por venir; los libros que tenía que escribir, me unía yo por entero al aroma de la mujer que estaba en la mesa de al lado, a la corrección de los maestresalas, al contorno de vals que estaban tocando, y me quedaba apegado a la sensación presente sin más extensión por delante que la de esa sensación ni otro deseo que el de no separarme de ella; así, que si en ese momento hubiese llegado alguien con designio de darme muerte, habríala yo recibido bien apretado contra esa sensación, sin defensa alguna, sin movimiento, abeja adormecida por el humo del tabaco, que ya no se cuida de poner a cubierto de daño la provisión de sus acumulados esfuerzos y la esperanza de su colmena.
Conviene decir que esa insignificancia en que caían las cosas más graves, por contraste con lo violento de mi exaltación, acabó por abarcar también a la señorita de Simonet y a sus amigas.
El empeño de conocerlas se me antojaba ahora fácil, pero indiferente, porque lo único que para mí tenía importancia era mi sensación presente gracias a su extraordinaria fuerza, a la alegría que determinaban sus más mínimas modificaciones y hasta por el hecho de su mera continuidad; y todo lo demás, padres, trabajo, placeres, muchachas de Balbec, pesaba lo mismo que un poco de espuma en el seno de la fuerte ráfaga que no la deja posarse, y no existía sino en relación con esa interna potencia; porque la embriaguez realiza por unas horas el idealismo subjetivo, el fenomenalismo puro; todo se convierte en apariencias y existe únicamente en función de nuestro sublime yo. Y no quiere decir esto que un amor de verdad, si por acaso tal amor nos posee, sea incapaz de subsistir en semejante estado. Pero de tal manera sentimos, como si estuviésemos en una atmósfera nueva, que desconocidas presiones han cambiado las dimensiones de ese sentimiento, que ya se nos hace imposible seguir considerándolo como antes. Y nos encontramos, sí, con ese mismo amor, pero en lugar distinto, sin pesar sobre nosotros, satisfecho de la sensación que le concede el presente, y que nos basta porque no nos preocupa nada que no sea actual. Desgraciadamente, el coeficiente que así trastorna los valores sólo tiene poder durante unas horas de embriaguez. Mañana esas personas que no tenían importancia, a las que soplábamos como burbujas de jabón, habrán recobrado su plena densidad; menester será ponerse de nuevo a esos trabajos que ya no significaban nada. Y ocurre aún algo más grave, y es que esa matemática del otro día, la misma de ayer, con cuyos problemas tendremos que volver a entendérnoslas inexorablemente, es la misma que nos rige también durante las horas de embriaguez, para todos menos para nosotros mismos. Si anda por cerca de nosotros una mujer virtuosa u hostil, esa cosa tan difícil el día antes —lograr agradarla— nos parece ahora mucho más fácil sin serlo en realidad, porque si hemos cambiado es únicamente a nuestros propios ojos, para nuestra mirada interior. Y tan enfadada está ahora ella porque nos hemos permitido una familiaridad, como el día siguiente lo estaremos nosotros recordando que dimos a un
botones
cien francos de propina; y ambas cosas, por la misma razón, para nosotros un poco más retrasada: el no estar borrachos.
Yo no conocía a ninguna de las mujeres que estaban en Rivebelle, y que por la circunstancia de formar parte de mi embriaguez, como los reflejos forman parte del, espejo, se me antojaban mucho más codiciadas que aquella señorita de Simonet, cada vez menos existente. Una muchacha rubia, solitaria, de aire tristón, y que llevaba un sombrero de paja con florecillas campestres, me miró un instante con soñadora mirada, y me fue simpática. Lo mismo me ocurrió luego con otras dos, y por último, con una morena de magnífica tez. Yo no las conocía, pero Roberto trataba a casi todas ellas.
Antes de haber conocido a la que entonces era su querida, Roberto había vivido tan dentro del restringido círculo de la vida alegre, que entre todas aquellas mujeres que solían ir a cenar a Rivebelle, y muchas de las cuales estaban allí por casualidad, porque habían ido en busca de un amante nuevo o en recobro de un amante perdido, no había una a la que no conociese por haber pasado, él o alguno de sus amigos, una noche con ella. Cuando estaban con un hombre, Roberto no las saludaba, y ellas, aunque lo miraban más que a otro cualquiera, porque su conocida indiferencia por toda mujer que no fuese su actriz lo revestía a los ojos de estas muchachas de singular prestigio, aparentaban no conocerlo. Había una que murmuraba: "Mira, mira a Saint-Loup. Dicen que sigue enamorado de su pendón. Es su gran pasión. ¡Buen mozo, eh! A mí me gusta mucho, con ese
chic
que tiene. ¡La verdad es que hay mujeres con una suerte atroz! ¡Y es
chic
en todo, sabes! Lo traté cuando estaba yo con d'Orleans, eran inseparables. Lo que es entonces se divertía de lo lindo, pero ahora ya no le hace ninguna infidelidad. Ya puede decir que tiene suerte. Y yo no sé por dónde la ve guapa. Tiene que ser un tonto de remate. Tiene unos pies como casas y bigotes a la americana, y es muy puerca. Sus pantalones no los tomaría ni una modistilla. Pero ¡fíjate qué ojos tan bonitos tiene él: es un hombre para hacer cualquier tontería! Mira, ya me ha conocido, ¿ves cómo se ríe? Ya lo creo que me ha conocido, háblale de mí y verás". Y entonces sorprendía yo entre ellas y Roberto una mirada de inteligencia. Hubiese sido mi deseo que me presentara a esas mujeres, pedirles una cita y lograrla, aunque luego no pudiera yo acudir. Porque sin ello su rostro seguiría por siempre en mi memoria desprovisto de esa parte de sí mismo —que parece oculta tras un velo—, distinta en cada mujer, imposible de imaginar sin haberla visto y que únicamente se asoma en la mirada que nos dirige para acceder a nuestro deseo y prometernos que será satisfecho. Y sin embargo, su rostro, aunque así limitado, me decía a mí mucho más que el de las mujeres reputadas de virtuosas, y no se me representaba, como el de estas últimas, soso, sin nada debajo, compuesto de una pieza única y sin espesor. Indudablemente, esas caras no eran para mí lo mismo que debían de ser para Saint-Lóup, el cual por medio de la memoria, bajo aquella indiferencia, para él transparente, de las facciones inmóviles que afectaban no conocerlo o bajo la superficialidad del saludo igual al que hubiese dirigido a cualquier otra persona, recordaba, veía una boca entreabierta, unos ojos a medio cerrar, todo ello en un cuadro silencioso, como esos que los pintores tapan con otro cuadro decente para engañar a la mayoría de los visitantes. En mi caso ocurría lo contrario, porque como me daba cuenta de que en ninguna de aquellas mujeres había entrado elemento alguno de mi ser y de que nada mío se llevarían por los desconocidos caminos que tomaran sus vidas, esos rostros seguían tan cerrados. Pero ya era algo saber que podían abrirse, porque así me parecían de un precio que nunca hubiesen alcanzado caso de ser únicamente hermosas medallas y no medallones con recuerdos de amor dentro. Roberto, entretanto, tenía que esforzarse para estarse quieto; disimulaba tras su sonrisa de hombre de corte su avidez por las acciones de hombre de guerra, y yo, mirándolo bien, me percataba de cuánto debía de parecerse la enérgica osamenta de su cara triangular a la de sus antepasados, mucho más apta para un fogoso arquero que para un hombre culto y delicado. Asomaban tras la fina piel la construcción atrevida, la feudal arquitectura. Su testa traía a la mente el recuerdo de esas torres del homenaje de los viejos castillos, con sus inutilizadas almenas aun visibles, arregladas interiormente para servir de bibliotecas.
Al volver a Balbec iba yo diciéndome, con referencia a alguna de aquellas desconocidas a quienes me presentó: "¡Qué mujer tan deliciosa!"; y lo repetía sin parar, como el que canta un estribillo, sin darme cuenta casi. Claro es que esas palabras éranme dictadas antes por una predisposición nerviosa que por un juicio sólido. Pero eso no quita para que en el caso de haber llenado encima mil francos y estar abiertas a esas horas las joyerías no hubiese yo regalado una sortija a la damisela desconocida. Cuando las horas de nuestra vida se desarrollan como planos muy distintos, nos encontramos con que ayer nos prodigamos demasiado con personas que hoy nos parecen insignificantes. Pero se siente uno responsable de lo que se dijo y hay que hacer honor a ello.