Yo me aprovechaba de cualquier pretexto para ir a la playa a las horas que tenía esperanza de encontrarlas. Como una vez las vi pasar mientras que estábamos almorzando, ahora llegaba siempre tarde a almorzar, esperando indefinidamente en el paseo a ver si pasaban; el poco tiempo que estaba sentado a la mesa lo dedicaba a interrogar con la mirada el azul de la vidriera; me levantaba mucho antes del postre, para no perder la ocasión de verlas si acaso paseaban aquel día a otra hora, y llegaba a enfadarme con mi abuela, mala sin querer, cuando me hacía quedarme con ella más de la hora que a mí se me antojaba propicia. Para prolongar el horizonte ponía la silla un poco de lado; si por casualidad veía a alguna de las muchachas, como participaban todas de la misma especial esencia, sentía lo mismo que si hubiese sido proyectada allí enfrente de mí, en alucinación móvil y diabólica, algo de ese sueño enemigo, y sin embargo apasionadamente codiciado, que un momento antes no existía sino en mi cerebro, donde estaba estancado de manera permanente.
Con estar enamorado de todas, no estaba enamorado de ninguna, y, sin embargo, el encuentro posible con ellas era el único elemento delicioso de mis días, lo único que me inspiraba esas esperanzas en las que habrían de estrellarse todos los obstaculos; esperanzas a las que sucedían transportes de cólera cuando me quedaba sin verlas. En ese momento las muchachas eclipsaban a mi abuela, y me habría agradado cualquier viaje que tuviese como meta un lugar en donde ellas se hallaran. Cuando creía yo que estaba pensando en cualquier cosa o en nada, en realidad estaba pensando en ellas. Pero cuando estaba pensando en ellas, aun sin saberlo, resultaba que, todavía más inconscientemente, ellas eran para mí estas ondulaciones montuosas y azules del mar, aquel perfil de su desfile por delante del mar. Si había de ir a alguna ciudad dad en donde ellas estuviesen, con lo que esperaba yo encontrarme era con el mar. Y es que el amor más exclusivo que se tenga a una persona es siempre amor y algo más.
Mi abuela, como veía que ahora me interesaba yo en grado sumo por el golf y el tenis y dejaba pasar una ocasión de ver trabajara un artista de los más grandes y de escuchar sus palabras, me miraba con un poco de desprecio, que en mi opinión provenía de un punto de vista suyo demasiado estrecho. Ya entreví yo antes, .en los Campos Elíseos, una cosa de la que más tarde pude darme cuenta mejor, y es que cuando se está enamorado de una mujer se proyecta sencillamente sobre ella un estado de nuestra alma; por consiguiente, lo importante no es el valor de una mujer, sino la profundidad de dicho estado de ánimo; y las emociones que nos causa una muchacha mediocre acaso hagan salir a flor de nuestra conciencia partes de nosotros más íntimas y personales, más esenciales y remotas que el placer que se puede sacar de la conversación de un hombre superior o hasta de la misma contemplación admirativa de sus obras.
Al cabo no tuve más remedio que obedecer a mi abuela, cosa doblemente molesta porque Elstir vivía bastante lejos del paseo del dique, en una de las más recientes avenidas de Balbec. Como hacía mucho calor, tuve que tomar el tranvía que pasa por la calle de la Playa, e hice esfuerzos para imaginarme que estaba en el antiguo reino de los Cimerios, quizá en la patria del rey Mark o en el mismo emplazamiento de la selva de Brocelianda, y para no mirar el lujo de pacotilla de los edificios que iban pasando; de todos ellos quizá la villa de Elstir era el más suntuosamente feo, y lo alquiló a pesar de eso porque era el único hotel de Balbec donde podía tener un estudio amplio.
Y así, volviendo la vista crucé el jardín de la casa, que tenía su poco de tierra vestida de césped —como una reducción de cualquier casa de burgués en los alrededores de París—, su estatuita de galán jardinero, unas bolas de cristal donde podía uno verse, arriates de begonias y un cenadorcito con unas cuantas mecedoras delante de una mesa de hierro. Pero pasados todos estos contornos empapados de fealdad ciudadana, cuando me vi en el estudio ya no me fijé en las molduras color chocolate de los zócalos y me sentí henchido de felicidad, porque, gracias a todos los estudios de color que tenía alrededor, me di cuenta de la posibilidad de elevarme a un conocimiento poético, fecundo en alegrías, de muchas formas que hasta entonces no había yo aislado del espectáculo total de la realidad. Y el taller de Elstir se me apareció cual laboratorio de una especie de nueva creación del mundo, en donde había sacado del caos en que se hallan todas las cosas que vemos, pintándolas en diversos rectángulos de telas que estaban colocados en todas formas; aquí, una ola que aplastaba colérica contra la arena su espuma de color lila; allá, un muchacho, vestido de dril blanco, puesto de codos en el puente de un barco. La americana del joven y la salpicadora ola habían cobrado nueva dignidad por el hecho de que seguían existiendo, aunque ya no eran aquello en que aparentemente consistían, puesto que la ola no podía mojar y la americana no podía vestir a nadie.
En el momento en que entré, el creador estaba rematando, con el pincel que tenía en la mano, la forma de un sol poniente.
Los estores estaban echados en casi todas las ventanas, de suerte que la atmósfera del estudio era fresca y obscura, excepto en una parte de la habitación, donde la claridad del día ponía en la pared su decoración brillante y pasajera; no había abierta mías que una ventanita rectangular encuadrada de madreselvas, y por la que se veía una franja de jardín y al fondo una calle; de modo que el ambiente del estudio era, en su mayor parte, sombrío, transparente y compacto en su masa, pero húmedo y brillante en los rompientes, donde la luz le servía de engaste, como bloque de cristal de roca tallado y pulimentado a trechos, que se irisa y luce como un espejo. Mientras que Elstir seguía pintando, cediendo a mis ruegos, yo anduve por aquel claroscuro parándome delante de uno y otro cuadro.
La mayoría de los lienzos que me rodeaban no eran aquella parte de su obra que más ganas de ver tenía yo, porque me interesaban sobre todo su primera y segunda maneras, corno decía tina revista de arte inglesa que andaba rodando por la mesa del salón del Gran Hotel, la manera mitológica y la de influencia japonesa, representadas ambas perfectamente, decía el periódico, en la colección de la señora de Guermantes. Y, naturalmente, lo que más abundaba en su estudio eran marinas hechas en Balhec. Sin embargo, yo vi muy claro que el encanto de cada tina de esas marinas consistía en tina especie de metamorfosis de las cosas representadas, análoga a la que en poesía se denomina metáfora, y que si Dios creó las cosas al darles un nombre, ahora Elstir las volvía a crear quitándoles su denominación o llamándolas de otra manera. Los nombres que designan a las cosas responden siempre a una noción de la inteligencia ajena a nuestras verdaderas impresiones, y que nos obliga a eliminar de ellas todo lo que no se refiera a la dicha noción.
Me había sucedido muchas veces en el hotel de Balbec, por la mañana cuando Francisca descorría las cortinas y entraba la luz, o por la tarde, mientras que esperaba la hora de salir con, Roberto, que gracias a un efecto de sol tomaba yo la parte más sombría del mar por una costa lejana, o me quedaba mirando con Viran satisfacción una zona azul y fluida sin saber si era de mar o de cielo. En seguida mi inteligencia restablecía entre los elementos aquella separación que la impresión aboliera. Así, me sucedía en París que en mi cuarto oía rumor de disputa y alboroto antes de referir a su causa., por ejemplo, el rodar de un coche que se iba acercando, aquel ruido, del que eliminaba entonces las vociferaciones agudas y discordantes que mi oído percibió indubitablemente, pero que mi inteligencia sabía bien que no las causaba un coche. Pero la obra de Elstir estaba hecha con los raros momentos en que se ve la Naturaleza cual ella es, poéticamente. Una de las metáforas más frecuentes en aquellas marinas que había por allí consistía justamente en comparar la tierra al mar, suprimiendo toda demarcación entre una y otro. Y esa Comparación tácita e incansablemente repetida en un mismo lienzo es lo que le infundía la multiforme y potente unidad, motivo, muchas veces no muy bien notado, del entusiasmo que excitaba en algunos aficionados la pintura de Elstir.
Así, por ejemplo, en un cuadro reciente, que representaba el puerto de Carquethuit, y que yo miré mucho rato, Elstir preparó el ánimo del espectador sirviéndose para el pueblecito de términos marinos exclusivamente y para el mar de términos urbanos. Por aquí las casas ocultaban una parte del puerto; más allá una dársena de calafateo o el mar penetraban en la tierra formando golfo, cosa tan frecuente en esta costa; al otro lado de la punta avanzada en que estaba emplazado el pueblo asomaban por encima de los tejados (a modo de chimeneas o campanarios) unos mástiles que por estar así colocados parecían convertir a los barcos suyos en una cosa ciudadana, construida en la misma tierra; esa impresión aun se afirmaba con otros barcos, formados a lo largo del muelle, pero tan apretados y juntos, que los hombres hablaban de uno a otro barco sin que se pudiese distinguir la separación entre las embarcaciones ni el intersticio del agua: así, que esa flotilla parecía una cosa menos marina que las iglesias de Criquebec, por ejemplo, las cuales allá lejos, ceñidas de mar por todos lados, porque se las veía sin la ciudad que estaba al pie, entre una vibración de sol y olas, hubiérase dicho surgían de las aguas, y que, hechas de yeso o espuma, encerradas en el ceñidor de un arco iris versicolor, formaban parte de un cuadro místico e irreal. En el primer término de la playa el pintor había sabido acostumbrar a la vista a no reconocer frontera fija, demarcación absoluta, entre tierra y océano. Había unos hombres empujando barcas para echarlas al agua, que lo mismo corrían entre las olas que por la arena; y esa arena mojada reflejaba los cascos de las embarcaciones como si fuese agua. Ni el mar siquiera asaltaba la tierra regularmente, sino con arreglo a los accidentes de la playa, que con la perspectiva aun eran más variados; de tal modo, que un barco en plena mar, semioculto por las obras avanzadas del arsenal, parecía que bogaba por medio de la ciudad; unas mujeres cogían quisquillas entre las peñas, y como estaban rodeadas de agua y la playa formaba una depresión casi al nivel del mar, pasada la barrera circular de rocas (en los dos lados más próximos a tierra), habríase dicho que se hallaban en una gruta marina dominada por las olas y las barcas, milagrosamente abierta y resguardada en medio de las separadas ondas. Si todo el cuadro daba esa impresión de los puertos donde el mar entra en la tierra y la tierra es ya marina y la población anfibia, la fuerza del elemento marino estalla por todas partes; junto a las rocas en la boca del muelle, donde el mar estaba movido, advertíase por los esfuerzos de los marineros y la oblicuidad de las barcas, inclinadas en ángulo agudo, en contraste con la tranquila verticalidad de los almacenes, de la iglesia y de las casas del pueblo, en el que entraban unas barcas mientras que otras salían a la pesca, que las embarcaciones trotaban rudamente por encima del agua como a lomos de un animal rápido y fogoso, que a no ser por su destreza de jinetes los hubiese tirado al suelo con sus corcovos. Una b: bandada de gente iba de paseo, muy contenta en una barca, con las mismas sacudidas que en un carricoche; la gobernaba como con riendas, sujetando la fogosa vela, un marinero alegre, pero muy atento; todos estaban muy bien colocados para que no hubiese más peso en un lado que en otro y no dieran un vuelco; y así corrían por las soleadas campiñas y los rincones umbríos, bajando las cuestas a toda velocidad. La mañana era muy hermosa a pesar de la tormenta que había habido. Y se veía la potente actividad matinal para neutralizar el hermoso equilibrio de las barcas inmóviles, que gozaban del sol y la frescura, en aquellas partes en que el mar estaba tan tranquilo que los reflejos casi tenían mayor solidez y realidad que los cascos de las embarcaciones, vaporizados por un efecto de sol y montándose unos encima de otros a causa de la perspectiva. Y mejor aún se diría que aquellos trozos no eran ya otras partes distintas del mar. Porque había entre esa partes la misma diferencia que entre ellas y la iglesia que surgía del agua o los barcos que asomaban por detrás de los tejados. La inteligencia hacía en seguida un mismo elemento de lo que aquí era negro con efecto de tempestad, más allá de un color de cielo y con el mismo barniz celeste, y en otro lado, tan blanco de bruma y espuma, tan compacto, tan terrícola, tan rodeado de casas, que traía al pensamiento un camino de piedra o un campo de nieve por el que subía cuesta arriba y en seco un barco, con gran susto del espectador, como un coche que da resoplidos al salir de un vado; pero al cabo de un instante, al ver en la alta y desigual extensión de aquella sólida planicie unos barcos que daban tumbos, se comprendía que aquello, idéntico en todos sus diversos aspectos, era aún el mar.
Aunque se diga, y con razón, que el progreso y los descubrimientos se dan en el dominio de la ciencia, pero no en el de las artes, y que todo artista empieza por sí mismo un esfuerzo individual al que no pueden ayudar ni estorbar los esfuerzos de ningún otro, sin embargó, es menester reconocer que en esa medida en que el arte sirve para poner de relieve determinadas leyes una vez que la industria las vulgariza, el arte anterior pierde retrospectivamente algo de su originalidad. Desde la época en que Elstir comenzó a pintar hemos visto muchas de esas llamadas "admirables" fotografías de paisajes y ciudades. Si se intenta precisar qué es lo que denominan admirable en este caso los aficionados, se echará de ver que tal epíteto se suele aplicar a urca imagen rara de una cosa conocida, imagen distinta de las que vemos de ordinario, imagen singular y sin embargo real, y que precisamente por eso nos seduce doblemente, porque nos causa extrañeza, nos saca de nuestras costumbres y a la par nos entra en nosotros mismos al recordarnos una determinada impresión. Por ejemplo, alguna de esas magníficas fotografías servirá de ilustración a una ley de perspectiva, nos mostrará una catedral que estamos acostumbrados a ver en medio de una ciudad, cogida, por el contrario, desde un punto en que aparezca treinta veces más alta que las casas y formando espolón a la orilla del río, que en realidad está muy separado. Precisamente el esfuerzo de Elstir para no exponer las cosas tal y como sabía que eran, sino con arreglo a esas ilusiones ópticas que forman nuestra visión inicial, lo había llevado cabalmente a poner de relieve alguna de esas leyes de perspectiva, que entonces chocaban más porque el arte era el que primero las revelaba. Un río, debido al recodo que formaba' su curso, parecía un lago cerrado por todas partes, allí en el seno de las llanuras o de las montañas, y el mismo efecto daba un golfo porque la ribera escarpada se tocaba casi aparentemente por los dos lados. En un cuadro, pintado en Balbec durante un tórrido día de verano, una entrante del mar, encerrado entre murallas de granito rosa, parecía no ser el mar, que aparentemente empezaba más allá. La continuidad del océano estaba sugerida únicamente por unas gaviotas que revoloteaban sobre aquello que al espectador le parecía piedra, pero en donde ellas aspiraban, por el contrario, la humedad marina. Aun había otras leyes de visión que derivaban de ese mismo cuadro, como la gracia liliputiense de las velas blancas al pie de los enormes acantilados, en aquel espejo azul donde estaban posadas como mariposas dormidas, o unos contrastes entre la profundidad de las sombras y la palidez de la luz. Esos juegos de sombra, que también ha vulgarizado la fotografía, interesaron a Elstir hasta tal punto, que en cierta época se complacía en sorprender verdaderos espejismos donde un castillo con su torre se representaba como un castillo completamente circular, prolongado en lo alto por una torre y abajo por otra torre inversa, ya porque la limpidez extraordinaria del aire diese a la sombra reflejada en el agua la dureza y el brillo de la piedra, ya porque las brumas matinales convirtiesen a la piedra en cosa tan vaporosa como la sombra. Asimismo, allá por detrás del mar, tras una hilera de bosques, comenzaba otro mar, rosado por la puesta de sol, y que era el cielo. La luz, como si inventara nuevos sólidos, empujaba la parte que iluminaba de un barco más atrás de la que se quedaba en sombra, y disponía como los peldaños de una escalera de cristal la superficie, materialmente plana, pero quebrada por el modo de iluminación, del mar matinal. Un río que transcurre por bajo los puentes de una ciudad estaba tomado de tal manera que aparecía totalmente dislocado, aquí explayándose en lago, allá hecho hilillos, en otra parte roto por la interposición de una colina coronada de bosque donde van por la noche los vecinos a tomar el fresco; y el ritmo de esta revuelta ciudad estaba asegurado tan sólo por la inflexible verticalidad de las torres, que no subían, sino que parecían caer con arreglo a la plomada de la pesantez, marcando la cadencia cual en una marcha triunfal, y tenían en suspenso allí por bajo de ellas toda la masa, más confusa, de las casas escalonadas en la bruma; a lo largo del río, aplastado y deshecho. Y (como las primeras obras de Elstir databan de la época en que exornaba los paisajes la presencia de un personaje) en la escarpada ribera o en la montaña, el camino, ese elemento semihumano de la Naturaleza, sufría, al igual del río o del océano, los eclipses de la perspectiva. Una cresta montañosa, la bruma de una cascada o el mar cortaban la continuidad de la senda, visible para el paseante, pero no para nosotros; así que el menudo personaje humano, vestido con anticuada moda y perdido en esas soledades, parecía estar parado delante de un abismo, como si el sendero por donde iba terminase allí; pero trescientos metros más allá, en el bosque de abetos, veíamos emocionados una cosa que nos serenaba el corazón, y es que reaparecía la estrecha blancura de la arena hospitalaria para los pasos del viandante, aquel camino cuyos recodos intermedios, que iban salvando la cascada o el golfo, nos ocultó el declive de la montaña.