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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico, Narrativa

A la sombra de las muchachas en flor (61 page)

BOOK: A la sombra de las muchachas en flor
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"No hay día que no pase alguna de ellas por delante del estudio y entre a hacerme compañía un rato", me dijo Elstir; y me desesperé al pensar que si hubiera ido a verlo en seguida, como mi abuela me había dicho, probablemente y habría sido presentado a Albertina:

La cual había seguido andando y ya no se la veía desde el estudio. Yo me figuré que iba al paseo del dique en busca de sus amigas. Si hubiera sido posible ir allá con Elstir, podía haberme presentado. Inventé mil pretextos para que accediese a dar una vuelta conmigo por la playa. Ya no tenía yo aquella tranquilidad de antes de la aparición de la muchacha al mirar la ventanita, encantadora hasta aquel momento, con su marco de madreselvas, pero tan vacía ahora. Elstir me dio alegría y tortura juntas cuando me dijo que andaría un rato conmigo, pero que antes tenía que acabar el cuadro que tenía empezado. Era un cuadro de flores; pero de ninguna de esas flores cuyo retrato le habría yo encargado con más gusto que el de una persona, con objeto de descubrir por la revelación de su genio aquello que tartas veces había yo buscado inútilmente parado delante de ellas: espinos blancos y rosas, acianos y flor de manzano. Elstir, al mismo tiempo que pintaba me hablaba de botánica, pero yo apenas si le prestaba atención; y él por sí solo no me bastaba ya: ahora era únicamente el intermediario forzoso entre aquellas muchachas y yo; aquel prestigio con que lo veía yo revestido por su talento un instante antes, ahora sólo valía en cuanto que me confería a mí también un poco de prestigio a los ojos de las muchachas a quienes habría de presentarme.

Iba y venía yo por el taller, impaciente, deseando que acabara de trabajar; de vez en cuando cogía algún estudio de color de los que estaban por allí, vueltos hacia la pared, unos encima de otros. Y de ese modo di con una acuarela que debía de ser de una época bastante antigua de Elstir, y que me encantó con esa sensación particular de delicia que causan las obras que además de una ejecución deliciosa tienen un asunto tan singular y seductor que a él atribuimos parte de su gracia, como si el pintor no hubiese tenido otro papel que descubrirla y observarla, realizada ya materialmente en la Naturaleza, y hacer una copia. El hecho de que puedan existir tales objetos, bellos por sí mismos, independientemente de la interpretación del pintor, viene a halagar en nosotros un materialismo innato, con el que lucha la razón—, y sirve de contrapeso a las abstracciones de la estética. Aquella acuarela era el retrato de una mujer joven, no precisamente guapa, pero de un tipo curioso, tocada con un sombrero que se parecía bastante a la forma del sombrero hongo, con una cinta de color cereza; en una de las manos, semicubiertas por mitones, tenía un cigarrillo encendido, y con la otra sostenía a la altura de la rodilla un gran sombrero de jardín, sencilla pantalla de paja para guardarse del sol junto a ella, en una mesa, había un florero lleno de rosas. Muchas veces, y así ocurría ahora, la impresión de rareza que causan estas obras proviene de que fueron ejecutadas en condiciones particulares, de las que no nos dimos cuenta clara en el primer momento; por ejemplo, la
toilette
extraña de un modelo femenino es un disfraz para un baile de trajes, o, al contrario, el rojo manto de un viejo que parece cosa puesta tan sólo por prestarse a un capricho del pintor, resulta que es su toga de catedrático o de magistrado o la muceta de cardenal. El carácter ambiguo del ser cuyo retrato tenía yo delante consistía, sin comprenderlo yo muy bien, en que era una joven actriz de hacía años, a medio disfrazar. Pero el sombrero hongo, que cubría un pelo ahuecado, pero corto; su chaqueta de terciopelo, sin solapas, abierta para mostrar una blanca pechera, me hicieron vacilar con respecto a la fecha de la moda y al sexo del modelo; de modo que no sabía exactamente qué era lo que estaba mirando, es decir, no sabía sino que era una luminosísima pintura. Y el placer que sacaba de su contemplación enturbiábalo únicamente el miedo de que Elstir se entretuviera más y no encontrásemos a las muchachas, porque el sol ya iba sesgando y descendiendo en la ventanita. Ninguna de las cosas representadas en aquella acuarela lo estaba en calidad de dato real, pintado a causa de su utilidad en la escena: el traje, porque la dama tenía que llevar algún traje, y el florero, por las flores. El cristal del florero, amado por sí mismo, parecía como que encerrase el agua donde se hundían los tallos de los claveles en una materia casi tan límpida y tan líquida como ella, el vestido de la mujer la envolvía de una manera que tenía una gracia independiente, fraternal, y, si las obras de la industria pudieran competir en encanto con las maravillas de la Naturaleza, tan delicada, tan sabrosa al mirar, tan fresca y reciente cual la piel de una gata, unos pétalos de clavel y unas plumas de paloma. La blancura de la pechera, como de finísimo granizo, y que formaba en su frívolo plegado unas campanitas como las del lirio de los valles, se iluminaba con los claros reflejos de la habitación, reflejos agudos y tan finamente matizados cual ramitos de flores que recamaran la tela. Y el terciopelo de la chaqueta, brillante y nacarado, tenía de trecho en trecho un algo de picoteado; de velloso y erizado, que sugería la idea de los despeluzados claveles del florero. Pero sobre todo se veía que Elstir, sin importarle nada lo que pudiese tener de inmoral aquel disfraz de una actriz joven que sin duda daba más importancia que al talento de interpretación de su papel al picante atractivo que iba a ofrecer a los sentidos cansados o depravados de algunos espectadores, se había encariñado, por el contrario, con esos rasgos de ambigüedad, considerados como elemento estético que valía la pena de poner de relieve, e hizo todo lo posible por subrayarlos. Siguiendo las líneas del rostro, por momentos parecía que el sexo de la persona retratada iba a decidirse, y que era una muchacha un tanto viril; pero luego esa expresión de sexo se desvanecía, tornaba a asomar, sugiriendo ahora la idea de un joven afeminado, vicioso y soñador, y por último, huía, inasequible. El carácter de soñadora tristeza de la mirada, por el contraste que hacía con los detalles reveladores de un mundo de teatro y juerga, no era lo menos inquietante del retrato. Aunque se le ocurría a uno que esa tristeza era de mentira y que aquel ser juvenil que parecía ofrecerse a la caricia en ese provocativo atavío creyó que debía de ser más gracioso aún si añadía la romántica expresión de un sentimiento secreto, de una pena oculta. Al pie del retrato estaban escritas estas palabras: "Miss Sacripant, octubre 1872". No pude callar mi admiración. "Eso no es nada, un croquis de mi juventud, de un traje para una revista de varietés. Hace ya mucho de todo eso." '¿Y qué ha sido del modelo?" El asombro que provocaron mis palabras sirvió de preludio en el rostro de Elstir a un gesto de indiferencia y distracción que adoptó inmediatamente. "Déme usted, déme usted ese lienzo en seguida, porque me parece que viene mi señora, y aunque esta joven del sombrero hongo no ha tenido nada que ver con mi vida, ¡en serio, eh! sin embargo, mi mujer no tiene por qué ver esa acuarela. La he guardado únicamente como documento curioso sobre el teatro de aquella época." Y antes de ocultar la acuarela detrás de él, Elstir, que quizá no la había visto hacía tiempo, la miró atentamente: "No se puede guardar más que la cabeza —murmuró—; lo demás está muy mal pintado, las manos son de un principiante". A mí me desesperó la llegada de la señora de Elstir, porque eso probablemente nos retrasaría más. El reborde de la ventana era ya de color rosa. Nuestra salida sería inútil. No había probabilidad alguna de ver a las muchachas, de modo que ya me daba lo mismo que la señora de Elstir se marchara en seguida o no. Pero se estuvo muy poco; me pareció una señora muy aburrida; hubiera sido guapa con veinte años menos, con rústica belleza de campesina, que lleva su buey por la campiña de Roma; pero ahora ya empezaba a encanecer; era ordinaria, sin sencillez, porque se imaginaba que la solemnidad de modales y la majestad de la actitud eran requisitos de su belleza escultural, que con la edad había perdido todos su encantos. Iba vestida sencillisimamente. Impresionaba y sorprendía a la par oír a Elstir llamar a su mujer "Mi Gabriela, mi Gabriela guapa" a cada momento y con respetuoso cariño, como si sólo con pronunciar esas palabras sintiera ternura y veneración. Más adelante, cuando conocí la pintura mitológica de Elstir, también para mí fue bella la señora de Elstir. Comprendí que el pintor había atribuído un carácter casi divino, a un determinado tipo ideal resumido en ciertas líneas, en ciertos arabescos que se repetían constantemente en su obra a un determinado canon, y todo el tiempo que tenía, todo el esfuerzo de pensamiento de que se sentía capaz, en una palabra, toda su vida, la consagró a la misión de distinguir mejor esas líneas y reproducirlas con mayor fidelidad. El culto que semejante ideal inspiraba a Elstir era tan grave y exigente que nunca lo dejaba estar contento, era la parte más íntima de sí; de modo que no pudo considerar ese ideal con verdadero desprendimiento y sacar de él emociones hasta el día que se lo encontró realizado exteriormente en el cuerpo de una mujer, en el cuerpo de la que había de ser la señora de Elstir, y ya en ella —como sólo es posible con lo que es distinto de nosotros— le pudo parecer su ideal valioso, enternecedor y divino. ¡Qué descanso tan grande el poder posar los labios en aquella Belleza que hasta entonces había que sacarse de la propia alma con tanto trabajo, y que ahora, misteriosamente encarnada, se le ofrecía para una serie de eficaces comuniones! Elstir en aquella época había salido ya de esa primera juventud en que se espera realizar el ideal sólo por la potencia de nuestro pensamiento. Iba acercándose a la edad en que cuenta uno con las satisfacciones del cuerpo para estimular las fuerzas del espíritu, cuando la fatiga del ánimo nos inclina al materialismo y la disminución de la, actividad a la posibilidad de influencias pasivamente recibidas, y empezamos ya a admitir que puede haber determinados cuerpos, determinados oficios, ritmos privilegiados que realicen con naturalidad tanta nuestro ideal, que aun sin genio, sólo con copiar el movimiento de un hombro, la tensión de un cuello, hagamos una obra maestra; es la edad en que nos complacemos en acariciar la Belleza, con la mirada, fuera de nosotros, junto a nosotros, en un tapiz o en un dibujo del Ticiano que descubrimos en casa de un anticuario, o en una querida tan hermosa como el dibujo del Ticiano. Cuando me di cuenta de esto, ya siempre me gustaba ver a la señora de Elstir; su cuerpo se aligeró porque yo lo llené de una idea, la idea de que era una criatura inmaterial, un retrato de Elstir. Lo era para mí y debía de serlo también para él. Los datos reales de la vida no tienen valor para el artista, son únicamente una ocasión para poner su genio de manifiesto. Cuando se ven juntos diez retratos de distintas personas hechos por Elstir, se aprecia en seguida que son ante todo Elstir. Sólo cuando después de haber subido esta marea del genio, que cubre la vida empieza ya a fatigarse el cerebro, se rompe el equilibrio y la vida recobra su primacía, como el río que sigue su curso tras el empuje de una marea contraria. Mientras que dura el primer período, el artista, poco a poco, ha extraído la ley y la fórmula de su inconsciente don artístico.

Sabe cuáles son las situaciones en el caso de que sea novelista, o cuáles son los paisajes, si se trata de un pintor, que le proporcionarán la materia, indiferente en sí, pero tan indispensable para sus creaciones como un laboratorio o un estudio. Sabe que ha hecho sus obras con efectos de luz tenue, con remordimientos que mortifican la idea del pecado, con mujeres colocadas a la sombra de los árboles o con mujeres bañándose, como estatuas. Llegará un día en que, por el desgaste de su cerebro, ya no tendrá, al verse delante de esos materiales que su genio artístico utilizaba, el empuje necesario para el esfuerzo intelectual que se requiere para producir su obra, y, sin embargo, seguirá buscándolos, sentirá alegrías al verse junto a ellos por el placer espiritual, aliciente al trabajo, que en su ánimo provocan; y rodeándolos con un sentimiento como de superstición, cual si fuesen superiores a todas las demás cosas, cual si en ellos estuviese depositada y ya hecha una buena parte de la obra artística, no hará más que buscar y adorar los modelos. Se estará hablando indefinidamente con criminales arrepentidos, cuyos remordimientos y regeneración le sirvieron de asunto para sus novelas; comprará una casa de campo en región donde la bruma atenúe la fuerza de la luz; se pasará horas enteras viendo cómo se bañan las mujeres, o hará colección de telas antiguas., Y así, la belleza de la vida, palabras en cierto modo sin significación, lugar puesto del lado de acá del arte, y en donde vi que se paraba Swann, era también aquel lugar al que un día habría de ir retrocediendo poco a poco un Elstir, por debilitación de su genio creador, por idolatría de las formas que lo habían favorecido o por deseo del menor esfuerzo.

Por fin dio la última pincelada a las flores; me estuve mirándolas un momento; ahora ya no tenía mérito por perder tiempo en mirarlas, pues sabía que las muchachas ya no iban a estar en la playa; pero aun habiendo creído que seguían allí y que por esos minutos de contemplación no las alcanzara, hubiese mirado el cuadro, pensando que Elstir se interesaba más por sus flores que por mi encuentro con las muchachas. Porque el modo de ser de mi abuela, cabalmente opuesto a mi total egoísmo, se reflejaba sin embargo, en el mío. En cualquier circunstancia en que tina persona indiferente, pero a la que había yo tratado siempre con exterior afecto o respeto, no arriesgase más que una contrariedad mientras que yo me veía en un peligro, mi actitud no podía ser otra que la de compadecerla por su disgusto, como si se tratara de cosa considerable, y mirar mi peligro como una insignificancia; todo porque me parecía que a esa persona las cosas debían de representársele en esas proporciones. Y para decir las cosas como son, añadiré que aun iba más allá no sólo no deploraba el peligro mío, sino que le salía al encuentro, y en cambio con el peligro de los demás hacía por evitárselo, aunque hubiese probabilidades de que por ello viniese a recaer sobre mí. Eso obedece a varias razones que no me hacen mucho favor. Una de ellas es que mientras que no hacía más que raciocinar, se me figuraba tener apeo a la vida; pero cada vez que en el curso de mi existencia me he visto atormentado por preocupaciones morales o por meras inquietudes nerviosas, tan pueriles a veces que no me atrevería a contarlas, si surgía entonces una circunstancia imprevista que implicaba para mí riesgo de muerte, esa nueva preocupación era tan leve, en comparación con las otras, que la acogía con un sentimiento de descanso lindando con la alegría. Y así resultaba que yo, el hombre menos valiente del mundo, conocía esa cosa que tan inconcebible y que tan extraña a mi modo de ser se me representada en momentos de puro raciocinar: la embriaguez del peligro. Y en el momento en que surge un peligro, aunque sea mortal y aunque me halle yo en una etapa de mi vida sumamente tranquila y feliz, si estoy con otra persona no puedo por menos de ponerla al abrigo y coger para mí el lugar de peligro Cuando un número considerable de experiencias de esta índole me Hubo demostrado que yo siempre procedía así y con mucho gusto, descubrí, muy avergonzado, que, al revés de lo que creí y afirmé siempre, era muy sensible a las opiniones ajenas. Sin embargo, esta especie de amor propio no confesado no tiene nada que ver con la vanidad y el orgullo.

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