La armoniosa cohesión en la que iban a neutralizarse hacía algún tiempo, por la resistencia que cada una oponía a la expansión de las demás; las diversas ondas sentimentales que en mí propagaban aquellas muchachas, se vio rota en favor de Albertina una tarde que estábamos jugando al juego del hurón y el anillo. Era en un bosquecillo situado junto al acantilado. Colocado entre dos muchachas que no eran de mi cuadrilla das habían llevado mis amigas porque aquella tarde teníamos que ser muchos), miraba yo con envidia al muchacho que estaba al lado de Albertina; pensando que si yo estuviera en su puesto podría quizá tocar las manos de mi amiga en aquellos minutos inesperados que acaso no habían de volver nunca y que tan lejos podían llevarme. Ya el solo contacto de las manos de Albertina, sin pensar en las consecuencias que pudiera traer, me parecía cosa deliciosa. Y no es porque no hubiese yo visto nunca manos más bonitas que las suyas. Sin salir del grupo de sus amigas, las manos de Andrea, delgadas y mucho más finas, tenían una especie de vida particular dócil al mandato de la muchacha, pero independiente, y a veces se estiraban aquellas manos delante de Andrea como magníficos lebreles, con actitudes de pereza o de profundos ensueños, con bruscos alargamientos de falange, todo lo cual había movido a Elstir a hacer varios estudios de esas manos. En uno de ellos se veía a Andrea con las manos puestas al calor del fuego, y parecían con aquella luz tan diáfanamente doradas como dos hojas de otoño. Pero las manos de Albertina eran más gruesas, y por un momento cedían a la presión de la mano que las estrechaba, pero luego sabían resistir, dando una sensación muy particular. La presión de la mano de Albertina tenía una suavidad sensual muy en armonía con la coloración rosada, levemente malva, de su tez. Con esa presión parecía que se entraba uno en la muchacha, en la profundidad de sus sentidos, lo mismo que la sonoridad de su risa, indecente como un arrullo de paloma o ciertos gritos. Era una de esas mujeres a las que gusta tanto estrechar la mano que está uno reconocido a la civilización por haber hecho del
shake hand
[56]
un acto corriente entre muchachos y muchachas que se encuentran. Si las arbitrarias costumbres de la cortesía hubieran sustituido esta forma de saludo por otra, habría yo mirado todos los días las manos intangibles de Albertina con curiosidad tan ardiente por conocer su contacto como la que sentía por enterarme de a qué sabían sus mejillas. Pero en el placer de tener sus manos entre las mías un rato si hubiese sido yo su vecino de juego, veía yo algo más que ese placer mismo; ¡qué de confidencias, cuántas declaraciones calladas hasta aquí por timidez no hubiera yo podido confiar a ciertos apretones de mano; qué fácil le hubiese sido a ella contestar del mismo modo mostrándome que aceptaba! ¡Qué complicidad, qué comienzo de voluptuosidades! Mi amor podía hacer más progresos en unos minutos pasados a su lado que en todo el tiempo que la conocía. Y no podía estar de nervioso, porque veía que esos momentos acabarían ya pronto, dejaríamos de jugar al anillo, y entonces ya sería tarde. Me dejé coger el anillo adrede, y en medio del círculo hacía como que no veía pasar la sortija y la iba siguiendo atentamente con la vista, en espera de que llegara a manos del vecino de Albertina, la cual, riéndose a todo trapo, y con la animación y alegría del juego, estaba de color de rosa. "Precisamente nos hallamos en el Bosque bonito", me dijo Andrea señalando a los árboles que nos rodeaban, con una sonrisa del mirar que no era más que para mí y que parecía pasar por encima de los jugadores, como si nosotros dos fuésemos los únicos bastante inteligentes para desdoblarnos y poder decir a propósito del juego una cosa de carácter poético. Y llevó su delicadeza de espíritu hasta el punto de cantar, sin tener ganas, aquello de "Por aquí pasó, damitas, el hurón del Bosque bonito, por aquí pasó el hurón", como esas personas que no pueden ir al Trianón sin dar una fiesta Luis XVI o que se divierten en hacer cantar una canción en el ambiente mismo para el que fue escrita. Y sin duda habríame yo entristecido al no encontrar encanto alguno en esa identificación propuesta por Andrea, caso de haber tenido la cabeza para pensar en eso. Pero mi pensamiento andaba por otras cosas. Todos los jugadores empezaban ya a asombrarse de mi estupidez, al ver que no cogía la sortija. Miré a Albertina, tan guapa, tan indiferente, tan contenta; a Albertina, que sin preverlo iba a ser mi vecina de juego cuando cogiera yo el anillo en las manos que era menester, gracias a una combinación que ella no sospechaba y que la hubiese enfadado mucho. Con la fiebre del juego el peinado de Albertina estaba medio deshecho y le caían por la cara unos mechones rizosos, cine con su obscura sequedad aun hacían resaltar mejor la rosada piel. "Tiene usted las trenzas como Laura Dianti, como Leonor de Guyena y como aquella descendiente suya que tanto quiso Chateaubriand. Debía usted llevar siempre el pelo un poco caído", le dije yo al oído para poder acercarme a ella. De pronto la sortija pasó al vecino de Albertina Me lancé sobre él, le abrí brutalmente las manos y tuvo que ir a ponerse en medio del círculo, mientras que yo ocupé su lugar junto a Albertina. Unos minutos antes envidiaba yo a aquel muchacho al ver que sus manos, corriendo por la cinta, se encontraban a cada momento con las de Albertina. Pero ahora que me había tocado a mí su puesto, yo, harto tímido para buscar ese contacto, harto emocionado para poder saborearlo, no sentí más que el golpeteo rápido y doloroso de mi corazón. Hubo un momento en que Albertina inclinó hacia mí su cara llena y rosada, con expresión de complicidad, haciendo como que tenía la sortija para engañar al hurón y que no mirara hacia el sitio por donde estaba pasando el anillo. Comprendí en seguida que las miradas de inteligencia que Albertina me dirigía eran argucia del juego, pero me emocionó mucho el ver pasar por sus ojos la imagen, puramente simulada por la necesidad del juego, de un secreto, de un acuerdo que no existía entre nosotros, pero que desde entonces me pareció posible y cosa divinamente grata. Cuando me exaltaba yo con esa idea sentí una ligera presión de la mano de Albertina en la mía y vi que me lanzaba una ojeada procurando que nadie lo advirtiera. De repente, todo un tropel de esperanzas, hasta entonces invisibles para mí, se cristalizaron "Se aprovecha del juego para decirme que me quiere mucho", pensé yo, en el colmo de la alegría; pero caí inmediatamente de mi altura al oír que Albertina me decía, rabiosa: "Pero cójala usted; hace una hora que se la estoy dando"., La pena me atontó, solté la cinta, y el que hacía de hurón vio la sortija y se lanzó sobre ella; yo tuve que volverme al centro del círculo, desesperado, a mirar cómo seguía el juego en desenfrenada ronda a mi alrededor, blanco de las burlas de todas las muchachas y puesto en el trance, para contestarles, de reírme yo también, cuando tan pocas ganas tenía, mientras que Albertina no paraba de decir "Cuando uno no se fija, no se juega para hacer perder a los demás. Los días que se juegue a esto no se lo invita, Andrea, o no vengo yo". Andrea estaba muy por encima del juego, cantando su canción del "Bosque bonito", que por espíritu de imitación y sin convicción alguna continuaba Rosamunda; y con ánimo de desviar las censuras de Albertina me dijo: "Estamos a dos pasos de esos Creuniers que tantas ganas tiene usted de ver. Lo voy a llevar allá por una sendita preciosa mientras que estas locas hacen las niñas de ocho años". Como Andrea era muy buena conmigo, por el camino le fui diciendo de Albertina todo lo que me parecía más adecuado para que ésta me correspondiera. Andrea me contestó que ella también la quería mucho, que era encantadora; pero, sin embargo, mis elogios de su amiga parece que no le hicieron mucha gracia. De pronto, al ir por el caminito, en hondonada, me paré, herido en el corazón por un recuerdo de mi niñez: acababa de reconocer en las hojitas recortadas y brillantes que asomaban por un lado una mata de espino blanco, sin flores ¡ay! desde la pasada primavera. En torno flotaba una atmósfera de añejos meses de María, de tardes dominicales, de creencias y errores dados al olvido. Quería apoderarmé de esa atmósfera. Me paré un segundo, y Andrea, por encantadora adivinación, me dejó hablar un instante con las hojas del arbusto. Yo les pregunté por las flores, por aquellas flores de espino blanco que parecen alegres muchachillas atolondradas, coquetas y piadosas. "Ya hace mucho que se fueron esas señoritas", me decían las hojas. Y quizá pensaban que yo, para ser tan amigo de ellas como aseguraba, no parecía muy bien enterado de sus costumbres. Gran amigo, sí, pero que no las había vuelto a ver hacía años, a pesar de sus promesas. Y sin embargo, así como Gilberta fue mi primer amor de muchacho, ellas fueron mi amor primero por una flor. "Sí, ya sé que se van allá a mediados de junio —respondí—; pero me gusta ver el sitio en donde vivían aquí. Fueron a verme a mi cuarto, en Combray, una vez que estuve yo malo; las guiaba mi madre. Y luego nos veíamos los sábados por la tarde en el mes de María. ¿Y las de aquí, van también?" "Pues claro. Hay mucho interés porque esas señoritas vayan a la iglesia de Saint-Denis du Désert, que es la parroquia más cercana". "¿Entonces, para verlas…?" "Hasta mayo del año que viene, no." "¿Pero puedo estar seguro de que vendrán?" "Todos los años vienen." "Lo que no sé es si sabré dar con este sitio." "Sí, ya lo creo; esas señoritas son tan alegres que no dejan de reír más que para cantar cánticos: de manera que no tiene pérdida, desde la entrada del sendero ya notará usted su olor."
Volví con Andrea y seguí haciéndole elogios de Albertina. Yo estaba seguro de que se los repetiría a la interesada, dada la insistencia que yo ponía en ellos. Y, sin embargo, nunca se lo dijo, que yo sepa. Aunque Andrea era mucho más inteligente que Albertina para las cosas de sentimiento y más refinada en su bondad, tenía siempre alguna la palabra o la acción que más delicadeza: encontrar la mirada, ingeniosamente podían agradar, callarse una observación que pudiese ser penosa, sacrificar (sin que pareciera sacrificio) una hora de juego, o hasta una reunión o una,
Garden-panty
, por quedarse con un amigo o amiga preocupados; demostrándoles así que prefería su compañía a los placeres frívolos. Pero cuando se la conocía más pensaba uno de ella que era como esos heroicos cobardes que no quieren tener miedo y cuya bravura es de especial mérito; porque parecía que en el fondo de su carácter no había nada de la bondad que manifestaba a cada instante por distinción moral, por sensibilidad, por noble voluntad de ser buena amiga. Al oír las cosas encantadoras que me decía respecto a unas posibles relaciones entre Albertina y yo, cualquiera diría que iba a trabajar con todas sus fuerzas porque fuesen una realidad.
Cuando la verdad es, quizá por casualidad que nunca puso de su parte ni lo más mínimo de lo que ella podía para unirse a Albertina, y no me atrevería yo a jurar que mi esfuerzo para lograr el amor de Albertina no haya tenido por efecto, ya que no el provocar maniobras secretas de Andrea para contrariar mis designios, por lo menos el despertar en ella una cólera muy bien oculta, eso sí, y contra la cual acaso ella luchaba por delicadeza. Albertina hubiese sido incapaz de los mil refinamientos de bondad que tenía Andrea, y, sin embargo, no estaba yo tan seguro de la bondad de la segunda como lo estuve luego de la bondad de Albertina. Se mostraba siempre Andrea cariñosamente indulgente con la exuberante frivolidad de Albertina; tenía para ésta palabras y sonrisas muy de amiga, y lo que es más, se portaba con ella como una amiga. Yo la he visto día por día darse más trabajo porque su amiga pobre se aprovechara de su lujo y por hacerla feliz, sin tener el menor interés en ello que el que se da un cortesano para captarse el favor real. Cuando delante de ella compadecían a Albertina por su pobreza, Andrea se ponía encantadoramente cariñosa, se le ocurrían palabras tristes y deliciosas, y por su amiga pobre se tomaba muchas más molestias que por una rica. Pero si alguien sugería que Albertina no era tan pobre como decían, una nube apenas discernible velaba la frente y el mirar de Andrea, que parecía ponerse de mal humor. Y si se llegaba a decir que a pesar de todo no le sería tan difícil encontrar marido, Andrea contradecía tal afirmación calurosamente y repetía, casi con rabia: "No; es imposible que se case. Lo sé muy bien, y bastante pena que me da". En lo que a mí se refería, ella era la única de las muchachas que no viniera a contarme alguna cosa desagradable que hubiesen dicho de mí; y si era yo el que lo contaba, hacía como que no lo creía o daba una explicación de la cosa que le quitaba su carácter ofensivo; el conjunto de estas cualidades es lo que se llama tacto. Y suele ser patrimonio de esas personas que cuando nos batimos nos dan la enhorabuena y añaden que no había motivo rara haber ido al terreno, con objeto de ensalzar más aún el valor de que hemos dado pruebas sin necesidad. Son todo lo contrario de esas gentes que en la misma circunstancia nos dicen:
"Ha debido de molestarle a usted mucho eso de batirse; pero, claro, no iba usted a tragarse el insulto: no había otro remedio".
Pero como todo tiene su pro y su contra, si el placer, o por lo menos la indiferencia de nuestros amigos en contarnos una cosa ofensiva que alguien dijo de nosotros demuestra que no se ponen en nuestro lugar en ese momento y que hunden el alfiler o el cuchillo como en una badana, el arte de ocultarnos siempre lo que puede sernos desagradable de las palabras ajenas o de la opinión que ellos formaron según esas palabras puede indicar en la otra clase de amigos, en los amigos llenos de tacto, una fuerte dosis de disimulo. Pero no hay inconveniente alguno en ello, si, en efecto, no piensan mal y si ese dicho los hiere como nos heriría a nosotros mismos. Yo creí que esto es lo que pasaba con Andrea, aunque sin estar absolutamente seguro.
Habíamos salido del bosquecillo y anduvimos por tina red ele caminitos solitarios que Andrea conocía muy bien. "Ahí tiene usted —me dijo de pronto— esos famosos Creuniers; y tiene usted suerte: precisamente con el tiempo y la luz misma que en el cuadro de Elstir." Pero aun estaba yo harto triste por haber caído durante el juego del anillo de aquella cumbre de esperanzas. Y no tuve todo el placer que yo me esperaba al distinguir de pronto, allí a iris pies, acurrucadas entre las rocas donde iban a resguardarse contra el calor, a aquellas diosas marinas que Elstir supo acechar y sorprender, bajo un barniz sombrío tan bello como el de un Leonardo de Vinci, las Sombras abrigadas y furtivas, ágiles y silenciosas, prontas a meterse debajo de una piedra o en un tronco en cuanto se moviera una oleada de luz y a volver en cuanto pasara la amenaza de aquel rayo junto a la roca o el alga, bajo el sol, que desmigajaba los acantilados, y el descolorido océano, de cuyo dormitar parecían ellas guardianas inmóviles y ligeras que asomaban a flor ele agua su cuerpo pegajoso y el mirar atento de sus ojos obscuros.