Con Albertina ocurría lo mismo que con sus amigas. Algunos días se presentaba delgada, con cara grisácea y aspecto áspero, y una transparencia violeta descendía oblicuamente allá por el fondo de sus ojos, como suele verse en el mar; 'Albertina parecía estar dominada por una nostálgica tristeza. Otras veces su tez, lisa y brillante, cazaba los deseos como con liga y allí se quedaban pegados a su superficie, sin poder ir más allá, a no ser que de pronto la viera yo de lado, porque entonces sus mejillas de blanco mate, como de cera, en la superficie, vistas por transparencia eran de color de rosa, y entraban ganas de besarla, de captar ese color diferente que iba a, desaparecer. Otras veces, la felicidad le bañaba las mejillas con claridad tan móvil, que la piel, fluida y vaga, dejaba pasar como una especie de miradas subyacentes, por lo cual parecía de color distinto, sí, pero de la misma materia que los ojos; había ocasiones en que al ver su cara moteada de puntitos obscuros, y en la que flotaban dos manchones azules, se le venía a uno a las mientes la imagen de un huevo de jilguero, una ágata opalina trabajada y pulimentada tan sólo en dos sitios, en los que lucían, destacándose sobre la piedra obscura, como las transparentes alas de una mariposa azul, los ojos; los ojos, donde la carne se ha convertido en espejo y nos da la ilusión de que por allí nos acercamos al alma más que por las restantes partes del cuerpo. Pero por lo general estaba animada y tenía buen color; a ratos, la única nota rosa en la blanca cara era la punta de la nariz, tan fina como la de una gatita lista, con la que entran ganas de jugar; a veces tenía las mejillas tan tersas, que la mirada resbalaba, como por la de una miniatura, por su rosado esmalte, aún más delicado y más íntimo gracias a aquella tapa que le ponían, entreabiertos y superpuestos, sus negros cabellos; también ocurría que su tez llegara al rosa violáceo del ciclamen y en otras ocasiones, cuando estaba congestionada o febril, tomaba el púrpura sombrío de algunas rosas, de un rojo casi negro, sugiriendo entonces la idea de un temperamento enfermizo, que rebajaba mi deseo a cosa más sensual y prestaba a su mirar cierto matiz malsano y perverso; y cada una de estas Albertinas era distinta de la otra; tan distintas como son las apariciones de la bailarina cuyos colores, forma y carácter se transmutan con arreglo a los variados juegos de un proyector luminoso. Quizá por ser tan diversos los seres que entonces contemplaba, me acostumbré más adelante a convertirme yo mismo en distintos personajes, según en cuál de las Albertinas estuviese pensando; un hombre celoso, indiferente, voluptuoso, melancólico, exasperado, que se creaban no sólo merced al capricho del recuerdo que iba renaciendo, sino con arreglo a la fuerza de la creencia interpuesta por un mismo recuerdo, por el modo distinto _ como yo lo apreciaba. Porque siempre había que volver a eso, a esas creencias que la mayor parte del tiempo nos llenan el alma sin que nosotros lo sepamos, pero que, sin embargo, tienen mayor importancia para la felicidad que los seres que vemos, puesto que los vemos a través de ellas, y ellas son la que asignan su pasajera grandeza a la persona que consideramos. Para ser completamente exacto debía yo dar un nombre distinto a cada una de las personalidades con que pensé en Albertina; y aun con más motivo debía llamar de diferente manera a cada Albertina que se me aparecía, y que nunca era la misma, igual que esos mares sucesivos, a los que yo llamaba, por razón de comodidad, el mar, simplemente, y que servían de fondo a la nueva ninfa, que era Albertina. Pero sobre todo, y a imitación de las relaciones, pero aún con mayor utilidad, cuando nos dicen el tiempo que hacía tal día, debiera yo llamar siempre por su debido nombre a la creencia que reinaba en mi alma cada día que veía a Albertina, creencia que formaba la atmósfera, el aspecto de los seres, lo mismo que depende el de los mares de esas nubes apenas visibles que cambian el color de todo por su concentración, su movilidad, su diseminación o su fuga; una nube de esas desgarró Elstir la tarde que se paró con las muchachas, sin presentarme, de suerte que sus figuras me parecieron más bellas cuando iban alejándose y otra nube de esas volvió a formarse cuando las conocí, velando su resplandor, interponiéndose entre ellas y mis ojos, opaca y suave como la Leucotea de Virgilio.
Indudablemente, para n mi la faz de todas las muchachas cambió mucho de significación desde que sus palabras me dieron en cierto modo la clave liara leerla; y con más facilidad aún, porque esas palabras las provocaba yo a mi gusto con mis preguntas y las hacía variar como un experimentador que por medio de contrapruebas verifica sus suposiciones. Y en fin de cuentas, esto de acercarse a las cosas y personas que desde lejos nos parecieron bellas y misteriosas, lo bastante para darnos cuenta de que no tienen ni misterio ni belleza, es un modo como otro cualquiera de resolver el problema de la vida; es uno de los métodos higiénicos que podemos elegir, no muy recomendable, pero nos da cierta tranquilidad para ir pasando la vida y también para resignarnos a la muerte, porque como nos convence de que ya hemos llegado a lo mejor y de que lo mejor no era una gran cosa, viene a enseñarnos a no echar nada de menos.
Ahora había llegado yo a poner en el cerebro de aquellas muchachas, en lugar del desprecio por la castidad y los amoríos diarios que me figuré al principio, unas ideas muy honradas, que acaso no fuesen inflexibles, pero que hasta lo presente habían guardado de todo extravío a las muchachas que heredaron esos principios de su ambiente burgués. Pues bien: ocurre, cuando se equivoca uno desde el primer momento, aunque sea en cosas menudas, cuando un error de hipótesis o memoria nos hace buscar al autor de un chisme malintencionado, o un objeto perdido, por una pista mala, que fácilmente no se descubre el error sino para poner en su lugar no la verdad, sino un error nuevo. Yo, en lo que se refiere a su manera de vivir y al modo de portarme con ellas, saqué todas las consecuencias posibles de la palabra inocencia, que había leído en sus rostros al charlar familiarmente con ellas. Pero quizá la había leído atolondradamente, por descifrar demasiado de prisa, y no estaba escrita allí, como tampoco estaba el nombre de Jules Ferry en el programa de aquella función de teatro en que vi yo a la Berma por vez primera, a pesar de lo cual sostuve ante el señor de Norpois que Jules Ferry escribía piezas cortas sin ningún género de duda.
Y de cualquiera de mis amigas de la cuadrilla mocil no recordaba yo sino la última cara con que se me apareció; y no puede ser de otra manera, porque de todos nuestros recuerdos relativos a una persona la inteligencia va eliminando todo lo que no concurra a la utilidad inmediata de nuestras diarias relaciones (sobre todo en el caso de que dichas relaciones estén impregnadas con un poco de amor, porque el amor, siempre insatisfecho, vive en el momento por venir). Deja escaparse la cadena de los días pasados; sólo se queda, fuertemente sujeto en la mano, con el último cabo de ella, que a veces suele ser de distinto metal que aquellos otros eslabones perdidos ya en la noche, y no tiene por país real sino aquel en que al presente nos hallamos. Pero todas las primeras impresiones, ya tan remotas, no hallaban en mi memoria recurso alguno contra su diaria deformación; y durante las muchas horas que me pasaba hablando, jugando o de merienda con estas muchachas, ya ni siquiera me acordaba de que eran las mismas vírgenes implacables y sensuales que vi desfilar, con el mar por fondo, como en un fresco.
Geógrafos y arqueólogos nos llevan, sí, a la isla de Calipso y exhuman el palacio de Minos. Pero Calipso ya no es más que una mujer y Minos un simple rey sin nada divino. Hasta las buenas y las malas cualidades que la Historia nos enseñó a considerar como atributo de aquellas personas que tuvieron realidad suelen diferir mucho de las excelencias y defectos que nosotros supusimos a los seres fabulosos portadores de aquellos nombres. Y así, se había, disipado toda la graciosa mitología oceánica que compuse los primeros días. Pero siempre sirve de algo el poder pasar algún tiempo en familiaridad con aquello que deseábamos y que se nos figuraba inaccesible. En el trato de las personas que nos resultaron desagradables en el primer momento persiste siempre, aun en medio del ficticio placer que acaba por sentirse en su compañía, el saborcillo disimulado de los defectos que lograron esconderse. Pero en relaciones como las mías con Albertina y sus amigas, el placer cierto que hubo en su origen deja ese perfume que con ningún artificio puede darse a los frutos forzados, a las uvas que no maduraron al sol. Aquellas criaturas sobrenaturales, que para mí eso fueron las muchachas algún tiempo, infundían aún, sin darme yo cuenta, un no sé qué de maravilloso en los aspectos más vulgares de nuestro trato, o, mejor dicho, guardaban a ese trato de ser nunca vulgar. Mi deseo había buscado ávidamente la significación de los ojos que ahora me conocían y me sonreían, pero que el primer día se cruzaron con mis miradas lanzando rayos de un mundo distinto; había distribuido amplia y minuciosamente color y perfume en las carnosas superficies de aquellas muchachas que, tendidas en la hierba, me ofrecían con toda sencillez un bocadillo o jugaban conmigo a los acertijos; y por eso muchas de aquellas tardes cuando, tendido yo en el suelo, hacía lo que esos pintores que buscan la grandeza de lo clásico en la vida moderna y dan a una mujer que se corta la uña de un pie la misma nobleza que tiene "El niño sacándose una espina", o como Rubens hacen diosas con conocidas suyas para componer un cuadro mitológico, miraba yo todos aquellos lindos cuerpos de morenas y rubias esparcidos por la hierba sin vaciarlos de todo el mediocre contenido con que las llenó la experiencia diaria, y, sin embargo, sin recordar expresamente su celeste origen, chal si, semejante a Hércules o a Telémaco, estuviese yo jugando rodeado de ninfas.
Luego se acabaron los conciertos, vino el mal tiempo; mis amigas se marcharon de Balbec, no todas de un vuelo, como las golondrinas, pero sí la misma semana. Albertina fue la primera en irse, bruscamente y sin que ninguna de sus amigas pudiera comprender ni entonces ni más adelante, la causa de su súbita vuelta a París, donde no la llamaban ni deberes ni distracciones. "No ha dicho ni jota y se ha marchado", gruñía Francisca, cayo deseo hubiera sido que nosotros hiciésemos lo mismo Me parecía que nosotros estábamos cometiendo una indiscreción con los criados ya muy reducidos en número, retenidos allí por los huéspedes que quedaban, y con el director, que perdía dinero. Verdad era que el hotel estaba ya casi vacío y se cerraría muy pronto; pero nunca fue tan agradable la estancia. Claro que el director no era de la misma opinión; se paseaba por los pasillos, a lo largo de los salones helados, que ya no tenían
groom
[57]
a la puerta, con su levita nueva y tan arreglado por el peluquero que su cara parecía consistir en un compuesto en el que entraban tres partes de cosméticos por una de carne y cambiaba sin cesar de corbatas (estos lujos cuestan menos que tener encendida la calefacción y seguir con los mismos criados que antes, y son cosa semejante al rasgo de esa persona que no puede regalar diez mil francos a una empresa de beneficencia, pero aun se las echa de generoso fácilmente dando un duro de propina al chico que le lleva un telegrama). Diríase que iba inspeccionando el vacío, que quería dar, gracias a su personal aseo, un carácter de cosa provisional a la miseria de este hotel, que aquel año no anduvo muy prósperamente; parecía el espectro de un rey que vuelve a visitar esas ruinas que antaño fueron su palacio. Su descontento subió de punto cuando el tren local, que ya no tenía viajeros, dejó de funcionar hasta el año siguiente. "Lo que falta aquí son medios de conmoción", decía el director. A pesar del déficit de aquel año, hacía para el próximo proyectos grandiosos. Y como era capaz de retener exactamente en su memoria expresiones bonitas cuando se aplicaban a la industria hostelera con ánimo de magnificarla, añadía: "No he estado muy bien secundado; en el comedor tenía un buen equipo, pero los
botones
dejaban mucho que desear; ya verá usted el afeo próximo con qué falange, me hago"". Ahora la interrupción del servicio del tren lo obligaba a mandar un cochecillo por la correspondencia, y a veces con viajeros. Yo solía subir en el pescante, junto al cochero, y así me daba paseos, aunque el tiempo fuese malo, corno el invierno que pasé en Balbec.
A veces la lluvia era muy fuerte; como el Casino ya estaba cerrado, mi abuela y yo nos quedábamos en unos salones casi vacíos, como en la cala de un vapor cuando hace viento; y todos los días,, cual ocurre en un viaje por mar, alguna persona de aquellas que estuvieron viviendo tres meses con nosotros sin que las conociéramos, el presidente de la Audiencia de Rennes, el decano de Caen, una señora norteamericana con sus hijas, se nos acercaban, entraban en conversación e inventaban alguna manera de que las horas no fuesen tan largas; para ello nos revelaban alguna habilidad suya, nos enseñaban juegos, nos invitaban a tomar té o a hacer música, nos citaban a determinada hora, combinando todas esas distracciones que poseen el verdadero secreto de darnos gusto porque no aspiran a ello y se limitan a ayudarnos a pasar el tiempo menos aburrido, y hacían con nosotros, ya al final de la temporada, amistades que se verían interrumpidas al día siguiente con la marcha dé algún amigo reciente. Llegué a conocer hasta al joven ricacho, a uno de sus amigos aristócratas, y a la actriz, que habían vuelto por untas días; pero ahora el grupo no se componía más que de tres personas, porque el otro amigo se había ido a París. Me invitaron a ir a cenar con ellos a su restaurante. Creo que se alegraron de que no aceptara. Pero hicieron la invitación muy amablemente, y aunque en realidad el que invitaba era el joven ricacho, puesto que los otros eran huéspedes suyos, como quiera que el amigo que los acompañaba, el marqués Mauricio de Vaudemont, era de gran nobleza, la actriz, instintivamente, al preguntarme si iría, me dijo, para halagarme:
—Mauricio se alegraría mucho.
Y cuando me encontré a los tres en el
hall
, el joven rico no dijo nada y fue Vaudemont el que me preguntó: —¿Qué, no nos da usted el gusto de venir a cenar con nosotros? En resumidas cuentas, me había aprovechado muy poco de Balbec, por lo cual aun tenía más ganas de volver. Me parecía que estuve poco tiempo. No pensaban lo mismo mis amigos, que me escribían preguntándome si me iba a quedar allí toda la vida. Y al ver que seguían poniendo en el sobre el nombre de Balbec y que mi cuarto daba no a calle ni campiña, sino a los campos del mar, cuyo rumor —un rumor al que confiaba yo mi sueño, como una barca oía durante toda la noche, tenía yo la ilusión de que esa promiscuidad con las olas no tenía más remedio que infundirme, sin que yo me diera cuenta, la noción de su encanto, como esas lecciones que se aprenden durmiendo.